Un niño en el que nadie creyó
El rey Carlos falleció en diciembre de 1788, como por otra parte ya
hemos contado aquí. A su muerte, hace aproximadamente tres meses que
en la amistad de los príncipes de Asturias ha entrado un personaje
que acabará siendo de gran importancia para ello y para la Historia
de España: Manuel Godoy. De hecho, el 30 de aquel mismo diciembre,
apenas unos días después de llegar a la condición de rey, Carlos
ya le concede a Godoy su primer ascenso, concretamente a cadete
supernumerario de su brigada, nombramiento que lleva aparejado el de
garzón a servicio de Palacio (lo cual no quiere decir, nota para los ignorantes, que lo nombrada ministro de Consumo).
El año 1789
amanece como un año más, salpimentado para los españoles con la
novedad de tener un cambio en la corona, pero poco más. Carlos
hereda la dialéctica de gobierno que ya tenía su padre y que,
también, hemos podido ver al hablar del rey tercero: los condes de
Aranda y de Floridablanca son, en efecto, quienes presiden la
política española. Godoy, sin embargo, espera su momento. Si hemos
de creer a las corrientes históricas que más agua traen, esto lo
hace apoyándose en su condición de amante de María Luisa, la
reina; una condición que, la verdad, ha sido muchas veces repetida y
tiene visos de realidad; pero, ciertamente, probada, probada, lo que
se dice probada, no lo ha estado nunca del todo. Lo cierto, sin
embargo, es que Godoy está muy cerca de los nuevos reyes, y sabe
aprovecharse de la desazón que les provoca el hecho de que, casi
recién estrenada la corona, de repente todo cambie con un hecho de
ésos que marcan un antes y un después: el 14 de julio de aquél su
primer año de reinado, como es bien sabido, los franceses abren las
puertas de la Bastilla, y la lían leoparda.
En el fragor de las
noticias y contranoticias, Manuel Godoy es promovido al estatus de
primer secretario de Estado.
En el momento en
que Godoy fue promovido a los altos escalones del Estado, sus
relaciones con Aranda eran bastante cordiales y, de hecho, el duque
de Alcudia solicitó de Aranda que fuese su padrino en la ceremonia
por la cual se le iba a imponer el Toisón de Oro. Sin embargo, las
cosas avanzaron muy rápidamente hacia el rompimiento. El primero de
los elementos de enfrentamiento fue la voluntad férrea por parte del
rey Carlos, y de Godoy, en el sentido de hacer todo lo necesario para
salvar la vida del rey francés Luis XVI. El 14 de marzo de 1794, en
famosa sesión del Consejo de Estado, ambos bandos, por así decirlo,
fueron al rompimiento total.
Sabemos que ambas
partes, Aranda y Godoy, se enfrentaron allí en una fuerte pelea
dialéctica en torno a la política respecto a Francia. La discusión
fue tan bronca y poco productiva que Carlos la cerró con un seco
“Basta ya por hoy”, tras el cual se levantó y caminó para salir
de la sala. Godoy, en sus memorias, nos refiere que, en ese momento,
pasando el rey junto Aranda, éste hizo algún comentario entre
dientes que provocó que Carlos de Borbón le dijese, en voz que
todos pudieron oír: “con mi padre fuiste terco y atrevido, pero no
llegaste hasta insultarle en su Consejo”. De hacer ciertas las
palabras de Godoy, y no se olvide que Aranda era persona que tenía
fama de ser seca y cortante como pocas y de no callarse delante de
nadie, todo parece indicar que el ministro debió apelar al monarca
de cobarde, nenaza, tonto'l'bote, borbonaco-los-huevos, o apelativo similar.
Apenas una hora
después de aquella escena, el conde de Aranda salía de Madrid
camino del destierro hacia Granada, donde permaneció recluido nada
menos que en la Alhambra. Godoy, que no se atrevió a tocar sus
rentas y posesiones, lo cual también nos da una pista de que sabía
que la desgracia del viejo político carlino bien podía ser mudable
todavía, lo mantuvo en el limbo judicial, sin que su caso se viese durante un año, hasta que fue indultado tras la paz de Basilea y se
le permitió vivir en Aragón. En 1796, un crepuscular Aranda le
envió al rey un memorial de desagravios que de poco sirvió ya, pues
apenas le quedaban dos años de vida e, ítem más, Carlos IV no era de los que perdonan cristianamente.
España,
bajo el gobierno combinado del rey Carlos y de Godoy, hizo lo que
pudo por salvar la vida de su rey pariente. A través de los manejos
del cónsul general de España en París, José de Ocáriz, se trató
de comprar voluntades con gran prodigalidad pues, como
mínimo, sabemos que Ocáriz
dispuso de tres millones de francos para sus manejos. El cónsul
español incluso estuvo maniobrando a favor de la vida del rey en la
sesión de la Convención que, en la noche del 17 de enero 1793, votó
la ejecución del rey.
El día 21, pues,
el rey francés fue ejecutado. La noticia se conoció en Madrid nueve
días después. La guerra que siguió entre España y Francia puede
tenerse por una de las más populares de la Historia, cosa que
sabemos por la cascada de aportaciones dinerarias que disfrutó desde
todos los rincones del país. Aquella lucha culminó el 22 de julio
de 1795 con la firma, entre Domingo de Iriarte y François
Barthélemy, de la Paz de Basilea. El juicio de esta paz es muy
variado, a la par que radical. Muchos historiadores liberales del
siglo XIX quisieron ver en este documento el principio de los males
para España, y lo juzgaron un pacto excesivamente entreguista por
parte de España (o sea, de Godoy) que comenzó a labrar nuestra
debilidad. Sin embargo, debe de reconocerse que, en su momento, la
paz de Basilea fue considerada más bien todo lo contrario. En
Francia, Barthélemy, el plenipotenciario que negoció los términos
del acuerdo, fue duramente criticado por el hecho de que Francia
estaba allegando acuerdos de paz con otros enemigos (España no era
el único) en condiciones mucho más ventajosas. Probablemente, todo
esto provenga del hecho de que la intención de España, intención
vana a la luz de la marcha que luego tendrían los acontecimientos,
era cerrar toda polémica o, si se prefiere, convertir Basilea en una
paz total. Un síntoma de lo que aquí se dice es la magnanimidad que
el tratado muestra hacia los vascos españoles, que en aquella guerra
se habían mostrado abiertamente partidarios de los franceses. A
pesar de que Iriarte, el negociador, comunicase a Madrid la
posibilidad de incluir alguna cláusula punitiva en el acuerdo que
los franceses aceptarían, el Palacio Real dio instrucciones de no
dar ese paso, demostrando con ello la intención de que el propio
tratado de paz no abriese nuevas polémicas. Como se ve, eso de pactar legislaturas con el PNV es deporte valetudinario.
La principal virtud
de la paz de Basilea, en todo caso, y tal vez es por eso que la
valoraron más sus contemporáneos que algunos o muchos de quienes la
han contemplado desde el balcón del futuro, es que paró una guerra
que comenzaba a pintar mal para España. En sus inicios, ciertamente,
las hostilidades habían sido favorables para las armas españolas;
pero pronto el péndulo bélico se había movido para el lado
contrario y los franceses, de hecho, habían conseguido penetrar
hasta el Ebro. España hubo de entregar su parte de la isla de Santo
Domingo a cambio de recuperar todas aquellas plazas que había
perdido, gesto que demuestra que su prioridad era parar la sangría.
Fue tras este
acuerdo cuando el rey Carlos, hay que decir que en medio de una
alegría general de todos los españoles por la llegada de aquel
acuerdo y el fin de la guerra, le concedió a Godoy el título de
Príncipe de la Paz.
Francia, sin
embargo, estaba incómoda con Godoy al mando de la política
española. Acostumbrada a los pactos de familia y a la política de
Carlos III, siempre proclive a colocar los intereses familiares por
encima de cuando menos algunos de los de la nación en la que
reinaba, encontraba París en exceso independiente la actitud de
Madrid. Tuvo que haber presiones varias que culminaron el 28 de marzo
de 1798, cuando el rey Carlos firma un decreto en el que dice atender
las peticiones del propio Godoy en el sentido de ser apeado de sus
cargos como secretario de Estado y sargento mayor de las reales
guardias de Corps. José Nicolás de Azara, quien será nombrado por
el nuevo secretario de Estado (Francisco Saavedra) como embajador en
París, se apresurará de hecho a tomar posesión de su cargo en una
ceremonia en la que pronunciará un discurso dedicado a declamar que
los cambios producidos en el gobierno de España no son sino una
prueba de que los lazos entre este país y Francia son más estrechos
que nunca.
España, de hecho,
practica una política cerradamente profrancesa tras la salida de
Godoy. Ni siquiera cuando Fernando IV, rey de Nápoles y hermano del
rey de España, decide formar parte de la segunda coalición
antifrancesa (junto con Rusia, Austria, Turquía e Inglaterra), se
moverá un ápice la posición de Madrid. El cambio de Francisco
Saavedra por Mariano Luis de Urquijo no sólo no supuso un cambio
esta tendencia, sino que la acreció, pues Napoleón consideraba a
Urquijo uno de los políticos más profranceses que había en España.
Las cosas, sin
embargo, le fueron bastante mal a los franceses en los campos de
batalla. Esto, como consecuencia, provocó la revolución del 20 de
Pradial, o sea el 18 de julio de 1799, si bien las tendencias
disgregadoras se frenaron cuando el general Massena ganó la batalla
de Zurich, en septiembre de aquel mismo año.
Aquello, sin
embargo, fue sólo un intermedio. La solución final todavía no
había llegado, y no llegó, de hecho, hasta que Napoleón Bonaparte
desembarcó en Fréjus, el 9 de octubre de 1799, y los días 18 y 19
de Brumario (9 de noviembre de 1799) lidera un movimiento
revolucionario que acabará dándole el poder, inicialmente
compartido con Sièyes y Ducos. Hay que decir que España pudo haber
sacado buena tajada de aquel golpe de Estado, pues Azara, un cónsul
a quien Napoleón tenía en gran estima personal, seguía siendo el
representante español en París apenas unas horas antes de los
sucesos de Brumario. Urquijo, sin embargo, se apresuró a cesarlo
fulminantemente, tal vez por envidias, en lo que el propio Azara
calificó de “coz de borrico vizcaíno”.
A pesar de este
gesto, que como digo no se explica sino por el temor a la prevalencia
personal de alguien que tenía relación directa con Bonaparte, el
gobierno Urquijo practicó una estrategia descaradamente profrancesa
en todos sus actos y, muy particularmente, facilitando a los
franceses el tránsito por las costas españolas.
Napoleón, al mando
de Francia, ofrece la paz. Inglaterra contesta que no es no, pero el
Imperio no es tan categórico. El zar de Rusia, bastante mosqueado
con la actitud excesivamente contemporizadora de los austríacos,
decide abandonar la coalición. Por otra parte Prusia, juzgando que
Bonaparte es un gobernante mucho menos revolucionario que aquéllos a
los que ha sustituido, acepta el cambio. Carlos IV adopta una actitud
parecida. En ese momento, Napoleón da uno de sus excelentes golpes
estratégicos: de forma inesperada, mueve con rapidez su ejército
hacia Italia y en las batallas de Montebello y, sobre todo, Marengo
(14 de junio del 1800) se hace con el control de la península. El
hecho de que los franceses se enseñoreen de Italia abre
inmediatamente la posibilidad de que puedan invadir el Imperio, que por ello se apresura a firmar con los franceses la paz de Luneville, el
9 de febrero de 1801, lo cual le clava el rejón de muerte a la
segunda coalición.
Carlos IV, como he
dicho, adoptó la posición fundamentalmente representada por Prusia
en el entorno europeo: aceptar a Napoleón Bonaparte como mal menor,
valorando que su gobierno habría de tener un perfil mucho menos
revolucionario que los que se habían producido antes del golpe de
Estado de Brumario; se podría decir, pues, que tenían una visión errejonista del nuevo gobernante francés. En ese entorno de cosas, al rey Urquijo al frente del
gobierno le molestaba mucho. Aquel vizcaíno era un personaje de
grandes aficiones volterianas que, por lo tanto, presentaba muchos
elementos de tensión dentro de los poderes fácticos del país.
Legendarios fueron, por ejemplo, sus enfrentamientos con los obispos
españoles a causa de sus posiciones antirromanas. Ahora, sin
embargo, se hacía necesario disponer de personas en el gobierno con
un corte más moderado, más adaptado a la propia personalidad de
Napoleón. Bonaparte, además, se apresuró a enviar a España a su
hermano Luciano, quien llegó a El Escorial el 6 de diciembre del
1800, para que fuese sus ojos, oídos y boca en España, lo que venía
a demostrar la importancia que concedía a unas buenas relaciones con
el país.
En estas
condiciones, el rey Carlos le pidió a Godoy que regresase al poder.
El valido aceptó, si bien, probablemente para poder tener una mayor
libertad de acción, solicitó que fuese formalmente nombrado al
frente de la secretaría de Estado otra persona. El elegido fue Pedro
Cevallos, primo político del propio Godoy, aunque no por ello muy
cercano a él; todo parece indicar que fue nombrado en contra de los
deseos del valido. Tendremos ocasión de encontrárnoslo otras veces.
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