Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
En 1595,
un año en el que se encadenó la cuarta de una serie de cosechas
bastante pobres, todo este ambiente social se acrisoló en un
movimiento que tenía a la reina como su principal objetivo de
crítica. El personal se encabronó mucho, sobre todo por el
encarecimiento de la mantequilla y de los pescados más habituales en
la mesa de los pobres. Para que nos hagamos una idea, calculo que la docena de huevos de calidad llegó a costar unos 40
euros de hoy en día; es en un mundo sin convenios ni cláusulas de revisión automática. La pobreza se cebó especialmente en las zonas
rurales poco productivas de Inglaterra y Gales, normalmente dedicadas
a la ganadería de ovino; esto provocó una fuerte inmigración hacia
la capital que no hizo sino poner las cosas peor.
Paradójicamente, mientras en las calles había legiones de pobres sin oficio ni beneficio, la maquinaria militar inglesa tenía problemas para encontrar elementos. El pueblo inglés había respondido como un solo hombre cuando la cosa fue de defender su tierra del aleve invasor español que llegaba por el Canal. No obstante, cuando luchar para la reina se convirtió en hacerlo en guerras extranjeras en las que muchos de los soldados tenían problemas para entender las sutilezas geopolíticas que estaban en juego, la cosa cambió; en ese punto, el soldado renacentista se convierte en un mercenario, deja de besar el escudo cuando mete gol y se pasa todo el día dando la brasa para que le suban la prima por gol. A ello hay que añadir que la inveterada costumbre de Isabel de no pagarle a los soldados lo que les había prometido y dejarles morir en la puerta de cualquier iglesia como perros vagabundos no ayudaba precisamente a incrementar el ardor guerrero del hombre joven que se precisaba para el Ejército. Los ingleses son un poco peripatéticos, tienen convicciones gastronómicas bastante cuestionables y no acaban de entender cuál es el tamaño que ha de alcanzar un mejillón para ser considerado grande; pero aparte estas sutilezas, la verdad, les ocurre lo que a cualquier otro pueblo de la Tierra: pueden llegar a ser tontos, pero no gilipollas.
En esta
situación, Burghley no tuvo más remedio que recomendar a los
reclutadores que fuesen admitiendo en sus filas a personajes cada vez
más prostibularios, pues en muchas ocasiones eran los únicos que
aceptaban el destino de ser soldados de Su Majestad. De hecho, en
ocasiones los oficiales de la leva lo que hicieron fue irse a las
cárceles y ofrecer a muchos delincuentes una relativa libertad a
cambio de apuntarse al mamoneo. De esta manera el Ejército inglés,
que hasta entonces había consistido básicamente en una armada de
campesinos en comisión de servicio al mando de los aristócratas, se
fue convirtiendo, poco a poco, en la legión extranjera de borrachos,
puteros y criminales en potencia de la que medio mundo tiene tan
buenos recuerdos.
En junio
de 1595, y por dos veces, grupos de parados londinenses,
escandalizados por los precios que habían alcanzado la mantequilla y
el pescado, así como por el hecho de que la reina seguía
comprándolos a los bajos precios originales, asaltaron los puestos
del mercado de Southwark y los saquearon. Sir John Spencer, que
acababa de ser nombrado alcalde de la ciudad, incluso llegó a temer
por su propia vida en algunos disturbios.
Con las
últimas luces del día 29 de junio, una manifestación que según
algunas crónicas podría acopiar miles de personas marchó hacia
Tower Hill, al parecer siguiendo a una especie de líder social que
era veterano de guerra. Primero intentaron armarse mediante el saqueo
de varias armerías que existían en el barrio y luego la tomaron con
las casas de la gente rica, la mayoría de ellos comerciantes
extranjeros. Una parte de la manifa se desplazó a Bishopsgate, donde
vivía Spencer, y armó una horca do-it-yourself delante de la casa,
con la intención de ajusticiarlo allí mismo.
Spencer
reaccionó creando rápidamente una pequeña fuerza armada con la
que, a las siete de la tarde, se presentó en Towers Hill. Fue
recibido por una lluvia de piedras. Delante de Spencer marchaba un
hidalgo con una espada ceremonial que era propiedad del alcalde; la
llevaba desenvainada, lo cual era un signo que venía a decir que las
autoridades estaban dispuestas a usar la fuerza, esto es, llamaban a
los manifestantes a disolverse. La espada, pues, hacía las veces de lo que hoy son las sirenas y las lucecitas circulantes. En fin, los manifestantes, delante mismo del
alcalde, cogieron al heraldo, le dieron dos hostias y le robaron la
espada.
Spencer,
todo hay que decirlo, era un poco idiota. Horas antes, había
detenido a cinco cabecillas de la movida, los había llevado a
Guildhall, y había teledirigido un juicio exprés en el que habían
sido declarados culpables y condenados a la horca. Con eso
consideraba que había sofocado la rebelión y, de hecho, le había
escrito una carta a Burghley, que no tuvo tiempo de mandarle antes de
salir hacia Town Hill, en la que le anunciaba que había acabado con
las protestas. Ahora tuvo que regresar a Guildhall, sudoroso y
acojonado, para añadir en su carta un tembloroso post scriptum en
el que solicitaba al consejero de la reina que le enviase a la
Acorazada Brunete. Aquel alcalde renacentista, pues, era, ya, un
político plenamente moderno, con capacidad para decir una cosa y la
contraria, incluso en la misma carta.
Cuando
las noticias llegaron a Greenwich Palace, la persona que en el fondo
y en la superficie era la causante de todo aquello, esto es la reina
Isabel, convocó una reunión urgente de su Consejo Privado para
resolverlo. El 4 de julio, finalmente, hizo pública una proclamación
gubernamental; una declaración que hasta a Burghley, que en el fondo
era tan clasista e incluso más bestia que la mula parda a la que
prestaba servicio, consideró demasiado rígida.
Para que
se vea que no miento cuando digo que aquellos ingleses renacentistas
eran ya, de alguna manera, políticos modernos en potencia, debe
recordarse que aquella proclamación de la reina echaba mano de un
recurso muy de nuestros tiempos para atacar los conflictos sociales:
describirlos como el resultado de la manipulación de unos pocos. Como entonces hubiera sido difícil echarle la culpa a Rusia, la
reina decía estar convencida de que la masa de miles de
manifestantes que lo había montado todo había sido enardecida por
una serie de vagabundos y seres de mal vivir disfrazados de
veteranos de guerra. En fin, en esta afirmación hay dos
elementos curiosos. El primero de ellos es que, en realidad, para
entonces el disfraz de veterano de guerra era exactamente el disfraz
de vagabundo. Y el segundo es que, obviamente, Isabel seguía
creyendo que los veteranos de guerra, esos tipos a los que había
enviado a luchar por sus intereses y a los que ni siquiera les
había pagado la comanda, le seguían siendo fieles. Hablan del
síndome de La Moncloa, pero anda que el síndrome de Greenwich Palace...
En suma,
la proclamación isabelina imponía la ley marcial indefinidamente
tanto en Londres como en sus amplias (para la época) zonas suburbiales. Se creaba un
juez militar único, el Provost Marshal, con poderes discrecionales
amplísimos y superiores a los de los jueces ordinarios, que no
podrían modificar sus decisiones. En algunos casos especialmente
graves, el Provost podría incluso decretar el ahorcamiento de las
personas sin necesidad de juicio. Un síntoma indirecto de la
situación moral de la ciudad de Londres en aquellos momentos es que
el decreto de la reina, y otros posteriores que fueron ya redactados
por Burghley, daban al Provost poder para ejecutar sumariamente a los
autores de libelos contra la reina y, además, en una ciudad
empobrecida en la que miles de personas pasaban hambre física cada
día, ofrecía sustanciosas recompensas a aquellos que delatasen a
los libelistas. Pues bien: en medio de esa regulación, las
autoridades recibieron cero delaciones. Cero.
La nueva
regulación puesta en marcha por la reina asombró y acojonó a los
jueces ordinarios, sobre todo a los de los juzgados de Queen's Bench,
que eran los más activos. Consideraban, y la verdad es que no se
equivocaban, que las nuevas normas consistían en una deposición,
seguida de orinamiento, sobre la Carta Magna. Le mandaron un memorial
a la reina, pero ésta tenía en el momento de recibirlo los sobacos
un poco sudados, así que en lugar de leerlo lo utilizó para otra cosa.
Sir
Thomas Wilford, un veterano mando militar que había luchado para la
reina en sus aventuras holandesa y normanda, fue finalmente nombrado
Provost Marshal. Para cuando este nombramiento se produjo (tardó la
reina unos quince días), los más conspicuos miembros de la Corte ya
se habían dado cuenta, sobre todo a causa del memorial de los
jueces, de que se estaban pasando varios arrondissements. Por eso Burghley le
pidió a Wilford que tratase de actuar in an ordinary manner, que podríamos traducir como con sentido y mano izquierda; lo cual estaba en conflicto con los deseos de la reina, la cual
quería que los primeros días de trabajado del superjuez se
caracterizasen por un número nutrido de ahorcamientos educativos
para las turbas.
En esa
situación, esto es recibiendo instrucciones distintas, incompatibles
entre sí, de la presidenta y del vicepresidente, la labor de Wilford
no podía salir bien. Apenas unas semanas después, ya en septiembre,
su comisión fue discretamente disuelta, con lo que el poder represor
en la ciudad volvió a las manos de Spencer. En todo caso, el
cansancio de guerra había hecho mella en los conflictos, que para
entonces estaban ya bastante apaciguados.
La labor
del gobierno, sin embargo, continuó. En los años de 1596 y 1597, el
Consejo Privado de la reina, dizque por propia iniciativa, fue
sacando decretos y órdenes por medio de los cuales toda una legión
de lumpenproletariado londinense fue condenada a la deportación a
Irlanda y las Provincias Unidas, para hacer un servicio militar
obligatorio. Para ello, se creó un cuerpo de Marshals encargados de
detener a todo vago y maleante que se encontrasen. Lo cual vino a
suponer, por lo tanto, que muchos veteranos de guerra, que se habían
apuntado al Ejército para combatir por su país y su reina, fueron
detenidos en la calle, viejos, a menudo casi inválidos y
empobrecidos, metidos en carros-jaula, llevados al puerto, y metidos
a la fuerza en barcos que los llevaron, de nuevo, a los campos de
batalla. Lo que se dice caer en la casilla de la Muerte y volver a la
Salida.
Fue la
primera vez que en Inglaterra el vagabundeo se consideró un delito
en sí mismo. El Parlamento no se lo podía creer. Pero a la reina,
la verdad, lo que creyese o dejase de creer el Parlamento se le daba
una higa.
La grave
situación social que registraba Inglaterra no impidió, en todo
caso, que los movimientos orquestales en la oscuridad en la Corte
siguieran produciéndose. Y probablemente el más interesado en
realizarlos era aquél de entre los favoritos de Isabel que en los
últimos tiempos había perdido algo de comba respecto de sus pares:
Walter Ralegh.
Tras
mucho y mucho esperar, porque Hatton se obstinó en permanecer vivo
demasiado tiempo, Ralegh consiguió ser capitán de la Guardia de la
reina y, consecuentemente, ganar en cercanía respecto de la real
persona.
Como ya
sabemos, Ralegh había albergado y patrocinado diversos proyectos
para colonizar el continente americano por el norte; proyectos que,
dada su dificultad, habían terminado por ser rechazados por una
reina de Inglaterra que no contaba con los sustanciosos beneficios de
la Reconquista para financiar operaciones tan complejas. Esto, sin
embargo, no desanimó al amigo de la reina, sino que simplemente le
hizo cambiar de estrategia. Ralegh, en efecto, se dio cuenta de que
mucho más fácil que colonizar tierras que los españoles todavía
no habían tocado ni tocarían, era rapiñar la riqueza que sacaban
del continente. Esto, ciertamente, ya lo hacían los ingleses y era
práctica habitual conocida y financiada por la reina, que varias
veces había enviado a sus marineros a la puerta de las Azores con
instrucciones de esperar junto al quicio el paso de los mercantes
españoles para atacarlos. Ralegh, sin embargo, cambió eso, y se dio
cuenta de que mucho más beneficiosa sería la estrategia de
atacar a los españoles a la salida, esto es, preferentemente
en el istmo panameño, Cuba o Florida.
Sir
Humphrey Gilbert, el medio hermano de Ralegh, había tenido ya
ocasión de enseñarle muchas claves del oficio de privateer
cuando el ahora capitán de la Guardia era adolescente. Conocía
perfectamente la práctica de la piratería legal y plenamente
admitida. En efecto, en aquel entonces era normal que los propios
gobiernos concediesen letters of marque, una figura jurídica
que nosotros solemos conocer como patentes de corso. Estas
autorizaciones, en sus inicios, comenzaron a darse a mercaderes que
habían sido objeto de rapiñas por parte de piratas extranjeros. La
autorización les daba derecho a recuperar lo perdido mediante la
práctica del corsario. Inicialmente, ésta sólo abarcaba a los
navíos de los países enemigos, pero pronto se extendió a todo
mercante, incluso neutral, con tal de que llevase carga del enemigo.
El
principal colectivo pirata inglés del momento, los Champernownes de
Modbury en Devon (ya sé que parece el nombre de una compañía de payasos; pero no, eran piratas) había formado una alianza con los corsarios
hugonotes franceses y había adquirido un notable know how
sobre la materia en su teatro de operaciones, que era el Canal.
Salían y volvían de Plymouth, con ataques breves y muy efectivos
que tenían por principal objetivo los barcos españoles. Pero pronto
comenzaron a pasar más días fuera de casa, pues ampliaron su radio
de acción por el Atlántico. Su negocio creció cuando Felipe II fue
proclamado rey de Portugal. Su peripatético contrario, ese Dom
Antonio del que ya hemos hablado, extendió sus propias patentes de
corso.
En 1585,
cuando Felipe II decretó el embargo de los barcos ingleses y
holandeses, la piratería pasó a ser un elemento integrante de la
estrategia bélica inglesa. El Consejo Privado autorizó la extensión
de patentes de corso para todo aquel comerciante inglés que hubiese
sufrido el abordaje y robo por parte de los españoles. Rápidamente,
de hecho, la exigencia de pruebas sobre la existencia de dichos
abordajes se convirtió en poco menos que una formalidad, con lo que
las patentes se concedieron, literalmente, a todo aquél que podía
atacar.
La cosa
estaba exactamente donde Ralegh quería que estuviese.
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