El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
La muerte de Osmán llevó la violencia al mismo centro del imperio musulmán. Paradójicamente, muchas de las críticas por la nueva situación recayeron sobre los hombros de Alí. Verdaderamente, Alí era el máximo responsable de haber mantenido la seguridad de Osmán, califa al que debía obediencia, obediencia que muchas veces demostró de forma neta. Pero, por otra parte, también era evidente que el yerno de Mahoma consideraba que el califa ahora muerto no gobernaba de acuerdo con las mejores reglas del Islam.
En todo caso, lo que parecía bastante claro es que, después de la experiencia de la designación de Osmán, la de Alí era la candidatura natural al califato. Todo en la tradición y en la praxis de los últimos años señalaba que él tendría que ser el elegido para gobernar a la grey islámica ahora. Alí había puesto por delante la unidad de los musulmanes a sus intereses personales frente a Abu Bakr, Omar y Osmán; pero, ahora, había llegado su hora. Les había sobrevivido a todos y no existía ya duda de que, en el entourage original del Profeta, ya no quedaban candidatos de su altura.
Pero había alguien que no consideraba que las cosas tuvieran que ser así. Se trataba de Muawiya bin Abi Sufyan, de la pata de Osmán, y gobernador de la Gran Siria. Muawiya sabía que carecía de la legitimidad con la que contaba Alí; pero, sin embargo, sabía bien que tenía la fuerza y la riqueza que le aportaba gobernar una de las perlas del Imperio.
Inicialmente, las cosas parecieron ir como la tradición marcaba. Tras la muerte de Osmán, los compañeros del Profeta se acercaron a Alí para convencerlo de que aceptase ser presidente de la comunidad de vecinos. Alí amagó con negarse, pero probablemente era un gesto político para garantizarse la sinceridad de los compromisos. Al día siguiente de la muerte de Osmán fue aclamado en una mezquita como el nuevo califa.
Sin embargo, la experiencia con la violencia política no
había sido en vano. Aunque a muchos historiadores musulmanes no les guste
reconocerlo, lo cierto es que en el 656 los signos eran evidentes de que el
monolitismo del proyecto islámico se había roto, y que empezaban a crecer las
banderías; y no sólo a crecer, sino a jurarse odio eterno. La Meca fue, esta
vez, el principal teatro organizativo de lo que podemos llamar el partido
anti-Alí. Este movimiento se nutría, fundamentalmente, de dos tipos de
descontentos: por un lado, los que veían en el califato de Alí la pérdida de
poder, tal vez para siempre, de los coraichitas; y, por otro, los partidarios
de un califato monárquico, es decir, los defensores de la idea de que al frente
del Islam debía colocarse la familia de Osmán.
La estrategia de Alí para consolidarse fue tratar de no ser muy rompedor, conocedor de que sus amistades entre los ansar hacían que los musulmanes más tradicionales temiesen precisamente ese comportamiento por su parte. Así, hizo muchos esfuerzos para vincularse, de alguna manera, a los califatos de Abu Bakr y de Omar; pero no así en el caso de Osmán, pues consideraba que el tercer califa la había cagado demasiado. Esta idea de que había que revertir las políticas osmaníes fue la que le llevó a cesar a los gobernadores nombrados por el anterior califa, con la única excepción del gobernador de Kufa, Abu Musa al-Ashari, que había sido elegido precisamente por los rebeldes kufitíes contra Osmán. Con este gesto, despertó al tigre.
Alí fue capaz de controlar Basora y de nombrar gobernador de Egipto en la persona Qays bin Said, el hijo de Said bin Ubadah quien, si recordáis, era la persona que muy probablemente iban a elegir los ansar en su asamblea tras la muerte del Profeta. Además de estos movimientos, Alí tenía otro punto débil, y es que había escogido permanecer neutral, por así decirlo, en la polémica sobre si el asesinato de Osmán había sido un crimen o estaba de alguna manera justificado.
Como he dicho, la cosa empezó en La Meca. A la llegada a la ciudad de la carta de Alí conminando a la ciudad a aceptarlo como califa, uno de los coraichitas, en un acto desafiante, se la comió. Aisha, por su parte, comenzó a calentarse la boca con que Alí era el último responsable del asesinato de Osmán. Además, comenzó a hablar maravillas de Talha y de Zubair, los dos compañeros de Mahoma todavía vivos que podían, por ello, disputarle a Alí su derecho califal. En fin, el partido mequí reclamó que se realizase una nueva shura o consulta, procedimiento que había sido instituido por Omar. Marcharon a Basora, donde esperaban obtener apoyos; pero allí la cosa estaba tan poco clara que incluso tuvieron que repartir algunas hostias para poder entrar en la ciudad. Alí respondió a este movimiento yendo a Kufa, donde tenía muchísimos partidarios; en realidad, Kufa era su capital.
La rebelión de Aisha, Talha y Zubair no llegó muy lejos; entre otras cosas, los dos compañeros del Profeta andaban un poco a leches entre ellos para definir cuál de los dos debía prevalecer sobre el otro. Los ejércitos de ambas facciones se encontraron en lo que la tradición conoce como la batalla del Camello, que, a pesar de ello, no tuvo nada que ver ni con el tabaco rubio ni con la grifa. Tuvo lugar el 8 de diciembre del 656, seis meses después de la muerte de Osmán y de los aplausos a Alí en la mezquita. Parece ser que Zubair lo vio sobaco de grillo muy pronto y que decidió huir de la batalla; pero lo pillaron no muy lejos y lo pasaportaron. Talha, por su parte, murió en la batalla. Supongo que la batalla se llama del camello porque se montó una gorda alrededor del camello que llevaba la litera donde iba Aisha. Alí ordenó que fuese descargado. Aisha, ella misma herida en un brazo, se echó a los pies de Alí. Éste decidió enviarla de vuelta a Medina, escoltada por su primo Abdullah bin Abbas. Finalmente, regresó a La Meca, pero se le prohibió cualquier actividad pública. Lo que le quedó de vida yo creo que lo vivió un poco como Juana la Loca.
A pesar de haber conseguido prevalecer, para Alí seguía siendo un problema la justa demanda de los parientes de Osmán en el sentido de que el asesinato de su pariente fuese adecuadamente castigado. Alí, sin embargo, sólo podría llevar a cabo esa justicia en el caso de que consiguiese un poder efectivo sobre todo el imperio califal, lo cual pasaba por que Muawiya, el gobernador de Siria, se le sometiera sin protestar. Pero Muawiya era un hueso muy duro de roer. Al contrario que otros gobernadores, no era un parvenu llegado desde el stronghold mequí; él, sin llegar a ser un siriaco 100%, tenía muchos vínculos con la sociedad siria; y, lo que es más importante, había creado desde cero el ejército siriaco, por lo que soldados y mandos no le eran leales a otro que él; y a Alá, claro.
Cuando Muawiya contestó que los cojones, pues, a Alí se le puso enfrente en ejército de creyentes en el Corán mejor organizado del mundo y más baqueteado pues, al fin y al cabo, eran ellos quienes guardaban la frontera entre musulmanes y cristianos bizantinos. De hecho, el gobernador de la Gran Siria hizo algo más: responsabilizó a Alí del asesinato de Osmán; vino a decir, pues, que Alí no quería castigar el asesinato del anterior califa porque para hacerlo habría tenido que hacerse un Froilán, esto es, dispararse a sí mismo. Muawiya propuso que los asesinos fuesen al maco y que, una vez presos, se abriese una shura (ya se sabe, una consulta; no confundir con la sharia, que es otra cosa; ni con una fetua, que con el tiempo ya veremos lo que es) en la que, de todas formas, defendía que los sirios deberían ser la voz más escuchada. Muawiya se dedicó a pasear por Siria la camisa con la que había muerto Osmán, manchada con su sangre, para encabronar al personal, al tiempo que reclamaba de Alí el apresamiento de los asesinos.
Para Alí, eso era un problema. Yo, personalmente, no creo que Alí estuviese implicado en el asesinato de su predecesor; es algo que no cuadra ni con lo que hizo antes, ni con lo que haría después. Pero sí es cierto que entre los conspiradores había gente que le era muy parcial. Malik al-Asthar, por ejemplo; que era, por así decirlo, el representante de Alí en Kufa. Asimismo, Alí era también cercano a Mohamed, el hijo de Abu Bakr. No era hijo de Alí, pero sí hijastro, puesto que Alí, al morir Abu Bakr, había tomado por esposa a Asma, viuda y madre de Mohamed, que entonces tenía dos años. Fue un matrimonio político con el que Alí trataba de sustantivar el fin de las viejas diferencias entre su familia y la de Abu; pero el hecho es que había convertido a quien era considerado por todos el ejecutor de Osmán en pariente suyo.
La solución que encontró, o más bien creyó encontrar, Alí a estos problemas, es muy típica de su forma de actuar. Al grito de be water, my friend, trató de buscar la vía menos comprometida, de vencer el problema por la vía de no prestar un apoyo definitivo a ninguna de sus partes. Así las cosas, el yerno de El Profeta se cuidó mucho de apoyar la tesis de que el asesinato de Osmán había sido un acto ilegal; pero, al mismo tiempo, calló a la hora de destacar todas las cosas que consideraba que había hecho mal el califa muerto. Con estos mimbres, comenzó a negociar con Muawiya para saber en qué condiciones le prestaría obediencia. El gobernador de Siria le dijo que sólo lo haría si retenía total control sobre su provincia y Egipto, y siempre y cuando quedase claro que no se le obligaba a aceptar a ningún sucesor de Alí en el califato. Muchos historiadores consideran que si Alí hubiese aceptado esta solución, que podemos llamar del “cupo sirio”, probablemente el Imperio islámico habría geminado mucho antes.
A mediados del año 657, tras haber acopiado muchas tropas que regresaron de victoriosas campañas en el actual Irán, Alí juntó un ejército más que respetable, pasó el Éufrates y se dirigió hacia Siria. Este ejército y las fuerzas de Muawiya se encontraron en Siffin, al norte de una población que no suena un poco más a los lectores actuales: Raqa.
Para entonces, los musulmanes se habían acostumbrado a luchar entre ellos e incluso a asesinarse; pero la demanda de unidad seguía siendo el sentimiento principal. Ninguno de los dos, pues, quería la batalla; de hecho, se tiraron tres meses, que se dice pronto, acampados y mirándose a los ojos. Pasado ese tiempo, Alí acusó a los sirios de no haber respondido adecuadamente a su llamada de sumisión, y comenzó la batalla. Inicialmente, parece que los sirios llevaron la mejor parte, pero la batalla tuvo muchos dimes y diretes, motivo por el cual creció de forma importante la opinión de que, tal vez, la cuestión debería resolverse de una forma muy común para los árabes de la época, esto es, con un duelo personal entre los dos líderes. Mientras se discutía esta movida, parece ser que las tropas de Alí fueron consiguiendo derrotar a sus contrincantes.
Ante este resultado, los soldados sirios comenzaron a atar copias del Corán a sus lanzas, en un gesto que venía a reclamar un arbitraje de la cuestión basado en el libro sagrado de los musulmanes. O sea, el tipo de solución para un conflicto que normalmente se le ocurre al que va perdiendo, pues cuando vas ganando, ni Corán, ni negociaciones de paz, ni trece puntos de Negrín, ni hostias. Alí respondió como responde el que va ganando: instando a sus soldados a redoblar la presión.
El yerno de Mahoma, una de esos personas que, a pesar de que se reconocen como muy importantes, yo creo que no se valoran en toda la importancia que tienen (Alí, es, para mí, el Pablo de Tarso de los musulmanes), sabía de muchas cosas. Pero de ninguna sabía más que de la religión que animaba su vida y su voluntad de poder. Era un hombre piadoso, devoto, y cabe imaginar que con un alto sentido de la moral islámica (quiero decir; de la mejor moral islámica); algo que se ve en la paciencia que derrochó, dejando el paso franco hacia el poder a otros a los que sobrepujaba en méritos para así mantener la cohesión de la familia islámica. Para él, pues, probablemente la demanda de Muawiya de un arbitraje coránico tuvo un significado muy claro, puesto que él sabía que el gobernador de Siria, sin llegar a ser un pichabrava, no era eso que decimos una persona religiosa. Sin embargo, no pudo evitar que la estratagema de los sirios les funcionase, porque dentro del propio ejército de Alí había muchos musulmanes estrictos y devotos, beatos coránicos pues, que se sentían incapaces de levantar su lanza contra hermanos de creencia que habían declarado el final de los enfrentamientos en base a la solidaridad religiosa. Dicho de otra forma: la armada de Alí estaba dispuesta a luchar contra musulmanes que diesen la espalda al Corán; pero no contra aquéllos que lo reconocían como la fuente de toda legalidad. Así las cosas, a Alí no le quedó otra que ordenarle a su comandante, Mali al-Asthar, que suspendiese las hostilidades.
Ahora Muawiya tenía a Alí en un terreno que le resultaba a él más propicio: el de la negociación.
Al hilo de la entrada, porque habla del islam y el blog se llama historias de españa, en un libro de viaje a la India leí la narración de la invasión islámica de la India y, curioso, la historia era idéntica a la nuestra: una traición, princesas violadas, venganza por honor. Lamento no poder encontrar la fuente pero me sorprendió.
ResponderBorrarPara mi, el asesinato de Osmán es un poco equivalente a los de Prisciliano o Servet: El momento en el que matamos a uno de "los nuestros" por no ser de "los nuestros" de una forma diferente a como nosotros pensamos que han de ser de "los nuestros". A partir de ahí ya se puede decir misa o la plegaria de los viernes que una vez que alguien salta esa barrera ya hay justificación para resolver la disidencia a puñaladas.
ResponderBorrar(Y la posible autoridad moral queda un poco a la altura de la mierda)