Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
El rescate
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
El 19 de diciembre, toda la banda
se reunió para esparragar un rato. Ruhland habría que recordar que él e Isle
Stachowiack fueron los únicos que llevaron algo (una botella grande de
Coca-cola y otra de coñá), pero que la mercancía fue rápidamente mutualizada,
lo cual quiere decir que, como suele ocurrir, los que no habían llevado una
mierda fueron los que más libaron. En esa reunión, Andreas les dijo que la
banda tenía que consolidarse; tenía que ser capaz de tener más pisos francos,
más medios. Más pasta. El discurso era optimista, porque estaba convencido de
que iban a poder conseguirla a base de palos a bancos. Gudrun Ensslin, de
hecho, dijo que, si se ponían a ello, el botín no bajaría de medio millón de
marcos (para poder contextualizar el objetivo, cabe recordar que, poco tiempo antes, el matrimonio Röhl-Meinhof se había endeudado en 150.000 marcos para comprarse una casa pituca en un barrio pijo).
Al día siguiente, 20, Ruhland se
metió en un coche con Beate Sturm, Jansen, y un tipo al que Jansen presentó
como un amigo suyo. Iban a Oberhausen a robar coches; pero no llegaron, porque
la policía los paró. Iba conduciendo Ruhland, y por eso fue a él a quien la
policía le pidió la documentación y toda la pesca. El mecánico les entregó sus
papeles falsos y el policía le solicitó que lo acompañase al coche policial
mientras se hacían las comprobaciones. Allí hubo algo que no fue bien; tal vez
la falsificación era un poco defectuosa, porque el caso es que los policías, a
vuelta de radio, se mosquearon. Entonces le dijeron a Ruhland que les
acompañase a la comisaría, a lo que el mecánico contestó que vale, pero que
quería recuperar las llaves de su coche. Así las cosas, un policía le acompañó
hasta el vehículo y Ruhland, cuando llegó a la altura del vehículo, le susurró
a sus compañeros, en términos hispanos: “¡Agua!”
Los otros tres aprovecharon el
retorno al coche de policía para salir del coche y quitarse de en medio.
En realidad, para Ruhland aquel
inocente acto policial había sido un acto de cierta justicia poética. Había
pasado la noche anterior lamiéndose los recuerdos de sus orgasmos, durmiendo
apiñado en el salón del apartamento, mientras que Ulrike y Raspe se habían
cogido un dormitorio para ellos solos (para ser exactos, los únicos que
durmieron no apelotonados fueron: Rana y Raspe y, por supuesto, Andreas y
Gudrun; porque la revolución, insisto, siempre ha tenido sus niveles). Además,
él había entrado en la banda por la pasta; pero para entonces ya tenía
clarinete que repartos como el realizado por Mahler tras el atraco combinado a
los bancos sería la norma, y que aquellos tipos, en corto, no le iban a hacer
rico. Quería dejar la banda, y aquélla era una ocasión color esperanza. Desde
las primeras adquisiciones exitosas de armas, Ruhland iba siempre armado, así
pues se apresuró a informar a los policías de que alguna cosa dura que se podía
apreciar en su pantalón no era, precisamente, producto de que el cacheo lo
estuviera poniendo cachondo.
Beate Sturm, por su parte, tomó
un taxi junto con el amigo de Jansen. Ella misma tomaría muy pronto la decisión
de dejar la banda; al parecer, estaba en ella porque quería vivir una
experiencia como de peli americana, lo cual sugiere que muy lista no era. Había
llegado a la banda a través de su amistad con Holger Meins, Isle Stachowiak y
un compañero de su misma facultad, Ulrich Scholtze. Pero ahora se había
desengañado. Prácticamente horas antes del arresto de Ruhland, le había
confesado a éste sus intenciones de marcharse de la banda, a lo que el mecánico
le contestó que ésa era también su idea. Muy probablemente, el arresto le
sirvió de acicate.
Al día siguiente de todo aquello,
fueron Ulrike y Raspe los que aparecieron excitados porque los había parado la
policía. Ulrike, probablemente, no se fió de su identidad falsa, porque el caso
es que, cuando le dio a los policías dicha documentación, salió corriendo. Por
lo tanto, si la policía sospechaba que la persona que había hecho tal cosa era
Ulrike Meinhof, ahora sabía cuál era el aspecto que tenía últimamente.
La policía estaba cerca. En las
semanas siguientes, interrogó a varios de los propietarios de pisos donde
habían estado miembros de la banda. Su
presión dio resultado, pues Jansen y Scholtze fueron arrestados en Nuremberg,
poco después de que intentaran robar un coche. El dueño les vio intentando
arrancar el coche y, aunque ellos intentaron huir, no lo consiguieron. Aquel
suceso cambió totalmente los planes de la pequeña célula que se había
desplazado a la ciudad, formada por los dos detenidos, Ulrike Meinhof, Proll, Meins
y Beate Sturm. Todos ellos planeaban robar algún banco en la ciudad. Ahora,
Ulrike telefoneó a Baader para informarle del arresto, a lo que el jefe de la
banda le contestó que en Frankfurt las cosas no iban mucho mejor; él había
tenido otro accidente.
A Ulrich Scholtze lo soltaron
bajo fianza, y Baader le ordenó a Beate, que como he dicho era compañera suya
de facultad, para que contactase con él y le exigiese su continuidad en la
banda. O eso, o que devolviera los mil marcos que se le habían dado para financiar
el palo de Nuremberg. Cuando Beate se entrevistó con su compañero, el día 30 de
diciembre, estaba en casa de su madre y le juró que jamás volvería a hacer algo
ilegal. Ahora, dijo, sus estudios eran lo primero.
La banda, sorprendentemente, se
reunió en Stuttgart para celebrar la Navidad. Tras pasar las fiestas como unos
burgueses más, Astrid Proll propuso que se planteasen algún atraco de bancos en
Kassel, su ciudad natal. Todos estuvieron de acuerdo, así pues se desplazaron
allí y comenzaron a vigilar algunos bancos; la principal labor, en este
sentido, fue realizada por una Beate Sturm cada día menos motivada. El probable
último empujón que recibió Beate para dejar a la Baader-Meinhof se produjo una
madrugada en la que Ulrike Meinhof la despertó y le arreó una brasa de la
hostia, en la que, básicamente, la acusó de tener poca motivación política. Al
día siguiente, la políticamente desmotivada Beate llamó a su madre y le dijo
que quería irse a casa.
Finalmente, la banda realizó dos
robos de bancos en Kassel el mismo día, 15 de enero de 1971; con un botín de
unos 115.000 marcos.
Que la policía sabía lo que se
hacía lo demuestra que, como respuesta a los atracos, realizó registros en apartamentos
de Gelsenkirchen, Frankfurt, Hamburgo y Bremen; registros, todos ellos, muy bien
tirados.
Y tan bien tirados. El 2 de
febrero, el presunto traidor y membrillo Hans Jürgen Bäcker fue arrestado por
la policía. El 12 de abril, la que cayó fue Ilse Stachowiak en una estación de
Frankfurt, después de que un policía la reconociese de uno de los muchos
carteles que entonces empapelaban Alemania con los retratos de la banda. Finalmente,
el 6 de mayo, un fontanero vio a una mujer en un coche que le pareció Astrid
Proll, y avisó a la policía. La policía la siguió y, aunque ella intentó escapar,
la trincaron antes de que pudiera hacer uso de su arma. Para entonces, la
policía tenía sólidas sospechas de que Proll había participado en la huida de
Baader.
En llegando la primavera de 1971,
la RAF, que contaba aproximadamente un año de existencia, había perdido ya
catorce de sus miembros: Homann, quien ya no estaba en la banda aunque aún se
escondía de la policía; Mahler, Görgens, Schubert, Berberich, Asdonk, Ruhland,
Gusdat (que había sido arrestado en diciembre de 1970), Sturm, Bäcker, Jansen
Scholtze, Stachowiak y Proll. Esto, en todo caso, no era sino la cabeza del
cometa. La policía, en realidad, hizo muchas víctimas más entre el abirragado
colectivo de ayudantes de los terroristas, las gentes que les habían prestado
sus casas o les habían servido de correos. Entre éstos, la verdad, hubo de
todo: desde personas que se mostraron muy orgullosas de haber ayudado a la
Fracción del Ejército Rojo porque la consideraban la vanguardia del progresismo
mundial, hasta personas que se hicieron los orejas y pretendieron convencer al
mundo de que le habían dejado sus casas a grupos de tres, cuatro, siete o más
personas a las que no conocían de nada. Muy particularmente, teniendo en cuenta
que Ulrike Meinhof había sido la más intensa buscadora de contactos en la RFA,
fueron pequeña legión los declarantes que juraron que nunca supieron que
aquella persona era Ulrike Meinhof. No pocos de ellos perdieron sus curros y su
reputación por el camino, claro.
En ese momento, la banda estaba
formada sólo por ocho miembros: Baader, Ensslin, Meinhof, Raspe, Herzog, Meins,
Grashof y Schelm. Había que ampliar la nómina.
Pero hagamos un alto en el camino
para atender a los más sensibles de entre vosotros, que, tal vez, os estéis
preguntando: pero si Ulrike Meinhof estaba dándose de barrigazos clandestinos
por las ciudades de la RFA e ítem más, no quería que su marido se ocupase de
sus hijas, ¿dónde estaban las niñas?
La respuesta es: su madre había
decidido que sus hijas, de siete años entonces, cambiasen de aires. En
realidad, que cambiasen mucho de
aires. Sabido es que una de las pulsiones más habituales en el ser humano es
tratar de hacer que los hijos repitan las mierdas de los padres. Cuando un
padre, o una madre, no es lo suficientemente humilde como para reconocer y
reconocerse que lo que piensa, lo que hace, su oficio, su ideología o sus aficiones, no tienen
por qué ser los mejores del mundo, se dedica, sistemáticamente, a inculcárselos
a su hijo de una forma un tanto totalitaria. Así que ahí tenemos a los niños
que tienen que montar a caballo porque su madre es una jodida amazona de los
cojones (o nunca lo pudo ser y está estúpidamente traumatizada porque los caballos no la aman); los que se tienen que tragar las misas que sólo sus padres aguantan; o
los que van a las manifas que les molan a sus papis.
UIrike Meinhof, como buena
revolucionaria, no estaba dispuesta a admitir que lo bueno para sus hijas fuese
otra cosa que la vida de revolucionarias. Y, por eso, les recetó droga dura de
Revolución: serían llevadas, mediante intrincados caminos, al mismo campo de
entrenamiento jordano donde había estado ella, para recibir la misma formación
que recibió ella.
El plan para desplazarlas pasaba
por mandarlas a Sicilia, a cargo de un conocido filántropo; quien, después de
dos semanas, le entregaría las niñas a una pareja de hippies alemanes, que las llevarían a un campo en Palermo,
construido en su día para víctimas sin hogar de las erupciones volcánicas, que
entonces no tenía inquilinos.
Mientras ocurría eso, obviamente,
el padre de las niñas las estaba buscando. Röhl tenía muy claro que era Ulrike
quien mecía la cuna de sus hijas, y por eso trató de convencer a Renate Riemeck
de que se pusiera en contacto con ella y le ofreciese dejar que las niñas
estuviesen con su abuelastra, a cambio del compromiso firme por parte del padre
de que no intentaría llevárselas. Riemeck estuvo de acuerdo, pero lo cierto es
que el mensaje que le mandó a su hija putativa nunca obtuvo respuesta; tampoco
hay constancia de que Ulrike lo recibiera, en realidad.
Así las cosas, Röhl tuvo claro
que no le quedaba otra que jugar la baza legal e ir a los tribunales para
reclamar la custodia legal de sus hijas. Evidentemente, los jueces se la dieron;
siendo su madre una persona perseguida y huida de la Justicia, no parece que la
cuestión presentase mucha discusión, aunque seguro que en España podemos
encontrar más de una Señoría, y toneladas de tontólogos tuiteros, que dirían lo contrario. Con su derecho bajo el
brazo, Röhl se hizo un Pedro Sánchez, y se dedicó a conducir por toda Alemania,
publicitando el retrato de sus hijas con la esperanza de que alguien las
hubiera visto.
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