Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
Con el affaire Cartwright, la reina Isabel inauguró además otro gesto muy propio de los políticos modernos, como ella misma lo era en parte dado que era ya una reina renacentista: desentenderse de los asuntos que ella misma había iniciado y que, por una razón y otra, se enquistaban. El caso Cartwright amenazaba con minar el prestigio de Inglaterra en el mundo protestante, y para conservar eso la solución usada por Isabel fue hacer como si ella nunca hubiera tenido nada que ver con aquella ofensiva judicial y desentenderse de ella totalmente. De hecho, cuando Knollys se presentó en la Corte y le pidió una audiencia privada para discutir el tema, la reina le cerró la puerta en las narices.
Por debajo de la mesa Burghley, ahora que podía actuar porque la reina hacía como que nunca había sabido nada del tema, comenzó a trazar el camino de una libertad bajo fianza de los encausados. Sin embargo, poco pudieron celebrar los puritanos y menos aun pudo soñar la mano derecha de la reina con un Estado que trataría de aprender a convivir con los hijos de su propia revolución religiosa. Pocos días después de la liberación de Cartwright el juez supremo Wray falleció, lo que le dio a la reina la oportunidad de promover a ese puesto a su fiel John Popham, y de nombrar a sir Thomas Egerton, otro furibundo antipuritano, en el puesto anterior de Popham de fiscal de la Corona; la reina, pues, se aseguró una decidida actuación de la Justicia contra los puritanos. En 1593, además, Whitgift llevó al Parlamento, y consiguió la aprobación, para una ley rabiosamente antipuritana. El texto legal establecía que todos aquellos protestantes que boicoteasen servicios en sus parroquias alegando razones de conciencia, acudiesen a reuniones no autorizadas o cuestionasen la autoridad de la reina serían primero encarcelados y después expulsados del país. Cartwright tuvo que huir del foco de las cosas, a Guernsey, donde Burghley lo protegió.
Casi al
mismo tiempo, comenzaron las inevitables acciones, llevadas a cabo
por el lunático rocapollas de turno, que habrían de dar cobertura a
las acciones represivas del gobierno. Un tal William Hacket, puritano
de pura cepa, acabó un día proclamándose como Jesucristo y,
algunos días más tarde, el rey de Europa. Se buscó dos cómplices
con los que declaró que iba a liberar a Cartwright (por aquel
entonces todavía preso), matar a Whitgift y a la reina. Fue
ejecutado muy cerca de San Pablo (no sin antes soltar por la boca un racimo de improperios a la reina con palabras muy gruesas), y marcó el comienzo del camino de
la represión.
Por
supuesto, en esta cruzada contra la disidencia religiosa, Isabel
tampoco se olvidó de los católicos, labor ésta en la que empleó a
un hombre que los odiaba especialmente: Richard Topcliffe, un tipo
probablemente bipolar y sicópata que fue repetidas veces acusado de
saquear las casas de las personas a las que arrestaba, y de
torturarlas sin tener autorización para ello. Oriundo de
Nottinghamshire, se había quedado huérfano a los doce años,
momento en el que fue adoptado por un tío suyo que lo formó como
abogado. En 1557, se casó con con Jane Willoughby, hija de un noble
de Wollaton, una de cuyas sobrinas había sido sirvienta de la reina.
Topcliffe
fue empleado por Leicester para informar a la reina durante la
rebelión de las tierras del norte, y también trabajó amistad con
el conde de Shrewsbury, que entonces era el guardián de María,
reina de los escoceses. Algo más establecido, pues, comenzó una
carrera como cazador de católicos y, muy particularmente, jesuitas.
Se rodeó de una patota de adjuntos que reclutaba en las cárceles y
obtuvo autorización de la Corona para poder torturar
interminablemente a sus sospechosos en su propia casa, situada muy
cerca de la iglesia de Santa Margarita en Westminster. En 1583,
cuando se produjo la conspiración de Thorckmorton, la reina lo envió
al norte con una lista de sospechosos para que se los llevase por
delante. Hoy por hoy, la historiografía está básicamente de
acuerdo en que la mayoría de las víctimas de Topcliffe eran
inocentes.
En 1591,
un joven jesuita residente en Douai (aunque pronto se trasladó a Londres), que entonces formaba parte de
las Provincias Unidas, escribió un panfleto contra el ataque a los
católicos en Inglaterra (An humble supplication to Her Majesty).
Con este papel, Robert Southwell recordaba que, a pesar de que Isabel
se había portado con los católicos como la rana, en realidad no
eran ellos, sino los protestantes (calvinistas) los que la ponían en
solfa. Esta tesis era un torpedo en la línea de flotación de
Burghley, el gran componedor con los puritanos en el gobierno de
Inglaterra.
Así las
cosas, Topcliffe adoptó como principal labor la de apresar
a ese tipo y torturarlo comme il faut. Pero Southwell estaba
bien refugiado en una casa en Spitalfields, entonces un suburbio de
Londres un poquito más allá de Bishopgate. La casa era propiedad de
Anne Howard, condesa de Arundel y católica convertida.
En
aquella Inglaterra en la que los nobles todavía tenían un poder
casi omnímodo dentro de sus posesiones, Southwell era un Julian
Assange renacentista: mientras no saliera de casa, no podría ser
molestado. Pero también tenía su punto orgulloso, o tal vez
temerario, porque el caso es que salió. El 24 de junio e 1592,
fiesta de San Juan Bautista, a las diez de la mañana, tuvo un
encuentro con un caballero católico, Thomas Bellamy, en Fleet
Street. De allí se fueron a la casa del padre de Bellamy, llamada
Uxenden Hall, cerca de Harrow, en Middlessex. Allí celebró una misa
y se quedó a dormir.
Poco
después de medianoche, Topcliffe y su grupo de filósofos lectores
de la Biblia apareció por la casa y prácticamente derribó la
puerta. Había, claro, recibido un soplo; la sopladora había sido
nada menos que Anne Bellamy, la hermana de Thomas, que entonces tenía
29 años. Seis meses antes, la propia Anne había sido denunciada por
católica y encarcelada en Gatehouse. Allí, Topcliffe se la había
pulido repetidamente, hasta el punto de dejarla preñada. Después de
haber cometido la agresión, el policía anticatólico se ofreció a
resolverle la movida casándola con uno de sus adjuntos, Nicholas
Jones. Por supuesto, también le prometió (y, por supuesto, lo
incumpliría) que si se convertía en su informante, nunca le tocaría
un pelo a su familia.
Con
Southwell encadenado a una pared, Topcliffe le escribió una carta
directa a Isabel que deja pocas dudas sobre la colaboración y el
conocimiento directo por parte de la reina de la serie de atrocidades
que estaban siendo cometidas en Inglaterra por razones religiosas.
Topcliffe demandaba autorización para comenzar lo antes posible la
tortura del jesuita, para así evitar que sus cómplices pudieran
huir.
Isabel,
que como buena reina responsable sólo ante Dios no gustaba de dejar
rastro que pudieran hacerla responsable ante los hombres, no dejó
rastro de su respuesta, que fue meramente verbal en una audiencia
privada. Pero los hechos son que, tras dicha audiencia, Topcliffe
comenzó las torturas, de donde cabe estimar que la respuesta de la
reina debió de ser muy clara. De hecho, la ley exigía que la tortura
fuese también aprobada por Burghley, pero Topcliffe comenzó sin ese
trámite, lo cual demuestra que se sabía con las espaldas totalmente cubiertas.
Topcliffe
torturó a Southwell, según diría el propio jesuita en su juicio, por lo
menos diez veces. Southwell fue llevado a una celda especialmente asquerosa de
Gatehouse, en unas condiciones tan antihigiénicas que pronto todo él
fue una pústula. Ante las protestas de sus amigos ante la reina, fue
trasladado a una celda oscura de la Torre, donde estuvo dos años y
medio. Finalmente, el 20 de febrero de 1595 fue llevado ante los
tribunales en Queen's Bench, Westminster Hall, ante el juez supremo
John Popham. Fue declarado traidor bajo los términos de una ley de
1585 que declaraba de tal condición a todos los jesuitas y
seminaristas. El jurado no tardó ni un cuarto de hora en deliberar.
Fue
colgado en Tyburn, la campa de las afueras de Londres reservada para
los criminales comunes. Pero de nuevo, como ya ocurrió años antes
en el caso de William Parry, la reina dio instrucciones al verdugo
para que la cuerda de la horca fuese cortada antes de que el reo se
ahogase, para que el verdugo, con el condenado plenamente consciente,
le abriese las costillas para arrancarle el corazón y los pulmones.
Y estos
tipos nos dan lecciones de civilización. Hombre, nosotros quemábamos herejes; pero, primero, el quemado siempre tenía la posibilidad de evitar ese destino, cosa que no le pasaba a los disidentes del anglicanismo; y, segundo, nosotros no desventrábamos gente a lo vivo en público.
Southwell
recibió la merced de decir unas palabras antes de su ejecución y,
para sorpresa de todos los presentes, las usó para rezar por la
reina y sus asesores; como había hecho Tomás Moro por su padre en
unas circunstancias muy parecidas. Escuchando esto, el público gritó
pidiendo que, cuando menos, el reo fuese simplemente ahorcado, y el
verdugo obedeció. Los ingleses demostraron ser un poquito más
sensibles que su reina que, la verdad, tenía menos empatía que un sacaleches.
Con la
muerte de Robert Southwell, es posible que la reina y también los
más conspicuos de los miembros de su entourage violentamente
protestante considerasen que habían solucionado el problema de la
disidencia religiosa dentro de Inglaterra. En realidad, cuando menos
yo creo que fue de otra forma; que todos aquellos sucesos,
notablemente los que implicaban a la minoría protestante radical,
habían iniciado movimientos de muy amplio calado que ya no tendrían
capacidad de parar.
Todo
tiene que ver con la incongruencia. El diseño político de la
monarquía anglicana era, en sí mismo, incongruente. A veces por
torpeza de la reina y de su padre, a veces porque ambos no habían
tenido más remedio que transitar caminos que en el fondo les
repugnaban, lo cierto es que la parejita formada por el padre y la
hija, probablemente los dos mayores campeones de la monarquía
absoluta que existieron en la Historia de Europa, habían abierto las
vías para su disolución. Y lo habían hecho porque ni Enrique ni
Isabel se preocuparon nunca demasiado por la coherencia. Príncipes
maquiavélicos incluso mucho más allá de Maquiavelo, Enrique e
Isabel inauguran la política moderna, ésa que es rabiosamente
cortoplacista, que todo lo ve en términos de incentivos y
penalizaciones como mucho a un año vista y que, por lo tanto, se ve
compelida a acabar sosteniendo una cosa y la contraria con total
naturalidad.
Isabel
fue una monarca absoluta que respondió con una represión brutal a
las ideas, ni siquiera las acciones, en defensa de una
monarquía responsable de una religión (y no una religión
responsable ante una monarquía, como diseñó Enrique VIII). Por
sostener esas teorías, fue capaz de contratar a sicópatas a los que
permitió desplegar todas sus crueldades impunemente; hasta el punto
de que, personalmente, considero que si Inglaterra tiene en el haber
la invención de la Carta Magna y el habeas corpus, tiene en el debe
el haber inventado a Isabel de Inglaterra, que se cagó y se meó
sobre tales o parecidas cosas cuando le petó. Isabel torturaba a
quien decía que los reyes eran hombres responsables ante su sociedad
(o sea, la asamblea eclesial); pero, al mismo tiempo, le separó la
cabeza del cuerpo a una reina legítima en un acto jurídicamente más
que discutible. La reina creía en su poder omnímodo pero incubó en
su seno a los principales enemigos del mismo, que acabarían
levantándose contra él en la otra punta del mundo y ondeando con
orgullo la bandera republicana.
Tal y
como yo lo veo, en la insoportable levedad de Isabel y de su padre
está Cronwell, como están los muchos otros actos en la Historia de
Inglaterra en los que el rey se ha visto comprometido, cuando no
acorralado. Esto, también, les ha ayudado a aprender cosas y a
mantenerse en el machito. Una cosa por la otra.
En fin.
Es hora de volver a Francia.
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