Después de habernos empapado sobre la odisea de los grancanarios durante la dominación de las islas por Castilla, así como de los problemas planteados con palmeros y guanches, incluimos unas notas más, que ahora ampliamos hablando, por fin, de los indígenas americanos.
En nuestros devaneos con la política indigenista de los reyes católicos ya le hemos dedicado un tiempo al tema que realmente fue batallón sobre su reinado, y que no fue, como piensan los cultiparlantes, el debate sobre los derechos de los indios americanos, sino el debate, más que el debate la acción judicial, en pro de los derechos de los indios o aborígenes canarios. Dicho esto es lo cierto que el tema de los indios tiene su miga, y por eso vamos a decir aquí algunas cosas al respecto.
En nuestros devaneos con la política indigenista de los reyes católicos ya le hemos dedicado un tiempo al tema que realmente fue batallón sobre su reinado, y que no fue, como piensan los cultiparlantes, el debate sobre los derechos de los indios americanos, sino el debate, más que el debate la acción judicial, en pro de los derechos de los indios o aborígenes canarios. Dicho esto es lo cierto que el tema de los indios tiene su miga, y por eso vamos a decir aquí algunas cosas al respecto.
Es de sobra sabido que los reyes
sometieron a los expertos letrados, teólogos y canonistas el tema
del régimen que se le debía aplicar a los habitantes de las tierras
que estaban siendo descubiertas, conquistadas y colonizadas después
de que Colón regresase de su viaje con el mensaje de que se había
equivocado pero, en equivocándose, había acertado.
El dictamen solicitado, y que desde
luego fue emitido, no se conoce. Lo que en realidad se conoce es la
resolución tomada a la luz de dicho dictamen. Resolución de 20 de
junio de 1500, dirigida a Pedro de Torres, y que dice: ya sabéis
como por nuestro mandado tenedes en nuestro poder en secuestración e
depósito algunos indios de los que fueron traídos de las Indias e
vendidos en esta ciudad e su arzobispado y en otras partes de esta
Andalucía, por mandado de nuestro almirante de las Indias. Los
cuales agora Nos mandamos poner en libertad, e habemos mandado al
comendador fray Francisco de Bobadilla que los llevase en su poder a
las dichas Indias, e faga dellos lo que le tenemos mandado. Por ende,
Nos vos mandamos que luego que esta nueva cédula viéredes, le dedes
e entreguedes todos los dichos indios que así tenéis en vuestro
poder, sin faltar dellos ninguno, por inventario e ante escribano
público.
El texto de esta
orden, se quiera o no, es la primera vez que se pone por escrito el
principio de que un colectivo de seres humanos merece la libertad por
inculto o inferior en poder que sea.
Los indios que
Pedro de Torres tenía en su poder eran 21. Uno de ellos estaba
postrado por la enfermedad, por lo que hubo de permanecer en Sanlúcar
de Barrameda. De los otros veinte una, que era una niña, expresó su
deseo de permanecer en casa de un vecino de la localidad, llamado
Diego de Escobar, para ser educada. Esto hace 19 repatriados. El 23
de junio, apenas tres días después de haberse redactado la orden,
Pedro de Torres entrega a estos indios al mayordomo del arzobispo de
Toledo, salvo uno de ellos que fue entregado directamente al
pesquisidor Francisco de Bobadilla.
Sabemos, además,
que no fue ésta la única cédula liberatoria que se expidió. En
1501, por ejemplo, Lope de León se ocupó de encontrar, liberar y
devolver a una serie de indios que habían sido recibidos por
conquistadores de las Antillas como pago por sus servicios.
Estas
órdenes, que podrían considerarse como actos administrativos
policiales o judiciales, marcan el inicio de una política continuada
por parte de los reyes católicos a favor de la libertad de los
indios, como vasallos de la corona de Castilla. El 16 de septiembre
de 1501, los reyes expiden unas instrucciones en Granada dirigidas al
gobernador de La Española, fray Nicolás de Ovando. En dichas
instrucciones, los reyes mandan procuréis como los indios
sean bien tratados y puedan andar seguramente por toda la tierra, y
ninguno les haga fuerza, ni los roben ni hagan otro mal ni daño.
Asimismo, dice que porque
somos informados que algunos cristianos de las dichas islas,
especialmente de La Española, tienen tomadas a los dichos indios sus
mujeres e hijas y otras cosas contra su voluntad, luego como
llegáredes, daréis orden como se les vuelvan todo lo que les tienen
tomado contra su voluntad, y defenderéis so graves penas, que de
aquí adelante ninguno sea osado hacerlo semejante, y si con las
indias se quisieren casar, sea de voluntad de las partes y no por
fuerza.
El 2 de diciembre
de 1501, habiendo tenido los reyes conocimiento de las acciones del
navegante Cristóbal Guerra, quien había apresado indios y los había
vendido como esclavos en Andalucía, fue apresado y embargada su
pequeña fortuna. Los indios fueron devueltos a América.
Aunque lógicamente
nuestra información es parcial, cabe sospechar que la aplicación
concreta de estas medidas no fue perfecta y que, sobre todo, contó
con la oposición de aquéllos que tenían que llevarlas a buen
término. Esos opositores o críticos muy probablemente tuvieron base
para sus protestas, porque en buena parte los indios no hicieron uso
de su libertad, como pretendían los reyes, para hacerse buenos
cristianos y convertirse en castellanos morenitos; sino para
extrañarse y, no pocas veces, envilecerse por el efecto de una
sociedad que a buen seguro no comprendían. Esto es lo que se deduce
de las palabras dictadas por Isabel el 1503, que nos dice: hobimos
mandado que los indios fuesen libres y no sujectos a servidumbre; e
agora somos informados de que a causa de la mucha libertad que los
dichos indios tienen, huyen y se apartan de la conversación y
comunidad de los cristianos, por manera que aun queriéndoles pagar
sus jornales no quieren y andan vagamundos. Ante lo ocurrido la
reina, apretando el puño, autoriza a los gobernadores para que
conpelais y apremiéis a los dichos indios que traten y conversen
con los cristianos y trabajen en sus edificios, en coger y sacar oro
y otros metales, y en facer granjerías y mantenimientos, y fagáis
pagar a cada uno el día que trabajare el jornal y mantenimientos que
según la calidad de la tierra y de la persona y del oficio vos
pareciere que debieren haber. El texto está redactado con un
tono aparentemente acogedor y comprensivo hacia los indios; pero no
es difícil de imaginar que muchos de los corregidores que hubieron
de aplicarlo lo entendiesen de una forma, digamos, más ejecutiva.
La libertad general
de los indios, sin embargo, tuvo excepciones ya en el ordenamiento
jurídico. En 1503, por ejemplo, se decretó la esclavitud de los
indios caribes, que eran antropófagos y, la verdad, no parece que el
respeto de un rey católico pudiera llegar tan lejos. En 1504 fueron
declarados esclavizables los reos de buena guerra. Y, finalmente, en
1506 se dirimió que también podían ser vendidos como esclavos los
indios adquiridos de otra tribu por medio de la trata, con lo que de
hecho se abrió la mano al tráfico de esclavos indios como el que
afectó a los negros (muchos de ellos, vendidos por otros negros). De
nuevo, sin embargo, estas disposiciones dieron pábulo a que
conquistadores con pocos escrúpulos las interpretasen a su manera,
razón por la cual en 1542 se promulgaron las famosas Leyes Nuevas,
firmadas ya por Carlos I en Barcelona, que proscriben toda esclavitud
y declararon a todos los indios vasallos de la corona de Castilla.
Sin embargo, muchas presiones, unidas al hecho de que la
evangelización no era ni mucho menos completa, llevaron a que esta
libertad general se matizase mediante la declaración de los indios
como personas rústicas o menores, por lo tanto titulares de derechos
pero al mismo tiempo demandantes de tutela y de algunas protecciones
jurídicas especiales derivadas de su minoridad.
La clave y esencia
de la relación de Castilla con los indios es, como es bien sabido y
había ocurrido antes en Canarias, la evangelización. Aunque en
realidad deberíamos hablar de las evangelizaciones, en plural, dado
que dentro de ese objetivo fundamental hubo dos tendencias
diferenciadas. Por un lado, hubo sacerdotes que propugnaron una mera
acción misional: yo llego, predico, y me hacen caso, o no. Mientras
que otros defendieron la conquista evangelizadora, esto es: yo llego,
predico y, si no te convenzo, te informo de que te voy a inflar a
hostias si no te convences.
Los padres Las
Casas y Vitoria son los dos grandes ejemplos de acción misional,
siendo fray Bartolomé, sin duda alguna, quien se muestra más
claramente decantado hacia la idea de que al indio no hay que tocarle
un pelo. En realidad, en algunos pasajes de Las Casas parece incluso
que hasta le escuece la habilitación papal en la que los reyes basan
su derecho de acción evangelizadora. Para él, es la conversión la
que da legitimidad a la conquista, y no al revés. Considera que la
sumisión de los indios debe proceder de un acto libre por su parte;
ni siquiera por la conversión se puede exigir. Sus ideas lo llevaron
incluso a propugnar la idea de que los europeos debían abandonar
América.
Por su parte,
Francisco de Vitoria dividía el apostolado en dos fases: el anuncio
y la aceptación de la fe. Para el primero admitía como lícito el
uso de la fuerza, aunque matizando que, en su opinión, casi siempre
resultaba contraproducente. Pero la conversión la consideraba un
acto sagrado y libre, que no podía ser coaccionado por nadie.
Tanto Vitoria como
Las Casas han tenido una larga vida en la historiografía, en la
Historia del Derecho y en las simpatías de mucha gente. Pero eso no
nos debe ocultar el hecho de que eran minoría. La mayor parte de los
evangelizadores eran partidarios de la conquista, como lo era la
sociedad castellana de donde habían salido. Nadie representa mejor
esta tendencia que el teórico del derecho Juan López de Palacios
Rubios. Jhonny es el autor del requerimiento que los conquistadores
llevaron consigo para leérselo a los indios en el acto de
conminarles al sometimiento. El rechazo del documento hacía lícito
el ataque por la fuerza.
No obstante,
también hay que recordar que todos los teóricos de la conquista por
evangelización ponen el énfasis en sus elaboraciones teóricas en
el mínimo derramamiento de sangre. El objetivo, se dice en sus
teorías, es convertir a la población; una vez conseguido ese
objetivo, las violencias debían terminar. Hay que tener en cuenta,
además que, contra lo que sostiene la Leyenda Negra y otras
elucubraciones surgidas de la indigencia cultural, la mayoría de los
sometimientos de los indios lo fueron sin resistencia, así pues no
hizo falta echar mano de las cláusulas violentas de la teoría. No
hay más que observar la cantidad de lugares en los cuales la
evangelización se realizó por parte de los misioneros en soledad,
sin el apoyo de fuerzas armadas.
Dirán, en todo
caso, los defensores en toda hora de la acusación de lesa violencia
que pesa sobre la extensión castellana en América, que una cosa es
la esclavitud y otra, distinta, la explotación laboral. En esto
tienen razón, aunque también es justo recordar que los propios
castellanos que viajaban camino de América no es que atasen a sus
perros con longanizas, precisamente. Pero es lo cierto que la
extensión de los castellanos por el subcontinente supuso, casi de
inmediato, el comienzo de una deplorable explotación económica del
indio. Y los reyes no estuvieron en este tema tan listos. Desde el
primer momento, y sobre todo a través de denuncias misionales, se
les hace saber que el Nuevo Mundo se está llenando de aventureros
que, buscando el dinero fácil, no tienen problema en someter y
explotar a los indios por cualquier medio. Pero en el otro lado están
las protestas de estos logreros, que todo, dicen, lo hacen por la
grandeza de la Corona; y los beneficios, directos e indirectos, que
ésta obtiene de esta explotación.
Es por ello que
tanto los reyes como el Consejo Real, de la misma forma que
reaccionaron pronto contra la esclavitud, acaban cayendo en la
tentación de decretar el trabajo obligatorio del indio, que por lo
tanto viene a sustituir a la libre contratación. El indio se vio
rápidamente explotado a través de lo que podemos considerar las
instituciones del derecho laboral de los castellanos de conquista;
fundamentalmente, los repartimientos y las encomiendas.
Los repartimientos
son la costumbre de repartir indios entre los pobladores españoles,
para que éstos se puedan beneficiar de su trabajo. Era costumbre
llevada a cabo desde el inicio de las colonizaciones, pero entró en
conflicto con la cédula de junio de 1500. La reina Isabel, de hecho,
los condenó, y ordenó al gobernador Nicolás de Ovando y Cáceres
que pusiese en libertad a los indios repartidos y que, de acuerdo con
los grandes terratenientes, llegase a un acuerdo sobre el tributo que
debían pagar, pero como hombres libres. El gobernador, decía la
reina, podía conpelerlos a trabajar en las cosas de nuestros
servicios, pero pagando a cada uno el salario que justamente
vos pusieres. La medida se aplicó, pero, lógicamente, no tuvo
la consecuencia que esperaba la reina. Los indios, lógicamente
malquistos con quien los había repartido como si fueran huevos
Kinder en el cumpleaños de Pablito, ni de coña se quedaron a
currar, sino que abandonaron las tierras de labranza y se extrañaron
de los españoles.
Este retraimiento
debió de ser tan generalizado y absoluto que en 1503, de una manera
más o menos taimada, los reyes han de autorizar de nuevo la
costumbre de los repartimientos, dado que pensaban que era la única
manera de aprovechar el trabajo de los indios. Por cédula de 14 de
agosto de 1509, sin embargo, la Corona recuerda que los
repartimientos son una institución temporal, o mejor
deberíamos decir temporera ya que la mayor parte de las labores
necesarias eran en el campo. Ante la solicitud de unos colonos de que
haya indios repartidos de por vida, se niega dicha posibilidad
porque, recuerda la cédula, los indios son trabajadores y no
esclavos.
Ese mismo año
Fernando el Católico le comunica a Fernando Colón su autorización
para que se haga un nuevo repartimiento de indios para que las
personas a quien así se encomendaren se sirviesen dellos en cierta
forma e manera.
Este entrecomillado
supone la primera ocasión en la que se dice que el reparto se hace a
título de encomienda. De esta manera, se trasladaba a América una
institución jurídica castellana. Por medio de la encomienda, un
grupo de familias quedaba sometida a la autoridad de un cacique,
llamado encomendero. Éste, por el hecho de serlo, quedaba
obligado a proteger a los indios encomendados, a instruirlos
religiosamente, para lo cual contaba con el obvio auxilio de uno o
varios sacerdotes. Pero no los tenía propiamente contratados y, por
lo tanto, no les debía salario alguno.
Mediante la
encomienda, pues, la Corona buscaba tres efectos: el primero,
explotar la capacidad de trabajo del indio o, si se prefiere,
integrarlo en el seudomercado laboral; la segunda, obtener ingresos
fiscales, pues la fiscalidad isabelina siempre había tenido figuras
de imposición ligada a la posesión de trabajadores a cargo
(recuérdese la martiniega, sin ir más lejos), y, por lo tanto, los
encomenderos pagaban impuestos por sus indios; y, last but not
least, garantizarse la educación religiosa de los aborígenes.
La segunda década
del siglo XVI fue muy prolífica en la regulación del trabajo de los
indios. Sólo el 21 de julio de 1511 se emiten tres disposiciones a
este respecto. En la primera, Fernando ordena a Diego Colón, segundo
almirante y gobernador de La Española, que no se sacasen indios. La
segunda medida autorizaba la inmigración a La Española de indios
nacidos allí y que vivían en islas carentes de oro; y por la
tercera se prohibía la exportación de indios esclavos desde las
Antillas a la península. El 23 de diciembre de ese mismo año, se
vuelve a autorizar la esclavitud de los irreductibles caribes.
El 22 de febrero de
1512 se endurecieron los repartimientos que, dice la norma, ya no
podrían afectar a más de 300 indios cada vez. Esto no era más que
el principio de un proceso más largo que ya se estaba produciendo en
España como consecuencia de las muchas denuncias de abusos derivados
de dichos repartimientos. Como colofón, el 27 de diciembre de dicho
año se promulgan las conocidas como Leyes de Burgos, que regulan las
encomiendas pero, lo que es más importante, establecen como elemento
fundamental la libertad del indio como ser racional. Se regula
incluso un salario complementario de mejora a favor del indio. Por
último, en una medida que tiene poco parangón entre colonizadores
por lo visto más avanzados que los españoles, sendas cédulas de 19
de octubre de 1514 y de 5 de febrero de 1515 decretan la libertad de
matrimonio entre españoles y aborígenes, sin distinción de sexo.
El reconocimiento
de los derechos de los indios tiene todavía dos fechas más de gran
importancia, una de las cuales, la primera, ya la hemos insinuado. Se
trata de 1542, el año en que el rey de España, Carlos I, proclama
las llamadas Leyes Nuevas. Este corpus legal es el resultado de una
intensa labor de lobby jurídico realizada desde la
Universidad de Salamanca por parte de diversos jurisconsultos, el
principal de ellos Francisco de Vitoria, en el sentido de reconocerle
a los indios su plena capacidad de raciocinio y, en consecuencia, su
derecho a ser reputados libres como cualquer castellano.
Las Leyes Nuevas extinguen las encomiendas, un gesto que,
automáticamente, libera a los aborígenes americanos y les otorga
plenitud de derechos.
La otra fecha
ocurrió siete años después, en 1549. En dicha fecha se emite una
cédula que viene a ser respuesta de los muchos subterfugios de los
que habían usado los terratenientes americanos para subvertir los
principios de las Leyes Nuevas en el día a día o, como diríamos
hoy, en el mercado de trabajo. La cédula prohibió los servicios
personales de los indios y, además, hizo evolucionar la encomienda
hacia una mera institución tributaria, lo que le clavó el rejón de
muerte y estableció el régimen de trabajo asalariado.
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