Los comienzos de Mandela
A pesar del mal
cariz que habían adoptado las protestas sociales internas y el
debilitamiento del apoyo externo, el gobierno sudafricano sacó como
conclusión de los gravísimos conflictos provocados por la muerte de
Steve Biko que debía perseverar en la política de lo que ellos
llamaban independencia de los negros; política que, en realidad
consistía en crear unos mega-ghettos controlados por ellos.
La creación de
estos Estados, sin embargo, estaba claramente caracterizada
por el egoísmo. En su intento por quedarse siempre las mejores
tierras y no ceder nunca la más mínima parte de lo que estuviese ya
creado, las naciones o sub-naciones negras ni siquiera tenían,
muchas veces, coherencia geográfica. El caso más flagrante era el
de Bophuthatswana, una nación creada a partir de diecinueve pequeñas
porciones de tierra existentes en tres provincias distintas. En
realidad sólo QwaQwa tenía continuidad estricta en su territorio.
Todas ellas consistían en territorios muy pobremente dotados de
infraestructuras, fuertemente sobrepoblados, y de muy poca
productividad. Sin embargo, hay que reconocer, y recordar, que el
programa de naciones negras tuvo un apoyo no desdeñable desde
algunos de los propios negros. Se trató de los administradores,
funcionarios y políticos que a la postre se responsabilizaron de
hacer funcionar aquello; personas que eran, de alguna manera,
recompensadas con unos salarios y un nivel de vida comparativamente
mejor que el de sus hermanos de raza, y que precisamente por ello
tendían a colaborar con el sistema e incluso a defenderlo. Ellos
eran el pálido reflejo de una especie de clase media negra.
Lo que los jerarcas
sudafricanos querían, en todo caso, era echar a aquellos negros de
Sudáfrica propiamente dicha. En 1976, por ejemplo, se dio el caso
poco frecuente de un país que en unos pocos días,y de forma voluntaria, perdió más del
10% de su población: Sudáfrica, un país de 25 millones de
habitantes, repentinamente se declaró un país de 23 millones tras
haberle retirado la nacionalidad sudafricana a los tres millones de
negros xhosas que eran la población fundamental del Transkei; de
paso, los xhosas que, sin residir en Transkei, se situaban en otras
zonas del país, también perdieron su condición de sudafricanos. Un
año más tarde, a pesar de que los tswana expresaron bien clara su
opinión al respecto, ocurrió lo mismo con Bophuthatswana y el país
se ahorró casi otros dos millones de ciudadanos. En 1979, Venda
“optó” por la independencia; en realidad, el gobierno blanco
forzó a los tecnócratas negros a tomar esa decisión en contra de
la opinión de la gente, entre otras cosas porque el jefe de gobierno
de Venda había ido a unas elecciones con la promesa de declarar la
independencia, y las había perdido. En 1981, fue Ciskei quien de
independizó, de nuevo en contra de su propia opinión pública. En
total, fue un proceso en el que 8 millones de negros perdieron su
nacionalidad sudafricana. El gobierno blanco declaró, sin ambages,
que su objetivo era que no quedase ni un solo negro con ciudadanía
sudafricana.
Hablamos, en todo
caso, de un proceso legal. Los políticos, y la verdad es que no
necesitan en modo alguno para ello ser fascistas, tienden a pensar
que cuando ellos legislan, la realidad, por así decirlo, obedece de
forma pastueña a sus deseos normativos. Esto, sin embargo, no es así; y es por esta razón que en
los países cuando menos algo avanzados, cuando un político redacta
un proyecto de ley se le obliga a redactar también eso que se llama
una memoria económica, es decir: un papelito en el que describa
cuánto va a costar su ocurrencia, por aquello de ver si hay pasta en
la caja para pagarla; porque el político tiende a pensar que su gesto de oficializar el gasto va a provocar que la pasta necesaria aparezca como por arte de magia.
En procesos como el sudafricano, cuya afección llegaba mucho más allá del mero impacto presupuestario, los políticos deberían haber procedido a calcular muchas más cosas que el coste o, si se prefiere, deberían haber estimado otros costes. El gobierno blanco sudafricano estaba diseñando una Sudáfrica que no era la Sudáfrica real ni presente, y lo lógico es que hubiera reflexionado seriamente sobre las consecuencias que podría tener cambiar las cosas de una forma tan sistémica. Pero eso no fue lo que hicieron los afrikaner. Convencidos como estaban de que la verdad, de que Dios mismo, estaba con ellos, apenas reflexionaron sobre las consecuencias que iba a tener un cambio tan radical. Y pagaron las consecuencias.
En procesos como el sudafricano, cuya afección llegaba mucho más allá del mero impacto presupuestario, los políticos deberían haber procedido a calcular muchas más cosas que el coste o, si se prefiere, deberían haber estimado otros costes. El gobierno blanco sudafricano estaba diseñando una Sudáfrica que no era la Sudáfrica real ni presente, y lo lógico es que hubiera reflexionado seriamente sobre las consecuencias que podría tener cambiar las cosas de una forma tan sistémica. Pero eso no fue lo que hicieron los afrikaner. Convencidos como estaban de que la verdad, de que Dios mismo, estaba con ellos, apenas reflexionaron sobre las consecuencias que iba a tener un cambio tan radical. Y pagaron las consecuencias.
A lo largo de la
década de los setenta del siglo pasado, la economía sudafricana se
gripó. Fue un proceso lógico. Para empezar, toda la fuerza laboral
no cualificada estaba permanentemente cabreada y montándola. El
propio sistema económico era ineficiente. La principal consecuencia
económica del odio al negro fue la tecnificación de la economía;
pero cuando tecnificas la economía, cada vez necesitas más
trabajadores que sepan programar en FORTRAN y COBOL (por citar dos lenguajes de la época); y, la verdad, cuando lo que has montado es un
sistema en el que a tu fuerza laboral apenas le enseñan las cuatro
letras, puedes darte por jodido. Se podría pensar en la inmigración
(blanca) como la solución al problema; pero lo cierto es que la
necesidad de puestos de trabajo era tan grande que nunca fue
suficiente, ni siquiera en los años en los que todavía los blancos
no tenían prurito a la hora de emigrar a un país donde se hostiaba
a los negros.
En estas
circunstancias, muchos de los empresarios sudafricanos comenzaron a
hablar de la necesidad de mejorar la formación de los trabajadores
negros. No pocos de ellos añadieron a este discurso más realista la
necesidad de mejorar su capacidad de representación sindical. Fue un discurso en parte altruista, puesto que es innegable
que en el empresariado sudafricano hubo elementos que tenían muy
claro que el apartheid era una burrada, pero que también tuvo
elementos de egoísmo. En realidad, la clase empresarial tenía miedo
de que las revueltas contra la segregación, que desde los tiempos
del primer Mandela habían mostrado una gran capacidad de alianza con
el comunismo, se acabasen por convertir, también, en revueltas
contra el capitalismo.
Por supuesto, como
ya hemos dicho, la revuelta de Soweto en 1976 y, sobre todo, la
muerte de Biko, habían cambiado radicalmente el panorama de la
posición internacional en torno a Sudáfrica. El dinero, siempre tan
prudente, comenzó a pensar en largarse de aquel país que era tan
fuertemente criticado. De hecho, muchas multinacionales establecidas
en el país comenzaron a experimentar la presión de los grupos
anti-apartheid en sus países de origen, con lo que algunos
abandonaron el país. Un cambio radical, pues generó una situación
en la que, en lugar de ser buen negocio, el apartheid comenzó a ser
la ruina para muchos blancos.
Hay que añadir un
factor importante más; un factor que demasiado a menudo se olvida
cuando se analiza la transición sudafricana, es decir el paso
pacífico desde el apartheid hasta una sociedad plenamente
igualitaria. Ese algo es el cambio de los blancos.
Para empezar, en
Sudáfrica siempre ha habido dos grandes tipos de blancos: los de
procedencia inglesa y los de procedencia flamenca. Los blancos
británicos no han sido lo que se dice heraldos de la igualdad de los
negros (un poquito más al norte del país, fueron ellos los que se
dedicaron a sostenella y no enmendalla); pero cabe decir que,
probablemente por mantener relaciones más estrechas con su
metrópoli, por lo general el sudafricano blanco angloparlante tenía
en el siglo pasado una visión diferente respecto de la segregación
de la que tenían los grupos boers que tenían el afrikaner por
idioma materno. Esta diferencia se hizo especialmente patente en los
años setenta del siglo pasado, con la llegada de administraciones
blancas que, en la medida de sus posibilidades, eran partidarias de
una apertura frente a los negros. El principal de los síntomas en
este terreno fue el que dejaron ver los gobiernos locales blancos,
con soberanía para legislar la división entre blancos y negros en
sus establecimientos públicos o redes de transportes, y que
comenzaron a sacar regulaciones mucho más laxas. El más mediático
de todos estos gobiernos locales fue el de la ciudad de
Johannesburgo, lógicamente; la cual permitió el acceso de los
negros a los museos y eliminó los carteles que en sus parques indicaban
si un banco era para negros o para blancos. En muchos lugares las
oficinas de Correos pasaron a tener una ventanilla en lugar de dos y
cada vez se hicieron más fáciles las competiciones deportivas
interraciales.
En 1978 llegó a
primer ministro del país Pieter Willem Botha (no confundir con Pik
Botha). Pieter Botha era un supremacista de la misma naturaleza que
lo podrían haber sido sus antecesores en el cargo, pero era lo
suficientemente joven como para entender que aquello había que
montarlo de una forma más sutil, por así decirlo. Lo que pretendía,
por lo tanto, no era tanto eliminar el apartheid como, por así
decirlo, construir un apartheid del siglo XXI.
Como consecuencia
de estas novedades, la palabra famosa del momento pasó a ser:
reforma. Botha decía: si el mundo cambia, nosotros debemos cambiar
con él, o desapareceremos. Por ello, dijo, aquellos elementos de la
segregación racial que fuesen excesivamente duros deberían
eliminarse; y comenzó por anunciar que la prohibición de que negros
y blancos pudieran tener sexo o casarse ya no sería considerada una
conditio sine qua non del ordenamiento constitucional
sudafricano. Asimismo, comenzó a desviar dinero de los presupuestos
hacia la mejora de las infraestructuras en las áreas negras de las
ciudades blancas, donde incluso se les reconoció el derecho a poseer
los inmuebles. Diversas categorías laborales hasta entonces
reservadas por ley a los blancos fueron abiertas, y a los negros se
les permitió afiliarse a los sindicatos.
Asimismo, el nuevo
primer ministro anunció cambios constitucionales más profundos.
Buscaba el primer ministro que tanto los mulatos como la numerosa
comunidad de origen indio establecida en el país adquiriesen el
poder de votar a sus propios representantes parlamentarios; aunque
también hay que decir que no todo el monte es orgasmo, puesto que el
sistema estaba montado de manera que los blancos retenían el poder
de decisión. Además, los negros quedaban fuera; en la visión del
gobierno sudafricano, los negros ya tenían suficiente con la
política de años anteriores, en la cual se les habían otorgado sus propias naciones.
En suma, las
acciones de gobierno que desplegó Pieter Botha se parecen un poco a
la acción jurídica de lo que hoy llamamos normalmente el
tardofranquismo durante los años sesenta del siglo pasado. Impulsado
por una nueva generación de políticos del régimen, más joven y
atenta a los estándares internacionales, los llamados tecnócratas,
la obsesión del general Franco en aquella década fue convertir a
España en un país formalmente presentable ante los usos comunes en
los países democráticos. Así las cosas, desarrolló una especie de
sistema constitucional, reguló normativamente los derechos básicos
de los españoles, redactó una ley de prensa que fue considerada en
su momento ultraliberal e, incluso, ya en sus últimas boqueadas
incluso se mostró dispuesto a crear un simulacro de pluralidad
política y de elección directa (en la persona de los alcaldes). En
realidad, todos aquellos cambios venían a sostener una estrategia
lampedusiana en la que todo parecía cambiar para que nada cambiase.
Las reformas de Botha tienen el mismo sabor: el sabor de algo que se hace arrastrando bastante los pies, obligado por las necesidades de un sistema económico que se acercaba rápidamente al colapso y, sobre todo, derivado de la conciencia de que el aislamiento del país era, cada vez, más intenso.
Las reformas de Botha tienen el mismo sabor: el sabor de algo que se hace arrastrando bastante los pies, obligado por las necesidades de un sistema económico que se acercaba rápidamente al colapso y, sobre todo, derivado de la conciencia de que el aislamiento del país era, cada vez, más intenso.
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