El hidalgo valenciano al que se le daban bien las mates
La cumbre de la vida profesional (la
política es otra cosa) de Gabriel Ciscar llegó, efectivamente, en
1798. En dicho año, su pericia como marino y muy especialmente su
dominio de las disciplinas científicas hizo que fuese designado como
representante español en la comisión internacional que se formó
para establecer el sistema métrico decimal en París.
Para Ciscar, ésta fue siempre la
cumbre de su carrera como marino y, de hecho, el mérito de haber
sido elegido para formar parte de la Comisión fue el último
que retuvo y el que utilizó para definirse al final de su vida. El
nombramiento, hay que reconocerlo, no era cualquier cosa pues trajo
aparejada la Cruz de la Orden de Carlos III que, no se olvide, era
una condecoración pensionada. Que hay medallas y medallitas; ésta era una medalla.
Como ya sabemos por haberlo contado eneste blog, en 1790 la Asamblea Constituyente de Francia había
decidido, en el marco de la ola de racionalismo que la embargaba,
resolver el dédalo de medidas distintas que existía en su país y
en el mundo creando un sistema único basado en elementos puramente
racionales. Se quería, por lo tanto, elaborar una nueva medida de
longitud que fuese una división exacta del perímetro del mundo.
Para ello, encargó la medición precisa del meridiano terrestre
entre Dunquerque y Barcelona, una medición que fue más que
problemática; y en 1795 decretó la instauración de nuevo sistema
métrico en Francia, aunque ésta fue una implantación falsa en la
práctica y, de hecho, Francia acabaría siendo, a la vez, la cuna
del sistema métrico y uno de los países que más renuentes se
mostró a la hora de aplicarlo.
En fin, antes de que eso ocurriese, en
1796 los franceses iniciaron un proceso de difusión del nuevo
sistema allende y aquende las cordilleras de Europa. Eran científicos
que llegaban a los países armados con tomos de tablas y
correlaciones, además de una vara de un metro exacto y un peso de un
kilo.
A España llegó, con esta misión,
Jean-Baptiste Le Chevalier. El señor Caballero era un profe de mates
que había tenido la ocasión de colaborar con Méchain en la medida
de su parte del meridiano, así pues tenía una experiencia de
primera mano de la cosa.
En 1796 había fallecido ya, de tiempo
atrás, Carlos III, que es probablemente el rey español que mejor
habría entendido las sutilezas del proyecto de un sistema métrico
decimal. En España gobernaba Carlos IV, algo menos proclive a estas
discusiones; y, en la práctica, era Manolo Godoy quien lo organizaba
y lo mandaba todo. Le Chevalier, consciente de que ese señor era el
que tenía que encoñar, tiró de contactos en Madrid hasta llegar a
fray Salvador Jiménez Coronado, un curita bastante ilustrado en
materias científicas que de hecho presidía el cuerpo de ingenieros
del Estado y tenía bastante conocimiento del valido.
La jugada, sin embargo, le salió a
Chevalier por la culata. No acabo de tener muy claro si Jiménez
Coronado recelaba del sistema métrico, del francés o de ambos,
pero el caso es que el mediador que se había buscado el matemático
para llegar al sanhedrín del poder español, más que ponerse de
canto, se puso en contra del éxito de la misión. De hecho, fray
Salvador se dedicó a darle informes a Godoy en los que le decía que
todo era una coña, que el francés no estaba en España por el
sistema métrico sino para utilizar dicho proyecto, en teoría tan
frío e independiente, para obtener informaciones importantes sobre
España. En una situación como la que estaban Francia y España a
finales del siglo XVIII, al borde de la guerra todos los días a
partir de las cuatro de la tarde, era una movida creíble.
El sacerdote, además, consciente de
que Godoy tendría problemas por sí mismo para entender las
sutilezas del sistema métrico, explotó con eficacia los aspectos
más polémicos del proyecto para desacreditarlo científicamente, y
argumentó ante el valido que la medición del meridiano tenía muy
poco de exacta y que, por lo tanto, el metro tenía poco de racional.
Hay que reconocer que, en este punto, no mentía, pues como sabrá
toda persona medianamente ducha en la historia de la creación del
metro, dicha medición presentó muchos problemas de exactitud y
finalmente la decisión sobre la longitud del metro tuvo elementos
de arbitrariedad.
Las resistencias de Jiménez Coronado
presentan otros elementos que, personalmente, considero bastante
lógicos si trato de empatizar con el personaje. Teniendo en cuenta
el giro que los acontecimientos políticos habían dado en Francia,
el metro ya no se podía considerar producto de la Ilustración, sino
más bien del jacobinismo. En estas circunstancias, dejarlo entrar en
España, por así decirlo, podía suponer, también, establecer las
ideologías revolucionarias. Se preguntaba asimismo el prelado si,
empezando por el metro, no se terminaría también introduciendo el
calendario republicano.
El gobierno español, sin embargo,
tenía muy poco margen de maniobra. En ese momento era aliado de
Francia y de hecho era fuertemente dependiente de París. Godoy
sabía, pues, que sus poderosos vecinos no aceptarían así como así
que España recibiese el proyecto con escepticismo, mucho menos lo
rechazase. Por ello, Jiménez le aconsejó al valido que instase a
Chevalier a entregarle las medidas al cuerpo de Ingenieros, que ya
él, entonces, se ocuparía de hacerlas caer en el olvido.
Godoy, sin embargo, optó por otra
estrategia. Y la verdad es que con ella demostró que tal vez sabía
algo más sobre la ciencia y los científicos de lo que cabría
sospechar, pues tiró de una de las máximas del científico que no
quiere apoyar una teoría que se le presenta: aducir que necesita más
datos. En España, le explicó Godoy al francés, no se habían hecho
mediciones necesarias para confirmar la medida del metro, y sin ellas
sería muy difícil que el país se uniese al proyecto. Lógicamente,
a Le Chevalier esta respuesta no le valió, por lo que trató de
modificarla, sin éxito. Consciente ya de que el cuerpo de Ingenieros
le era hostil, trató de buscar otros aliados y acabó por encontrar
un foro más amable, por así decirlo, en la Academia de Historia.
Importantes miembros de la misma le escucharon con paciencia y
amabilidad e incluso acabaron por organizar una reunión conjunta con
algunos científicos sobre la materia. Pero el francés acabó
abandonando España, irritado y sin resultados. Todo el kit que
había traído, sus libros, el metro y el kilo, quedaron depositados
en la Academia de Historia.
En todo caso, el escaso éxito que
tuvieron las misiones francesas por Europa adelante hizo reflexionar
a los galos, cuando menos por una vez. El problema, en efecto, no
sólo se les presentó en España, sino en la mayoría de los países
que visitaron sus corresponsales; y la esencia del mismo era siempre
la misma. Francia, imbuida de un espíritu de superioridad
intelectual y moral sobre sus vecinos que el mito del soldado Nicolás
Chauvin no haría sino recoger y exacerbar, no había pensado nunca
en otra cosa que en imponer su nuevo sistema a otros países, sin más
palabras. Sin embargo, como digo en la mayoría de los lugares a los
que fueron enviados los profetas del nuevo sistema, se encontraron
con comunidades de científicos que ni se creían del todo las bases
del proyecto del meridiano, ni aceptaban per se como buenos sus
resultados, o ni siquiera estaban convencidos de que el método
adoptado fuese el más racional para generar un sistema métrico
decimal. Era una forma que tenían los países de decirle a los
franceses que, aunque considerasen su nación la más grande del orbe
(cosa que en ese momento probablemente era), no por ello tenían el
derecho de decirle a nadie que hiciese lo que ellos querían.
Fruto de esta reflexión de humildad,
que como tal debió de costarle graves ataques hemorroidales al
francés medio, el ministro de Exteriores, Charles Maurice de
Talleyrand, optó por convocar una conferencia internacional (en
París, por supuesto) para definir el nuevo sistema. En realidad,
aquella seudocesión no era sino un sostenella y no
enmendalla. Talleyrand había llegado a la conclusión de que una
conferencia internacional, siempre y cuando se celebrase en París y
fuese en buena parte dirigida por franceses, no haría sino
incrementar el prestigio internacional de su nación.
La Gazeta de Madrid publicó la carta
de Talleyrand con la invitación a España el 29 de junio de 1798.
Esto cambiaba radicalmente las cosas. Ahora ya no se trataba de un
tipo que venía y decía que; aquello era un comunicado en toda
regla, por vía diplomática, enviado por la potencia mundial de la
que España dependía en casi todo en aquel momento. La negativa no
era una opción.
Creo que es lo más acertado a la
realidad decir que, desde el minuto uno, Godoy y el rey Carlos
tuvieron claro que el representante español debería ser un marino.
Ya Jorge Juan y Antonio de Ulloa habían participado en la expedición
de Charles Marie de la Condamine en Perú. De hecho, prácticamente
todos los españoles que eran expertos en matemáticas eran marinos.
Por lo tanto, Juan de Lángara, ministro de Marina en el gobierno de
España, recibió el encargo directo de decidir quién representaría
al país en París.
No existen testimonios de que Lángara
se lo pensase mucho. Es bastante probable, de hecho, que Ciscar fuese
su primera opción. Por escrito, el ministro consideró consolidado
el criterio dentro del propio cuerpo de Marina en el sentido de que
Ciscar era el español más versado en matemáticas, así pues la
elección estaba clara.
Dado que la respuesta oficial de España
a París con el nombre de Ciscar es del 15 de julio, esto es apenas
dos semanas después de recibir el Palacio Real el e-mail de
Talleyrand, justo será avizorar que la decisión fue fácil, que
Ciscar no tuvo competidores, y que contó, en todo momento, con el
convencimiento y el apoyo de todas las personas implicadas en la
decisión. A favor de nuestro marino jugaba el
hecho adicional de que algunas de sus obras y trabajos eran ya
conocidas y valoradas en el extranjero, notablemente en Francia.
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