miércoles, febrero 28, 2018

Yalta (10: ... y de nuevo, Polonia)

En este mismo color tenemos:


Tras tratar la implicación de la URSS en Japón, Roosevelt y Stalin hablaron de Corea, esa península que, a no tardar mucho, haría hablar a las armas. Roosevelt era partidario de establecer en aquel lugar un mandato con tres cabezas: soviética, estadounidense y china. La mera postulación de la idea rooseveltiana ya nos dice hasta qué punto FDR, la verdad de las verdades, era un Bambi de la vida (y así le fue a Corea, claro). Se apoyaban el commander in chief y su departamento de Estado en el dato de que el esquema había funcionado de coña en Filipinas; ignorando, claro, que una forma de hacer las cosas que funciona de coña en Murcia no tiene por qué hacer lo mismo en Lérida. De hecho, lo único que le preocupaba a Roosevelt de aquel acuerdo no es que no pudiese funcionar, o que fuese en el fondo absurdo para un territorio tan cerca de la URSS y China (a ver si los EEUU de Monroe hubieran aceptado un mandato internacional sobre México, un suponer...), sino que Gran Bretaña quedase fuera del acuerdo. Stalin, muy cuco, hizo como que eso era también lo que le preocupaba a él, y estuvo de acuerdo en darle boleta a Churchill en la movida.
Ya bajando sin frenos y en snowboard por la cuesta, Roosevelt, henchido de felicidad por lo bien que salían siempre sus propuestas, propuso la extensión de la solución filipina, ahora coreana, a Indochina; otro lugar donde las previsiones de Yalta salieron de coña con los años, como bien sabemos. Roosevelt se extendió en juicios sobre los indochinos que hoy sonarían pelín racistas (los consideraba muy belicosos, pero por lo general de poca importancia), pero sobre todo dedicó sus diatribas a los franceses; los cuales, dijo, durante su etapa colonial no habían hecho nada por procurar la prosperidad de los indochinos. Asimismo, lógicamente consideraba que en este punto Churchill era más importante si cabía dada la presencia británica en Birmania.

En otra muestra de clarividencia de la hostia, Roosevelt se mostró muy optimista sobre la evolución de China. Sic. Según el presidente de los Estados Unidos, el nuevo embajador en el país, Patrick Hurley, estaba haciendo las cosas mucho mejor que sus predecesores y consiguiendo muchos más réditos. Entre otras cosas, había conseguido que el gobierno de Chung King y los comunistas de Mao se encontrasen. Consideraba Roosevelt que si dichas conversaciones no concluían con la formación de un gobierno de unidad nacional con todos los partidos, eso sin duda sería culpa de King y el Kuomintang, pero no de los, citemos, sedicentes comunistas.

Stalin, hemos de suponer que descojonándose por dentro, hizo hilo de la sugerencia de su interlocutor: “tiene usted razón, Presidente”, le dijo; “los comunistas chinos son comunistas de pacotilla”. Enemigo que piensa gilipolleces, puente de plata.

A veces, de verdad, los Estados Unidos se asemejan demasiado a la imagen de un camión tráiler bajando un puerto de montaña conducido por un chimpancé sordociego.

Acto seguido, Roosevelt solicitó de Stalin que los bombarderos que actuaban sobre objetivos alemanes, y que en ese momento tenían que despegar desde Italia atravesando los Alpes, pudieran hacerlo desde Budapest, ya controlada por el Ejército Rojo. Stalin, hemos de suponer que pensando en todo lo que había sacado de aquella conversación, lo concedió gustoso.

Así las cosas, la entrevista bilateral terminó con un Roosevelt en sus mejores momentos. Había sacado adelante su proyecto de las Naciones Unidas y había metido a la URSS en guerra contra Japón; sus dos grandes objetivos en Yalta se habían cumplido. Por supuesto, no tenía ni la capacidad ni las ganas de plantearse que si esos objetivos realmente valían la pena a cambio de todo lo que había otorgado (más votos para la URSS en las Naciones Unidas de los que le correspondían, líneas férreas, derechos territoriales, un enorme poder de influencia en Extremo Oriente que ni de coña se había ganado por la fuerza de las armas, el peligro inminente de cierta actuación conjunta con China aun sin llegar Mao al poder, etc.).

La sesión plenaria comenzó a las cuatro de la tarde, mientras los más conspicuos de sus miembros escuchaban salir de las paredes los ecos de algo que parecía ser una rumba catalana que terminaba no naino naino naino naino naino na...

Si los diplomáticos estadounidenses hubieran tomado en los 150 años anteriores la costumbre de mirar a algún otro lugar fuera de sus fronteras, habrían matizado su alegría sin ambages al darse cuenta de que había otra persona en la mesa que estaba como si se acabase de correr de gusto: Iosif Stalin les miraba con ojillos pétillantes y les sonreía como si fuera su amigo. Lo suficiente como para haber pensando: algo debo de haber hecho mal. Pero ni Roosevelt, ni Stettinius ni, mucho menos, Harry Hopkins estaban cortados de esa madera.

Por lo demás, los lectores podrán pensar que el sanguíneo Winston Churchill estaría encabronado por haber sido dejado de lado en una negociación bilateral. Pero, en realidad, no era así (aunque avanzando las horas, ciertamente, acabase teniendo un ataque de ira derivado de la forma en que Roosevelt había llevado las cosas con Stalin). Cuando menos en ese momento, el primer ministro británico estaba lejos de mostrarse reivindicativo y encabronado por los resultados de la entrevista Roosevelt-Stalin. En primer lugar, probablemente barruntaba que eso iba a seguir siendo así de ahora en adelante y que el mundo, a partir de ese día, se acostumbraría a ver a Kennedy versus Kruschev, a Nixon y Breznev, a Reagan y Gorvachov, sin británicos de por medio. Pero, sobre todo, estaba el segundo factor: Churchill no quería que Gran Bretaña estuviese implicada en ningún acuerdo sobre China. Consideraba, y así se lo confesó a Alan Brooke, que cualquier acuerdo que se alcanzase sobre China sería un fracaso, y no quería haber estampado su firma en él (en otras palabras: no quería meter a Hong Kong en el paquete, cualquiera que fuera el paquete).

La sesión comenzó con la propuesta del Presidente de discutir la nueva organización mundial de seguridad. Se había acordado ya la fecha del 25 de abril para la primera reunión, así como el compromiso estadounidense y británico de apoyar la reivindicación soviética de que dos de sus repúblicas figuraren como miembros fundadores.

Anthony Eden propuso que se invitase el 25 a todas las naciones que habían firmado la Carta de las Naciones Unidas, esto es: Estados Unidos, Gran Bretaña, la URSS, China, Australia, Bélgica, Canadá, Costa Rica, Cuba, Checoslovaquia, Guatemala, Haití, Honduras, India, Luxemburgo, Países Bajos, Nueva Zelanda, Nicaragua, Noruega, Panamá, República Dominicana, República de El Salvador, Grecia, Polonia, Sudáfrica y Yugoslavia. Todos estos eran firmantes el 1 de enero de 1942 y se les unirían México (5 de junio de ese mismo año); Filipinas, Etiopía, Irak, Brasil, Bolivia, Irán, Colombia, Liberia y Francia (26 de diciembre de 1944); y, finalmente, Ecuador, que sería firmante el 7 de febrero de 1945.

Repasada la lista, Stalin comentó, de memoria, que como poco diez de las naciones citadas no tenían relaciones diplomáticas con la URSS. Verdaderamente, era todo un retruécano moral considerar que alguien que niega que existas va a sentarse contigo a discutir la seguridad del mundo. Roosevelt intervino con una de esas explicaciones tan suyas: estaba seguro (¿cómo?) de que “era el deseo” de esas naciones tener relaciones con la URSS y reconocerla. Pero, en todo caso, le recordó al camarada primer secretario general del PCUS que la URSS ya se había reunido con esos países, por ejemplo en Bretton Woods. Abordando el centro del problema (las repúblicas latinoamericanas), Roosevelt explicó que estaban bajo el “asesoramiento” de los EEUU, que les había recomendado únicamente romper relaciones con Alemania; algunas repúblicas, sin embargo, no habían declarado la guerra. Stalin retrucó preguntando por Argentina, ante lo que Roosevelt explicó que no era una nación amiga; que había ayudado al Eje. Era, pues, un caso especial, como también lo era Turquía. Opinó el presidente que no se debería convocar más que a naciones que hubieran hecho la guerra a Alemania, principio éste que tenía más agujeros que los bolsillos de Carpanta; ya que, como se ha dicho, había repúblicas latinoamericanas que no le habían declarado la guerra a Hitler; pero es que, además, había que hacer uso de grandes dosis de imaginación para considerar que Francia había sido parte de los aliados.

Este acuerdo tan parcial y nacido de una visión muy particular de las cosas (así nació la ONU, y así ha seguido creciendo el suflé) fue, sin embargo, el que se tomó; y allí mismo, sobre la mesa de negociaciones, Stettinius redactó un telegrama para su secretario de Estado adjunto, Nelson Rockefeller, en el que ordenaba consultar inmediatamente a Perú, Chile, Paraguay, Uruguay y Venezuela, y aconsejarles que le declarasen la guerra a Alemania antes del 1 de marzo.

Se tomaron también otras decisiones sobre países concretos. Se acordó, por ejemplo, que Dinamarca sería invitada en cuando estuviese plenamente liberada. Turquía y Egipto serían aceptadas a condición de firmar la declaración de las Naciones Unidas. Caso especial, que se trataría, con cuidado, sería el de Italia; como el de Irlanda, país en el que todavía había misiones alemanas y japonesas. Por supuesto, tanto Estados Unidos como Gran Bretaña apoyarían el ingreso de Ucrania y de Bielorrusia, aunque ambos países le vinieron a decir a los soviéticos que perdiesen la esperanza en lo concerniente a Lituania.

Tras este punto, llegó el momento de pasar al siguiente asunto del orden del día, que no era otro que el que había quedado el día anterior a medio hacer.

Polonia, otra vez.

Los estadounidenses habían estado trabajando muy duramente en este tema y, por ello, presentaron en la conferencia una contrapropuesta a la soviética basada en los siguientes puntos.

  • Acordar la línea Curzon, si bien modificada en algunos puntos con desplazamientos de cinco a diez kilómetros, siempre favorables para Polonia.
  • Garantizarle a Polonia una compensación de tierra alemana; probablemente una porción de la Prusia oriental, incluyendo Stettin, y otra de la Alta Silesia hasta el Oder; los terrenos a ganar al sur hacia el Niesse deberían estudiarse con más detenimiento, por considerarse más discutibles.
  • Proponer la constitución de un comité presidencial de tres miembros (Bierut, Grabski y el obispo Sapieha). Este comité debería formar un gobierno donde estuvieran representados los jefes del gobierno de Varsovia, otros representantes residentes en Polonia y los jefes políticos provisionalmente ubicados en el extranjero.
  • Encomendar a este gobierno la celebración de elecciones libres en Polonia cuando las circunstancias lo permitiesen; elecciones que designarían una Asamblea Constituyente con la labor de redactar una nueva Constitución.
  • Afirmar el compromiso de los tres grandes de reconocer a este gobierno de unidad nacional en cuanto se formase.

Harry Hopkins, en buena medida autor de aquel compromiso, había confesado a las gentes de su equipo su convencimiento de que Stalin lo firmaría inmediatamente.

Tras conocer el texto del compromiso, Molotov se apresuró a preguntar si ese acuerdo suponía o no la disolución del gobierno de Londres. Cuando el anfitrión de dicho gobierno (Churchill) hubiera contestado que sí, Stalin preguntó qué pasaría entonces con su patrimonio, a lo que Churchill contestó lo más lógico: se trasladaría al gobierno de unidad nacional.

Fue que no, sin embargo. Tras estas respuestas cortas, Molotov intervino para expresar el desacuerdo de la URSS con este acuerdo. En opinión de los soviéticos, lo que había que hacer, en todo caso, era ampliar el gobierno ya existente en Varsovia (el de Lublin, o sea el que controlaban) en lugar de sustituirlo por otro porque, dijeron, era un gobierno con un gran carisma y apoyo social (recuérdese que Churchill había dicho, tan sólo unas horas antes, que en su opinión no concitaba ni un tercio del apoyo social polaco...)

Si Stalin se mostró intratable, Churchill no se paró en barras. Tomó la palabra para aseverar, simple y llanamente, que él nunca reconocería al gobierno de Lublin. Londres, dijo, había reconocido al gobierno sedente en su país y, además, el ejército del frente occidental tenía unidades polacas que verían un acuerdo basado en el gobierno de Lublin como una traición. No había más solución, concluyó, que la más lógica: que ambas partes comenzasen de nuevo, de cero, y lo antes posible se celebrasen unas elecciones para que el pueblo polaco hablase.

En anteriores sesiones de Yalta ya había quedado muy claro que los soviéticos habían estado preparando este argumento muy a fondo, y que habían decidido jugar la carta de establecer una identificación entre el gobierno de Lublin y el gobierno francés del general De Gaulle, al que en aquel momento no había votado nadie. Stalin lo planteó así de crudamente: ¿por qué no se podía tratar a Bierut como se trataba a De Gaulle? Si bien no consiguió darle la vuelta a la tortilla, desde luego sí que consiguió mantenerla en la sartén: el asunto fue reenviado a la reunión de ministros de Exteriores para su cauteloso examen.

Antes del final de la sesión, Stalin sacó dos temas: uno, la formación de un gobierno en Yugoslavia; y el otro, la situación de Grecia. Teniendo en cuenta los intereses geopolíticos que se ventilaban allí, obviamente fue Gran Bretaña quien reaccionó con más presteza.

El rey yugoslavo, informó Churchill, había sido forzado a aceptar una regencia. El croata Iván Chubachitch estaba ya en camino para establecerla, con la idea de llegar a un acuerdo con Josif Broz Tito. El rey, continuó Churchill, ya tenía bastante claro que si se ponía de canto acabaría sin trono; así las cosas, se esperaba de Stalin que tuviera un par de palabras con Tito para convencerlo de ser colaborativo. Stalin, sin embargo, se escabulló, argumentando que Tito era un hombre con ideas propias, que tenía un gran apoyo social, y que podría ver esas insinuaciones como un insulto. Churchill, haciendo uso de su humor flemático, sonrió y contestó que estaba convencido de que el mariscal Stalin podría correr ese riesgo.

En cuanto a Grecia, los británicos argumentaron que una descripción adecuada de la situación llevaría horas. Churchill esperaba la conclusión de la paz sobre la base de una amnistía general, pero no consideraba probable que se pudiera constituir un gobierno con todos los partidos.

Con estas cosas, la sesión terminó a las ocho, momento en el que, casi sin solución de continuidad, comenzó la lujosísima cena que el camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la URSS había preparado para sus amiguitos occidentales.

Treinta comensales dieron cuenta de una cena de veinte platos, entre los cuales por supuesto se encontró el mejor caviar del mundo. Para los no soviéticos, la convocatoria tuvo el atractivo, por así decirlo, de contar en la mesa con la presencia de Lavrentii Beria, el hombre que con seguridad les estaba espiando a fondo a todos, y que sólo se dejó ver en aquella cena, tan aficionado como era a los sótanos y los espacios cerrados en general. Otro detalle que nunca ha explicado la Historia, que yo sepa, es por qué los generales Marshall y King, que desde luego formaban parte del entourage de Roosevelt, no fueron de la partida.

Se declamaron 45 brindis. Los soviéticos se preocuparon de que nunca dejase de rular el vodka, esperando que el famosérrimo yo controlo hiciera su efecto; que lo hizo. Después del vodka llegó el champán caucasiano; Roosevelt, en su intento por ponderarlo como de muy alta calidad, llegó a decir que, una vez que abandonase la Casa Blanca, no le importaría tomar la representación para venderlo en los EEUU.

Stalin brindó por Churchill, a quien calificó de “el gobernante más intrépido el mundo”, pues sólo mediante “el coraje y la resolución” personales del primer ministro había logrado Inglaterra plantarle cara a Alemania cuando toda Europa se rendía ante ella. “Bebo”, dijo, “a la salud de Mr. Churchill, capitán corajudo, mi compañero de combate, porque yo conozco pocos ejemplos en la Historia en los que el coraje de un solo hombre haya sido tan importante para la suerte del mundo entero”.

Churchill respondió brindando a la salud del “poderoso jefe de un país poderoso que ha soportado todo el embate de la potente máquina de guerra alemana, le ha vencido y ha expulsado a los tiranos de su suelo”. Afirmó estar seguro de que, en la paz como en la guerra, el mariscal Stalin sería capaz de conducir a su pueblo “de un éxito a otro”.

Luego Stalin brindó por Roosevelt, “el principal promotor de la movilización mundial contra Hitler”. Tanto él mismo como Churchill, dijo, habían tenido, en el fondo, que tomar una decisión fácil: defenderse. Pero Roosevelt había sido capaz de implicar en la guerra a un país que tendría más dificultades para percibir dónde estaban sus intereses.

Roosevelt, por su parte, alabó en su brindis el ambiente familiar de aquella cena, y luego se extendió sobre los grandes cambios que había experimentado el mundo en los tres años anteriores, y los muchos que estaban por venir.


Así estuvieron, recitando de memoria impostados poemas en prosa que no eran sino una prueba más de eso que llamamos lenguaje diplomático, hasta que dio la una de la madrugada.

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