Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Sir
Walter Ralegh comenzó a interesarse por la piratería más o menos
en 1591, cuando ya ésta había comenzado claramente su desarrollo.
Pero, como ya se ha dicho, su mérito, por así decirlo, fue concebir
la idea de llevar todos esos desarrollos mucho más allá, mediante
la instrumentación de expediciones cuyo objetivo era el golfo de
Panamá. Convencido de las posibilidades de su plan, hipotecó todas
sus posesiones y, de hecho, llevó a cabo todo un proceso de
captación de inversores, en el cual logró convencer a la propia
reina, al sindicato de mercaderes de Londres y al conde de
Cumberland. Todos ellos se vieron convencidos con el argumento de que
tan sólo con la captura de tres o cuatro barcos españoles, la
inversión sería claramente rentable.
Ralegh,
obviamente, reclamó el mando de la expedición, e Isabel se lo dio.
Sin embargo, en uno de sus frecuentes cambios de humor y de opinión,
casi acto seguido decidió quitárselo. Dado que Essex no estaba
cerca en ese momento, la reina no quería que otro de sus favoritos
abandonase la Corte durante meses. Así las cosas, la reina le dio
permiso a Ralegh para ir con la expedición hasta el cabo de
Finisterre, en Galicia; pero más allá, él debería regresar a la
Corte. Así las cosas, Ralegh tuvo que buscar un sustituto que le
presentase garantías, y fue por eso que pensó en sir Martin
Frobisher. Frobisher era, desde luego, un experimentadísimo
explorador; había sido el primer hombre blanco que había entrado el
estrecho del Hudson. Tenía además conexiones con la Compañía de
Moscú, que era el grupo de mercaderes que estaba financiando la
búsqueda del paso del continente americano por el norte. Frobisher
se ocupó del mando de los barcos de la reina, mientras que otro
experimentado marinero, sir John Burgh, un experimentado militar que
había estado a las órdenes de lord Willoughby en las Provincias
Unidas y de Enrique IV en la batalla de Ivry, tomaría el mando del
Roebuck, el buque que comandaba la pequeña flotilla de
Ralegh.
La
expedición estaba plenamente preparada en febrero de 1592; sin
embargo, aquel año el invierno terminó con fuertes galernas que
impidieron la salida de los barcos, por lo que la salida se retrasó
hasta el 6 de mayo. Aquel retraso era más que preocupante. La flota
había estado tres meses a la sopa boba y, para colmo, ahora había
que alcanzar el Caribe a pelo puta; el riesgo de que la expedición
no aportase beneficios suficientes como para amortizar las deudas
adquiridas era un riesgo posible.
Pero eso
no era más que el comienzo. Recién salidos de Falmouth, con Ralegh
en los barcos como sabemos hasta Finisterre, Frobisher tomó una
barca desde su propia nave hacia la que estaba sir Walter, subió a
cubierta y le informó de que debía regresar a la Corte
inmediatamente. Le dijo que había problemas en Londres y que él
debía estar allí.
El
marino, sin embargo, decidió desobedecer. Tenía permiso para llegar
hasta Finisterre, y eso es lo que iba a hacer. Algún día tendría
que volver a Londres y enfrentarse a la bronca de la vieja'el
visillo, pero eso todavía quedaba lejos, y él esperaba, para
entonces tener una posición diferente de la que tenía en ese
momento. Sin embargo, las cosas no iban a ir como él esperaba. De
camino por el Canal, los barcos se encontraron con un grupo de
mercantes que hacían la ruta entre Sanlúcar de Barrrameda y
Amberes. En uno de estos barcos iba un prisionero de guerra inglés,
quien les contó que Felipe II había decretado que ese año no
habría expedición mercante desde Panamá a causa de las galernas.
Eso sí, también les informó de una flota de carracas portuguesas
que eran esperadas desde las Indias lusas, repletas de riquezas.
Harían la ruta por el Cabo de Buena Esperanza, remontando la costa
africana.
Con
estas noticias, Ralegh decidió dividir en dos su flota. A Frobisher
le ordenó que vigilase las costas atlánticas españolas de norte a
sur, para impedir que los barcos armados españoles saliesen de
puerto; mientras que Burgh fue enviado al área de las Azores, para
interceptar las carracas. Entonces tomó un barco prestado y se
dirigió a Inglaterra, adonde llegó en la tercera semana de mayo.
Cuando
llegó a Inglaterra y, sobre todo, cuando se fue acercando a Londres,
Ralegh fue tomando conciencia de que lo que él había tomado como un
caprichito real, en realidad era un problemón del cual él era
además el centro. El viajero impenitente se había casado
secretamente con Bess Throckmorton, una de las miembros de la cámara
privada de Isabel. Bess era hija de un conocido noble de la Corte,
sir Nicholas Throckmorton, y estaba emparentada con la reina. Llevaba
tiempo ya zumbando con Ralegh, y había sido la elegida por éste
para parir a sus hijos, un tema que era lógico que le preocupase
porque el marino tenía ya 37 palos. Eligió bien: Bess tenía diez
años menos que él y era uno de los pibones de Greenwich Palace. Que
el principal motivo del embroque fueron los quecos lo sabemos porque
Ralegh, en esos tiempos, comenzó a confiar en amuletos y otras
“soluciones” con el expreso motivo de despertar su virilidad. Y
le funcionó, porque Bess se quedó embarazada, momento en el cual
ambos se habían casado discretamente.
En el
mes de noviembre anterior al viaje de Ralegh, Arthur, el hermano de
Bess, tuvo noticia de la gravidez de su hermana y le ofreció ayuda.
Ella aceptó y acto seguido hizo lo más parecido que en esos
momentos podía haber al gesto que hoy llamamos de pedir la baja.
Pretextó que estaba enferma, abandonó el palacio real, y se
trasladó a Mile End, en el Londres oriental, donde Arthur tenía una
casa. Allí engordó como engordan las embarazadas y, en su momento
propicio, dio a luz a un varón. El nacimiento ocurrió el 29 de
marzo de 1592; en ese momento, hacía un mes que Ralegh había puesto
proa hacia Falmouth. A finales de abril, Bess buscó una ama de cría,
la encontró en Enfield, en el Medio Sexo, y regresó a su curro en
la Corte. Pretendía seguir así toda la vida, o sea, llegar a tener
un hijo cabezón, con bigote y la entrepierna sembrada de pelos sin
que la reina se enterase. Pero, claro, se enteró.
Aquel
Londres renacentista, como cualquier ciudad del mundo en cualquier
momento de la Historia, era un cotolengo de porteras. La distancia
entre las personas principales y los commoners era, al mismo
tiempo, más grande y más pequeña que hoy. Era más grande, claro,
porque los nobles y personas reales tenían un estándar de vida que
los modernos nobles, por ejemplo la clase política, rara vez
alcanzan; salvo cuando roban, claro. Pero también estaban más cerca
porque todo era más pequeñito, todo estaba más apretado, y las
gentes tenían las lenguas igual de largas que hoy en día. Por esta
razón, el tema del hijo escondido de Bess Throckmorton pronto se
fibriló a eso que llamamos la opinión pública; si bien, como solía
ocurrir entonces, se filtró como en el juego ése del teléfono
escacharrado, esto es, con datos errados.
La
primera noticia que se filtró a los londinenses fue la del hijo de
Elisabeth Southwell; una de las camareras de la reina, a quien ya
hemos dado asiento en estas notas, si recuerda el lector, informando
de que Essex la había dejado preñada. Poco tiempo después, la
reina pilló a Robert Dudley, un joven rijoso a quien ya hemos leído
aquí seduciendo a lady Sheffield, frotándose con una
dama de la Corte llamada Margaret Cavendish. Apenas unos días
después, Isabel descubrió, horrorizada, que otra de sus camareras,
Katherine Legh, había dado a luz en una esquina de la cámara
reservada para ellas. Isabel, encabronada, despidió a la jefa de las
camareras, y tanto a Legh como a su pulidor, sir Francis Darcy, uno
de los protegidos de Essex, los mandó a la Torre de Londres.
En el caso de Ralegh, la cosa era más grave, porque el aventurero
había mentido por escrito sobre la materia. La cosa, al parecer,
estaba empezando a hervir cuando Ralegh salió hacia Finisterre, pero
antes de hacerlo le escribió una carta a Robert Cecil, que estaba
mosqueado, en la que venía a decirle que él no iba a quedarse a
causa de un matrimonio del que no sabía nada. Fue un gran error esa
mentira.
El 28 de mayo, en Durham House, Ralegh pudo jugar por primera vez con
su hijo; y es probable que fuera la última porque el chaval murió
menos de un año después. Tres días después, Isabel le ordenó a
Cecil que detuviese y encarcelase al mentiroso padre. Aunque no fue a
la cárcel; Cecil se contentó con dejarlo en arresto domiciliario
bajo la vigilancia de sir George Carew. El 3 de junio, Isabel ordenó
que Bess Throckmorton debería irse a vivir con el matrimonio formado
por sir Thomas Heneage y su mujer Anne, en Aldgate. Heneage era un
veterano de la campaña de Leicester en las Provincias Unidas, un
hombre en el que la reina podía confiar a la hora de controlar a la
impetuosa Bess.
Ralegh tenía muy pocos apoyos dentro de la Corte. En realidad, el
único que tenía era el de su otrora enemigo, Essex. En los últimos
tiempos, estos dos sempiternos rivales se habían acercado mucho.
Essex, de hecho, era el padrino del desgraciado hijo de Ralegh e,
incluso había intercedido para defender la elección del marino como
miembro de la exclusiva Orden de la Jarretera.
¿Cuál era la razón de esa solidaridad? Muy probablemente, aparte
de otras menudencias del poder político y económico que tal vez no
nos han sido fielmente transmitidas en el tiempo, estaba el hecho de
que Essex no lograba comprender la puñetera manía de la reina de ser
como una especie de madre mandona para todas las mujeres de su
entorno. Un comportamiento poco usual, incluso para una reina
absoluta renacentista, que ha hecho pensar a algunos historiadores
que, en combinación con el celibato de Isabel, vendría a insinuar
su lesbianismo más o menos exacerbado o consciente. No hay completo
consenso al respecto, pero lo que sí es cierto es que la reina tiene
un largo historial de extrañas sobrerreacciones a los movimientos
amatorios de las mujeres e incluso de los hombres a su servicio. En
1573, estalló en cólera cuando Mary Shelton, otra de sus camareras,
se escapó para casarse con John Scudamore. Fue a esta Mary Shelton a
la que la reina llegó a romper un dedo por la violencia que desató
contra ella. Incluso en aquellos tiempos de poder absoluto el hecho
tuvo que ser escamoteado, y todos los testigos dijeron que el
culpable de los daños había sido un candelabro que había caído
encima de la desgraciada camarera.
Las camareras de la reina, lógicamente, hacían un juramento al
entrar en el cargo, juramento en el que se comprometían a servir a
su reina. Isabel, claramente, interpretaba ese juramento en términos
muy estrictos que incluían, o podían incluir según los casos, la
castidad. Bess Throckmorton, sin embargo, había ido más allá en su
delito, pues se había acostado primero, y casado después, con una
de las personas preferidas de la reina. Incluso, dos meses antes del
nacimiento del niño, Isabel le había concedido a Ralegh el generoso
arrendamiento a 99 años del castillo de Sherborne. Por ello, Isabel
se sentía traicionada como una adolescente que descubre a su churri
morreándose con otra en el after.
Si algo estaba ganando la reina de Inglaterra con los años, era
capacidad de tomarse las cosas con frialdad. Siendo más joven, con
seguridad que habría querido ponerse a Ralegh delante lo antes
posible para poder llenarlo de imprecaciones; lo cual, asimismo, la
habría puesto en condiciones de ablandarse si su siervo se hincaba
de rodillas y le pedía perdón. Tal vez consciente de esa debilidad
suya de vieja chocha, Isabel había aprendido a poner distancia
física con los problemas para poder decidir con algo de
tranquilidad. De hecho, no movió ficha hasta el 7 de agosto, cuando
cursó órdenes para que Ralegh y su mujer fuesen encerrados en la
Torre de Londres, en celdas separadas. Ralegh pidió papel y pluma y
se dedicó a escribir poemas alegóricos, probablemente conocedor de
que en ese momento no era dueño de su destino. Quien peor lo pasó
fue Bess. Era Bess Thorckmorton una mujer muy moderna, con deseos de
poder hacer en cada momento lo que consideraba adecuado. Seguía, en
la Torre, convencida de que no había hecho nada malo dejándose
guiar por la brújula de sus sentimientos; y eso la alejaba de la que
sin duda era la única solución a sus problemas, que era la
humillación más rastrera. Así lo dejo claro en cartas que escribió
desde la prisión a sus amigos, con la intención de que se las
enseñasen a la reina. Las firmaba Elisabeth Ralegh.
Pronto, sin embargo, la reina se vería enfrentada a un dilema
jodido. Cuando los esposos llevaban ya algunas semanas en la Torre,
llegaron a palacio las noticias de que la expedición que Ralegh
había dejado en las Azores había capturado una carraca portuguesa,
que navegaba sana y salva hacia Darmouth cargada de riquezas. De
hecho, pronto algunas de las cosas de extremo lujo que llevaba aquel
barco comenzaron a aparecer en los mercados bajo mano de Londres, lo
cual demuestra la intensa porosidad de los piratas ingleses. En Devon
se organizó una feria espontánea, con literalmente miles de
logreros que acudieron a la adquisición de mercancías. Se trataba
del Madre de Dios, un mercante que sir John Burgh había
logrado apresar tras haber estado persiguiendo a otro que se
escabulló tras una tormenta, y que resultó ser el botín más rico
conseguido por los ingleses en todas aquellas guerras con España.
Ahora la reina tenía que decidir entre atender a sus envidias de
vieja tocahuevos, o a las demandas de su bolsillo.
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