Los comienzos de Mandela
Sin duda,el gobierno supremacista blanco sudafricano se enfrentaba a graves problemas en su interior. Pero, en todo caso, la
principal preocupación del gobierno Botha era el exterior; el
exterior más cercano. Una parte importante de la proclividad
sudafricana hacia las reformas y el apaciguamiento de los negros
interiores proviene del hecho de lo mucho que se le habían
complicado las cosas inmediatamente al norte. Las tres grandes
referencias de gobiernos blancos justo al norte de Sudáfrica:
Rhodesia, Angola y Mozambique, habían caído para entonces, o
estaban a punto de caer, en un proceso de guerrilla animado por
movimientos negros insuflados, sobre todo, por la Unión Soviética o
algunos de sus satélites, como Cuba. Asimismo, la guerrilla estaba
ganando posiciones en lo que hoy conocemos como Namibia, un país
dominado por Sudáfrica en contra de las decisiones de Naciones
Unidas. Todo esto tuvo como consecuencia práctica que justo más
allá de las fronteras del país, los negros sudafricanos podían
esperar encontrar gobiernos marxistas dominados por los negros,
siempre dispuestos a operar como santuarios para ellos. De hecho, una
de las consecuencias de la revuelta de Soweto fue que casi 15.000
jóvenes activistas negros habían podido huir hacia el norte, donde
se habían constituido en un pequeño ejército a las órdenes del
ANC. El Congreso, de hecho, se había trasladado estratégicamente a
Maputo, la capital de Mozambique. Con este apoyo a las espaldas,
desde 1977 el ANC había iniciado una campaña de sabotajes
selectivos, buscando siempre objetivos blancos y muy mediáticos, con
el objetivo además de poner en cuestión la economía blanca
sudafricana. Cuando, en 1980, Rhodesia cayó bajo el poder negro,
para Sudáfrica se completó la tormenta perfecta.
Estos problemas,
además, llegaron en el peor momento, internacionalmente hablando. En
1977, la siempre dubitativa y pollas Naciones Unidas logró sacar
adelante, en un arrebato, un embargo de armas a Sudáfrica; lo cual
fue un desastre para la cuenta corriente de Francia, que era su
principal proveedor, pues ya se sabe que París ha albergado siempre
a todos los refugiados del mundo, a todos los valientes defensores de
los derechos humanos y los valores de la democracia; pero eso lo ha
hecho, siempre, mientras le vendía aviones Mirage a los tipos que se los
querían cargar. Nunca nadie como los franceses ha sabido estar en
misa y repicando. Como decía don Emilio Castelar, los franceses son españoles con dinero.
Al embargo de armas
se unía otro, bastante más serio, por parte de la OPEP. Sabido es
que entre los países exportadores de petróleo hay alguno cuyos
habitantes suelen ser más negros que los tafetanes entre los cuales
pasó Carlos I sus últimos años en Yuste, por lo que no podían
permanecer ignotos de lo que estaba pasando. A decir verdad, en medio
de ese embargo África del Sur se había podido bandear a base de
comprarle crudo a Mohamed Reza Palhevi, a quien, la verdad, le daba
igual ocho que ochenta; pero, como sabemos bien, en 1979 el sha
perdió la capacidad de poder seguir vendiendo petróleo, como no
fuera el de su mechero. Para terminar con las buenas noticias, en
Estados Unidos había llegado un nuevo inquilino a la Casa Blanca,
Jimmy Carter, que se tomaba muy en serio todo el tema de los derechos
humanos y no estaba dispuesto a pasarle una a Pretoria.
En realidad, ésta
última fue la verdadera putada para Botha y para los afrikaners. Los
blancos sudafricanos siempre habían pensado que su pequeño
pecadillo segregacionista sería perdonado en el marco del
enfrentamiento de la Guerra Fría. Los sudafricanos pensaban, y la
verdad tenían como para pensarlo, que Washington era un foco teórico
de defensa de las libertades, la democracia y blablabla, pero que al
mismo tiempo miraba para otra parte cuando algún importante aliado
suyo se defecaba en esos principios, pero seguía apoyándolos. Como
digo, para Botha y sus amigos había base para pensar eso porque, la
verdad, eso Estados Unidos lo había hecho, y lo seguiría haciendo,
con un montón de países, España es un ejemplo, que han podido
forrar a hostias sin problemas a sus opositores en los sótanos de
sus comisarías a cambio de permitir el establecimiento de bases
americanas en su suelo, u otras gavelas de parecido jaez. Lo que pasa
es que ni Botha ni los boers entendieron nunca que una cosa es
abrirle la cabeza a un activista marxista-leninista en un inmueble de
Logroño, y otra muy distinta negarle a toda una población el pan y
la sal, obligarles a comer mierda y encima dar las gracias al amo
blanco, y esperar que en un país en el que precisamente la igualdad
racial era (y sigue siendo) un tema candente, el presidente de la
cosa iba a poder actuar como le diese la gana. Botha creía que,
ocurriendo como estaba ocurriendo una sonora victoria sin paliativos
de la Unión Soviética en prácticamente todos sus países vecinos,
en Washington se guardarían las ganas de aislar a Sudáfrica por
interés propio. ¿Acaso no hacían eso con Israel, acaso no habían
acudido a su rescate a principios de los setenta? El cálculo, sin
embargo, era a todas luces fallido; aunque eso no descarta, desde
luego, que en la Secretaría de Estado no hubiese analistas y
funcionarios que no recomendasen exactamente eso. Si el fin de la vía
del terrorismo en Irlanda lo decretó Bill Clinton el día que secó
la financiación del IRA desde los Estados Unidos, quien inclinó la
rampa de la Historia en contra del supremacismo blanco sudafricano
fue James Carter.
La respuesta de
Botha a toda esta situación estuvo muy lejos de ser una estrategia
de contemporización. Creó un nuevo cuerpo de seguridad con poderes
todavía más amplios y, sobre todo, profundas responsabilidades de
cooordinación sobre todos los esfuerzos realizados por distintos
departamentos del Estado. Todo ello estaba al mando del State
Security Council, una especie de estado mayor formado por miembros de
las clases política y militar. Incluso se creó, en una granja
llamada Vlakpass, una unidad de contraterrorismo que asimismo se vio
implicada en casos de violencia.
En la década de
los ochenta, la respuesta del ANC a esta escalada de la violencia
estatal, combinada con las posibilidades que le ofrecía la
existencia de cercanos santuarios para sus activistas, fue dar un
paso más allá y comenzar a atentar contra objetivos más
importantes. La organización negra comenzó a atacar plantas de
almacenamiento de combustible y establecimientos energéticos,
incluso establecimientos militares. En 1983 se llegó a un punto
todavía peor tras la colocación de un coche-bomba en un
establecimiento militar, que mató a 16 personas e hirió a dos
centenares.
Consciente de que
la razón última de toda aquella capacidad dañina era el apoyo de
los Estados fronterizos, Sudáfrica decidió actuar contra ellos. El
país inició una campaña militar intensa cuyo objetivo era
establecer su dominación en el área, y para ello sabía que, sobre
todo, necesitaba contrarrestar el poder hasta cierto punto
carismático ejercido por Mozambique. Militares sudafricanos
dirigieron, dotaron y entrenaron a los miembros de un grupo
resistente mozambiqueño, el Renamo. En realidad, el Renamo procedía
ya de operaciones parecidas realizadas por el gobierno blanco de
Rhodesia con anterioridad, pero fue relanzado por Pretoria. El Renamo
se convirtió en un activo grupo terrorista que realizaba atentados
de instalaciones civiles en Mozambique. Al mismo tiempo, se
realizaron operaciones militares con el objetivo de atacar
instalaciones del propio ANC en Maputo. En Lesotho, la propia
vivienda del primer ministro fue atacada, con la intención de
matarlo. La acción de los grupos de inteligencia sudafricanos llegó
incluso a Londres, donde colocaron una bomba en una oficina del ANC
en 1982.
Jonas Savimbi,
líder del movimiento rebelde de Angola Unita, comenzó a recibir
apoyo descarado de los sudafricanos, lo cual terminó de
internacionalizar el conflicto angoleño, ya que los marxistas del
MPLA estaban apoyados por los cubanos. Sudáfrica, probablemente
inspirada en la actuación de Israel, ocupó un área fronteriza
angoleña, y atacó repetidas veces por tierra y aire a las
guerrillas del Swapo.
Toda esta
estrategia, la verdad, le sirvió a Botha. En 1982, Swazilandia
acordó expulsar de su territorio a los activistas del ANC. Un año
después lo hizo Lesotho. En Mozambique, el presidente Samora Machel
tenía la intención de resistir, pero para ello necesitaba la ayuda
que siempre había tenido de la URSS. Sin embargo, cuando envió el
e-mail a Moscú, los soviéticos no sólo le contestaron que no
estaban en condiciones de darle más ayuda, sino que tal vez tendrían
que empezar a repatriar alguna de la que ya le habían dado. Para
entonces el gigante soviético ya no pasaba por sus mejores momentos.
Machel, entonces, se volvió hacia los Estados Unidos, pero de
Washington le llegaron claros los mensajes de que la Casa Blanca no
apoyaría a Mozambique en una guerra contra Sudáfrica, sobre todo
teniendo en cuenta que sabían bien que en el momento en que Moscú
recuperase fuelle, Machel sin duda volvería con ellos. Así pues,
los americanos se mostraron proclives a favorecer un acuerdo entre
ambos países, no una guerra. Y esto fue lo que ocurrió.
En marzo de 1984,
en la orilla del río Nkomati, frontera natural entre ambos países,
Machel y Botha firmaron un acuerdo de amistad cuyas principales
cláusulas preveían que uno le retiraría el apoyo al ANC y el otro
al Renamo (un acuerdo que unos cumplieron mejor que otros, todo hay
que decirlo). Esto fue una auténtica catástrofe para el Congreso:
ahora, el santuario más cercano con que podía contar era Lusaka,
en Zambia, lejísimos de sus objetivos.
En lo tocante a
Angola, ambos países firmaron un alto el fuego también aquel año
de 1984. Los sudafricanos aceptaron sacar sus unidades militares del
país, mientras que el gobierno angoleño se comprometía a impedir
que las guerrillas del Swapo pasaran la frontera de Namibia.
Una vez más, pues,
el gobierno sudafricano consideró que el problema, por así decirlo,
había quedado resuelto. Y una vez más, se equivocó. En el terreno
puramente militar, por así decirlo, el gobierno blanco sudafricano
había conseguido una victoria sin paliativos, obstaculizando de
forma fundamental la capacidad dañina de las acciones del ANC. Sin
embargo, no cayó en las consecuencias que toda aquella campaña de
violencia iban a dejar en la opinión pública negra.
Paradójicamente, se podría decir que aquellos primeros años
ochenta del siglo pasado, que se saldaron con una derrota del ANC,
supusieron su consolidación como fuerza representativa de los negros
del país. La mayoría de los sudafricanos de raza negra,
efectivamente, llegaron en ese tiempo a la convicción de que el
problema del apartheid no tenía más soluciones que las
revolucionarias. Una vez más, ahí estaban los ejemplos cercanos, el
más importante de ellos la llegada al poder, tras siete años de
revolución guerrillera, de Robert Mugabe en Zimbabwe. Comenzaron, ya
entonces, las campañas reivindicativas que pedían la liberación de
Mandela.
Esto fue un hecho
hasta cierto punto sorprendente. El gobierno sudafricano había hecho
todo lo que había podido por convertir a Nelson Mandela en una
figura olvidada, y en buena parte lo había conseguido. En los años
setenta, los presos de Robben Island verdaderamente pudieron pensar
que habían sido olvidados por el mundo. Pero los disturbios en
Soweto cambiaron eso en buena medida. De hecho, fue en 1980 y en
Soweto donde se produjo la primera campaña pública que recordaba la
figura de Mandela, y exigía su liberación. Paradójicamente, estas
campañas hicieron menos mella en los negros, salvo aquéllos que
tenían edad para recordarlo, que en otras capas de la sociedad
sudafricana críticas con el apartheid, como pudieran ser las
universidades blancas; y, por supuesto, la opinión pública
exterior. Mandela se convirtió en uno de esos símbolos que mucha
gente defiende sin tener demasiada idea de quién es ni qué ha
hecho; un mito con valor en sí mismo.
Por mucho que
intentó que no fuese así, el gobierno sudafricano tuvo que terminar
por acusar el golpe. En 1982, trasladó a Mandela de Robben Island al
continente, en la prisión de Pollsmoor. Robben se había convertido
en una especie de Guantánamo sudafricano y Pretoria quería destruir
ese mito lo antes posible. Pero, la verdad, como ocurre siempre
cuando se tiene una muestra de debilidad, ésta es rápidamente
aprovechada por la propaganda contraria; la figura de Mandela se hizo
más conocida.
La alianza
multirracial de fuerzas antiapartheid abría, además, la puerta para
acciones más canónicas. En 1983, una serie de asociaciones más
cívicas que políticas (estudiantes, iglesias, etc.), en número de
unas 300, se unieron en una sola organización, el Frente Democrático
Unido, para oponerse a las reformas constitucionales pro-apartheid
del gobierno Botha. Fue un movimiento no violento y político que, en
parte, llegó un poco tarde, porque 1984 habría de ser un año
complicado a causa de la grave crisis económica que se empezaba a
enseñorear del país a causa del fracaso del modelo racista.
La seguimos.
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