miércoles, abril 18, 2018

Isabel (21: El affaire Throckmorton)

Atenta la compañía con:

Esos tocapelotas llamados presbiterianos
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto



Sir Walter Ralegh comenzó a interesarse por la piratería más o menos en 1591, cuando ya ésta había comenzado claramente su desarrollo. Pero, como ya se ha dicho, su mérito, por así decirlo, fue concebir la idea de llevar todos esos desarrollos mucho más allá, mediante la instrumentación de expediciones cuyo objetivo era el golfo de Panamá. Convencido de las posibilidades de su plan, hipotecó todas sus posesiones y, de hecho, llevó a cabo todo un proceso de captación de inversores, en el cual logró convencer a la propia reina, al sindicato de mercaderes de Londres y al conde de Cumberland. Todos ellos se vieron convencidos con el argumento de que tan sólo con la captura de tres o cuatro barcos españoles, la inversión sería claramente rentable.


Ralegh, obviamente, reclamó el mando de la expedición, e Isabel se lo dio. Sin embargo, en uno de sus frecuentes cambios de humor y de opinión, casi acto seguido decidió quitárselo. Dado que Essex no estaba cerca en ese momento, la reina no quería que otro de sus favoritos abandonase la Corte durante meses. Así las cosas, la reina le dio permiso a Ralegh para ir con la expedición hasta el cabo de Finisterre, en Galicia; pero más allá, él debería regresar a la Corte. Así las cosas, Ralegh tuvo que buscar un sustituto que le presentase garantías, y fue por eso que pensó en sir Martin Frobisher. Frobisher era, desde luego, un experimentadísimo explorador; había sido el primer hombre blanco que había entrado el estrecho del Hudson. Tenía además conexiones con la Compañía de Moscú, que era el grupo de mercaderes que estaba financiando la búsqueda del paso del continente americano por el norte. Frobisher se ocupó del mando de los barcos de la reina, mientras que otro experimentado marinero, sir John Burgh, un experimentado militar que había estado a las órdenes de lord Willoughby en las Provincias Unidas y de Enrique IV en la batalla de Ivry, tomaría el mando del Roebuck, el buque que comandaba la pequeña flotilla de Ralegh.

La expedición estaba plenamente preparada en febrero de 1592; sin embargo, aquel año el invierno terminó con fuertes galernas que impidieron la salida de los barcos, por lo que la salida se retrasó hasta el 6 de mayo. Aquel retraso era más que preocupante. La flota había estado tres meses a la sopa boba y, para colmo, ahora había que alcanzar el Caribe a pelo puta; el riesgo de que la expedición no aportase beneficios suficientes como para amortizar las deudas adquiridas era un riesgo posible.

Pero eso no era más que el comienzo. Recién salidos de Falmouth, con Ralegh en los barcos como sabemos hasta Finisterre, Frobisher tomó una barca desde su propia nave hacia la que estaba sir Walter, subió a cubierta y le informó de que debía regresar a la Corte inmediatamente. Le dijo que había problemas en Londres y que él debía estar allí.

El marino, sin embargo, decidió desobedecer. Tenía permiso para llegar hasta Finisterre, y eso es lo que iba a hacer. Algún día tendría que volver a Londres y enfrentarse a la bronca de la vieja'el visillo, pero eso todavía quedaba lejos, y él esperaba, para entonces tener una posición diferente de la que tenía en ese momento. Sin embargo, las cosas no iban a ir como él esperaba. De camino por el Canal, los barcos se encontraron con un grupo de mercantes que hacían la ruta entre Sanlúcar de Barrrameda y Amberes. En uno de estos barcos iba un prisionero de guerra inglés, quien les contó que Felipe II había decretado que ese año no habría expedición mercante desde Panamá a causa de las galernas. Eso sí, también les informó de una flota de carracas portuguesas que eran esperadas desde las Indias lusas, repletas de riquezas. Harían la ruta por el Cabo de Buena Esperanza, remontando la costa africana.

Con estas noticias, Ralegh decidió dividir en dos su flota. A Frobisher le ordenó que vigilase las costas atlánticas españolas de norte a sur, para impedir que los barcos armados españoles saliesen de puerto; mientras que Burgh fue enviado al área de las Azores, para interceptar las carracas. Entonces tomó un barco prestado y se dirigió a Inglaterra, adonde llegó en la tercera semana de mayo.

Cuando llegó a Inglaterra y, sobre todo, cuando se fue acercando a Londres, Ralegh fue tomando conciencia de que lo que él había tomado como un caprichito real, en realidad era un problemón del cual él era además el centro. El viajero impenitente se había casado secretamente con Bess Throckmorton, una de las miembros de la cámara privada de Isabel. Bess era hija de un conocido noble de la Corte, sir Nicholas Throckmorton, y estaba emparentada con la reina. Llevaba tiempo ya zumbando con Ralegh, y había sido la elegida por éste para parir a sus hijos, un tema que era lógico que le preocupase porque el marino tenía ya 37 palos. Eligió bien: Bess tenía diez años menos que él y era uno de los pibones de Greenwich Palace. Que el principal motivo del embroque fueron los quecos lo sabemos porque Ralegh, en esos tiempos, comenzó a confiar en amuletos y otras “soluciones” con el expreso motivo de despertar su virilidad. Y le funcionó, porque Bess se quedó embarazada, momento en el cual ambos se habían casado discretamente.

En el mes de noviembre anterior al viaje de Ralegh, Arthur, el hermano de Bess, tuvo noticia de la gravidez de su hermana y le ofreció ayuda. Ella aceptó y acto seguido hizo lo más parecido que en esos momentos podía haber al gesto que hoy llamamos de pedir la baja. Pretextó que estaba enferma, abandonó el palacio real, y se trasladó a Mile End, en el Londres oriental, donde Arthur tenía una casa. Allí engordó como engordan las embarazadas y, en su momento propicio, dio a luz a un varón. El nacimiento ocurrió el 29 de marzo de 1592; en ese momento, hacía un mes que Ralegh había puesto proa hacia Falmouth. A finales de abril, Bess buscó una ama de cría, la encontró en Enfield, en el Medio Sexo, y regresó a su curro en la Corte. Pretendía seguir así toda la vida, o sea, llegar a tener un hijo cabezón, con bigote y la entrepierna sembrada de pelos sin que la reina se enterase. Pero, claro, se enteró.

Aquel Londres renacentista, como cualquier ciudad del mundo en cualquier momento de la Historia, era un cotolengo de porteras. La distancia entre las personas principales y los commoners era, al mismo tiempo, más grande y más pequeña que hoy. Era más grande, claro, porque los nobles y personas reales tenían un estándar de vida que los modernos nobles, por ejemplo la clase política, rara vez alcanzan; salvo cuando roban, claro. Pero también estaban más cerca porque todo era más pequeñito, todo estaba más apretado, y las gentes tenían las lenguas igual de largas que hoy en día. Por esta razón, el tema del hijo escondido de Bess Throckmorton pronto se fibriló a eso que llamamos la opinión pública; si bien, como solía ocurrir entonces, se filtró como en el juego ése del teléfono escacharrado, esto es, con datos errados.

La primera noticia que se filtró a los londinenses fue la del hijo de Elisabeth Southwell; una de las camareras de la reina, a quien ya hemos dado asiento en estas notas, si recuerda el lector, informando de que Essex la había dejado preñada. Poco tiempo después, la reina pilló a Robert Dudley, un joven rijoso a quien ya hemos leído aquí seduciendo a lady Sheffield, frotándose con una dama de la Corte llamada Margaret Cavendish. Apenas unos días después, Isabel descubrió, horrorizada, que otra de sus camareras, Katherine Legh, había dado a luz en una esquina de la cámara reservada para ellas. Isabel, encabronada, despidió a la jefa de las camareras, y tanto a Legh como a su pulidor, sir Francis Darcy, uno de los protegidos de Essex, los mandó a la Torre de Londres.

En el caso de Ralegh, la cosa era más grave, porque el aventurero había mentido por escrito sobre la materia. La cosa, al parecer, estaba empezando a hervir cuando Ralegh salió hacia Finisterre, pero antes de hacerlo le escribió una carta a Robert Cecil, que estaba mosqueado, en la que venía a decirle que él no iba a quedarse a causa de un matrimonio del que no sabía nada. Fue un gran error esa mentira.

El 28 de mayo, en Durham House, Ralegh pudo jugar por primera vez con su hijo; y es probable que fuera la última porque el chaval murió menos de un año después. Tres días después, Isabel le ordenó a Cecil que detuviese y encarcelase al mentiroso padre. Aunque no fue a la cárcel; Cecil se contentó con dejarlo en arresto domiciliario bajo la vigilancia de sir George Carew. El 3 de junio, Isabel ordenó que Bess Throckmorton debería irse a vivir con el matrimonio formado por sir Thomas Heneage y su mujer Anne, en Aldgate. Heneage era un veterano de la campaña de Leicester en las Provincias Unidas, un hombre en el que la reina podía confiar a la hora de controlar a la impetuosa Bess.

Ralegh tenía muy pocos apoyos dentro de la Corte. En realidad, el único que tenía era el de su otrora enemigo, Essex. En los últimos tiempos, estos dos sempiternos rivales se habían acercado mucho. Essex, de hecho, era el padrino del desgraciado hijo de Ralegh e, incluso había intercedido para defender la elección del marino como miembro de la exclusiva Orden de la Jarretera.

¿Cuál era la razón de esa solidaridad? Muy probablemente, aparte de otras menudencias del poder político y económico que tal vez no nos han sido fielmente transmitidas en el tiempo, estaba el hecho de que Essex no lograba comprender la puñetera manía de la reina de ser como una especie de madre mandona para todas las mujeres de su entorno. Un comportamiento poco usual, incluso para una reina absoluta renacentista, que ha hecho pensar a algunos historiadores que, en combinación con el celibato de Isabel, vendría a insinuar su lesbianismo más o menos exacerbado o consciente. No hay completo consenso al respecto, pero lo que sí es cierto es que la reina tiene un largo historial de extrañas sobrerreacciones a los movimientos amatorios de las mujeres e incluso de los hombres a su servicio. En 1573, estalló en cólera cuando Mary Shelton, otra de sus camareras, se escapó para casarse con John Scudamore. Fue a esta Mary Shelton a la que la reina llegó a romper un dedo por la violencia que desató contra ella. Incluso en aquellos tiempos de poder absoluto el hecho tuvo que ser escamoteado, y todos los testigos dijeron que el culpable de los daños había sido un candelabro que había caído encima de la desgraciada camarera.

Las camareras de la reina, lógicamente, hacían un juramento al entrar en el cargo, juramento en el que se comprometían a servir a su reina. Isabel, claramente, interpretaba ese juramento en términos muy estrictos que incluían, o podían incluir según los casos, la castidad. Bess Throckmorton, sin embargo, había ido más allá en su delito, pues se había acostado primero, y casado después, con una de las personas preferidas de la reina. Incluso, dos meses antes del nacimiento del niño, Isabel le había concedido a Ralegh el generoso arrendamiento a 99 años del castillo de Sherborne. Por ello, Isabel se sentía traicionada como una adolescente que descubre a su churri morreándose con otra en el after.

Si algo estaba ganando la reina de Inglaterra con los años, era capacidad de tomarse las cosas con frialdad. Siendo más joven, con seguridad que habría querido ponerse a Ralegh delante lo antes posible para poder llenarlo de imprecaciones; lo cual, asimismo, la habría puesto en condiciones de ablandarse si su siervo se hincaba de rodillas y le pedía perdón. Tal vez consciente de esa debilidad suya de vieja chocha, Isabel había aprendido a poner distancia física con los problemas para poder decidir con algo de tranquilidad. De hecho, no movió ficha hasta el 7 de agosto, cuando cursó órdenes para que Ralegh y su mujer fuesen encerrados en la Torre de Londres, en celdas separadas. Ralegh pidió papel y pluma y se dedicó a escribir poemas alegóricos, probablemente conocedor de que en ese momento no era dueño de su destino. Quien peor lo pasó fue Bess. Era Bess Thorckmorton una mujer muy moderna, con deseos de poder hacer en cada momento lo que consideraba adecuado. Seguía, en la Torre, convencida de que no había hecho nada malo dejándose guiar por la brújula de sus sentimientos; y eso la alejaba de la que sin duda era la única solución a sus problemas, que era la humillación más rastrera. Así lo dejo claro en cartas que escribió desde la prisión a sus amigos, con la intención de que se las enseñasen a la reina. Las firmaba Elisabeth Ralegh.

Pronto, sin embargo, la reina se vería enfrentada a un dilema jodido. Cuando los esposos llevaban ya algunas semanas en la Torre, llegaron a palacio las noticias de que la expedición que Ralegh había dejado en las Azores había capturado una carraca portuguesa, que navegaba sana y salva hacia Darmouth cargada de riquezas. De hecho, pronto algunas de las cosas de extremo lujo que llevaba aquel barco comenzaron a aparecer en los mercados bajo mano de Londres, lo cual demuestra la intensa porosidad de los piratas ingleses. En Devon se organizó una feria espontánea, con literalmente miles de logreros que acudieron a la adquisición de mercancías. Se trataba del Madre de Dios, un mercante que sir John Burgh había logrado apresar tras haber estado persiguiendo a otro que se escabulló tras una tormenta, y que resultó ser el botín más rico conseguido por los ingleses en todas aquellas guerras con España.

Ahora la reina tenía que decidir entre atender a sus envidias de vieja tocahuevos, o a las demandas de su bolsillo.

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