Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
La relación entre Drake e Isabel no fue siempre fluida ni fácil. De hecho, en 1586, cuando se produjo la expedición a las Indias que ya he señalado, la reina se cogió un globo de la hostia con su marino cuando descubrió que la cosa se había saldado con pérdidas. Además, en ese momento, todavía caliente el cuerpo de María, Isabel iba por unos derroteros que no eran los del enfrentamiento que tanto le gustaba a Drake. La reina, en ese punto, temía ya la llegada de una Armada española; pero temía, sobre todo, las consecuencias de ésta. Al contrario de que alguno de sus asesores, con análisis tal vez demasiado apresurados y superficiales, Isabel, que había aprendido de su padre a leer con especial precisión los movimientos orquestales en la oscuridad internacional, consideraba que la Armada ni siquiera tenía que desembarcar en Inglaterra con éxito para hacerle daño al país. Incluso fracasando, se decía, podría arrancar un éxito a largo plazo si el resultado de la expedición fuese: o bien la caída del rey francés en manos de la casa de Lorena o su sumisión a la misma; o bien, una alianza táctica entre España y Escocia, donde Isabel empezaba ya a experimentar hasta qué punto Jacobo tenía sus propias ideas.
Isabel de Inglaterra, por lo tanto, lejos de tratar de
excitar a Drake en su tendencia natural al ataque, lo que quería era algún tipo
de pacto. Envió a España a un prisionero español que había hecho Walter Ralegh,
y prosiguió sus discretas negociaciones con Parma. Su intención era volver a
poner el contador en la situación en la que estaba veinticuatro horas antes de
la ejecución de María.
La reina, sin embargo, sabía que tenía una carta fuerte en
la manga, que era su poderío naval. En el siglo XVI no había flotas surtas en
puertos en espera de la acción; nada, pues, de bases en la bahía de Pensacola,
o de muelles petados de barcos en Pearl Harbour. Sin embargo, si un país estaba
más cercano a ese concepto, ése era Inglaterra; y eso era gracias, no tanto a
Drake, que era una especie de verso suelto, sino a John Hawkins. El almirante y
sus perros del mar, como gustaban de llamarse, estaba convencido de poder
vencer a los españoles en cualquier teatro en el que se plantease la pelea: las
costas atlánticas o mediterráneas de España, o el Canal. Estas bravuconadas, sin
embargo, no tranquilizaban a la reina. Ella sabía bien que todo marino que se
precie de serlo es un bocas de la hostia y que, por lo tanto, aceptar esa
batalla era tirar los dados a ciegas. Le preocupaban mucho los costes de la
operación porque el Tesoro de Su Majestad (entre otras cosas, por la cagada de
Drake del 86) estaba sur la paille.
Por esta razón, surgió la propuesta de Drake. Si lo que quería Inglaterra era
impedir un ataque naval español y no gastar mucho dinero, dijo, lo que tenía
que hacer era movilizar una flota muy ágil y a la vez potente que atacase a los
españoles en sus propios puertos. En otras palabras: hacerle un Pearl Harbour
de grandes dimensiones al rey Felipe. Aun así, Isabel dudó; todavía prefería
encontrar alguna manera de aplazar la decisión española de atacar, tal vez un
año, para dejar que la diplomacia hiciera su magia.
La reina, sin embargo, acabó por convencerse de que las
ideas de Drake eran lo más racional. Decidió darle al marino seis barcos
reales, cuatro galeones totalmente equipados y dos pinazas. Además, lo autorizó
para negociar con los comerciantes de Londres para poder acopiar cuantos más
barcos, mejor. El Lord Almirante le ofreció un galeón y una pinaza de su
propiedad, y Drake aportó cuatro barcos propios. Así pues, lo que se montó fue
una expedición que, en todo su aspecto, era una expedición de privateers, un acto de piratería que
sólo buscaba la pasta. Sin
embargo, las instrucciones que llevaba Drake eran to impeach de purpose of the Spanish fleet and stop their meeting at Lisbon.
Esto es: impedir que los Españoles pudiesen juntar a la Gran Armada en
el puerto lisboeta.
El problema para Drake comenzó en Plymouth, cuando ya
estaban allí la mayoría de los barcos y se estaba trabajando febrilmente en la
preparación de la expedición. La inmensa mayoría de los perros del mar que se
habían alistado en aquella aventura tenía sus apuestas bien claras. Todos
pensaban que la expedición se dirigiría, como muy cerca, a las Azores (paso
habitual de las flotas americanas); o, mejor, a las costas de Brasil o el
Caribe, donde, si la cosa se daba bien, un simple marinero podía aspirar a un
botín que le pudiera permitir incluso retirarse de la dura vida marina. Por
eso, cuando los enterados de turno comenzaron a explicar que no, que los objetivos
de la expedición serían Cádiz y Lisboa, el personal se mosqueó. No sólo el
botín era menos sustancioso; es que, además, ahora se hablaba de atacar puertos
sólidamente defendidos con fuertes artillados, y en los que se encontraría una
flota enemiga bien armada. Los perros, lógicamente, querían atacar a presas
fáciles; perder el gañote no estaba entre sus cálculos.
Bernardino de Mendoza consiguió saber, a través de sus
espías, sobre las intenciones de Drake, más o menos al mismo tiempo en que éste
empezaba a tener un problema serio con las deserciones.
A pesar de estos problemas, a principios de abril de 1587,
Drake salió de Inglaterra, y lo hizo muy deprisa. Por qué lo hizo con cierta
precipitación, es algo que pertenece al campo de las conjeturas. Pudo ser para
poder evitar la sangría de deserciones, que el almirante había tratado de
cauterizar con medidas punitivas muy graves. Pero pudo ser otra cosa. De hecho,
yo personalmente creo que fue por otra cosa.
En Londres, el partido de la paz ganaba adeptos en el Consejo Privado de la reina. Las negociaciones con el duque de Parma, difíciles y extremadamente cautelosas, tenían algún que otro avance; quizás, lo suficiente como para que Isabel comenzase a preguntarse si un ataque como el que se iba a producir no sería más contraproducente que otra cosa. Como digo, dentro del gobierno inglés in pectore cada vez eran más las voces que pensaban que había que darle una oportunidad a la cautela. La diplomacia inglesa siempre ha sido igual, como bien aprendería, siglos después, Adolf Hitler: la menor posibilidad de ahorrar una batalla la mueve a la prudencia.
Francis Walsingham, sin embargo, no creía en eso. Walsingham fue,
durante su vida, el hombre que con más celo se aplicó a descubrir
conspiraciones contra la vida de la reina, y tal vez por eso se convirtió en
una persona que nunca consideraba un enemigo pequeño ni una amenaza
despreciable. Sir Paco, claramente, quería que Drake le diese una lección a
los españoles, porque estaba convencido de que el rey Felipe atacaría
Inglaterra sí o sí (algo en lo que, probablemente, no se equivocaba; que una persona que personalmente repugnaba las guerras abiertas como Felipe decidiese lanzar la Armada viene a demostrarnos que difícilmente algo le habría parado). Por lo
tanto, cuando olfateó el cambio de tendencia en los deseos de la reina, bien
pudo mandar un correo rápido al sur con la instrucción de Douglas Quaid (Total recall) para
Drake: get your ass to Mars.
Si las cosas fueron como yo las imagino, el inteligente
Walsingham no se equivocó. Poco tiempo después de la salida de Drake por la
boca del puerto plymothiano, un jinete llegó a toda leche al mismo con un
mensaje de la reina, en el que le ordenaba al marino forbear to enter forcibly into any of the said King’s ports or havens,
or to offer violence to any of his towns or shipping without harbouring, or to
do any act of hostility upon the land. De alguna manera, pues, la reina de
Inglaterra le venía a decir a su súbdito que si él se consideraba en guerra con
el rey de España, ella, no.
¿Habría cambiado la Historia que Drake hubiese recibido esas
instrucciones? Hay que ser muy cautelosos a la hora de responder esta cuestión.
Personalmente, creo que hay tres razones para sostener que las cosas no habían
sido muy distintas en cualquier caso.
La primera razón es que, si Drake decidiese desobedecer a la
reina, tal vez pretextando no haber recibido nunca las instrucciones, no sería
la única vez que eso ocurriese en el reinado de Isabel. Si repasas mis notas
sobre dicho reinado, observarás que, de hecho, las desobediencias respecto de
los deseos de la reina fueron relativamente comunes durante su reinado,
empezando por la ejecución de María, reina de los escoceses. Ciertamente, hoy
la historiografía, que se fija mucho más en esas cosas de lo que lo hacía
tiempo atrás, tiende a resaltar una realidad que yo creo incontrovertible, y es
que la hija de Ana Bolena tuvo que aguantar, durante buena parte de su reinado,
que los hombres de su Consejo Privado
no la tomasen muy en serio, especialmente en el momento de las grandes
decisiones, y actuasen como si la reina de la Inglaterra anglicana fuese una
Dina cualquiera, que necesitaba ser protegida por hombres que
decidiesen por ella. Así pues, si Drake hubiese recibido las instrucciones,
está por ver que las hubiese cumplido; y si regresare victorioso y con botín, está
por ver que Isabel lo hubiera castigado.
El segundo factor es la insoportable levedad de la reina de
Inglaterra. The Good Queen Bess, como
les gusta llamarla a los ingleses, se enfrentaba, ya lo he dicho, a un mundo de
hombres (peor: de hombres puritanos)
que la rodeaba; pero hay que reconocer que tampoco ponía de su parte para
acojonarlos. Isabel no era Catalina la Grande, cuando menos en esto, ni de
lejos. Isabel de Inglaterra era una pura duda constante que no paraba de comer
chuches de la puritita ansiedad que tenía. Vivía acosada por el miedo porque
era consciente de que el Imperio Español era la gran potencia mundial de la
época y, por lo tanto, por mucho que los hechos realmente ocurridos nos puedan
mover a pensar lo contrario, la idea de la reina inglesa era que, cada vez que
aceptase en el ring un intercambio de golpes, iba a morder la lona. Isabel
estaba muy lejos de tener la presencia de ánimo y la presciencia estratégica de
su padre. En gran parte era un desastre personal, y si la Historia no lo anota
con más claridad es, sin duda, gracias al genio político de Sir William Cecil,
Lord Burghley; un político que, en mi opinión, debería figurar en el gotha de la política inglesa junto a
personajes como Winston Churchill o Benja Disraeli. Que Isabel enviase un
correo rápido a Plymouth urgiendo a Drake a no atacar los puertos españoles no
quiere decir, necesariamente, que la flota de Drake no fuese alcanzada, a la
altura de Ferrol, por alguna barquita rápida con un mensaje que dijese que sí,
que vale, que ataques, macho. Isabel era así.
El tercer elemento, para mí el más importante, es que
Walsingham tenía razón. En el momento en que Drake estaba preparando su
expedición, yo creo que Felipe ya se había convencido de que algún día tendría
que montar la Armada contra Inglaterra. La decisión, en su base de
planteamiento, estaba tomada; y yo no creo que unos gestitos frente al duque de
Parma la fuesen a cambiar.
Soy de las personas que piensan, pues, que en el retraso del correo que llegó desde Londres al puerto de Plymouth no se produjo eso que Winston Churchill definió una vez: the turning of the hinge of Fate; “el giro de los goznes de la Historia”. No giró nada, y no cambió gran cosa. En parte cuando menos, los dos grandes protagonistas de esta historia, reyes ambos, una de Inglaterra y el otro de España, ambos reacios a llevar a cabo la acción que finalmente se verificó, estaban siendo arrastrados por un turbión mucho más fuerte que ellos mismos. Una corriente lo suficientemente fuerte como para poder con las casualidades, los retrasos, las medias palabras. El torpe cálculo político hecho un día por un rey ya muerto, Enrique VIII, estaba a punto de dar su peor fruto.
¡Hola! he llegado de forma casual por aquí. Interesante análisis de la invasiones mutuas entre Inglaterra y el imperio español. Algo que nunca se debe obviar es la traición de Antonio Pérez, quien vendió mucha información para el Ataque al puerto de Cádiz
ResponderBorrar