Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
Pues
sí, hagamos algo de flashback para hablar de Fernando, esa
persona que es el centro de esta serie de artículos y que, sin
embargo, hasta el momento apenas se ha dejado ver.
Lo
primero que hay que decir de Fernando de Borbón es un rasgo de su
sicología que explica muchas cosas: fue, al parecer, una persona
cincelada por el miedo en sus primeros años de vida y, como veremos ahora mismo, una indiferencia, probablemente poco disimulada, por parte de sus padres. Así lo afirmó
el doctor Gregorio Marañón, para quien el miedo fue el primero y el
más intenso de los sentimientos que se le presentaron al Fernando
niño. Ayudaron a estos sentimientos la dinámica de su propia
familia, pues no hay más que ver la lista de hijos de Carlos IV que
hemos repasado antes para darnos cuenta de que los Borbones con pene parecían estar todos
bajo una maldición que acababa por recortar la vida de todos ellos; y no hay que olvidar, en este sentido, que la niñez de Fernando no fue un
dechado de salud. Debéis tener presente todos aquéllos de mis lectores que no seáis racionales candidatos a heredar la corona de España (o sea, todos menos dos; y tampoco creo que me lean, la verdad), que la enfermedad de un príncipe de Asturias, en aquella época, no era como un coronavirus cualquiera. Ante la gravedad de cualquier síntoma, rápidamente muchas labores y previsiones se ponían en marcha, porque a una dinastía, esto es lo cierto, la muerte de su heredero no le puede pillar en bragas. A rey muerto, rey puesto, se suele decir. Tiene que ser muy duro ser un niño, ponerte enfermo, y que la gente a tu alrededor se ponga a cuchichear sobre lo que va a pasar cuando te mueras. Pensad vosotros mismos en aquella vez que estuvisteis muy malitos con cuatro, con seis, con siete años, y pensad cómo os habría forjado el carácter escuchar a vuestros padres discutir si, a vuestra muerte, iban a tener otro hijo para sustituiros, o no. Éstas son las cosas que investigó Marañón.
On top of that, estaban, por supuesto, los sucesos de la Revolución
Francesa, que tomaron a Fernando siendo muy joven y que, entre otras
cosas, no se olvide que tuvieron como consecuencia que el Delfín de
Francia (y qué otra cosa era Fernando sino el Delfín de España)
acabase en una celda muriéndose de asco.
El 18
de septiembre de 1789 se celebró en Palacio el acto de apertura de
las Cortes. Estas Cortes juraron en San Jerónimo, el día 23,
fidelidad a Fernando, príncipe de Asturias, que entonces tenía
algunas semanas menos de cinco años. Las Cortes propiamente dichas
se reunieron el día 30 en el Salón de los Reinos del Buen Retiro,
bajo la presidencia del conde de Campomanes. Se reunieron, pues,
representantes de las 37 villas que tenían representación en aquel
cuerpo. Concluido el primer trámite (el juramento de
confidencialidad), Pedro Pascual Escolano de Arrieta y Peñuelas de
Zamora Martínez de Zapiain y Ximénez de Guruceaga, escribano de la
Cámara y el Gobierno Real de Castilla (y, supongo, inventor del DNI apaisado, pues de otra forma a ver cómo se lo extendían), leyó una proposición que
habría de condicionar el futuro de España durante un siglo. Decía
la proposición: sin embargo de la novedad hecha en el auto
acordado quinto, título siete, libro quinto, se sirva mandar se
observe y guarde perpetuamente en la sucesión de la Monarquía la
costumbre inmemorial, atestiguada en la Ley segunda, título quince,
partida segunda, como siempre se observó y guardó, y como fue
jurada por los reyes antecesores de VM, publicándose ley y
pragmática hecha y formada en Cortes, por lo cual conste esta
resolución y la derogación del auto acordado.
En la
resolución finalmente votada y acordada, los diputados de la nación
volvían a mostrar su acuerdo con la regulación tradicional de la
sucesión de la Corona en España (prevalencia del hombre, pero sin
excluir a la mujer; o sea, pasar del "no es no" al "tal vez sí"), por cuanto bajo dicha ordenación se unieron
los reinos de Castilla y León y los de la Corona de Aragón,
mientras que de lo contrario se han causado guerras y grandes
turbaciones.
El
rey Carlos IV, por lo tanto, había tomado el gesto de restablecer al
alto ordenamiento constitucional español (por así definirlo) la
antigua regulación de la Corona; una regulación que había hecho
posible que Isabel de Trastámara reinase en Castilla y que, con los
años, haría posible que su heptachozna (esto es una licencia poética, claro, pues no eran parientes carnales), también Isabel, fuese reina de
España. En ambos casos, sin embargo, no sin problemas. Algún día volveremos sobre estas Cortes de 1789 y esta cuestión, a la que quiero dedicar una miniserie específica. Porque las Cortes de 1789 fueron un hecho muy importante en el que se cruzaron muchas movidas diferentes, y es mi pensar, esto lo digo como aviso para docentes por ejemplo, que, en realidad, no hay que contar, o no hay que contar sólo, el episodio de la Ley Sálica y la muerte de Fernando VII; lo que hay que contar son las Cortes de 1789 y sus dos porqués: por qué Carlos IV quiso anular la sucesión agnaticia establecida por Felipe V; y por qué, sin embargo, nunca publicó dicha anulación. No hay espacio en una simple toma de la vida de Fernando VII para desarrollar todo lo que hay que decir aquí; así pues, el tema queda en paso, espero que no por mucho tiempo, pues su desarrollo es un tanto complementario a algunas de las cosas que estoy contando en esta serie.
Los problemas que habría de tener España tal vez se habrían solucionado bastante si el rey Carlos,
además de recibir la certificación de lo
votado por las Cortes, que por otra parte no estaban votando sino lo
que él deseaba que votaran en este punto, la hubiera publicado (pues no la publicó, y en esa miniserie es donde quiero entrar a fondo sobre los porqués de no haberlo hecho, que son complejos). Lo cierto
es que ninguno de los gobernantes que siguieron a aquella
proclamación: ni Floridablanca, ni Aranda, ni el propio Godoy,
tuvieron nunca el gesto de publicar la decisión. De hecho, la
Novísima recopilación de legislación española, editada en
el año 1805, y aunque probablemente sus editores estaban informados
de la existencia de la decisión de las Cortes, sigue manteniendo el
derecho sucesorio español bajo la regulación del auto acordado de
Felipe V, de 10 de mayo de 1713.
Según
explicó en su momento (1811) Pedro Cevallos, secretario de Estado
con Carlos IV y también con su hijo Fernando, al que acompañó a
Bayona, si bien tanto Felipe V como Carlos III tenían hijos varones
de sobra, por así decirlo, Carlos IV, en 1789, no tenía la misma
confianza. Esto nos dice que, de alguna manera, apostaba por la
muerte prematura de su hijo Fernando, como habían muerto otros de
sus vástagos. La infanta Carlota, escribió Cevallos, era el
tierno objeto de amor de los reyes y formaba todas sus delicias. A ello hay que añadir que de algún sitio le tuvo que nacer a Carlota la ambición de ser reina, pues no hay que olvidar que, cuando Fernando quedó preso de los franceses, ella, que estaba en Brasil con su marido don Joao, se ofreció para ser la reina provisional de los virreinatos americanos. ¿Quiere todo esto decir que, tal vez, como una medida de protección
contra la pérdida que avizoraban, los reyes tendieron a ser fríos y
distantes con el hijo, mientras demostraban sus amores y ternura por
el elenco femenino de su descendencia, especialmente Carlota; e incluso trataron de empoderarla, como se dice hoy, para que ingresase algún día a la corona de España en la sororidad? En ese caso Fernando, probablemente, fue un niño criado por
sus ayas y preceptores, que aprendió a ver en sus padres más unos
reyes que unos padres; unos padres que, tal vez, no comunicaban ilusión alguna porque alcanzase la edad adulta y llegase a ser rey tal y como lo habían votado las Cortes.
Nos
sigue diciendo Cevallos que otro elemento que movió a Carlos IV fue
el hecho de que Fernando IV, rey de Nápoles, es decir el Borbón en
cuyas sienes recaería la corona de España con la regulación de
Felipe V caso de morir él sin hijos varones, no era del agrado del
rey de España. El reino de Dos Sicilias, efectivamente, fue
inicialmente gestionado en la distancia por los ministros de Madrid;
pero Fernando acabó por asumir como propios los deseos de
independencia de los sicilianos y apartándose de dicho protectorado,
algo que airó mucho en España. Carlos IV y Fernando se hicieron desde entonces un poco de Chenoa y Bisbal: decían quererse mucho, pero se hacían la cobra a la mínima.
Por
lo tanto, apunta Cevallos, es un sentimiento lógico que Carlos IV
sintiese repugnancia hacia la posibilidad de ser sucedido por un
hermano al que odiaba; y, sin embargo, sintiese muy positivos
impulsos hacia la idea de que, algún día, su querida Carlota, su
preferida, the apple of his eyes, pudiera ser reina de España.
Al
parecer, siempre según Cevallos, y aunque parezca increíble, el
cuaderno de actas de aquellas Cortes de 1789, si bien no cabe duda
que terminó en el conocimiento del rey, pasó por alguna extraña
peripecia. El secretario de Estado afirmó en uno de sus textos (una carta a
Eusebio de Bardaxí) que él personalmente lo había adquirido y
rescatado en un librero de viejo y que se lo había entregado
a Godoy. Posteriormente, cuando el autor del texto fue nombrado
primer secretario de Estado, el oficial de la misma, Bernardo de
Iriarte, le entregó las actas, y yo, concluye, lo puse en
manos del Rey Padre, mas no podré decir si SM lo reservó en su
biblioteca particular o si su Real Orden fue trasladarlo a la
Secretaría de Gracia y Justicia.
Todos
estos datos sugieren, a mi modo de ver, que Carlos IV, en 1789, no
tuvo nunca la intención seria de convertir en ley publicada la
decisión de las Cortes; decisión que pudo impulsar él mismo para abrir la puerta a que fuese reina de España quien
nunca lo fue (y no fue por falta de ganas), es decir su hija Carlota. Tal vez, tras la sesión de
las Cortes, se arrepintió de lo que había hecho o, ésta es la
explicación que he leído más veces, le dio miedo malquistarse con
los franceses, que para entonces ya eran medio poder en España. Da
la impresión de que el Borbón quiso que aquella decisión se
perdiese en el túmulo del olvido, pues el hecho de que el cuaderno
de actas acabase en el anaquel de un librero de viejo sugiere que
nunca le dio el curso legal necesario y que el libro, tal vez por el
intermedio de algún loco como yo amante de los legajos, pudo
terminar en poder de alguien que o lo vendió o se murió y lo legó
a unos herederos que, no viéndole valor alguno, lo revendieron.
El
cuaderno, en todo caso, debió de enviarlo el rey al Ministerio, pues
se sabe que, en el momento en que las tropas de Napoleón invadieron
España, estaba adecuadamente archivado. Con la invasión desapareció
de los archivos, en una nueva singladura que sugiere que alguien
pretendió salvarlo del conocimiento, la destrucción tal vez, por
parte de los franceses. Tras la salida del pérfido francés de la
tierra española (por el momento, claro), el oficial mayor del
Ministerio de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo Calomarde, lo
recuperó; años después, lo entregaría a Fernando VII, ya rey, con
lo que fue origen de la famosérrima pragmática sanción de 19 de
marzo de 1830.
En
todo caso, a mí la reflexión a la que siempre me han movido las
noticias de Cevallos es ésta: resulta imposible que Fernando de
Borbón no fuese testigo de primera fila, esto es, no fuese
plenamente consciente del ambiente que había en su casa en torno a
él. Joven y todo, Fernando, además de percibir la querencia,
probablemente sin ambages, de sus padres hacia su hermana Carlota,
tenía que ser también consciente de que los reyes, de alguna
manera, contaban con que se iba a morir en un momento u otro. A
Fernando de Borbón, la verdad, le podemos acusar de muchas cosas;
pero de no querer a sus padres (que los hechos demuestran no los
quiso ni media), la verdad, no. La suya, en mi opinión, más que una
acción, fue una reacción.
La
primera juventud del futuro rey se coció, pues, en estos
sentimientos encontrados y no de la mejor calidad y, no se olvide, el
creciente miedo la revolución que había ocurrido bien cerca. Nada
de esto impedirá, o más bien reforzará, el hecho de que la vida
del príncipe sea una vida marcada por elementos quizás un tanto
anticuados incluso para su época.
De
septiembre a abril, el joven Fernando se levantaba a las seis de la
mañana. Tras vestirse, pasaba el preceptor a sus habitaciones para
que juntos rezasen el Te Deum y la oración correspondiente
del día; en ese punto, quedaba al albedrío del preceptor proponerle
al joven príncipe algún punto de meditación o algunas otras
oraciones; tras lo cual, se afirma en las instrucciones entregadas al
propio Fernando, le instruiré en algún punto de gobierno y
política cristiana.
A las
siete de la mañana, se retiraba el príncipe a estudiar la lección
de latín que le hubiere señalado el profesor en la materia. Esto
duraba una hora. Fernando desayunaba a las ocho, tras lo cual entraba
el maestro, para explicarle la lección del día y ponerle ejercicios
sobre lecciones ya pasadas. Esto hasta las nueve.
De
nueve a diez y cuarto, el príncipe se peinaba y oía misa y, con el
tiempo que le quedase libre, leería la lección de Historia que le
fuese señalada. De diez y cuarto a once menos cuarto, Fernando
tomaba lecciones de baile.
A las
once menos cuarto pasaba el príncipe a ver a sus padres para darles
cuenta de su situación, en un encuentro que por fuerza tenía que
ser frío y breve, pues al punto tenía que regresar a sus
habitaciones a recibir la lección de Historia hasta las doce y
cuarto. Contando una lección de una hora, cabe contar, pues, con que
la entrevista con sus padres llevaría unos veinte minutos.
A las
doce y cuarto almorzaba el príncipe y tenía recreo o siesta hasta
las dos. De dos a tres volvía a estudiar latín, y a las tres salía
de paseo con su hermano Carlos, salvo que los reyes dispusieran otra
cosa. De vuelta del paseo, el príncipe volvería al cuarto de sus
padres donde, nos dicen las instrucciones de Fernando, les haría las
mismas demostraciones de filial amor y complacencia que tiene en
darles gusto. De nuevo en su cuarto, Fernando merendaba, tras lo
cual estudiaba gramática hasta las siete, hora en la que entraba el
maestro a explicarle dicha lección hasta las ocho. A esa hora pasaba
el preceptor, con el que Fernando rezaba el rosario y la letanía,
tras lo cual, debía recogerse a hacer examen de las obras del día
y pedir a Dios perdone sus defectos. De ocho a nueve se le daba
tiempo libre, aunque se le informaba de que se esperaba de él que
ocupase dicho tiempo en leer la vida del santo del día.
A las
nueve cenaba y, después, tiempo libre de nuevo hasta las diez o
un poco antes, que debía acostarse.
Desde
el primero de mayo y hasta el último día de agosto, el príncipe
Fernando se levantaba una hora antes, a las cinco pues, y todos los
ejercicios de la mañana se adelantaban una hora. Sin embargo, los de
por la tarde se posponían otra hora, por lo que durante las jornadas
primaverales y veraniegas, pues, el príncipe de Asturias se acostaba
a las once.
Yo ya
sé que es lugar común pensar que vivir como un rey es un chollo.
Pero vivir como un príncipe, cuando menos en teoría, no lo parece.
¿HOla! Solo una consulta. ¿No habiá espacio, dentro de la rutina del príncipe, para ejercicios físicos, esgrima y cosas relacionadas¡
ResponderBorrarUn saludo afectuoso.
Diego
A finales del siglo XVIII, ya no. Lo importante era el baile. De hecho, como contaré más adelante, el tiempo durante la reclusión de Valençay se fue en clases de baile y de bordado.
BorrarMuchas gracias. Interesante anotación... de todos modos, yo creo qeu algo de formación física debía ser necesaria.
ResponderBorrarEsperaré la entrega sobre Valensai y las clases de baile que tomó Fernando allí
Bueno, las clases, en realidad, eran para que ligase. Pero para esa historia todavía queda un rato.
BorrarOh. Entonces, prepararé mi blog de nota para registrar esos consejos de ligoteo... ddd. Aunque, siendo todo un príncipe, no sé qué tan necesario le hubiera sido ligar, estando además su boda y concertada... quizá le haya servido, más que todo, para ser galante.
ResponderBorrarEn fin, esperaré a la toma correspondiente. Por ahora, me quedo con lla itristeza de ver a un niño preterido por sus propios padres, circunstancia que es capaz de marcarnos de muchas formas negativas.