Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
La flota francoespañola al mando de Villeneuve hizo una travesía
bastante buena desde las costas americanas hasta las europeas, si
bien al llegar a Finisterre se encontró con unos vientos muy fuertes
que la debilitaron y llegaron a averiar algunos barcos. En ese
momento, los aliados llevaban ventaja sobre Nelson, quien todavía
creía que sus enemigos iban a por la isla de Trinidad. No fue
consciente de su error hasta que no atracó en el golfo de Paria de
dicha isla. Consciente de su retraso, ordenó a un bergantín, el
Curious, que saliese a la naja camino de Plymouth e
informase al Almirantazgo de todo lo que viese por el camino. El
Curioso, efectivamente, divisó la flota francoespañola a la altura
de El Ferrol y se apresuró a correr, aprovechando su agilidad, para
llegar a Plymouth lo antes posible. Llegaron estos marineros a su
destino el 7 de julio y, una vez que depusieron la información
correspondiente, le permitieron comprender al Almirantazgo cuál era
el movimiento de Napoleón, por lo que ordenó inmediatamente
reforzar el bloqueo de Rochefort y de Ferrol, para así impedir la
llegada a Brest de nuevas fuerzas enemigas.
Cuando conoció
todos estos hechos, y muy particularmente que los ingleses estuviesen
ya ciertos de las intenciones francesas, el depresivo Villeneuve no
encontró sino razones para profundizar en su pesimismo, y de nuevo
quiso cambiar sus planes respecto de las órdenes del emperador, que
ahora juzgaba inútiles, e ir hacia Cádiz. Entre el general Jacques
Alexandre Bernard Law de Lauriston, marqués de Lauriston, y el
propio Gravina, trataron de convencerlo de que se viniera un poco
arriba. Finalmente lo consiguieron, por lo que la flota puso proa
hacia Brest como se le había encomendado. A la altura de Ferrol se
encontraron con los barcos del almirante Robert Calder, a los que
presentaron batalla en la que es conocida como del cabo Finisterre.
Fue aquella una batalla que dio para mucha indignación española
contra aquel ciclotímico de los cojones que era Villeneuve. El
viento empujó a dos navíos españoles, el Firme y el San
Rafael, hacia las líneas inglesas, pero Villeneuve se guardó
mucho de dar la orden de atacar para recuperarlos, por temor a
comprometer el resultado general de la confrontación. De hecho,
terminada ésta, y teniendo como tenía a huevo perseguir a los
navíos ingleses, que no estaban en su mejor momento precisamente,
tomó la decisión de irse al puerto de El Ferrol, en medio de la
indignación de los hispanos.
En Ferrol se
encontró Villeneuve con que Napoleón le enviaba instrucciones
precisas de que debía sostenella y no enmendalla: sus órdenes
seguían siendo ir a Brest, batirse con los ingleses y dejarle el
paso franco a Ganteaume at all costs. Además, en Ferrol le
esperaba una división al mando del vicealmirante Antoine Louis de
Gourdon, y nueve navíos españoles al mando de José Grandellana.
También estaba por allí François Antoine Charles Lallemand,
concretamente en Vigo, y pronto envió mensajes de que se uniría a
Villeneuve.
Desde el 15 de
agosto de aquel 1805 estaba esperando Napoleón en Boulogne esperando
noticias de sus barcos. El 22 llegó carta de Lallemand con las
nuevas que hemos visto y, entonces, Napoleón le escribió una carta
histórica a Villeneuve, que éste nunca recibiría, en la que, con
ese tono sobrado que tan bien se le daba, afirmaba “Inglaterra es
nuestra” y que, una vez que llegase el almirante a Brest, apenas
tardarían 24 horas en cruzar el Canal. Demasiado tarde se habría de
dar cuenta Napoleón de que, como acabaría escribiendo, “Villeneuve
no es apto ni para mandar en una fragata”.
El gran error de
Napoleón había sido escoger a un almirante tan
tontopollas y escasamente proclive a la aventura, siendo ésto
último, aun llamándolo riesgo controlado, algo fundamental para los
hombres de mar de aquella época y aun de cualquiera. Villeneuve,
lejos de ello, era un amarrategui en grado DEFCON 1, un
cobarde, un tonto con borlas. Mientras Napoleón, en Boulogne, estaba
escribiendo esa carta tras la cual creía estar describiendo su golpe
final para el dominio de Europa, en París el vicealmirante Denis
Decrès, su ministro de Marina, estaba recibiendo carta de Villeneuve
en la que éste le decía que se sentía bastante atemorizado ante
ocho navíos ingleses que patrullaban la costa ferrolana (¡él tenía
29!), así pues que mejor se iba para Cádiz, adonde de hecho salió
el 14 de agosto sin siquiera esperar a que los barcos que llegaban de
Vigo les avistasen. Ese mismo día, aprovechando todas sus
dilaciones, Nelson llegaba a Brest, donde le entregaba todos sus
barcos útiles al almirante William Cornwallism, mientras él se
quedaba con los que estaban chungos y se los llevaba a reparar a
Portsmouth.
Cuando Napoleón
supo que su almirante estaba en Cádiz, sabiendo su operación de
invadir Inglaterra perdida, montó en cólera. Ordenó entonces a
Decrès que le entregase el mando de la flota al almirante François
Étienne de Rosilly-Mesros, mientras Villeneuve debería presentarse
en París para dar cuenta de sus actuaciones. Decrès, gran amigo de
Villeneuve, se limitó a comunicarle la salida de Rosilly, pero no le
comentó lo de que tenía que venir a París a comerse una mano de
hostias.
Villeneuve, sin
embargo, podía ser un cobarde, que lo era; pero no era tonto.
Comprendió a la primera el significado de las instrucciones que le
llegaban de su superior jerárquico y, obsesionado con ganar de nuevo
el favor de sus mayores, se emperró en plantear batalla, allí
mismo, en Cádiz. Sus subordinados españoles le sugirieron
elegantemente que no mamase, pero no sirvió de gran cosa. El bando de los contrarios al plan de batalla, primero; y a la forma de plantearla por
Villeneuve, después, era bien nutrido: Gravina; el contraalmirante
Charles René Magon de Médine (quien daría la vida en Trafalgar);
Dionisio Alcalá Galiano, que también moriría en la batalla; y,
sobre todo, Cosme Damián Churruca, otro de los que avanzaba hacia su
muerte.
Dio igual. El 19 de
octubre desplegaron velas. Desde la salida, las cosas fueron mal.
Villeneuve ordenó a los barcos al mando de Gravina que se colocasen
en la línea, algo que no estaba previsto porque aquellos navíos
estaban pensados para formar una especie de grupo de apoyo, con
elevada movilidad, dispuesto a moverse hacia donde hiciese falta. Ni
siquiera Magon, francés, fue de la opinión de que aquella era una
buena decisión; pero quien manda, manda. El 20 de octubre, los
franceses y españoles avistaron la escuadra al mando de Nelson. La
batalla tuvo lugar, como es bien sabido, a la altura de cabo
Trafalgar, que sólo por casualidad tiene el mismo nombre que una
plaza muy bonita de Londres. Villeneuve, en un acto postrero, dicen
se portó como un valiente. Se diría que buscaba la muerte en
combate. Como no la encontró, se suicidaría algunos días después.
Fue Trafalgar una
desgracia para los franceses, y una desgracia sin paliativos para los
españoles. Los gabachos, la verdad, tenían con qué reaccionar,
pues de hecho Napoleón, cuando vio frustrados sus planes de liberar
Brest e invadir Inglaterra, simplemente volvió el rostro hacia el
continente y comenzó una estrategia que habría de culminar, para su
beneficio, en Austerlitz; dos días antes de Trafalgar, de hecho,
Napoleón ganaba la importante batalla de Ulm. Sin embargo, para
España la cosa fue diferente. Había participado en nuestro país en
una acción secreta de la que no había sido informado. Napoleón dio
instrucciones muy estrictas de que no se informase a los españoles
de su intención de invadir Inglaterra, temeroso como estaba de que
los muchos vínculos de parentesco entre las casas coronadas europeas
pudieran provocar una filtración. En efecto, María Antonia,
entonces mujer del príncipe de Asturias, solía transmitir
informaciones a la reina de Nápoles, por lo que los franceses, para
los cuales, además, España era una especie de aliado menor, nunca
quisieron compartir con Madrid sus planes. Así pues, probablemente
tanto Carlos IV como Godoy creyeron haber implicado a sus almirantes
y sus barcos en una operación para recuperar la isla de Trinidad.
Aceptó España,
como no podía ser de otra manera, colocar sus barcos, sus hombres y
sus oficiales bajo el mando de un marino de escasas luces y carácter
ciclotímico, que tan pronto no quería salir de El Ferrol porque
había cuatro gatos esperándolo en la bocana como lanzaba las naves
a una victoria imposible en el cabo Trafalgar. El común francés
tocahuevos que vive convencido de que la genética le ha otorgado una
superioridad que está muy lejos de ostentar; el típico Macron de la
vida, vaya. En el momento de doblar la esquina del siglo, España
tenía una generación de marinos de primera especial; hombres que
entendían su labor y que entendían su tiempo, que no era fácil. En
Trafalgar, además, los franceses se jugaron siete amarracos, que es
apuesta fuerte; pero España puso un órdago sobre la mesa, y lo
perdió porque lo tenía que perder. La catástrofe de Cádiz dejó
desguarnecidas las costas americanas y clavó el segundo clavo del
ataúd de las posesiones españolas (el primero fue la guerra en sí contra Inglaterra, también forzada por nuestra amistad con Francia). Nos sacrificamos, no durante un
mes, ni un año, sino durante un siglo o, más bien, para siempre; y
aquéllos por los que nos sacrificamos nunca nos lo han agradecido.
Bueno, la verdad es que nunca agradecen nada pues un francés siempre
actuará como si todo lo que le llega, y aún lo que no le llega, se
lo debiese el Universo.
Francia, como digo,
no es quien paga el pato de aquella derrota. Ciertamente, Federico
Guillermo de Prusia, aliado formal de Francia, abandona dicha alianza
y, junto con el zar Alejandro, jura sobre la tumba de Federico el
Grande combatir al aleve francés. Pero ese aleve francés le arrea
un catálogo de hostias en Austerlitz, el 2 de diciembre de aquel
1805, y los enemigos del emperador se han de bajar sus honorables
calzas en los tratados de Schömbrunn y Presburgo.
En todos estos
movimientos siempre hay alguien que se cree Supermán. Ese alguien,
en ese punto, fue Carolina, la reina de Nápoles. Excitada (en un
sentido geopolítico) por el hecho de que Napoleón ahora estaba
rodeado de enemigos en el continente, lanzó mensajes a rusos e
ingleses para conseguir la rebelión del reino de Nápoles, tal vez
de toda Italia, contra el poder napoleónico. Tras su victoria en
Austerlitz, el emperador de recetó a los napolitanos una invasión
ejercitada por 40.000 soldados franceses. El 15 de febrero de 1806
entraba en la capital José Bonaparte, el hermano del emperador de
quien acabaríamos por tener noticia en España.
La dominación
napoleónica, sin embargo, no tardó en dar los consabidos problemas.
Prusia se levantó contra el poder del francés, y lo mismo hicieron
el Imperio y Rusia. Inglaterra, por otra parte, una vez conseguida su
prevalencia en la mar, llevó una escuadra hasta el mismo estuario
del Tajo, con tropas de desembarco. La intención de Inglaterra, ya
entonces, es mover a España a la rebelión contra Francia, para así
abrirle un frente el patio trasero.
¿Pensaron Carlos y
Godoy en escuchar estos cantos de sirena que llegaban desde la húmeda
Londres? Honradamente, creo que no. Los historiadores más proclives
a Godoy se han agarrado, habitualmente, al hecho de que el valido, en
su proclama de San Lorenzo (6 de octubre de 1806) se limita a decirle
a los españoles que estén atentos y prestos a tomar las armas
contra el enemigo, pero no precisa dicho enemigo. Interpretan, pues,
que el Príncipe de la Paz, en ese momento, estaba sopesando sus pros
y sus contras. Es cierto que recibió muchos informes del
representante español en Berlín (no estoy seguro, pero pudo ser
Baltasar Pardo de Figueroa Lanzos y Sarmiento) y en San Petesburgo
(Gaspar María de la Nava, conde de Noroña). Pero de ahí a decir
que España estaba buscando la manera de traicionar sus compromisos
con Francia, hay mucho trecho.
Godoy y Carlos IV
se encontraban, en 1806, en la misma situación en la que se vería
el general Franco a principios de los años cuarenta: su
convencimiento en torno a la capacidad de su aliado de ganar la
guerra era total. Hubiera sido realmente difícil que dos personas
como ellos, que tampoco es que fuesen Einstein precisamente, fuesen
capaces de adivinar, en aquel momento procesal de la guerra en
Europa, las semillas de la derrota francesa. Lo más lógico es que
su gran apuesta, por mucho que mantuviesen alguna que otra pica en
Flandes, fuese la extensión del poder imperial, del que esperaban
obtener su correspondiente tajada. Esto último, por cierto, revela
hasta qué punto a los gobernantes de España, aquéllos y otros que
han venido antes y después que ellos, siempre les ha costado
horrores entender lo que es un francés. Por esos tiempos que
relatamos, precisamente como consecuencia de la invasión de Nápoles,
las naciones de Europa exigieron a Napoleón que Fernando y Carolina
recibiesen una compensación, otro territorio sobre el que reinar,
tras haberse quedado sin su reino; y el emperador les ofreció las
islas Baleares como si fueran suyas. Esto, señores, es la
grandeur.
En todo caso, los
pro napoleónicos pronto encontrarían argumentos para consolidar sus
posiciones. Ocho días después de la proclama de San Lorenzo,
Napoleón gana las batallas de Jena y de Awerstaedt, deja al ejército
prusiano como al Barça después de un córner en la Champions, y entra en
Berlín. Si Godoy tenía dudas sobre a quién arrimarse, se le
quitaron pronto.
"Siempre di cuando vamos con los franceses, siempre di cuando salimos destaponados"
ResponderBorrarMarcial, marino de la Real Armada
Juan di con este blog por accidente hace un tiempo y te agradezco y felicito por el estilo y la variedad de temas.
ResponderBorrarSaludos.
Muchas gracias, José Luis. Sólo espero que no te hicieras mucho daño con el accidente.
Borrar