En este mismo color tenemos:
El
sábado 10 de febrero, de buena mañana, el teniente Houghton y el
teniente Kreuseff se presentaron en el palacio Yusupov, portadores
que eran de una carta personal más de Roosevelt a Stalin. Tan sólo
un poquito más tarde, los ministros de Exteriores tenían su reunión
diaria en la villa Vorontsov.
El
anuncio de Stettinius fue éste: el presidente de los Estados Unidos
quería anunciar que, sin detrimento de las declaraciones públicas
que juzgara necesarias, aceptaba, en aras del consenso, renunciar
en un eventual acuerdo sobre Polonia a la frase que se refería a la
supervisión de los procesos electorales por parte de los embajadores
de los tres grandes. Obsérvese el tremendo cinismo implícito a la
declaración. En primer lugar, se vendía como consenso lo
que, en realidad, era una rendición. Y, en segundo lugar, se
confesaba, negro sobre blanco, que no se tendría problema en engañar
a los polacos y a la opinión pública mundial, a la que pensaba el
inquilino de la Casa Blanca seguir haciendo creer que era el campeón
de las elecciones libres y secretas.
El
secretario de Estado no se cortó a la hora de dejar claras las
cosas. El presidente, explicó, deseaba dejar Yalta, a lo más
tardar, antes de la noche del día siguiente y, por lo tanto, quería
un acuerdo rápido sobre Polonia. Sin embargo, en una buena
demostración de que ni tenían prisa ni pensaban, propiamente
hablando, negociar, los rusos contestaron con nuevas demandas sobre
el redactado de la declaración de Polonia que fueron considerados
inaceptables por los británicos primero, y por los estadounidenses
después, por lo que no se pudo llegar a ningún acuerdo. Si
Roosevelt quería irse ya de Yalta, tendría que currárselo él
mismo.
Acto
seguido, Eden propuso que Francia fuese adjuntada a la declaración
de la Europa liberada, a lo que Molotov contestó, secamente, que eso
habría que consultarlo con el mariscal Stalin. El conjunto de
ministros estuvo de acuerdo en encomendarle a Stettinius el borrador
de comunicado final de la Conferencia. También encontraron el
acuerdo a la hora de redactar un telegrama dirigido a Tito y
Chubachitch, en el que les urgían a llegar a acuerdos en el espíritu
de las decisiones tomadas en Yalta. Sin embargo, donde de nuevo
fueron incapaces de acordar fue a la hora de estudiar un texto
presentado por Eden sobre un plan para la retirada de las tropas
aliadas presentes en Persia. La razón, la habitual: Molotov informó,
tranquilamente, de que la Unión Soviética no tenía ninguna
intención de retirar de allí sus tropas, por lo menos mientras las
autoridades iraníes siguieran teniendo tantos problemas como
mostraban a la hora de darles a los soviéticos concesiones
petrolíferas.
Aquel
sábado, además, como consecuencia de la carta de la mañana,
Roosevelt volvió a tener una entrevista personal con Stalin. Ambos
llegaron con facilidad a un acuerdo sobre el texto del documento que
anunciaba la implicación de la URSS en la guerra contra Japón. Las condiciones expresadas
eran:
- Preservación del estatus quo en Mongolia exterior.
- Reparación de los antiguos derechos de Rusia que habían sido violados por el que el documento calificaba como ataque traidor de Japón en 1904.
- Devolución a la URSS de la mitad sur de Sajalín e islas adyacentes.
- Reconocimiento del poder soviético sobre los puertos de Dairen y Port Arthur.
- Restitución de los derechos que tenía Rusia antes de la guerra de 1904 sobre los ferrocarriles del Manchukuo meridional, sin poner en duda la soberanía china sobre la región.
- Concesión de las islas Kuriles a la URSS.
- Conclusión de un pacto de alianza entre los gobiernos de la URSS y China.
Finalizada
la redacción del acuerdo, Roosevelt le preguntó a Stalin si
prefería comunicarle él a los chinos las partes del acuerdo que les
concernían, o prefería que lo hiciera él. A lo que Stalin,
lógicamente, contestó que mejor que lo hiciera el señor
presidente, tan listo él.
Incluso
en plena reunión, delante de Stalin, el inasequible al desaliento
Harriman intentó, cuando menos, poner algo de racionalidad en aquel
meconio, y trató de convencer a ambos jefes de Estado (aunque,
fundamentalmente, a su jefe de Estado) de que Port Arthur
fuese declarado puerto internacional. Pero, claro, su presidente
exudaba por la entrepierna, sobre éste como sobre otros muchos
pequeños asuntos de su gran pacto.
Así las
cosas, la reunión plenaria comenzó como de costumbre, a las cuatro
de la tarde.
Las
actitudes al principio de la reunión lo decían todo. Stalin parecía
ausente, dibujando un lobo detrás de otro en su cuaderno de notas,
sin casi dedicarle una mirada a un Churchill que, claramente, estaba
incómodo y casi nervioso; esa mañana había recibido informes de
Londres en los que se decía que había una enorme inquietud hacia el
cierre de la cuestión polaca muy lejos de los intereses británicos.
Roosevelt, por último, se mostraba tranquilo, con esa tranquilidad
de quien ha conseguido todo lo que pretendía (y no se para a
preguntar el precio que ha pagado, claro).
Así las
cosas, el principal mensaje que flotó sobre la mesa del plenario fue
la apelación de su presidente en el sentido de que era tiempo ya de
terminar aquello. Si la conferencia tardaba más, dijo, eso sería
aprovechado por la propaganda del enemigo. Un argumento
verdaderamente endeble tendiendo en cuenta lo endeble que se
encontraba ya el enemigo, y lo endebles que eran sus capacidades
propagandísticas. Churchill trató de quitarle de la cabeza su
decisión de irse al día siguiente a lo más tardar, pero Roosevelt
no se bajó de la burra. “Esto está a punto de estropearse”,
dijo el primer ministro británico.
Comenzó
la sesión con el tema polaco, con una discusión que terminó por
aprobar un texto que había sido acordado por Eden y Molotov, y que
dice: Hasta que se haya formado convenientemente un gobierno
provisional polaco de unidad nacional, el gobierno de la URSS, que
mantiene actualmente relaciones diplomáticas con el gobierno
provisional polaco, así como los gobiernos de Gran Bretaña y de los
Estados Unidos, establecerán relaciones diplomáticas con el nuevo
gobierno provisional polaco de unidad nacional y enviarán a sus
embajadores a Polonia para que informen a sus gobiernos sobre la
situación en Polonia.
Este
texto era el máximo común divisor que habían encontrado los
ministros de Exteriores sobre la situación polaca: nada sobre la
participación de los exiliados, nada sobre el procedimiento de
formación del gobierno de unidad nacional, nada sobre el calendario
de unas elecciones libres, nada sobre unas elecciones libres, en
realidad. Era un redactado que, no sin sorna, ha sido calificado
muchas veces como texto coartada.
Esto es,
exactamente, lo que era. Un texto más de una larga historia de
textos parecidos como, por ejemplo, el programa de nuestro Frente
Popular en las elecciones del 36: un texto diseñado para no decir
nada y decirlo todo, esto es, para concitar la firma de socios
distanciadísimos unos de otros, por tener la virtud de que, cada
uno, según los ojos con que lo lea, llegará a conclusiones muy
diferentes sobre lo que pone.
Ahora
bien, por muy equidistantes que sean las palabras, siempre tienen
ganadores y perdedores. Y el gran ganador de aquel texto era Stalin,
fundamentalmente porque había conseguido dos cosas: la primera,
crítica hasta el punto de que a mí me resulta imposible creer
que Eden lo permitese, que un documento firmado por los tres grandes
citase sólo al gobierno de Lublin a la hora de hablar del
poder político polaco; la segunda, que no se dijese nada de unas
elecciones controladas internacionalmente. Las últimas palabras del
comunicado, eso de que los embajadores respectivos se dedicarían a
“enviar informes a sus gobiernos” sobre la situación en Polonia,
era Molotov puro. Dicho en plata: es una soberana gilipollez. Decir
que un embajador va a hacer informes sobre la situación del país
donde se encuentra es como decir que un soldador va a hacer
soldaduras, o que un friegasuelos va a fregar suelos. ¡Pues claro!
Pero es que ese redactado dejaba la puerta a creer, como rápidamente
interpretaron los soviéticos, que los embajadores británico y
estadounidense en Varsovia harían informitos, y sólo eso.
Otra
imbecilidad sin importancia sobre la que el documento nada decía:
las fronteras de Polonia. Sí, se decía quién iba a gobernar el
país, pero no se decía qué país. Churchill, para quien el
tema era bien evidente, trató de sacar el tema para que fuese
discutido. Pero el pene de Roosevelt no le dejó. Bueno, en realidad
fue Hopkins, quien le pasó una nota a Roosevelt en la que le
recomendaba que hiciese alguna declaración genérica sobre la
frontera oriental, y le pasara la pelota a los ministros de
Exteriores (aunque a esas alturas de la película, o a Hopkins le
había dado un ictus o ya debía saber que el acuerdo en el nivel
inferior era más que improbable). Pero, claro, eso fue lo que se
terminó por hacer, asumiendo, en contra del criterio de Londres, el
total silencio sobre el tema en el texto acordado.
Básicamente
perdida la batalla de Polonia, Churchill saltó de trinchera. Tomó
la palabra para realizar un largo discurso en defensa del derecho de
Francia de estar presente en la Comisión de Control. Roosevelt
secundó la petición, así pues todo quedó en manos de Stalin. El
camarada primer secretario general del Comité Central del Partido
Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas estuvo
callado unos tensos segundos, tras los cuales pronunció sólo dos
palabras: ya soglasnan; estoy de acuerdo.
Stalin,
claramente, ofrecía un pacto: Francia por Polonia.
Pasaron
al tema yugoslavo. Stalin aceptó la propuesta británica de enviarle
el telegrama a los dos líderes balcánicos, moviéndolos a formar un
gobierno de unidad nacional con tres elementos básicos: entrada
inmediata en vigor del pacto, que los miembros de la Skupchina (el
parlamento anterior a la guerra) que no colaborasen con los nazis
formasen parte del Vetch (la asamblea antifascista); y que todos los
actos jurídicos del Vetch fuesen sometidos a una asamblea
constituyente elegida por sufragio universal secreto.
Tras
este acuerdo, que hasta pareció fácil, se pasó a hablar de las
reparaciones. En este punto, los miembros del plenario se
encontraron, por así decirlo, con otro Stalin. El hombre que
normalmente hablaba con voz casi inaudible y un control férreo sobre
sí mismo se convirtió en el georgiano que probablemente era en esencia; un hombre gesticulante, dueño de una
montaña rusa (nunca mejor dicho) de tonos de voz. “Ustedes”, dijo, “no tienen idea de lo que ha
sufrido mi país. Tenemos el derecho a recibir los primeros. Nuestra
demanda es sagrada y, la verdad, no entendemos sus reticencias”.
Roosevelt
escuchaba, hemos de imaginar que emocionado, el discurso de su amigo,
a ratos incluso suplicante, cuando Harry Hopkins le pasó otra de sus
notas. Una nota que nos viene a decir hasta qué punto, o bien FDR, o
bien la gente que lo asesoraba, o bien todos, vivían en un Universo
paralelo. Copiamos (las itálicas son mías):
“Señor
presidente:
Los
rusos han cedido en tantas cosas, a lo largo de esta Conferencia
que nosotros haríamos bien en abatirnos en este tema. Dejemos
que los británicos sigan expresando su desacuerdo si quieren;
nosotros, simplemente, apoyemos la idea de que el tema se traslade a
la Comisión de Reparaciones con las actas de estos debates para
indicar la oposición frontal de los británicos a la cifra de
10.000 millones”.
Las
cosas se desarrollaron como si Stalin hubiera leído esa nota (cosa
que es incluso probable que hiciera, pues en aquella conferencia de
Yalta hasta las señoras que repasaban los lavabos eran espías): la
URSS, tras una larga discusión, no se movió ni un milímetro de sus
planteamientos o de lo que técnicamente conocemos como la
proposición Maisky-Molotov: la Comisión de Reparaciones, reunida en
Moscú, fijará el total de pagos y reparaciones que se deberán
honrar, tomando como base de la discusión la cifra de 20.000
millones de dólares, el 50% para la URSS. Churchill, cansado de
discutir, se volvió hacia el presidente de la sesión; y el
presidente contestó dando por aprobado el documento. Sólo le quedó
a Gran Bretaña la pequeña satisfacción de poder dejar claro que
para ellos la cifra de 20.000 millones era sólo el comienzo de una
discusión.
A las
seis de la tarde, el plenario paró para servir el té. Fue durante
esa pausa, en una conversación entre Roosevelt, Stettinius y
Molotovs, que se acordó que San Francisco fuese la ciudad que
albergaría la primera reunión de las Naciones Unidas. En este tipo
de detalles tan importantes (como todo el mundo sabe, para San
Francisco ha habido un antes y un después de la reunión de Naciones
Unidas) es en lo que estaba el Departamento de Estado USA mientras se
discutía el futuro de millones de polacos o la posibilidad de que
millones de alemanes prolongasen su miseria durante décadas.
Al
regreso de las discusiones, Stalin pidió, y obtuvo, la revisión de
la Convención de Montreux y los Dardanelos, esto es, el acuerdo
internacional de 1936 que le dio a Turquía el control del Bósforo a
cambio de garantizar el tráfico por el estrecho. El camarada primer
secretario general del PCUS lo consideraba un tratado superado, en el
que además Rusia apenas había tenido pito que tocar. Un tratado
ligado a la extinta y fallida Sociedad de Naciones que, además,
añadió con un evidente tono de ironía, se había concebido en un
momento en el que las relaciones entre la URSS e Inglaterra no eran
buenas.
El
Tratado de Montreux, la verdad, contenía algunas cláusulas que, no
porque su contrario fuese Stalin hay que olvidar que eran excesivas.
En Montreux había estado muy presente la diplomacia japonesa. Los
japoneses, que habían tenido una guerra contra Rusia treinta años
antes, eran conscientes de que, en el caso de que se volvieran a ver
en una como aquélla, para ellos sería fundamental, como le acabó
pasando al zar, cortocircuitar la flota rusa del Mar Negro del resto
de la Armada. Bélicamente hablando, si Rusia, o la URSS, se veía
obligado a dejar buena parte de su flota de guerra dentro de la gran
piscina del Mar Negro, mejor. Por eso, los japos presionaron en
Montreux para que el tratado correspondiente concediese derechos a
los turcos a la hora de cerrar el estrecho: en caso de guerra, por
ejemplo, pero también, esto lo señaló específicamente Stalin, de
peligro de guerra. El camarada primer secretario general consideraba
fundamental que este tipo de apreciaciones se revisasen, consciente
de que la de la URSS era, en realidad, la única marina de
importancia que se vería afectada por un cierre del Bósforo.
Roosevelt
le contestó cálidamente, afirmando que detestaba las fronteras
fortificadas entre países, y poniendo de ello el ejemplo de la
frontera entre los EEUU y Canadá (y sin fijarse en el sur, claro).
Churchill, más cauto y, por qué no decirlo abiertamente, bastante
más inteligente que Roosevelt (de los dos, el británico tenía
muchísimo más claro que el estadounidense el inminente estallido de
eso que llamamos Guerra Fría), afirmó que podría estar de acuerdo
en principio con el planteamiento de Stalin, pero siempre y
cuando la independencia y soberanía de Turquía fuesen íntegramente
respetadas. Una forma de decir, pues: estoy de acuerdo en que el
pepino en el culo te duele y es injusto que lo lleves; pero no en que
debamos extraértelo de donde está.
Pero,
claro, como no podía ser de otra manera, antes de cerrar la sesión,
el tema de Polonia regresó a la mesa.
La
razón: durante la suspensión, los técnicos habían estado
pergeñando el borrador de un texto a acordar por los tres grandes.
Decía:
Las Tres Grandes
Potencias consideran que la frontera oriental de Polonia debería
seguir la línea Curzon. Se reconoce que Polonia deberá recibir
compensaciones sustanciales en forma de territorios al norte y al
oeste. Las Tres Grandes Potencias consideran que la opinión del
nuevo gobierno provisional polaco de unidad nacional deberá
consultarse en su momento sobre la extensión de esos territorios de
compensación y, consecuentemente, la delimitación final de las
fronteras de Polonia.
Hopkins
le pasó una nota inmediatamente a FDR. Cuidado, presidente, le
decía; te meterás en problemas y, además, en un asunto así debes
tener en cuenta lo que diga el Senado. Tenía razón. El presidente
de los EEUU no puede pactar algo como la frontera de un país sin el
acuerdo del Senado. Aunque ya estaba al quite Alger Hiss, quien sin
notitas ni hostias propuso que la expresión “las Tres Grandes
Potencias” se sustituyera por “los tres jefes de gobierno de las
Tres Grandes Potencias”.
Molotov
propuso que la frase sobre las justas reivindicaciones occidentales
de Polonia se completase con una referencia explícita a las viejas
fronteras en Prusia oriental y el Oder. Roosevelt, extrañado,
preguntó cuánto de antiguas eran esas fronteras, y Molotov hubo de
reconocer que muy, muy antiguas. Roosevelt argumentó, con cierto
sarcasmo, que remontarse demasiado daría derecho a Londres a
reivindicar el terreno de las trece colonias que se rebelaron contra
él. Al final, la sesión se levantó sin aclarar el tema fronterizo.
Por la
noche, todos cenaron juntos, esta vez en villa Vorontsov, invitados
por Gran Bretaña y muy especialmente por Churchill, que celebraba su
cumpleaños. Pero fue una cena íntima: Churchill, Eden, Roosevelt,
Stettinius, Stalin, Molotov, y los intérpretes. Entre los muchos
brindis, destaca tal vez aquél de Stalin, en el que brindó por el
tiempo futuro “en el que los conceptos de izquierda y de derecha
pierdan sentido”. Brindis acertado; en buena parte, su sucesor, no
sabemos ya si heredero, Vladimiro, ha cumplido en gran parte la
profecía.
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