¿Pirata, yo? ¡Y tú más!
Quien mucho abarca, poco aprieta
La lucha en el mar
A peor
El fin
A pesar de estas medidas racionalizadoras, el cantón cartagenero se encontró muy pronto con problemas importantes de circulante, como normalmente se dice. La moneda comenzó a escasear. Por eso, las autoridades comenzaron a emitir papel moneda propio para pagar los sueldos; billetes que luego se podían canjear por monedas en la medida en que se iban recaudando. El 4 de agosto, para ser exactos, se emiten billetes de 2.000, 10.000 y 20.000 reales al 6% anual. Estos títulos eran admisibles al 50% para el pago de contribuciones, y por su valor total en la compra de bienes. En otras palabras, el Estado cantonal, que por muy cantonal no dejaba de ser un Estado, le permitía al ciudadano utilizar aquellos papelitos de mierda cuando se trataba de pagarle a su vecino el comerciante; pero a la hora de pagar a Hacienda, ay, amigo, la mitad de lo pagado, por lo menos, tenía que ser en dinerito de verdad. La gente, claro, respondió tomando al asalto una factoría de desplatación, la de Ignacio Figueras, marqués de Villamejor, a la búsqueda del preciado metal.
Sea como sea, comenzando septiembre los cantonales se habían hecho con ferralla suficiente como para hacer una emisión de monedas de dos pesetas que clonaba de tal manera a la moneda nacional que, en puridad, es casi imposible distinguirlas. Sin embargo, acto seguido el cantón decidirá comenzar a acuñar duros y monedas de duro y 10 reales ya puramente cantonales. Hay que decir, en todo caso, que el gobierno cantonal practicó una transparencia desconocida en casi cualquier otro gobierno, con publicación mensual de sus cuentas.
Segundo gran problema: Cartagena es una plaza fundamentalmente militar y, más aún, para poder sostener una revolución y una secesión, hace falta un ejército. Los cantonales tenían claro eso que, medio siglo después, ya no tendrían tan claro sus nietos en la Guerra Civil: que un ejército necesita oficiales. Tenían clara esta necesidad, pero les costaba colmarla. La mayoría de los mandos militares presentes en la plaza no había estado con la rebelión. En los inicios del movimiento, la mayoría de estos oficiales exigieron salir de la plaza y, de hecho, se les permitió.
El cantón procedió a nombrar oficiales de sustitución, con mayor o menor pericia. El 15 de julio, sin embargo, hubo de enfrentarse al problema de un nuevo exilio de familias de la ciudad, cuando se supo que varias columnas militares avanzaban hacia la plaza. La propia Junta alimentó este proceso, obsesionada en ese momento con la necesidad de eliminar de la plaza a personas que no serían válidas para la lucha y que se convertían en bocas que alimentar. Sin embargo, nunca consiguió esa emigración selectiva que pretendía. En la fila de las personas que abandonan Cartagena, efectivamente, hay muchas mujeres, niños y personas ancianas; pero también hay hombres en edad activa, empleados algunos de ellos de servicios esenciales, que dejan sus puestos a la francesa y se largan de allí. A partir de ese momento, por ejemplo, la baja capacidad de absorción de los hospitales y casas de socorro será un problema endémico, causado por el hecho de los muchos médicos que se largaron. Algunas de estas huidas son, además, dolosas, como la de los empleados de la Pagaduría de los buques, que se marcharon llevándose con ellos el importe de la nómina.
Así las cosas, desde el 11 de agosto la Junta decide regular las salidas de la plaza, fundamentalmente para asegurarse de que los hombres válidos no puedan abandonarla así como así. De todas formas, también hay que tener en cuenta que, desde el primer momento, el cantón cartagenero experimenta un flujo contrario de voluntarios que quieren estar allí. Por Cartagena se dejaron caer varios miembros de la Junta de Salud Pública formada en Madrid, diputados de izquierdas y, con el tiempo, también jefes y oficiales del Ejército. Éste es, además, un proceso que se intensifica conforme la situación del cantón de Cartagena consigue consolidarse pero, en paralelo, las fuerzas del gobierno de Madrid comienzan a sofocar otros intentos secesionistas. Así, Saturnino Tortosa se presenta en la ciudad con su abigarrada tropa de voluntarios murcianos, repelido por las tropas; o Tomás Bertomeu, más conocido como Tomaset, moviliza a voluntarios valencianos que también han sido vencidos en su terreno.
Obviamente, en el flujo de personas que llegan a Cartagena también hay muchos logreros. El Estado cartagenero es un Estado bastante débil, muy amateur; y eso es, siempre un acicate para los jetas y para las personas que, en general, pretenden vivir de lo ajeno o ganarse una coima o, que se dice hoy, paguita. El cantón hace un esfuerzo por mejorar la capacidad de todos de reconocer a quien cuenta con la confianza del gobierno; pero son intentos un tanto bienintencionados. Por ejemplo, se decretó que los funcionarios del cantón debían llevar una cinta roja en el ojal de la solapa; pero, vaya, que hacerse con una cinta roja de estrangis no parece el reto más difícil del mundo. En los primeros días de noviembre se procede a hacer un censo de la población, para saber quién es quién, básicamente.
Por otra parte, para evitar problemas de orden público, se decretó que a las 9 de la noche todas las dependencias públicas debían estar cerradas. En todo caso, desde el primer momento los promotores y gobernantes del cantón tratan de revestirlo de un estricto código moral. Aquí se ve con claridad el punto en el que el federalismo, sin duda la ideología dominante en la rebelión, se imbrica con otras ideologías de corte más social, notablemente el anarquismo. El cantón de Cartagena, en efecto, está imbuido de esa idea tan querida del primer anarquismo español, según el cual el hombre es un ser naturalmente bueno (es la sociedad la que lo vuelve malo y aleve) y, consecuentemente, en el momento en que se deja al hombre organizarse por sí mismo, muchos de los pecados de la sociedad desaparecen. Por esta razón, por ejemplo, una de las grandes obsesiones de Roque Barcia, uno de los dirigentes de la Junta de Salud Pública que quiso vivir en primera persona el experimento cantonal, será que en la plaza no exista el robo. Además de instar las políticas más represivas posible contra este feo delito, Barcia consideraba que Cartagena podía, y debía, ser un ejemplo frente al mundo, demostrando que es posible crear una colectividad ninguno de cuyos miembros ambicione lo de otro. En la misma línea, se cierran todas las casas de juego, consideradas muestra de los pecados del hombre del pasado.
El cantón, siguiendo esta línea de pureza básica y ejemplarizante, levanta toda una cruzada contra la prostitución. Hay que decir que, siendo Cartagena una ciudad portuaria, cabe imaginar que la prostitución era un problema muy serio. Según cifras que se publicaron en aquellos momentos, algo más de la mitad de los hospitalizados en la ciudad lo eran por tener alguna venérea. El folleteo bajo pago, pues, debía de ser una norma que tintaba el proyecto de amoralidad. Así las cosas, el 12 de septiembre se expulsó de la ciudad a toda mujer que no pudiese acreditar una relación de parentesco con algún hombre de la plaza. Sin embargo, días después la propia Prensa local tendrá que reconocer que las putas, lo mismo que se fueron, volvieron. Pues es más que probable que aquéllos mismos que las expulsaron, levantaron la valla después.
En este panorama general que vamos trazando de aquel cantón, obviamente el principal problema era el bloqueo. Cartagena, en el momento en que se mostró relapsa frente al gobierno de Madrid, quedó enjaretada tanto por tierra como por mar. Sin embargo, como ya hemos visto, eso de que estaba bloqueada por mar es un concepto un tanto etéreo. En puridad, la mayor parte de la flota española que podría bloquear puertos estaba, precisamente, en el de Cartagena. Los barcos surtos en la rada tenían mucha más capacidad de movimiento y de enfrentamiento que los escasos barcos que el gobierno de Madrid podía enviar a hostigarlos; lo cual fue la razón de que se tomase la inusitada decisión de declarar piratas a las naves de la Armada española.
Dicho esto, para el gobierno cantonal una de las primeras preocupaciones fue que en la masa de emigrantes que se iban de la ciudad no estuviesen los comerciantes. El 11 de agosto se le prohibió a los de alimentos que pudiesen cerrar sus establecimientos, y se prohibió directamente que los panaderos pudiesen abandonar la ciudad. Se reguló el precio del pan y se desarmaron los aranceles de entrada a la ciudad de los productos comestibles, buscando con ello fomentar las importaciones, por así decirlo. Nada de esto evitó que hubiese que recurrir al racionamiento. El 27 de agosto, con ayuda de la Cruz Roja, se creó una Cocina Económica para los más pobres, servida por las hermanas de la Caridad del Asilo de las Niñas, que eran, en realidad, las únicas monjas que quedaban en la ciudad. Las religiosas, en todo caso, se marcharon pronto, por lo que el tema quedó en manos de la Cruz Roja.
En el ámbito militar, desde las primeras jornadas de la rebelión y el sitio de Cartagena, la intención de los cantonales es realizar salidas por tierra, hacia las poblaciones cercanas y circundantes, buscando con ello generalizar la rebelión. El objetivo de Cartagena, pues, es, desde el primer momento, tratar de mutar la rebelión de una plaza en al menos la rebelión de la región murciana, conscientes como son de que, de esa manera, quizás se podría garantizar una mayor estabilidad y fuerza. Ya el 21 de julio Saturnino Tortosa sale de Cartagena con una columna de voluntarios, que logrará adscribir a la rebelión a Totana y Alhama de Murcia, entre otros pueblos. El 23 de julio, una diputación de Torrevieja visita Cartagena, y le expresa a la Junta su deseo de escindirse de Alicante y unirse al cantón murciano. De hecho, Cartagena envió una columna de soldados hacia la ciudad alicantina.
No todo son buenas palabras, sin embargo. El primer problema que se encuentran esas columnas de prosélitos revolucionarios es el sempiterno problema de toda oferta revolucionaria: quien está dispuesto a atenderla siempre lo hace bajo la premisa no escrita de que los esfuerzos inherentes al movimiento los hará otro. Así las cosas, los pueblos, a las primeras de cambio, se adhieren emocionados al proyecto revolucionario y buscan en su seno a los jefes de su propia Junta (es la pequeña edad de oro de los maestros de escuela y los funcionarios de variada laya). Sin embargo, en el momento en el que escuchan eso de “bueno, camarada, tienes que participar en el esfuerzo revolucionario con XXXX reales”, ya la cosa cambia; y no son pocos los que dan la vuelta y prefieren quedarse con Madrid y sus impuestillos. En otros casos, como Lorca, simple y llanamente los bienintencionados cartageneros, que como digo tienen, muchos de ellos, ideologías de raíz anarquista que les hacen pensar que todo el mundo los va a recibir como a Jesús en Jerusalén, se encuentran con una población hosca, nada convencida, que se les enfrenta y les viene a decir que se marchen de allí o les van a dar una hostia que los van a aviar. A Lorca, de hecho, el cantón tuvo que acabar enviando una expedición militar en toda regla, lo que provocó la huida de las autoridades de la ciudad. Es el 25 de julio, y las tropas cartageneras nombran una junta revolucionaria. En la noche del 26, cuando las tropas se han marchado, los habitantes de la ciudad la destituyen, y es de imaginar que no con muy buenos modos.
Otro hueso duro de roer fue Orihuela. El problema de esta plaza no era que no le convenciese la insurrección cantonal; es que era uno de los más fuertes bastiones carlistas de España. El 30 de julio, Gálvez se dirige hacia allí con dos regimientos, una compañía de voluntarios y dos piezas de artillería. Se les enfrenta un escuadrón de carabineros en una lucha corta y desigual. La Guardia Civil de la plaza hace lo que puede, que es poco.
En otras poblaciones se produjeron movidas un tanto chuscas. Así, en Hellín, después de haber conseguido controlar la plaza sin problemas, varios soldados de la columna cantonal pretendieron secuestrar a los maquinistas de un tren para hacerlo llegar hasta Madrid; es evidente que no tenían demasiada confianza en que todo aquello fuese a terminar bien, y querían poner tierra de por medio.
El 9 de agosto, el proyecto militar cantonal se hace adulto, por así decirlo, con la decisión de enviar tropas a Valencia, ciudad que está sitiada y a punto de caer en manos del gobierno. En realidad, ese día la información que tenían los cantonales no estaba completa. Desde horas antes, el 8, el general Martínez Campos había entrado en la ciudad. El proyecto de Estado regional valenciano había ido como el culo desde el primer momento. Para empezar, sus impulsores eran un abigarrado conjunto de gentes muy diferentes (había hasta alfonsinos); y, por otra parte, su Estado nunca funcionó como es debido, tengo por mí que, sobre todo, porque en Valencia muchas de las familias pudientes optaron por quedarse y jugar a la contra, mientras que en Cartagena, como hemos visto, mayormente se piraron.
Para Valencia, además, las noticias en torno al sofocamiento casi general de las rebeliones cantonales en Andalucía fueron un motivo de desánimo; aquello quería decir que, ahora, el Ejército disponía de efectivos sobrados para poder dirigirse a los frentes orientales, y ellos estaban los primeros de la lista. Así las cosas, en la noche del día 8, poco antes de escuchar los clarinazos de la tropa de Martínez Campos, las autoridades regionales abandonaron la ciudad.
Martínez Campos, noticioso de que avanzan las tropas de Cartagena, envía tropas a Chinchilla, que se verán reforzadas en Albacete. Las tropas de Cartagena tuvieron noticia de la rendición de Valencia a su paso por Hellín; pero no por ello dejaron de avanzar hacia Chinchilla, yo creo que porque sabían que eran superiores en número a los gubernamentales y, por lo tanto, daban por descontada su victoria.
La llegada de los cantonales a Chinchilla se concreta en una acción sorpresa que consigue replegar en desbandada a los carabineros que están allí. Los cantonales, sin embargo, se enfrentan allí, en Chinchilla, con las noticias ciertas de la caída de Valencia. Aunque algunos no son de esas opinión, se impone el concepto de que si hay que ir se va, pero ir por ná es tontería; por lo que deciden moverse hacia Murcia. Los mandos gubernamentales, apercibidos de los movimientos de retirada de sus enemigos, deciden enviarles unos cuantos pepinacos artilleros. Los cantonales no lo esperaban o, tal vez, iban de sobrados. El caso es que tienen graves pérdidas, incluso de mandos (como el coronel Pozas, detenido). Ítem más: cuando tratan de huir por tren, que es como han venido, se encuentran con que el coronel de la Guardia Civil José Pérez Rivera se las ha arreglado para reventar la vía a la altura de Pozo-Cañadas. Aunque la llegada de la columna cantonal de apoyo de Hellín evitó un fracaso absoluto, los cantonales regresaron diezmados y jodidos.
El botín de los gubernamentales no es moco de pavo: 26 oficiales, 325 soldados, dos piezas de artillería, 235 fusiles, municiones, pertrechos y dos trenes con sus equipajes.
La cagada de Chinchilla (porque fue una cagada: no tenía sentido avanzar hacia Valencia) acabó con el movimiento cantonal murciano. El 12 de agosto, los revolucionarios tuvieron que abandonar la capital, que estaba ya a tiro de lapo de Martínez Campos. A partir de entonces, todas las expediciones militares lo serán ya, exclusivamente, para conseguir víveres. El cantón ya no aspirará a extender la revolución; sólo a alimentarla.
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