Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
El lunes 2 de agosto de 1591, el conde de Essex desembarcaba en Dieppe, con el mando de las tropas británicas en Normandía bajo el brazo. Inmediatamente pasó revista a los flamantes 3.400 efectivos que lo esperaban, y con los que tenía la intención de convertirse en el hombre de armas de la reina. El problema para Devereaux estribaba en que para conseguir lo que él había pensado para sí mismo sabía que debería desobedecer las órdenes recibidas.
La
reina, sin embargo, pecó de algo de lo que pecan a menudo los
ingleses: la sensación de que son los únicos que piensan en el
mundo, los únicos que tienen derecho a albergar altos objetivos. A
Enrique IV, Rouen no es que se la soplara, pero desde luego veía ese
objetivo enmarcado en un conflicto mucho más complejo cuya principal
recompensa no era el control de Bretaña, sino, lógicamente, París.
Se da la
circunstancia, además, de que Enrique era de esos líderes a los que
les cuesta trabajar en varios frentes y prefieren, por lo tanto,
tener un objetivo cada vez, al que dedican todos sus esfuerzos.
Puesto que el del rey francés era París y no el Canal, para él lo
importante no era tomar Rouen, sino Noyon, una población cuyo
control otorgaba el de la ruta principal entre Bruselas y París;
quien controlase Noyon, por lo tanto podía intensificar, o
cortocircuitar, el principal flujo de recursos que los españoles
podían poner en juego en los campos franceses.
Como
sabemos, Essex estaba fuertemente marcado en todo lo que hacía, así
pues no pudo marchar a Noyon, puesto que aquél era un objetivo que
estaba fuera del perímetro de las acciones bélicas para las que la
reina había permitido la implicación inglesa. Así las cosas, el
conde y sus tropas levantaron campamento en Arques, muy cerquita de
Dieppe. Allí, sir Henry Unton le dio otro disgusto, por si llevaba
pocos: la reina pagaría la soldada de los combatientes ingleses
durante dos meses; ni un día más.
Quince
días después, Noyon se rindió. Tras la victoria, Enrique hizo
llamar a sir Roger Williams, que era el capitán de los seiscientos
jinetes británicos que habían sido encomendados para acompañarlo,
y le ordenó que fuese portador de una carta para Essex en la que le
invitaba a encontrarse en Compiègne. Fue una oferta de pícaro, en
la que Enrique, claramente, especuló con las ganas que tenía Essex
de hacerse el importante. Para acudir a la cita, estando como estaba,
el inglés debería atravesar líneas enemigas, con el natural riesgo
tanto para él como para las tropas que lo acompañaban; además,
desplazarse hasta el lugar designado era contravenir las
instrucciones de su reina. Pero Devereaux, la verdad, no se lo pensó;
no solía pensar mucho las cosas, para ser exactos. Así pues, salió
para allá y viajó de incógnito en pleno verano francés, y logró
llegar.
En
Compiègne todo fue fiesta y cachondeo, pero hubo alguna otra cosa
más. Cuando Essex le sacó al rey francés el tema del sitio de
Rouen que, recordemos, era la única posibilidad con que
contaba el inglés de regresar a Londres con gloria, Enrique mostró
poquísimo entusiasmo. El rey francés necesitaba victorias más
lucrativas para poder mantener el pago de sus tropas, sobre todo de
las alemanas, y había decidido avanzar hacia Champagne. Lo único
que podía hacer, informó el francés, era detraer unos 12.000
soldados de sus tropas y enviarlos a Normandía al mando del mariscal
Armand de Contaut-Biron, normalmente citado como el mariscal Biron,
para que le echaran una mano a Essex en lo de Rouen. El rey francés
prometió unirse a la partida lo antes que pudiera.
Essex,
en realidad, tenía un obvio aliado: su reina. A Isabel tampoco le
gustaba nada el cariz que estaban tomando los acontecimientos, y el
18 de agosto le escribió una carta a Enrique en la que directamente
le reprochaba su estrategia y la consecuencia que tenía de inacción
en el Canal. Argumentaba la reina de que si perdía los puertos del
Canal no podría mantener el control sobre Francia y que, en general,
estaba siendo desconsiderado con unos hombres extranjeros que se
habían presentado en su tierra para ayudarle. Días después, sin
embargo, cuando fue informada de la arriesgada operación de Essex
para llegarse a Compiègne, tuvo un ataque de ira. Le jorobó lo
arriesgado de la operación, como le jorobó que después su teniente
general y el rey francés se hubiesen tirado varios días de juerga (aunque, como veremos más abajo, eso mismo es lo que haría ella cuando Essex se llegó a Inglaterra).
En su
regreso de Compiègne, además, Essex fue víctima de una emboscada
de los católicos. Afortunadamente para él, sus exploradores vieron
la tostada antes de tiempo y le pudieron dar el queo, por lo que el
conde pudo dar un rodeo y reagruparse con sus tropas cerca de Pavilly. Sin
embargo, Pavilly estaba demasiado lejos de Rouen, lo cual quiere
decir que el inglés ya no podría comenzar el sitio de Rouen hasta
que llegase Biron.
En parte
enrabietado, en parte a causa de esa personalidad suya que ya hemos
dicho no era nada proclive a analizar las cosas y pensarlas un poco,
Essex decidió atacar Pavilly. Una acción en la que lo más
sobresaliente fue la muerte de su hermano Walter, alcanzado en la
cabeza por una bala de mosquetón. Pero no fue la única cagada. Al
día siguiente, por la tarde, a algún rocapollas no se le ocurrió
otra idea mejor que preparar la cena justo al lado del polvorín
inglés; se declaró un incendio y después una explosión que no
dejó de Pavilly nada más que los cimientos; además, la tropa
inglesa se dispersó por el campo cercano, eso, claro, los que no la
palmaron en la explosión.
Ante
todo aquel cúmulo de putadas, en gran parte producidas a causa de su
mala cabeza, Essex cayó en una especie de depresión, de la que
acabaría saliendo gracias a los buenos oficios de Unton; ello a
pesar de que el pobre embajador estaba él mismo gravemente afectado
por leptospirosis, ya que el agua que habían bebido las tropas
inglesas en Dieppe estaba contaminada con orina animal. Upton, por
cierto, incumplió sus órdenes, pues no informó a la reina del
bajón de su teniente general, para no empeorar las cosas.
Con
mucho trabajo y tragándose el orgullo, Essex aceptó la retirada de
las tropas ingleses hacia Arques. Sin embargo, era incapaz de
renunciar a la gloria, por lo que decidió avanzar hacia
Gournay-en-Bray. Allí finalmente se reunió con Biron, y ambas
tropas combinadas iniciaron un asedio que duró diez días. Tomando
Gournay, los ingleses buscaban dificultar la llegada de tropas
españolas para la defensa de Rouen.
El 26 de
septiembre, por fin Essex tuvo su victoria, pues la villa capituló.
Pero se podría decir que lo había hecho a mala leche si hubiera
habido alguna manera de que los franceses supieran que, apenas 24
horas antes, la reina había decidido ordenar a su teniente general
que regresase a casa. En efecto, Isabel había escrito una carta, y
lo había hecho en un estado de cabreo tan brutal que Burghley llegó
a presentarle tres borradores diferentes hasta que la convenció de
que la suavizase un poco. Con toda la razón cuando menos en opinión
de este relator, Isabel le reprochaba al conde que no se hubiera
currado lo suficiente a Enrique para que actuase más en sintonía
con los intereses de su aliado inglés y, de hecho, demostraba en su
misiva estar más que mosqueada con lo muy amiguitos que se habían
hecho el francés y el inglés. Y daba en el clavo la reina cuando se
preguntaba retóricamente en la carta: “¿no será que mi favorito
prefiere servir a un rey que a una mera reina?” Una más de las
muchas pruebas que la correspondencia de Isabel nos dan de hasta qué
punto era ella consciente de que muchas de las indisciplinas que
cometían Essex, Leicester, Drake, Burghley, todos los que la
rodeaban, eran atrevimientos que nacían del hecho de que ella, al
fin y al cabo, era una débil, voluble y pobrecita mujer.
En
conclusión, decía Isabel, la reina no veía razón alguna para que
las tropas inglesas, o por lo menos el grueso de ellas, permaneciesen
en Francia un día más. Por ello, le ordenaba a Essex volver a
Inglaterra y entregar el mando a sir Thomas Leighton. En un último
acto de cabreo, además, la reina le informaba a su conde de que no
tenía intención de comunicarle todos aquellos extremos a Enrique;
debería ser el propio Essex quien le escribiese.
La carta
de Isabel se cruzó en algún punto del Canal de la Mancha con el
viaje de Robert Carey, uno de los subordinados de Essex, que había
sido enviado a Londres para informar personalmente a la reina de la
caída de Gournay, así como de la solicitud del teniente general
para una ampliación del periodo de permanencia en Francia.
Carey
llegó a Oatlands de madrugada. A la hora que llegó, la reina
todavía estaba sobando. Estaba empapado y tenía barro hasta en el
hueco poplíteo. De esa guisa se fue a ver a Burghley, que fue quien
lo puso en antecedentes sobre el mosqueo de la reina y la orden que
había cursado a Essex para que regresase. El primer ministro in
pectore le recomendó que se anduviese con mucho cuidado si
decidía finalmente transmitirle a la reina la petición de una
estancia más larga en Francia; lo cual era una forma elegante de
recomendarle que no se lo dijese.
Todas
éstas eran las cosas que tenía en la cabeza el pobre Carey cuando,
a eso de las diez de la mañana, le dijeron que la reina deseaba
verlo. El asistente fue listo, dentro de la gravedad. Primero le dijo
lo de la petición de extender el periodo francés de Essex, lo que
provocó que la reina tuviese un ataque de ira en el que afirmó que
haría con su conde “un escarmiento que conocerá el mundo entero”;
pero, acto seguido, le informó puntualmente de la victoria de
Gournay, lo cual sirvió para que se tranquilizase. A nadie le amarga
un dulce.
Carey, a
todas luces, había decidido no seguir el consejo de Burghley. La
verdad, le entiendo. Si lo hubiera hecho, evidentemente, se habría
ahorrado una escena jodida con la reina. Pero, ¿qué carrera militar
podría esperar para sí mismo, siendo como era un subordinado de
Essex, cuando éste aprendiese que su hombre había pasado de
defenderlo? En esta tesitura, Carey decidió jugar a fondo la carta
de su jefe, y le afirmó a la reina que el conde consideraba que, si
regresaba de Francia ahora, nunca se libraría de ser acusado de
cobarde. En esas circunstancias, ésta era la gran apuesta de
Devereaux, no le quedaría otra que abandonar la Corte y recluirse de
por vida.
Claramente,
el intento de Essex/Carey era chantajear emocionalmente a Isabel; lo
cual, de nuevo, nos vuelve a señalar las diferencias entre un rey y
una reina, porque yo no creo que muchos jefes militares decidiesen
jugar esa carta frente a un hombre. De todas maneras, a corto plazo
funcionó como la mierda. Isabel, con un rictus en la boca, hizo un
gesto de la mano con el que echó a Carey de su presencia. Pero
volvió a llamarlo por la tarde. En las horas que pasaron, la reina
había leído la carta de Essex y había despachado con Burghley,
quien le había informado de que el mariscal Biron tenía la
intención de atacar Rouen en el corto plazo. Por ello, le escribió
una carta a Essex en la que le daba un mes más en Francia, eso sí,
siempre y cuando Enrique pagase la nómina.
El fiel
Carey tomó la carta y salió echando leches en dirección sur. Su
barco entró en la rada de Dieppe un poquito antes de la medianoche
del 8 de octubre. Dos horas antes, a eso de las diez, un cabizbajo y
meditabundo Essex había tomado en ese mismo puerto un esquife para
cruzar a Inglaterra. Llevaba la primera carta de Isabel y se disponía
a llegarse a Londres a recibir la mayor reprimenda de su vida.
Desembarcó en Rye, Sussex. Una vez en tierra inglesa, se acojonó de
tal manera ante la perspectiva de la bronca que le iba a caer, que
envió a un sirviente por delante anunciando su llegada. Le sirvió
de poco, pues el sirviente recibió una reprimenda de la reina y fue enviado de regreso con su jefe.
Cuando
Essex llegó finalmente a Richmond Palace, Isabel lo recibió con
frialdad, pero esa frialdad pronto se disolvió. Pasaron unos días
bailando y comiendo chorradas, actividades ambas a las que los
británicos suelen ser muy aficionados, tras los cuales el conde
regresó a Francia, apoyado por su reina.
La cosa,
claro, es que cuando llegó a Dieppe, lo que se encontró Essex no
fue la tropa que había dejado, sino el resultado de días y días de
inacción de un ejército que ya no tenía del todo claro si le iban
a seguir pagando (y quién); y que, cuando menos parcialmente, seguía
creyendo que sería apartado de la guerra con deshonor. Además,
fruto del natural cachondeo que siempre se produce cuando el jefe se
da la vuelta y de las incertidumbres financieras, las tropas carecían
de absolutamente todo y, para colmo, muchos de sus efectivos eran
pasto de la enfermedad. La malaria, la disentería y hasta la peste
bubónica campaban por sus respetos allí. Pero por lo menos Biron
estaba dirigiendo ataques selectivos en villas de los alrededores de
Rouen y, sobre todo, había noticias sólidas de que Enrique, que
estaba en Sedan, tenía planes para moverse hacia el oeste y apoyar
el sitio de la ciudad.
Camino
de la gloria, pues.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario