La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
El 9 de octubre de
1390, en el teatro de Castilla y de Europa se produjo una inesperada
novedad: el rey Juan I murió tras caerse del caballo. El trono de
Castilla quedaba ahora ocupado por un niño. Ni qué decir tiene que
esto incrementó la inestabilidad en una Corte que precisamente
acababa de orillar los problemas derivados de las pretensiones
dinásticas de Lancaster. Aunque lo realmente importante a efectos de
la historia que aquí vamos contando es que la desaparición de Juan
I excitó las ilusiones del bando papal romano en el sentido de ganarse a
los regentes; mientras que le puso las pilas al bando aviñonés,
consciente de que necesitaba contraprogramar todos esos movimientos.
La principal decisión en este sentido por parte de Clemente fue
enviar a las Cortes castellanas de 1391 a Domingo, obispo de San
Ponce. San Ponce vino a Castilla no sólo a contrarrestar las
presiones urbanistas, sino para tratar de normalizar la situación en
Castilla y, consiguientemente, mejorar la capacidad del reino a la
hora de financiar al papado cismático.
Hablar a estas
alturas de bando urbanista es, en realidad, inexacto. El Papa Urbano
VI murió antes de la llegada de San Ponce a España, concretamente
el 15 de octubre de 1389. Fue elegido como su sucesor Pedro
Tomacelli, quien tomó el nombre de Bonifacio IX. Este nuevo Papa, en
efecto, nada más conocer la muerte de Juan, resolvió intentar ganar
de nuevo a Castilla para la causa romana, por lo que envió a dos
embajadores: Francisco, arzobispo de Burdeos; y Juan Gutiérrez,
obispo de Dax. Ambos embajadores eran súbditos del duque de
Lancaster, lo cual tal vez pudo ser una pequeña cagada por parte del
Papa; el caso es que la embajada poco consiguió.
La misión de
Domingo, ya se ha dicho, era normalizar las cosas. Hasta 1388,
Clemente en Aviñón había tenido la esperanza de que las fuerzas
combinadas de Francia y Castilla lograrían imponer su candidatura al
papado por la fuerza de las armas. Esto, sin embargo, no había
ocurrido, fundamentalmente por la actitud ambigua de los aragoneses.
Con la consolidación del cisma, Clemente hubo de acostumbrarse a la
idea de que habría dos papas y, en ese momento, comenzó a
preocuparse por tener suficiente pasta. Fue a esto a lo que envió al
obispo de San Ponce a España: a regularizar los diezmos y otras
figuras fiscales para, así, mejorar el tono financiero de su corte
teológica, y tener medios para financiar acciones en Italia, puesto
que Aviñón pretendía financiar las pretensiones de Luis de Anjou
en Nápoles.
El 13 de enero de
1394 falleció Gutierre Gómez de Luna, obispo de Palencia y cardenal
de la Iglesia cismática; Clemente nombró a otro español para
sustituirlo: Pedro Fernández Frías, obispo de Osma y, sobre todo,
uno de los hombres de confianza del gobierno del joven Enrique III.
Fue su última acción importante en España pues el Papa cismático
habría de morir pocos meses después, el 16 de septiembre del mismo
año.
¿Qué pensaba el
joven Enrique de todo el tema del cisma? No es muy fácil contestar a
esta pregunta, entre otras cosas porque el rey de Castilla, siendo
tan joven, sólo pudo aspirar a comenzar a mandar a partir de 1395.
Sin embargo, son muchas las pistas que nos dicen que no estaba nada
contento con la desunión que había provocado el cisma. Enrique, no
se olvide, era, desde luego por cronología pero también por otras
cosas, un rey medieval. Uno de los elementos fundamentales de la Edad
Media europea había sido y era la unidad bajo la bandera de la
religión, esa misma unidad que alimentaba la lucha contra los moros
y que, desde Carlomagno, se tenía por el principal activo de la
civilización europea. A Enrique, pues, fuese cual fuese su idea
sobre quién llevaba la razón en la querella que había provocado el
nombramiento de dos Papas distintos, le escocía la situación de
desunión que estaba provocando en toda Europa. Ideas en las que se
ve la mano de su preceptor, Diego de Anaya y Maldonado.
Los hombres de
estado medievales, y los Trastámara lo eran, aspiraban a que
existiese algún tipo de institución supranacional que fuese capaz
de dar cohesión a los distintos reinos. Ahora, sin embargo, los dos
intentos de conseguir eso: el Imperio y el Papado, se habían
mostrado incapaces de conseguirlo. Era necesario reinventar una nueva
Europa, en el fondo la Europa que nosotros conocemos, basada en
alianzas y en equilibrios más o menos estables.
Castilla, en parte
por la minoridad de su rey, en parte por fidelidad a la figura de
Clemente, nunca siquiera amagó con ponerle problemas al Papa
aviñonés, y eso a pesar de que el tipo nunca se cansaba de pedir
más pasta y más pasta. Como las personas son muy importantes en la
Historia, se diga lo que se diga, la muerte de Clemente cambió eso,
no sólo en Castilla sino en todas las naciones cismáticas.
Con la
muerte de Clemente, se marchaba a la casa del Creador el segundo y
último contendiente en la pelea que había generado el cisma. Los
partidos seguían allí, los enfrentamientos no habían cesado; pero
el hecho de que quienes los habían liderado ya no estuvieran era muy
importante. Además, hay que tener en cuenta el factor, al que ya me
he referido,de que en la última década del siglo XIV ambos bandos
se habían dado cuenta ya de que la ilusión que cada uno había
albergado por su cuenta (acabar con el otro a hostia limpia) no se
iba a producir: en el teatro bélico europeo se había producido un
stalemate en el que
nadie conseguiría prevalecer a base de caballería y arqueros.
Francia era el
casero del cisma, y su principal valedor. Pero estaba cansada. Había
muchos factores para ello. En primer lugar, el hecho de que sus
esperanzas de meterle unos cuantos bocados a la península italiana
se habían disuelto; ni siquiera lo de Nápoles había salido medio
bien. En segundo lugar, la Iglesia francesa, por lógica, era la
principal financiadora del momio de Aviñón, y había bastantes
obispos que estaban ya hasta los huevos de soltar óbolos que
consideraban suyos. En tercer lugar, Carlos VI, el rey, cada vez
mostraba más tendencias esquizoides; y tener un rey anormal, como
bien sabemos nosotros (lo digo por Carlos II, eh), nunca ayuda.
Los franceses,
pues, se sabían mal comandados por un rey tolili; se veían
fracasados allí donde habían creído que, con la ayuda castellana,
se iban a llevar la Champions League sin siquiera bajarse del
autobús; y, para colmo, todo aquello les estaba costando un pastón.
Así que decidieron hacer lo que se hacía por entonces en una
situación así: poner a especular a los teólogos de la Sorbona para
que llegasen a la conclusión de que lo que Dios quería era que
hubiese un cambio. Dios, como nunca dijo nada, les vino cojonudo, en
ésta y en otras ocasiones.
La
palabra mágica, el mantra que se convirtió en trending topic entre
los canonistas de la universidad, fue reforma in capite et
in membris. Hacía falta tunear
la Iglesia de abajo a arriba, cambiar todo lo que estaba mal para que
el motor no se volviese a gripar. Pero para eso, claro, antes habría
que unificarla. La operación teológica se hizo bajo la atenta
supervisión de los tíos del rey loco, los duques de Berri y de
Borgoña, que tomaron para sí la bandera de una nueva etapa para la
cristiandad.
En
junio de 1394, vivo todavía el cismático Clemente aunque, la
verdad, estaba ya hecho una puta mierda, los jurisconsultos de la
universidad de París se reunieron en San Maturino para discutir
sobre las posibilidades de la reunificación de la Iglesia. Tras
mucho discutir, en latín en la sala y en francés en los baños,
llegaron a la conclusión de que ese objetivo tan deseable tenía
tres posibles vías para salir adelante: el primero, o via
cessionis, pasaba por la
renuncia de ambos Papas, seguida de un cónclave-juego revuelto que
tenía toda la pinta de parecer un episodio de The walking dead, porque, según los
teólogos, para ser válido sólo podría estar formado por los
cardenales supervivientes del colegio cardenalicio de Gregorio XI; o
sea, una colección de cacatúas verrugosas que lo flipas.
La
segunda posibilidad, o via compromissi,
pasaba por una reunión en la cumbre de ambos Papas, bajo la premisa
de que ambos aceptaban un extraño arbitraje, ejecutado por
partidarios de ambos bandos; que es una cosa que desde la primera vez
que la leí he tenido problemas para entender, porque siempre he
pensado que el arbitraje tiene que hacerlo un tercero que esté
limpio de polvo y paja.
En
tercer lugar y por último, estaba la via Concilii,
esto es: en el caso de que los dos bandos no se pusieran de acuerdo,
habría que convocar un concilio universal. La recomendación de los
teólogos gabachos es que se aplicasen estas tres vías por el orden
que las he descrito, de forma que al fracasar una se intentaría la
siguiente.
Apenas habían
comenzado en internet a publicarse las noticias de la reunión de San
Maturino, y Clemente la cascó. Sus cardenales, pues, hubieron de
reunirse en cónclave (o anticónclave, para los católicos del
carrillito legal). Bonifacio IX y había sido proclamado en Roma, así
pues hubo teólogos que insinuaron que una solución rápida para la
movida podría ser que los cardenales cismáticos se quitasen de
en medio y, simplemente, en lugar de elegir un Papa, diesen por buena
a la persona de Boni. Parecía una solución fácil, pero
teológicamente era una mierda. Por definición, un cardenal de
obediencia aviñonesa tenía que creer en la plena legalidad ante
Dios de la decisión de Clemente de excomulgar a Urbano; y si Urbano
había sido apartado de la Iglesia, entonces también lo había sido
su sucesor. ¿Cómo leches iban entonces los cardenales cismáticos a
dar el solio papal a un tipo que consideraban extramuros de la
cristiandad?
Francia
había hecho movimientos sobrados para que el concilio aviñonés
cerrase el cisma allí mismo de una forma más o menos elegante. Pero
los cardenales no estaban tan convencidos, como he dicho. En puridad,
si verdaderamente creían en todos los subterfugios canónicos que
habían hecho en los últimos años, lo que tenían era que estar
acojonados, puesto que, en puridad, eligiendo a Bonifacio incluso se
podría entender que ellos mismos se colocaban en supuesto de
excomunión y, para colmo, a causa de las reglas que ellos mismos
habían desarrollado. Por esta razón, el cónclave pasó muy mucho
de hacer lo que esperaban en la Corte francesa, y ni modo se quitó
de en medio. Lejos de ello, de entre todos sus miembros, eligió al
más terco y resiliente: Pedro de Luna, el aragonés irredento, que
eligió para su pontificado el nombre de Benedicto XIII y que con los
años, a causa de su obsesión por sostenella y no
enmendalla incluso cuando ya
nadie lo apoyaba ni lo quería, acabaría por ser la causa de que hoy
en día los españoles, cuando nos queremos referir a alguien muy
tercero que se resiste a cambiar de opinión, decimos de él que se
“mantiene en sus trece”. Esos trece son los trece de Benedicto
XIII.
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