Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
María
Antonia, la princesita que tan claros parecía tener los deberes de
una princesa y que tenía tan mala opinión de su marido, no
sobreviviría mucho tiempo a su matrimonio. Según diversos
testimonios, entre ellos Godoy y los propios médicos que la
trataron, llegó ya muy débil de Nápoles y tal vez tísica.
La
princesa nunca se recuperó del segundo de estos abortos, y entró en
un proceso de meses de fiebres que iban y venían, vómitos, tos
sanguiñolienta, y la queja constante en torno a una fuerte opresión
en el pecho. Falleció el día 21 de mayo de 1806, a las cuatro de la
tarde. Los médicos que procedieron a su embalsamamiento pudieron
comprobar que su corazón era de gran magnitud.
Es
balance generalizado de los historiadores que María Antonia falleció
de tuberculosis. Pero eso no fue lo que creyeron los españoles. La
mayoría de la opinión pública, que le había cogido cariño a
aquella princesa, culpó a Godoy de la muerte y se convenció de que
la había envenenado. La rumorología habló del suicidio, poco
tiempo después de la muerte, del boticario de Palacio, quien habría
escrito una carta que la policía habría hecho desaparecer. Por toda
España aparecieron los enterados de turno, unos que sabían de buena
tinta que Godoy había envenenado una taza de chocolate que había
tomado la princesa; otras que había introducido un escorpión en su
cama.
Yo,
personalmente, creo que todas estas teorías son inciertas y, más
que probablemente, inventadas por el partido fernandino, que por
aquella época ya había llegado a la conclusión de que tenía que
ir a por Godoy. De hecho, ambas facciones no tardarían en chocar.
Viudo el príncipe de Asturias, se hacía necesario casarlo por
segunda vez. Godoy, quien al parecer defendía la candidatura de la
princesa de La Beira, tuvo que ver cómo Carlos IV, cada vez más
temeroso de que cualquier enlace pudiera acercarlo a los franceses,
de los que repugnaba, prefirió una solución “de casa”, esto es,
casar a Fernando con María Luisa de Borbón y Vallabriga. Luisa, sin
embargo, era cuñada de Godoy quien, como ya hemos visto, había
casado con la familia Borbón y Vallabriga; así pues, para los
agitadores no fue problema convencer a media España de que todo lo
había urdido Godoy para auparse al poder. Nunca sabremos a ciencia
cierta si fue idea propia del rey o alimentada por Godoy; yo, en este
caso, tiendo a pensar más en lo primero. En todo caso, Fernando no
respondió a la insinuación de su padre pues, entre otras cosas,
según Godoy estaba fuertemente influido para negarse.
A
todas estas noticias sobre presiones sobre el príncipe para que se
casara con la cuñada de Godoy se unió un oscuro episodio en el que
varios criados de Fernando fueron condenados por extrañas
componendas con el príncipe. Este tipo de acciones convencen a los fernandinos de que deben marcar distancia con los reyes, y quien muy
particularmente se convence es el arcediano de Toledo, Escoiquiz. Este maniobrero
profesional, que nunca ha abandonado la esperanza de regresar a la
Corte a disponer de lugar primate, le come la oreja a Fernando, por
personas interpuestas, tratando de convencerlo de que, en su segunda
boda, debe hacer exactamente lo contrario de lo que quiere su padre.
En un acto, pues, de joven rebeldía, le propone que se case con la
princesa que encuentre que esté más cerca, no más lejos, del
emperador de los franceses.
El 22
de septiembre de 1807, la Corte se traslada a San Lorenzo de El
Escorial y allí la marquesa de Perijá, dama de honor de la reina,
le comunica que el príncipe pasaba las noches despierto en su cuarto
en extraños conciliábulos. La reina no le da importancia, pues sabe
que su marido le ha recomendado a su hijo que dedique el tiempo a la
traducción, y piensa que es en eso en lo que está; es, pues, como esas madres que se solazan de que su hijo adolescente se encierre en su cuarto, pensando que se dedica a leer. El 27 de octubre
(hace diez días que las tropas francesas han cruzado la frontera),
el rey encuentra un anónimo en sus habitaciones que dice “el
Príncipe don Fernando prepara un movimiento en Palacio. Peligra la
corona de VM. La reina corre gran peligro de morir envenenada. Urge
impedir este intento sin dejar perder un instante. El vasallo fiel
que da este aviso no se encuentra en posición ni en circunstancias
para poder cumplir de otra manera sus deberes”.
A la
recepción de esta esquela, los reyes quedaron chupetizados. Da toda
la impresión de que la creyeron, lo que indica que es bastante más
que probable de que ya anduviesen con la mosca detrás de la oreja.
Ante esta situación, Carlos decide pasar al cuarto de su hijo, con
la excusa de llevarle un libro. Al parecer Fernando, cuando viera
aparecer al rey, se mostró turbado y molesto. Carlos de Borbón, que
no es que fuese muy listo pero se había visto en DVD todas las
temporadas de Lie to me, había aprendido que cuando alguien
está nervioso hay que estar muy atento a sus gestos. Fernando no
dejaba de lanzar miradas a uno de sus secreteres, y de ahí sacó el
rey la conclusión de que era en ese mueble donde se guardaba lo que
no quería que fuese visto. Inmediatamente, ordenó la revisión del
mueble y, efectivamente, allí aparecieron cartas y documentos
comprometedores. Obviamente, Fernando intentó la disculpa del yonqui
pillado in fraganti (“eso no es mío”), pero lógicamente le
sirvió de poco. Carlos ordenó que quedase detenido en su celda
prioral. Sin embargo, el arresto no fue muy estrecho, pues también
sabemos que esa misma tarde Fernando pudo entregarle a uno de sus
parciales (Andrés Casaña, como se refiere más abajo) una carta para Escoiquiz; al día siguiente, de hecho,
recibió al duque del Infantado, otro que tal, en su celda.
Al
día siguiente, el rey entregó todos los documentos que había
encontrado a José Antonio Caballero, marqués de Caballero, que era
su ministro de Gracia y Justicia. Caballero estaba solo en la gestión
del tema, pues Godoy estaba en Madrid, aquejado de fiebres. Los
indicios son claros de que Caballero, que al fin y al cabo era hombre
de la máxima confianza del rey y que tuvo un largo periodo en el
poder, convenció a Carlos de encausar a su hijo. Fernando fue
enclaustrado en una celda donde habitualmente dormía un criado del
prior de El Escorial, celda en la que unos carpinteros tapiaron todo
contacto con el exterior distinto de la puerta. No le dejaron más
compañía que José de Merlo, ayuda de cámara, y Tomás Lozo, ambos
miembros del cuerpo de sirvientes de la reina. Toda la Corte asistió
a estos hechos como sonada y sin saber cómo reaccionar. Los datos
que tenemos de dichas reacciones son contrarios. Si bien hay quien
escribió, por ejemplo, que la reina pedía a gritos la ejecución de
su hijo allí mismo, ese mismo día, otras fuentes, como el propio
Galdós, la describen llorando toda la noche e implorando que no se
le hiciese daño.
El
día 29, Fernando es interrogado por primera vez. El tono de las
preguntas deja entrever claramente que lo que va buscando Caballero
claramente no es otra cosa que pruebas de relaciones del príncipe
con la embajada francesa en Madrid. Fernando contesta de forma
evasiva y chulesca y, allí donde puede, trata de atribuir la autoría de alguna
de las cartas que se le han intervenido a su difunta esposa (los
muertos, en estas ocasiones, son extremadamente útiles). En esto sabe que escupe sobre suelo fértil pues, como sabemos por indicios como la carta que Carlos le escribirá a Napoleón (siguiente párrafo), los Borbones creían que los reyes de Nápoles estaban conspirando contra ellos.
En las
horas posteriores, Carlos redacta primero una carta a Napoleón
contándole toda la movida y luego un manifiesto a la nación. En la
primera de las cartas da ya por hecho que Fernando ha conspirado para
destronarle a él y para matar a su madre. En el manifiesto es algo
más leve, pues afirma que su hijo, “preocupado, obcecado y
enajenado de todos los principios de la cristiandad (…) había
admitido un plan para destronarme”, sin citar la posibilidad de que
quisiera envenenar a la reina.
La
lista de detenidos en el proceso es larga: conde de Corres; marqués
de Valmediano, conde de Canilla; marqués de Ayerbe; Juan Fulgosio;
Isidro Montenegro, Antonio Oñativia, Francisco Rivero, Luis
Wrelldroff, Luis Alcázar, Santiago Rovillar, Eusebio López, Juan
Corrochano, Antonio Abella, Antonio Hevia, Josep García, Rodrigo
Ayala, Pedro Ramírez, Francisco Saso, Manuel González, conde de
Orgaz, Juan Manuel de Villena, Pedro Collado, Santiago Ulloa, Domingo
Ramírez de Arellano, Manuel Rivero, Josef Furundarena, Juan Martínez
Moro, Antonio Carnicero, José González Manrique y Andrés Casaña.
Más la orden de detención para: Pedro Giraldo de Chávez, el duque
del Infantado, Juan de Escoiquiz y Fernando de Selgas.
La
mayor parte de estos nombres son criados del príncipe; hay que
decir, en todo caso, que no cito los de criados que fueron detenidos
y puestos en libertad (lo que da que pensar que cantaron lo
que sabían).
El 30
de octubre, porque nobleza obliga y porque, la verdad, no sabía
hacer otra cosa, Carlos se marchó de caza como si no estuviera
pasando nada. Fernando, cuando escuchó el estruendo en el patio, coligió lo que estaba pasando, así pues hizo llevar un
billete a su madre la reina, rogándola que lo visitase en su celda.
La reina, sin embargo, no accedió a esta petición (lo cual pone en
duda la lacrimosa versión galdosiana) y, lejos de ello, envió al
marqués de Caballero, en ese momento el peor enemigo de Fernando
(peor que Godoy, en mi opinión) a averiguar qué quería.
Ante
el ministro de Gracia y Justicia, en ese momento, Fernando de Borbón,
demostrando su personalidad cobarde, egoísta e insensible hacia los
demás por mucho que hiciesen por él, cantó. Cantó La Traviata,
luego siguió con Tosca y luego, tratándose quien se trataba,
se hizo un selfie operístico cantando Simón Bocanegra. Lo
contó todo. La conspiración, con pelos, señales, nombres, fechas,
números de teléfono y direcciones IP. Todo.
Sucintamente,
Fernando le contó al ministro que todo lo estaba urdiendo Escoiquiz.
Que él estaba en tratos estrechos con los franceses, pues Napoleón
quería que se casara con alguien de su familia. Inmediatamente, las
personas encargadas de la investigación ampliaron los
interrogatorios de Escoiquiz y otros detenidos para comprobar la
veracidad de aquellas acusaciones. Tanto el marqués de Ayerbe como
el conde de Orgaz (que, para entonces, estaba tan pálido como su
antepasado retratado por el Greco) confirmaron que la pieza clave de
toda la conspiración era José González Manrique, pues actuaba de
mandadero entre Fernando y Escoiquiz, El 31 de octubre, Caballero
ordena la detención de Manrique, quien aparece el día 4 de
noviembre en el convento de los franciscanos descalzos de Illescas,
en Toledo.
Hay
que decir que Fernando era tan consciente de la importancia de
Manrique en la conspiración que en su primera declaración había
errado a propósito el apellido, llamándolo Aznar. Confesó el
Borbón que lo había conocido a través de Antonio Moreno. Un año
antes de la conspiración, Manrique se había presentado en Toledo
acompañado de María Bonavia, mujer que era de un criado de Palacio
que había sido desterrado, buscando que alguien pudiera interferir
por el expulsado. Hablaron con Escoiquiz, y fue entonces cuando el
canónigo le propuso ser su correo con Fernando. El duque del
Infantado fue quien le proporcionó la tapadera para que pudiera
viajar libremente, al contratarlo como comisionista de sus paños.
Para
Caballero, localizar a Manrique fue de gran importancia. Hasta
entonces, el ministro había trabajado con la hipótesis de que el
centro de los correos era Andrés Casaña, criado del marqués de
Ayerbe. Lo creía así porque Casaña era quien, el día 28, había
salido de El Escorial pretextando que tenía un pariente enfermo en
Madrid, aunque en realidad lo que hizo fue llevar una carta a
Escoiquiz advirtiéndole del arresto y registro de las habitaciones
del príncipe. En su tercer interrogatorio, Casaña confesó que
había hecho tal viaje y que Escoiquiz le había dado una carta para
el marqués de Ayerbe. Esa carta, sin embargo, no la pudo entregar,
pues cuando regresó a El Escorial, Ayerbe estaba ya preso. Por eso,
dijo, se la dio a su mujer, la marquesa. Caballero, entonces, ordenó
la localización de la mujer para hacerse con la carta; pero la
marquesa se había ido a Madrid. En la capital, ante el alcalde
Felipe Gil de Taboada, admitió haber recibido la carta pero, con su
marido preso, aseguró que había tomado la determinación de
quemarla.
En
sucesivos interrogatorios, Fernando habría de comprometer a
Escoiquiz, al conde de Orgaz, a Juan Manuel de Villena, a todos. Ni
el coraje ni la fidelidad eran, verdad es, su fuerte.
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