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No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
A las cuatro y cuarto de la tarde del cuatro de febrero de 1945 se producía en el palacio de Livadia, o sea en Ca'Roosevelt, el primer encuentro directo en Yalta entre los dos principales líderes del mundo: Franklin Delano Roosevelt y Iosif Stalin. Sólo los acompañaban los intérpretes, Bohlen para el primero y Pavlov para el segundo; además del inseparable Viacheslav Molotov. Apenas hablaron un cuarto de hora lo cual, contando con las interpretaciones, deja la conversación en bastante poco.
No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
A las cuatro y cuarto de la tarde del cuatro de febrero de 1945 se producía en el palacio de Livadia, o sea en Ca'Roosevelt, el primer encuentro directo en Yalta entre los dos principales líderes del mundo: Franklin Delano Roosevelt y Iosif Stalin. Sólo los acompañaban los intérpretes, Bohlen para el primero y Pavlov para el segundo; además del inseparable Viacheslav Molotov. Apenas hablaron un cuarto de hora lo cual, contando con las interpretaciones, deja la conversación en bastante poco.
Como resulta relativamente fácil de sospechar por las notas que ya preceden a este relato, en realidad era Stalin quien tenía las ideas más claras. Por eso y porque sabía (lo tenía que saber) que la conversación iba a ser corta, tras los primeros escarceos de sonrisas y apretones de manos y tal, se dejó de polladas y disparó preguntándole al presidente de los Estados Unidos cuál era la situación bélica de los aliados occidentales en el Rhin; dicho de otra forma, quería saber cuánto podían colaborar los aliados occidentales en el que él consideraba el frente fácil.
Si la prioridad de FDR, en el corto plazo, era que la URSS le declarase la guerra a Japón; y si la obsesión de Churchill, como era bien evidente, eran las posesiones coloniales inglesas, la de Stalin era Alemania. Ocupar Alemania, hacerla suya, muy especialmente Berlín. Y si ocupar Berlín le iba a reportar, como un huevo Kinder, el regalo de la persona de Adolf Hitler, mejor que mejor. Pero yerran quienes piensan que lo que quería Stalin era pillar a Hitler. Se podría decir que, en realidad, al camarada primer secretario general del PCUS Hitler se la sudaba. Lo que le importaba era lo que llevaba importando desde el pacto nazi-soviético del 39: sentirse seguro. Pero para poder sentirse seguro necesitaba hacerse con Alemania, y para hacerse con Alemania necesitaba que sus aliados se quedasen relativamente pillados en la línea del Rhin, y es por eso que preguntó.
Roosevelt supo
esquivar esa pregunta tan directa tomándosela medio a broma y
comentándole a Stalin que, en el Quincey, el barco en el que
había viajado a Europa, se habían producido muchas apuestas sobre
si los soviéticos llegarían a Berlín antes que los estadounidenses
a Manila. Stalin, escondiendo su juego, opinó inmediatamente que él
habría apostado por EEUU; que sin duda los americanos llegarían
antes a Manila, dado que él estaba encontrándose con una fuerte
resistencia en la línea del Oder. Ambos, pues, jugaron a una especie de juego de enamorados pollas, cuelga tú, no, cuelga tú; sólo que con temática bélica de por medio.
A partir de ese
momento, ambos mandatarios desarrollaron un tema fundamental para la
existencia del mundo: el clima de Crimea.
Con la tradicional
conversación climatológica, FDR no hacía otra cosa que ganar
tiempo para buscar un tema de conversación que pudiese reputar algo más consensuado con
el líder soviético. Y lo encontró. Cuando la conversación regresó
a la guerra, el presidente estadounidense la hizo virar (la conversación, no la guerra) hacia los
tremendos daños causados por los alemanes en Rusia. Stalin
puntualizó que, en realidad, Ucrania se había llevado la peor
parte; pero finalmente ambos encontraron un excelente terreno común
en el comentario de la brutalidad de los alemanes.
En ese momento, el
presidente informó a su aliado (en términos genéricos) de que por
parte aliada occidental se iba a producir una gran ofensiva aquel mes
de febrero, el día 8; ofensiva que estaría plenamente desplegada en
marzo. Stalin saludó con alegría aquel anuncio, destacando lo vital
de que se ocupasen el Sarre y la cuenca del Ruhr pues, teniendo en
cuenta que los rusos ya ocupaban Silesia, eso dejaría a los alemanes
sin carbón. Eso es lo que dijo; lo que pensó no lo sabemos, aunque es probable que se cagase en algo.
Roosevelt, ante el
buen ambiente que en su juicio habían creado los últimos dos
minutos de conversación, se decidió por colocar una petición sobre
la mesa. Le planteó al camarada primer secretario general del PCUS
si no sería posible que el general Eisenhower pudiera contactar
directamente con el cuartel general soviético, sin tener que pasar
por los Estados Mayores de Washington y Londres como se veía
obligado a hacer hasta el momento. Stalin aceptó inmediatamente, lo
cual hizo que Roosevelt se dijese a sí mismo eso tan manido de “esto
marcha”.
Por eso sacó otro
tema.
“Mariscal... ¿y
De Gaulle?”
Los americanos
sabían por Harriman, que había tenido la ocasión de discutir el
tema con el propio Stalin en Moscú, que los soviéticos no eran
demasiado partidarios de darle cuartelillo al francés. Stalin le
había dicho a Harriman que Francia era una nación vencida, y que
como tal no podía demandar los mismos derechos que EEUU, la URSS y
Reino Unido. Buen conocedor de ello, Roosevelt se guardó de
mostrarse como un profrancés cerrado; sabía bien que ese papel lo haría Churchill. De hecho, se cachondeó de De
Gaulle al contarle a Stalin que le había dicho de sí mismo, en Casablanca, que era algo así como un moderno Juana de Arco para Francia. Ambos
líderes se rieron de eso. Pero Roosevelt no dejó por ello de abogar
por la idea (que le encasquetó a Churchill, evidentemente) de que
Francia tuviera una zona de ocupación en Alemania. Stalin endureció
el rostro y preguntó, secamente, por qué razón habría que hacer
eso. FDR se quedó desarmado; tal vez esperaba que Stalin argumentase; pero lo que hizo fue adoptar la actitud de que la negativa era tan evidente que no necesitaba ni explicarse. Una actitud ante la que Roosevelt apenas tenía argumentos porque la reivindicación francesa, la verdad, no tenía un pase. Ante un interlocutor que dividía el mundo en
gente que gana y gente que pierde, FDR no supo sino decir “por bondad”;
argumento bastante débil en política internacional pero, vaya,
cuando el tipo al que tienes delante es Stalin, parece de coña.
“Desde luego”, intervino sarcástico Molotov, hasta entonces
callado, “es la única razón que pueden aducir ustedes”.
Stalin, que en este
punto se mostró repentinamente algo nervioso, afirmó su total
oposición a la concesión a Francia de una zona de ocupación; y, no
sin dejar un portillo abierto diciendo que tal vez era algo que se
podría volver a discutir (como veremos, se discutió, y pronto), cerró ahí el encuentro. Ambos líderes
se separaron, pues ya llegaba la hora de que se desplazasen al Salón
de Baile, donde tendría lugar la primera reunión plenaria prevista
para la conferencia.
Sabemos que
Roosevelt salió de aquella entrevista bien impresionado. En su
opinión, Stalin se había mostrado mucho más colaborador que en
Teherán (lo cual es cierto; en aquella conferencia se había
mostrado seco y como atacado por hemorroides). El optimismo
rooseveltiano, muy alimentado por Hopkins, era, en realidad, una
mezcla de lo que veía y lo que quería ver.
A las cinco y diez
de la tarde se produjo el comienzo oficial de la conferencia.
Alrededor de una mesa redonda se sentaron quince personas, cinco por
delegación.
Por parte
soviética: Stalin; Molotov; el almirante Nikolai Guerasimovitch
Kuznetsov, comisario político de la Marina soviética; el general
Alexei Antonov; y el mariscal del aire Sergei Khudyakov.
Por parte
estadounidense: Roosevelt; Stettinius; el primer almirante de la
flota, William C. Leahy; el general George Marshall; y el comandante
de la flota, almirante Ernest Joseph King.
Por parte
británica: Churchill, Anthony Eden, el mariscal Alan Francis Brooke,
primer vizconde Alanbrooke, jefe del Estado Mayor británico; el
mariscal Charles Frederik Algernon Portal, primer vizconde de
Hungenford, jefe del Estado Mayor del Aire; y el general Harold
Rupert Leofric George Alexander.
Aquella reunión,
como se puede ver, estuvo petada de militares. A partir de la misma,
los temas técnicos bélicos fueron tratados aparte, y los de
uniforme desaparecieron de la mesa.
Hay que recordar,
además, que en Yalta (no así en Nuremberg, algunos meses después)
no se instauró la interpretación simultánea. Los miembros de las
delegaciones, como bien se puede comprobar en las fotos del evento,
no tenían cascos ni micrófonos. La interpretación era consecutiva,
lo cual venía a ser una pequeña tortura.
Una vez sentados, y
una vez más, Stalin dejó clara su voluntad de dominar la
conferencia con su primera propuesta: que la presidencia del encuentro le fuese otorgada a Roosevelt. Una propuesta que
demostraba la inteligencia estratégica del zar rojo: alimentaba el
ego de FDR (enorme), mientras con ello colocaba palos en las ruedas
de la colaboración anglosajona. Con Roosevelt presidiendo, éste se
vería obligado, sino era ya de por sí proclive a ello, a adoptar una
posición arbitral en las discusiones y diferencias que se pudieran
producir. Un papel que, por otra parte, a Roosevelt se le hacía el
culo Pepsi-Cola de pensar en hacerlo. Todo iba a favor de corriente.
Ya presidente de la
conferencia, Roosevelt se arrancó con un discurso que muestra en
buena medida las toneladas de buenismo con las que se había
presentado en aquella mesa. Dijo, entre otras cosas, que los tres
contertulios aquel día sentados en la mesa redonda se iban a
entender “mejor que nunca”, y que “nuestra comprensión
recíproca” no iba a hacer sino aumentar. Luego salió Rita Irasema
y lanzó perfume.
Se acordó, en
medio de grandes sonrisas y golpes en la espalda, que la conferencia
sería una reunión de camaradas. Que nada de llamarse Excelencia ni
polladas. Aquello debió parecer, en ese momento, una reunión del
ayuntamiento de Cristianía.
La continuación
fue militar. Antonov hizo una exposición de la situación en el
frente oriental, y Marshall del occidental. Antonov no se cortó de
explicar, henchido de orgullo, que la presión en el Este era de tal
calibre que los alemanes estaban desplazando divisiones de Noruega,
del Rhin y de Italia para poder resistir el empuje. Tras sus palabras
Stalin, como se ve decidido a liderar la discusión y además dar la
impresión de apertura, informó de que había dado instrucciones a
Antonov. “por propia iniciativa y sin presión alguna”, de dar
todas las informaciones necesarias sobre el frente oriental.
Estadounidenses e ingleses interpretaron ese movimiento como un
intento de Stalin de mostrar poder de decisión frente al Politburó,
que claramente había colocado a sus propios controladores en la
villa Koreiz a través de los servicios de Malenkov y Beria.
Marshall, por su
parte, confirmó que Eisenhower tenía la previsión de cruzar el
Rhin el 1 de marzo. Explicó también cuáles eran las prioridades de
bombardeo de la fuerza aérea, entre ellas las bases de submarinos,
ya que los aliados atlánticos temían que Alemania tuviera la
capacidad de reemprender la guerra bajo las aguas. En la discusión
quedó claro que el frente occidental tenía movilizadas 89
divisiones, y que en el oriental los soviéticos tenían 180.
Churchill pilló al vuelo el dato aportado por Stalin y se apresuró
a intervenir (por primera vez) para decir que la superioridad de los
aliados occidentales nunca se había producido en el ámbito del
número de efectivos, sino del material. Aquello subió un poco el
tono de la discusión. Stalin recordó que después de Teherán no se
había producido coordinación entre soviéticos y aliados
occidentales, a lo que Roosevelt le contestó que eran momentos
distintos. Ahora, dijo, el fin de la guerra se ve, determinados
panoramas electorales (se refería al suyo) se han aclarado; ha
llegado el momento de coordinarse. Churchill lubricó las cosas con
una intervención sobre la gran confianza que tenían tanto él como
Roosevelt en el camarada primer secretario general del PCUS y en el
pueblo soviético; eso permitió llegar al acuerdo de que, a partir
de ese momento, se celebrasen reuniones paralelas de estado mayor
para coordinar los esfuerzos militares. Con eso y un bizcocho, la
sesión terminó diez minutos antes de las ocho.
A todos los que
estuvieron presentes en aquella primera sesión de Yalta les
sorprendió la gran paz en que se desarrolló. Al teniente Norris
Houghton le dio la impresión de estar en un velatorio. A ello, con
seguridad, colaboró que el tono personal de Roosevelt era muy bajo
(apenas fumó, por ejemplo) y el hieratismo de Stalin quien, como
tenía por costumbre, se pasó todo el rato haciendo dibujitos en un
papel con un lápiz. Dibujaba, sobre todo, lobos.
En la tarde-noche,
en la sala del billar de Livadia, Roosevelt fue el anfitrión de una
cena de quince comensales. Una cena de importancia diplomática por
sus brindis. El primero fue realizado por Churchill, que lo hizo por
“una paz de cien años”. Stalin respondió afirmativamente, pero
no sin dejar claro que esa paz debería estar basada en el
reconocimiento de estatus diferentes. ¿Acaso sería lógico, dijo,
que en las futuras Naciones Unidas el voto de Albania valiese lo
mismo que el de la URSS? “Nunca aceptaré”, añadió, “que una
decisión de las grandes potencias deba ser sometida a la aprobación
de las pequeñas”. Roosevelt, siempre dispuesto a darle la razón a
todo el mundo, levantó su copa para brindar por el derecho de las
potencias a decidir sobre el futuro del mundo, pero brindando, al
mismo tiempo, “por los derechos de las naciones pequeñas”. Una
cosa y la contraria en la misma frase y en el mismo gesto; marca de
la casa, y de tantas otras casas que desde entonces beben de esta
especie de social-liberalismo moñas.
Stalin, hombre seco
y amigo de conceptos netos, no se quedó tranquilo con ese brindis.
De forma directa aunque educada, le preguntó a Roosevelt si le
gustaría que Albania o Yugoslavia estuvieran sentadas a esa mesa.
Más en concreto, le preguntó si estaría dispuesto a otorgarle a
Albania el mismo peso en el orden mundial que a Estados Unidos. Luego
preguntó qué había hecho exactamente Albania en la guerra para
merecer dicho estatus. “Nosotros tres”, terminó, “somos los
que debemos decidir cómo vamos a mantener la paz mundial; la paz no
se mantendrá si nosotros no la mantenemos”. Una frase que
Churchill saludó con una sonora risa.
Stalin continuó.
Desplegando más aun esas ideas tan cercanas a las de Roosevelt según
las personas del entourage del presidente estadounidense, el
camarada primer secretario general del PCUS dijo: “el águila puede
dejar que canten las palomas, pero lo que no tiene por qué hacer es
preocuparse por su canto”. En ese momento, se produjo una corta
discusión entre Bohlen y Vychinsky, su vecino de mesa. El
estadounidense le dijo al ruso que en su país algo así no se
admitiría, a lo que el alto funcionario del Partido Comunista
replicó que lo que tenían que hacer los estadounidenses era
obedecer a sus dirigentes, y punto. Bohlen le vino a decir algo así
como que no se atrevería a ir a EEUU a decirle eso a los
estadounidenses y el ruso, sobrado, le dijo más o menos que cuando
quisiera.
La conversación se
desvió y encontró un punto de mayor paz en la negativa de Argentina
a colaborar con las potencias ganadoras. Stalin defendió la idea de
castigar al país sudamericano aunque, dijo, tampoco le importaba
mucho porque, confesó sin ambages, era difícil que Argentina
pudiera terminar en la órbita soviética (ésta era la forma que
tenía Stalin de decir que una nación le importaba el huevo).
Roosevelt,
entonces, tomó la palabra para intervenir largo rato y explicar,
quiero decir explicarle al hombre de poder en la URSS, que el temita
de las pequeñas naciones no era tan fácil de analizar como él lo
hacía. Y puso un ejemplo envenenado. En Estados Unidos, le dijo a
Stalin, hay un montón de polacos que están muy interesados en cuál
vaya a ser el estatus final de Polonia. Stalin despreció esa fuerza
argumentando que no eran ni 7.000 con derecho a voto; en ese momento,
Churchill decidió que era mejor destensar el ambiente, así pues
levantó su copa para brindar “por los proletarios del mundo”.
Aun así, no pudo evitar que se siguiese una discusión sobre el
derecho de los países a decidir su propio destino. Sin embargo, el
brindis del premier británico surtió su efecto, pues provocó
algunas bromas; bromas que Churchill zanjó, divertido, con este
argumento: “todos ustedes podrán considerarme un conservador
acérrimo; pero de los tres jefes de Estado que están sentados en
esta mesa, yo soy el único que puede ser despedido en cualquier
momento por el sufragio de mis ciudadanos”.
A los postres,
Roosevelt informó a Stalin de que, durante toda la guerra, Churchill
y él mismo le habían conocido como Uncle Jo, Tío Pepe como ya
hemos dicho. A Stalin aquella información no pareció gustarle
mucho; lo cual provocó una intervención de Molotov, siempre en
guardia, quien le dijo a Roosevelt: “no se preocupe; eso es algo
que el camada primer secretario general sabe desde hace dos años, y
todo el pueblo soviético con él”. Lo primero es difícil que
fuese cierto; lo segundo, yo diría que imposible.
Terminada la cena,
a las 11 de la noche, Roosevelt todavía se hizo llevar por su valet,
Arthur Prettysmann, a las habitaciones de Hopkins, para discutir las
sensaciones de la cena. Churchill y todos los británicos se fueron a
su lugar de residencia, la villa Vorontsov, donde todavía el primer
ministro se bebió unos cuantos scotches que había
conseguido, no se sabe por qué canales, sir Archibald Clark Kerr,
primer barón de Inverchapel y entonces embajador británico en
Moscú.
Stalin se retiró a
la villa Koreiz, donde siguió trabajando, como era su costumbre,
hasta más o menos las cinco (dormía desde entonces hasta las doce
del mediodía, más o menos).
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