Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
La mejor noticia de todas para Essex era, sin duda, la llegada de 5.000 coronas enviadas por el rey francés a la zona de conflicto, con destino a la paga de las tropas. A decir verdad, en el momento en que Devereaux regresó a Francia, el estipendio enviado por la reina para pagar a los soldados se había agotado, por lo que el conde se había visto obligado a poner 14.000 libras de su bolsillo, generosidad que le había costado endeudarse de forma potente. La pasta del francés ayudaba, pero no era ni de coña suficiente, motivo por el cual Essex envió a Williams a Richmond para que reclamase más medios de la reina. Isabel, al escuchar estas peticiones, aceptó desplazar a Francia 1.000 soldados auxiliares desde las Provincias Unidas y otros 450 desde Inglaterra, y a proveer la paga de todos ellos... durante un mes.
Todo,
por lo tanto, estaba estudiado para que los ruenenses viesen llegar a
los ingleses y a los soldados de Enrique, se jiñaran, y se
rindieran. Pero, ay, eso no fue lo que pasó. Los franceses están
muy acostumbrados a llevar la razón, y estar discutiendo con otro
francés no es que los modere mucho. Rouen era una ciudad relativamente
fácil de defender, con el Sena a sus espaldas, y estaba muy bien
dotada de medios por sus 75.000 habitantes, que eran un huevo de
gente para la época. La ciudad en sí ya estaba bien protegida, pero
es que, además, la Liga Católica había construido recientemente un
fuerte en el monte de Santa Catalina, bastante cerca de la villa.
André Brancas, señor de Villars y general católico, disponía en
ese fuerte de 6.000 combatientes, amén de artillería muy bien
dotada.
El
asedio de Rouen comenzó en el amanecer del 29 de octubre. Ese primer
día, los soldados ingleses tomaron Mont aux Malades, al noroeste de
la ciudad. Allí se hicieron fuertes, una vez que comprobaban que los
bombardeos artilleros no salían todo lo bien que habían esperado.
Todo eso
estaba muy bien. Pero faltaba una cosa: Enrique. El rey francés, en
efecto, se obstinaba en no aparecer para ayudar y, sin sus tropas,
tomar la ciudad se hacía bastante complicado. El 8 y 9 de noviembre,
la propia Isabel le escribió sendas cartas al rey francés
poniéndolo de puta para arriba por su falta de compromiso con el
dominio del Canal. Las cartas tenían un tono casi insultante, sobre
todo la segunda, que seguramente la reina se habría ahorrado si
hubiera sido informada de que, en realidad, Enrique ya estaba camino
de Rouen cuando las escribió. Cuando llegó, Essex y Biron
celebraron con él un consejo de estado mayor en el que decidieron
concentrar los esfuerzos en el fuerte de Santa Catalina.
La cosa
parecía solucionada. Pero lo cierto es que, una semana después de
aquel encuentro, en el que por cierto Enrique se había mostrado casi
despreocupado, a Essex no le quedó otra que volver a viajar a
Inglaterra para solicitar un nuevo apoyo de su reina. En Whitehall,
donde se encontraron, el conde suplicó un nuevo alargamiento de su
periodo francés, unido a la remisión de pasta nueva para pagar a
las tropas. Atacados por la enfermedad y los escasos avances del
asedio, explicó, los soldados ingleses desertaban a mares, y los que
se quedaban estaban al borde del motín.
Una cosa
que no supo en ese momento el gobierno inglés, ni siquiera Burghley
que lo sabía todo, es que Essex no sólo se había presentado en
Inglaterra sin ser llamado ni autorizado para ello, sino que además
había mentido como un bellaco. Sus relatos sobre los éxitos que
había conseguido en el asedio de Rouen estaban muy, pero que muy
lejos de la realidad. Pero le funcionó, porque fueron esas noticias
optimistas las que impulsaron a Isabel a enviar dos meses más de
soldada. Incluso ordenó el envío de cuatro naves inglesas que
bloqueasen el Sena, lo que demuestra que se creyó los relatos de su
preferido, quien decía que había un montón de pasta en Rouen, que
los ciudadanos estaban intentando ponerla a salvo en otros lugares de
Francia y que, en consecuencia, cuando se tomase la ciudad todos
nadarían en numerario.
El 5 de
diciembre, Essex dejó Whitehall para ir a Dover, y el 14 estaba de
nuevo en Normandía. Sin embargo, dejaba tras de sí a una Corte cada
vez más dubitativa. Muy especialmente, Burghley estaba perdiendo su
confianza en él a marchas forzadas, y esa creciente desconfianza
sólo era cuestión de tiempo que se transmitiese a la propia Isabel.
El 17, cuando Essex llevaba apenas tres días en Francia, Unton
recibió una carta del principal asesor de la reina, en la que éste
le hablaba de la creciente repugnancia que sentía ésta hacia las
peticiones de más dinero que le hacía Enrique. Cuando en Londres se
recibieron informes de que incluso oficiales de casta noble habían
perecido en Francia a causa de las enfermedades que diezmaban el
campamento inglés, la suerte de Essex estuvo echada.
Dos días
antes de Navidad, la reina le escribió al conde una amarga carta en
la que, en resumen, lo conminaba a regresar cuanto antes a Londres y
repatriar a cuantas más personas “de valor para sus familias”
(se refería a lores y sires, claro) fuera posible. Un día después,
repitió la orden en tonos más ejecutivos.
Mientras
la reina de Inglaterra escribía estas cartas, en Rouen Enrique, que
ya había llegado, unía fuerzas con el conde de Essex en un exitoso
ataque al fuerte de Santa Catalina, de donde fueron capaces de
expulsar a los ocupantes católicos; aunque la cosa duró poco,
porque al día siguiente los amigos de los Guisa contraatacaron y
recuperaron lo perdido. Tres días después, Essex decidió ensayar
un último ataque a la desesperada, en medio de la noche, usando
escalas para superar las murallas del fuerte. Pero aquella campaña,
la verdad, estaba tocada por la mala suerte; cuando los ingleses
llegaron a las murallas de Santa Catalina y levantaron las escaleras
apoyadas en la muralla, se encontraron con que eran un par de metros
más cortas de lo que deberían, por lo que los asaltantes se quedaron, literalmente, como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando. Además, en un signo más de los
varios que hay de que Devereaux no era lo que se dice un genio
militar, la orden que les había dado a sus soldados había sido la
de vestir unas ropas blancas encima de la armadura. Pensó que así
sus soldados se verían mejor unos a otros en medio de la noche, lo
cual es cierto; tan cierto, claro, como que también los defensores
del castillo les verían. Los franceses los cazaron, literalmente, en
su huida.
El conde
de Essex perdió esa noche toda ilusión de tomar Rouen; de acopiar
gloria en Francia; de alcanzar el puesto de indiscutida mano derecha
de la reina. De pasar a la Historia, en resumen, como el inteligente
líder que estaba muy lejos de ser.
El
martes, 10 de enero de 1592, el conde de Essex se llegaba por última
vez al puerto de Dieppe. El sábado estaba frente a la reina en
Whitehall, y bailó con ella.
Pocos
días después de aquel encuentro tan cortesano, Isabel emitió una
orden para repatriar desde Normandía al último de sus grandes
capitanes que quedaba allí, sir John Norris. Porque Norris,
efectivamente, estaba en Bretaña. Las opiniones son como los
pulmones: todo el mundo tiene una y la mayoría de la gente, dos. Por
eso es imposible aseverar con certeza total. Pero es cuando menos mi
opinión que Norris, a pesar de la tendencia de hacer la guerra por
su cuenta por lo mucho que le gustaba la pasta, era mucho mejor
general que Devereaux. Es probable, por lo tanto, que el puñetero
empeño del condesito por alcanzar la gloria en los campos franceses
evitase que la campaña de Normandía hubiese sido conducida y
coordinada por un hombre que probablemente la habría llevado a mejor
término. Esto, me parece a mí, no lo pienso sólo yo; lo pensaba el
propio Norris, quien a su regreso a Inglaterra no le ocultó a
Burghley sus hondas críticas a la estrategia de la reina en
Normandía, la obsesión por Rouen.
Por lo
demás, en Francia quedaban centenares de ingleses de modesto origen
(los pijos habían sido repatriados), más el pequeño ejército de
Norris; y todos ellos, como los héroes anónimos de la Armada,
fueron pasto fácil de la displicencia de una reina a la que si ya le
costaba ser generosa con los ganadores, ya no digamos en el caso de
los que habían perdido. Las tropas inglesas en Francia fueron
atacadas por varias enfermedades contagiosas, muy especialmente por
lo que se ha especulado fue una epidemia de gripe altamente mortal
(bueno, como suele ocurrir con la gripe lo que fue realmente mortal
fueron las condiciones en que esa gente tuvo que pasarla). Y allí
los dejó Isabel, muriéndose de asco en Francia. El Estado inglés,
por decirlo de alguna manera, le ofreció a aquellos hombres de armas
la alternativa de permanecer en Francia por si algún día eran
necesarios (mientras tanto, podían comer mierda); o regresar a
Inglaterra a sus expensas, cosa que la inmensa mayoría no
podía ni soñar con hacer, entre otras cosas porque Su Graciosa
Majestad les dejó a deber las soldadas que les adeudaba.
Y estos
tipos nos dan lecciones de civilización.
No fue
hasta seis meses después de haber desmontado el chiringuito normando
que Isabel acabó ofreciéndole a algunos soldados la oportunidad de
poder volver.
Tras la
retirada inglesa, el duque de Parma inició una marcha por Normandía,
claramente con la intención de llegar a Rouen. Enrique se desplazó
a toda prisa con su caballería para hacer frente a las tropas
españolas, pero llegó muy precipitado, se colocó mal y acabó
pagándolo, incluso personalmente porque recibió un tiro en la
entrepierna. Los diez días que tardó el rey francés en poder
volver a montar a caballo los aprovechó Parma para dirigirse hacia
Rouen, emboscar el campamento de Biron y, finalmente, liberar la
ciudad del asedio el 10 de abril.
El duque
de Parma que a partir de entonces regateó el enfrentamiento directo
con Enrique, fue herido por un tiro en Caudebec. Logró regresar a
las Provincias Unidas, pero un infarto acabó con él unos meses
después.
A pesar
de que los holandeses aprovecharon la muerte de Parma mediante varios
afortunados ataques dirigidos por el conde Mauricio, entre ellos el
asedio de Geertruidenberg, a Enrique las cosas no le iban tan bien.
Echaba de menos, no tanto las tropas de Essex como las de Norris, por
lo que le costaba repeler el empuje de los españoles. El rey francés
rogó el regreso de Norris (no el de Essex). Isabel se lo regateó al
principio, pero cuando le llegaron informes de que Felipe II tenía
el plan de consolidar el poder español en la región y después
reclamarla para su hija, la infanta Isabel, decidió decir que sí.
El 30 de
junio de 1592, Isabel aceptó, no sin reluctancia, mandar a Francia
más soldados y más dinero. Hacía falta. Los españoles tomaron
Épernay, lo que los acercaba a París un poquito más. El rey
Enrique, asustado ante la perspectiva, realiza una inmediata misión
de reconocimiento. Biron recibe la orden de no acompañarlo, pero la
desobedece; será la última vez. Una bala de cañón cae sobre los
franceses, dejando gran número de víctimas, entre ellas el
mariscal.
De
alguna manera, Enrique nunca se recuperó de la pérdida de un
lugarteniente tan fiel y tan capaz como Biron. La guerra en Francia,
además, entró en una fase de tuya-mía que si sirvió para algo,
fue para deteriorar la poca confianza que se tenían los reyes
francés e inglesa. Isabel, muy particularmente, temía la conversión
al catolicismo de Enrique, que supondría su reconciliación con los
católicos y, lo que es peor, le daría base para no amortizar las
deudas que había contraído con Londres. Conforme la inestabilidad, además,
se prolongaba, los campesinos franceses cada vez estaban más
cansados de la guerra civil. Felipe II vio su oportunidad, y sugirió
el matrimonio de su hija con el hijo más joven del malogrado duque
de Guisa. El objetivo es que la pareja fuese finalmente elegida como
reyes de Francia por los Estados Generales, rechazando con ello las
creencias heréticas de Enrique.
Fue esta
posibilidad la que obligó a Enrique a mover ficha en la dirección
que se ha hecho famosa. El domingo 15 de julio de 1593, presidió una
solemne procesión hacia la abadía de Saint Denis, donde entró en
la Iglesia Católica. Dicen que dijo aquello de “París bien vale
una misa”, aunque es una burda mentira inventada por sus enemigos.
Enemigos que estaban que trinaban, pues el gesto supuso
automáticamente que los Guisa perdiesen el apoyo de los católicos
moderados, por así decirlo.
Pero,
claro, el gesto suponía, automáticamente, mandar a tomar por saco a
Inglaterra y a su reina. Que se habían embarcado en una guerra
carísima, que ahora nadie les reembolsaría, a cambio de nada.
Nada.
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