En este mismo color tenemos:
Las victorias de Stalin
El domingo 11 de febrero, a eso de las diez de la mañana, Roosevelt se levantó con una sola idea e la cabeza: marcharse de Yalta aquel mismo día. Como ya se ha dicho en estas notas, el presidente de los Estados Unidos consideraba que los objetivos que se había marcado para la conferencia de Yalta estaban más que cumplidos y, por lo tanto, todo lo demás, todo lo que quedaba, la sobraba un poco. Éste es el espíritu que le imprimió a la octava y última reunión plenaria, cuyo principal objetivo era aprobar el comunicado de la reunión que sería hecho público al día siguiente.
El domingo 11 de febrero, a eso de las diez de la mañana, Roosevelt se levantó con una sola idea e la cabeza: marcharse de Yalta aquel mismo día. Como ya se ha dicho en estas notas, el presidente de los Estados Unidos consideraba que los objetivos que se había marcado para la conferencia de Yalta estaban más que cumplidos y, por lo tanto, todo lo demás, todo lo que quedaba, la sobraba un poco. Éste es el espíritu que le imprimió a la octava y última reunión plenaria, cuyo principal objetivo era aprobar el comunicado de la reunión que sería hecho público al día siguiente.
Estados
Unidos había sido el redactor del primer borrador. Fue leído por
Stettinius aunque, en realidad, casi todo el texto se debe a la pluma
de un funcionario del Departamento de Estado, Wilder Foote, que fue
invitado a estar presente en aquella última reunión plenaria.
Winston
Churchill propuso unas cuantas enmiendas al texto, la mayoría de
carácter redaccional, pues el primer ministro británico era un
obseso de la conservación del inglés británico frente al
americano (otra de las guerras que perdió). Fueron aceptadas sin problema. Como ejemplo, el primer
ministro británico quiso quitar del documento varias veces que se
citaba la palabra joint, aduciendo que además del significado
que se le daba en el papel, conjunto, esa palabra también designaba
a un asado que tradicionalmente toman las familias inglesas en
domingo.
Stalin,
por su parte, no tuvo objeciones; tal vez porque a muy pocas familias soviéticas les daban los kopeks como para tomar asado los domingos. El texto fue aprobado, y a la una
menos diez de la tarde pasaron todos a la mesa para comer y allí, en
la mesa, firmaron el documento.
Franklin
Delano Roosevelt dejó el palacio de Livadia a las cuatro de la tarde
de aquel día. A los inicios del viaje, le confió a su amigo y
asesor Harry Hopkins su convicción de que había conseguido traer a
Iosif Stalin hacia sus convicciones y su visión de la política
internacional. En esa chorrada de grandes dimensiones creo que se
puede resumir con cierta eficacia el espíritu y los resultados de la
conferencia de Yalta.
Para
cuando los representantes de las tres grandes potencias se reunieron
en Crimea, el destino de las tres naciones bálticas como parte
integrante de la URSS estaba ya sellado. Stalin, ese Stalin que al
parecer había sido convencido por el hada estadounidense, apenas
escamoteó durante la conferencia el hecho de que pretendía incluir
en su área de influencia tanto a Yugoslavia como a Finlandia; cosa
que en un caso consiguió parcialmente y en el otro fracasó (pero
no, desde luego, porque en Yalta se produjese una defensa cerrada de
los derechos de los fineses). En Yalta Stalin sabía que controlaba
con casi total seguridad Bulgaria, como sabía que Vychinski estaba
organizando un golpe de Estado comunista en Rumania que pronto haría
papel mojado de los por otra parte insoportablemente leves análisis
sobre el país que se realizaron en Yalta. Albania quedaría en manos
también los comunistas, aunque con el tiempo el régimen de Mehmet Sehru y Enver Hoxa decidiría jugar al verso suelto. Durante buena
parte de la conferencia el Departamento de Estado envió diversos
informes no muy optimistas sobre la evolución de los acontecimientos
en Polonia, Hungría y Rutenia; pero fueron básicamente ignorados
por unos negociadores que sólo querían oír hablar de lo suyo.
La
pregunta básica de Yalta es, probablemente, ésta: Stalin llegó al
final de la guerra con un estrecho cinturón de naciones controladas,
muy estrecho, que necesitaba ampliar si quería tener aspiraciones de
poder pelear con éxito en la guerra fría que se avecinaba. Yalta,
mutatis mutandis, le dejó hacerlo, y lo hizo por un objetivo
superior, que era conseguir la paz mundial después de dos guerras
devastadoras. ¿Acaso no fue, como sugirió Roosevelt muchas veces,
un pago incluso barato?
Quien
crea ello, puede creerlo. Yo, personalmente, considero que Yalta no
consiguió, como pretenden los rooseveltianos, detener la violencia;
la desplazó, que no es lo mismo. Durante las décadas subsiguientes, seres humanos morirían, y siguen muriendo, por decenas, por centenares de miles, por millones, en conflictos armados que tal vez surjan por motivos locales, pero son, indudablemente, animados por la dinámica bipolar nacida en Yalta. Lo único que pasa es que todos esos muertos, con la única excepción de los Balcanes, ya no residen en las calles donde se vendió con éxito la idea de que Yalta había acordado la paz mundial.
Como
consecuencias inmediatas de esa conferencia, nos encontramos con los
movimientos no menos inmediatos de control soviético de los países que
formaron parte de su zona de influencia, incluyendo el golpe de
Estado de Praga; además, Corea quedó pobremente organizada desde el
punto de vista geopolítico, generando en muy pocos años un grave
conflicto bélico que ha tenido a familias enteras separadas hasta el
día de hoy, y lo que te rondaré; en Indochina se acabarían
produciendo muertos, también estadounidenses, a capazos; Indonesia
comenzó unas décadas de su Historia en buena parte escritas con
sangre; Mao tomó el poder en China y se llevó por delante a 70
millones de compatriotas; Camboya; el bloqueo de Berlín; Cuba;
Congo, Angola, Somalia, Sudán...
El caso
más sangrante es, probablemente, China. En la conferencia de El
Cairo, noviembre de 1943, Chang Kai Chek recibió garantías de que
le sería devuelto Manchukuo; pero un año y unas semanas después,
como ya hemos leído, Roosevelt y Hopkins llegaron a una serie de
acuerdos con Stalin que de hecho le otorgaban a la URSS parcelas muy
relevantes de poder en el área. Y todo eso a cambio de que, medio
año después del momento en que Alemania se rindiese, la URSS le
declarase la guerra a Japón.
La idea
es muy clara. Roosevelt tenía un aliado, que era Chang Kai Chek. Y,
por conseguir la ayuda a plazo de un país comunista, lo sacrificó.
En paralelo, mostraba una frialdad absoluta hacia personajes como los
líderes polacos exiliados en Londres, también aliados suyos
naturales, a los que dejaba al pairo en la geopolítica
internacional, condenándolos al olvido, cuando no a la prisión o al
paredón si volvían a Varsovia y se ponían muy gallitos. El mensaje
que lanzó FDR a sus aliados fue tremendo: estoy contigo mientras no
me convenga otra cosa. Los enemigos de mis amigos son mis enemigos
hasta el momento que decida que los enemigos de mis enemigos han
dejado de ser mis amigos porque ya no quiero ser más rato enemigo de
mi enemigo. Harry Truman, un sucesor con las ideas mucho más claras
en materia de política internacional, haría famosa esa frase de “no
abandonaré jamás a un solo hombre libre en manos de un tirano”;
una frase que estaba destinada, precisamente, a corregir el tremendo
error que la política exterior líquida de FDR había creado en el
bando, digamos, proamericano.
Roosevelt
murió unos dos meses después de la conferencia de Yalta. Un periodo
muy corto en el que todavía tuvo, sin embargo, tiempo de escribirle
una carta al camarada primer secretario general del Comité Central
del PCUS, el 1 de abril. Era sobre Polonia, y se producía en una
situación de facto en la que estaba muy claro que la URSS no
iba a aceptar más gobierno polaco que el de Lublin. Le afeaba la
cosa, pero para entonces al zorro georgiano lo que le dijese el puto
viejo se la sudaba. Tres días después, todavía le quedaron fuerzas
para leer un demoledor informe de Harriman (aunque parezca
acojonante, el único de todos los funcionarios americanos en
Yalta que de verdad entendía a los soviéticos, y el menos
escuchado) sobre los problemas existentes en Polonia y Rumania. Un
informe en el que Harriman resumía brillantemente la estrategia de
Moscú en tres puntos: llegar a acuerdos internacionales con las
grandes potencias; construir un cinturón de países satélite
fuertemente controlados; e incrementar la influencia comunista en
países occidentales como Francia, Bélgica e Italia mediante la
acción de partidos comunistas dizque democráticos.
Una hora
antes de morir, Roosevelt le envió un telegrama a Churchill en el
que abogaba por “minimizar en lo posible el problema soviético”.
Y añadía: debemos permanecer firmes. Tócate los huevos,
María Remigia.
Al
principio, cuando había pasado poco tiempo desde Yalta, la
conferencia se tuvo por lo más de lo más de la inteligencia
geopolítica de las grandes potencias occidentales, y muy
particularmente los Estados Unidos. El tiempo, sin embargo, es un
juez implacable. Roosevelt y Churchill hubieran debido tener la
suerte de que a Stalin le hubiese estallado alguna arteria por
razones ignotas en los cuatro o cinco años que siguieron a Yalta, y
que su sucesor hubiera sido un poco maula. Esto es lo único que les
habría salvado, en mi opinión, de haber quedado como los catetos
que fueron en esa mesa.
Eso sí, también
hay que entender las cosas. Gobernantes como Roosevelt o Churchill
tenían como principal obsesión a principios de 1945 comenzar a
ahorrar vidas de compatriotas. En Yalta todo el mundo creía que
quedaban todavía seis meses de guerra en Europa y existía la
convicción, en buena parte cierta, de que los alemanes lucharían
hasta el último hombre. Por otra parte, en Japón los americanos
calculaban en cientos de miles las vidas estadounidenses que todavía se perderían. Hay que entender que con tal de cerrar la guerra, o
cuando menos de compartir sus cargas, estaban dispuestos a cualquier
cosa. Pero, la verdad, cualquier persona con dos dedos de frente
tendría que darse cuenta de que Stalin, que había perdido
literalmente millones de conciudadanos luchando en Europa, tampoco
iba a apostar mucho en Asia; no estaba en condiciones. Estados Unidos
podría haber apostado por muchas cosas, entre otras una demostración
nuclear en el mar, cerca del Japón, mucho menos cruenta que
Hiroshima y Nagasaki pero lo suficientemente acojonante como para dar
poder al partido de la rendición que ya existía en la elite
japonesa, y ellos tenían que saberlo. Roosevelt, sin embargo,
escogió comprar a Stalin al precio que fuese.
Conforme
han ido pasando las décadas, conforme el peso de los hechos ha ido
desvalorizando muchas de las decisiones de Yalta, se ha ido
construyendo otro mito: el mito de que Roosevelt era un muerto en
vida y que es su debilidad física y mental la que justifica sus
errores. Pamemas. En primer lugar, Roosevelt se mostró totalmente
dispuesto durante toda la conferencia, muy particularmente sus
entrevistas personales con Stalin. Si vendió al Koumingtang en la
almoneda fue porque quiso, no porque le doliese ningún fistro. Si
creyó que le estaba vendiendo una mula ciega a Stalin fue porque lo
quiso creer, no porque los calmantes le nublasen el entendimiento. Y
si dejó tantos cabos sueltos en la conferencia fue porque se quería
largar a contar en Washington que había sacado adelante su
Organización de las Naciones Unidas.
Churchill
tampoco anduvo muy fino. A pesar de ser personaje inteligente y de
fino análisis, no supo leer las circunstancias y darse cuenta de que
la defensa a ultranza del Imperio británico era una batalla perdida,
no en Yalta, pero sí ante la Historia. No pasarían ni cinco años
después de la conferencia antes de que Inglaterra hubiera de dar una
señal más que evidente en la India de que su proyecto imperial
había tocado a su fin; si el primer ministro británico hubiera
sabido ir a Yalta descargado de ese pie forzado, su capacidad de
presión habría sido muy otra. Pero escogió defender el pasado.
Como escogió también defender la causa francesa contra toda lógica,
consciente de que necesitaba a París para presentar buena batalla en
Europa a lo que se venía. Pero eso también le condicionó porque,
la verdad, la reivindicación gala no tenía pase.
73 años
después, en alguna parte seguimos siendo Yalta. En otra mucha,
también, ya no; el mundo actual es un poco como el nudo gordiano que
se labró en Yalta, parcialmente desanudado. La impresión
fundamental que a mí me ha dejado el estudio de Yalta, las lecturas
sobre la conferencia, es lo engañados que estamos los commoners:
tendemos a pensar que en las grandes negociaciones internacionales se
ventilan personalidades superiores a las nuestras y objetivos de gran
calado; pero, en realidad, incluso la más importante de las
conferencias internacionales no fue otra cosa que una reunión de
egos, la toma de decisiones basada en informes desenfocados, cuando
no mentirosos; mientras los asistentes perpetraban un error tras otro
y, tras perpetrarlo, se daban palmadas en la espalda y se dedicaban
brindis.
Sic transit gloria mundi.
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