Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
El rey Felipe II solía pasar los meses de mayo en Aranjuez. Le gustaba recibir allí la primavera, y no le culpo porque, la verdad, la floración en esta población ribereña es bastante impresionante. Aquel año de 1587, la primavera había llegado pronto, y eso había provocado que el rey hubiese incluso adelantado sus planes, pues el día 29 de abril estaba ya paseando por los jardines del lugar. Fue allí, durante un paseo, a las cuatro de la tarde, cuando le alcanzó un edecán, que portaba un correo llegado desde París y cuyo origen era Bernardino de Mendoza. En aquella carta, el embajador español advertía al rey de la partida, el día 12 de aquel mismo mes, de una treintena de barcos, al mando de Drake, desde el puerto de Plymouth. Extrañamente, el rey Felipe no leyó aquel despacho inmediatamente; de hecho, no lo hizo hasta el día siguiente. Resulta difícil saber los porqués de dicho retraso. Tal vez se distrajo con otra cosa, tal vez no se encontró bien (para entonces, ya sufría de gota); o tal vez, simplemente, era un hombre acostumbrado a recibir comunicaciones a decenas y, por lo tanto, había aprendido que lo urgente rara vez se presenta. En todo caso, da igual, porque aunque Felipe hubiese leído las noticias en la tarde del 29, la capacidad de reacción apenas habría mejorado.
Porque lo cierto es que aquel día 29 Drake y su segundo,
William Borough, estaban ya muy cerca de Cádiz. Aunque para cualquiera que
leyese las noticias de Mendoza se haría evidente que el objetivo del inglés no
podía ser otro que la Tacita de Plata, la capacidad de enviar correos ya no era
suficiente para prevenir a nadie en la ciudad.
Los ingleses se habían encontrado con la típica galerna
tocahuevos al doblar las costas de Finisterre en Galicia; esto los había
dispersado un poco pero, quitando este contratiempo, su viaje había sido más
que razonablemente tranquilo. Habían perdido una pinaza en medio de la
tormenta; pero esa pérdida se había más que compensado con varios barcos que
fueron capaces de encontrar por el mar y apresar, entre ellos una carabela
portuguesa.
Había sido a la vista de la entrada de Lisboa que los
ingleses, reunidos en una especie de Consejo de Estado Mayor, habían decidido
que su objetivo sería Cádiz; en todo caso, fue una decisión meramente formal,
pues este hecho era el que todos daban por seguro desde que se habían subido a
sus naves. Interceptaron dos barcos mercantes holandeses, cuyos capitanes les
dieron mucha información acerca de una gran concentración de fuerzas navales en
Cádiz, concentración que todo el mundo daba por seguro era una
pre-concentración antes de la reunión de la Armada en Lisboa. Aquella primera
hora de la tarde del 29 de abril, Drake y Borough tenían ya una sola duda: si
atacarían ya, o se esperarían al día siguiente. Borough era de la opinión de
que, aunque pensaba que los vientos se debilitarían al día siguiente, lo mejor
era anclar fuera de la bahía cuando cayese la noche y tomarse unas horas para
trazar un plan bien hecho. Pero Drake no era de la misma opinión.
A las cuatro de la tarde de un 29 de abril despejado, la
ciudad de Cádiz sesteaba. Pero el puerto no estaba indefenso. En el puerto se
encontraban varias naves al mando de Pedro de Acuña, llegadas recientemente
desde Gibraltar en una misión de patrulla que habría de llevarlos hasta el cabo
San Vicente y, desde allí, de nuevo a la ciudad, donde tenían que unirse a la
flota a mando del vizcaíno Juan Martínez de Recalde.
Drake, como se había prometido a sí mismo, abrió fuego desde
el Elisabeth Bonaventure, e hizo
sonar las trompetas e izar las banderas. La percepción de esta amenaza provocó
un pánico generalizado en la ciudad. Las autoridades, que desde el primer
momento contaron con que la intención de los ingleses podía ser desembarcar
para saquear las calles, ordenaron a las mujeres y a los niños, así como a los
ancianos, que tomasen refugio en el castillo. Sin embargo, el capitán del
mismo, ante la perspectiva de tener que defenderse de los ingleses y, además,
hacerlo rodeado de civiles acojonados, cerró las puertas. Finalmente, el
capitán habría de darse cuenta de que el pánico sobre pánico que había creado,
además en una calle muy estrecha, había sido peor remedio que la enfermedad.
Pero para cuando se dio cuenta de eso, en el suelo de la calle había ya
veinticinco cadáveres aplastados.
Los barcos ingleses más grandes y pesados se adelantaron
para aceptar el enfrentamiento con los de Pedro de Acuña. El español, sin
embargo, estaba, aunque probablemente no lo supiera o no fuera consciente de
ello, en algo que podríamos llamar inferioridad histórica. Su fuerza se basaba
en un tipo de nave, la galera, de enorme eficiencia bélica frente a otras
galeras o a naves relativamente parecidas a ella; sin embargo, su tiempo, de
alguna manera, estaba ya comenzando a pasar, y los pesados barcos ingleses
tenían muchas más posibilidades contra ellas de lo que lo habían tenido otras
flotas en el tiempo anterior. Además, los barcos ingleses tenían una enorme
capacidad de lanzamiento de proyectiles, mucho mejor que la de las galeras
españolas.
Acuña, además, estaba lógicamente condicionado por la
naturaleza de su misión, que no era otra que ganar tiempo. El capitán español
necesitaba que los galeones ingleses se centrasen en él, en la flota de defensa
por así decirlo, para así poder darle tiempo al resto de los barcos surtos en
la bahía para que levasen anclas y saliesen del puerto, buscando el mar abierto
que, en esas circunstancias, aparecía como más seguro. Por esa razón, Acuña
tuvo que moverse, salir, y volver varias veces, siempre aceptando la batalla, a
pesar de estar en inferioridad de potencia de fuego.
Sus esfuerzos, para colmo, fueron inútiles en muchos casos.
Muchos de los barcos de mayor eslora situados en el puerto fueron incapaces de
la huida por falta de personal o de pertrechos, como consecuencia de lo
sorpresivo del ataque. En algunas ocasiones, incluso barcos que sí tenían la
tripulación necesaria para poder moverse no lo hicieron, dado que sus vecinos
estaban clavados y no les dejaron paso.
Había una excepción: un gran barco de 700 toneladas,
original de Ragusa pero armado y capitaneado por genoveses. Estaba en Cádiz en
el curso de su viaje mercante de regreso, cargado de extraordinarias
mercancías. El ataque pilló al barco con toda la tripulación en él, así pues no
esperaba otra cosa que una marea y un poco de viento para pirarse allí cagando
melodías. Por razones que nunca conoceremos, su capitán, sin embargo, decidió
enfrentarse a los ingleses, y luchar. Drake no creo que contase con eso. Era un
barco muy grande, con mucha capacidad de fuego. Les dio bien. Los ingleses,
finalmente, se situaron como pudieron en el puerto, que en ese momento era el
camarote (nunca mejor dicho) de los hermanos Marx, y comenzaron la paciente
labor de destrucción del gran barco, que acabó ardiendo y hundiéndose. Es muy
probable que su tripulación muriese en su mayoría en el enfrentamiento: el dato
de que los ingleses nunca llegasen a tener detalles de la filiación del barco
nos dice que ni siquiera recogieron náufragos.
El hundimiento del gran barco genovés dio a los ingleses el
poder total sobre el puerto gaditano. En la mañana del día siguiente, el
trabajo destructivo estaba básicamente terminado. De hecho, Drake y su gente
tenían ya otro objetivo. En los interrogatorios practicados a marineros
rescatados habían aprendido que en la zona se encontraba una nave de gran
tamaño, propiedad del marqués de Santa Cruz. Era un galeón imponente casi
recién salido de los astilleros vizcaínos, que había navegado hasta Cádiz para
instalar armamento y para reclutar tripulación. Se decía que se pretendía que
fuese la nave capitana de la Armada. Para los ingleses, capturarla o hundirla
era un objetivo extraordinariamente atractivo.
Así las cosas, Drake dejó anclado el Elisabeth Bonaventure y formó una flotilla de pinazas y fragatas
acompañadas por su barco más grande, el Merchant
Royal, como apoyo. Estas naves se movían por la bahía, buscando su
objetivo, aunque en Cádiz tanto movimiento de barcos relativamente pequeños se
tomó por una invasión inmediata. En la ciudad la situación no se tenía por
desesperada. En las horas anteriores habían llegado refuerzos de Jerez, y se
sabía que el duque de Medina-Sidonia se acercaba a la ciudad con la fuerza que
había sido capaz de encontrar. Llegó en la tarde de aquel día siguiente con
300 caballeros y 3.000 infantes. Cuando tuvo viento suficiente, ya en la noche,
Drake entró de nuevo y ofreció combate. Pedro de Acuña, sin embargo, optó por
la prudencia, y de hecho envió un mensaje al inglés, con varios regalos y una
oferta para el intercambio de prisioneros.
Los ingleses estimaron que habían hundido, inutilizado o
capturado 37 barcos en el puerto de Cádiz. Las autoridades españolas, en su
informe al rey, reconocieron 24. Felipe consideró que la pérdida provocada no
había sido muy grave.
Drake había terminado con Cádiz, pero no con su bahía. De
hecho, se quedó en la zona de San Vicente, buscando a su nueva pieza: Juan
Martínez de Recalde. Había sido informado de que el vasco estaba por la misma
zona que él, y de que, además, su escuadrón no podría competir con la flota
inglesa, que lo doblaba en tamaño. Así pues, buscando un trofeo más, Drake
trataba de inutilizar al que tenía, probablemente, por mejor marino español de
su momento, quizá detrás de Santa Cruz.
En sus correrías por el cabo, sin embargo, todo lo que logró
encontrar fue un bote. En el bote iban unos marineros españoles que también
estaban buscando a Recalde, porque llevaban un correo urgente del rey para él.
En dicho correo, Felipe le informaba a Recalde de la peligrosa presencia de
Drake en la zona, y lo conminaba a irse echando leches a Lisboa. Para el inglés,
la captura de aquel correo fue inspiradora: significaba que su presa no había
podido ser apropiadamente informada, así pues todavía estaría por ahí. Pero se
equivocaba. En realidad, Recalde se había buscado sus propias fuentes de
información, se había hecho una idea bastante precisa del tamaño de la flota
inglesa que lo perseguía, y había llegado a la conclusión él solo, sin esperar
órdenes de nadie, de que no tenía nada que hacer por allí. Así pues, para
cuando Drake seguía buscándolo, el vasco estaba ya comiendo bacalao en
cualquier taberna lisboeta.
El 9 de mayo, cuando
se convenció de que el vasco había sido más hábil que él, Drake suspendió la
búsqueda con una orden seca. Convocó a sus oficiales a una reunión que, como
solía ser lo común con este marino, no era sino un trámite para que todos
pudieran escuchar lo que había decidido hacer. Drake les contó que volverían
proas hacia el cabo San Vicente, porque había resuelto desembarcar y tomar
varias fortalezas, entre ellas el castillo de Sagres. Esta decisión es una de
esas cosas que la historiografía naval inglesa, quizás excesivamente proclive a
ponderar los méritos de Drake, ha considerado, a menudo, una sabia decisión que
viene a demostrar lo mucho que entendía el marino la importancia del cabo San
Vicente. Sin embargo, cabe añadir que William Borough, su segundo, apenas unas
horas después de aquel consejo, le vino a decir por escrito que la única razón
de aquella acción, sobre cuya efectividad y posibilidades dudaba, fuese la
necesidad personal de Drake de poder decir que había invadido una parte de los
predios del rey español. El vicealmirante de la flota inglesa no dudaba de la
importancia estratégica del cabo San Vicente; pero, sin embargo, consideraba
que la labor de los ingleses sería mucho más eficiente si se dedicaban a
patrullarlo, porque ello cortocirtuitaría el movimiento español entre Cádiz y
Lisboa. Un desembarco terrestre era demasiado arriesgado, y sus resultados, con
los medios disponibles, no valían la pena a sus ojos.
A Drake, sin embargo, siempre le importó una mierda lo que los demás, de la reina abajo, opinaban.
genial articulo tio
ResponderBorrarde hecho yo actualmente trabajo en una empresa de transporte de coches y he leido este post y me ha encantado, a mi me gusta mucho este tipo de tematicas y un colega mio me ha recomendado este blog y ahora veo que hay información para leer para rato, ahora en mis tiempos libres en casa y en el trabajo ya se a donde recurrir jeje, saludos..
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