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No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
Winston Churchill llegó a Yalta vestido de coronel del ejército británico, protegido con algunas prendas especiales para el frío que le habían regalado los canadienses, que de temperaturas bajas saben un poco. Eso sí, durante las jornadas de Yalta muchos de sus asesores británicos, y alguno de los americanos, tendría la ocasión de verlo vestido de una forma bastante más informal: con su legendario pijama de flores rojas y verdes, puesto que en Crimea el primer ministro mantuvo su costumbre de recibir asesores durante la ceremonia de deglución de un pantagruélico desayuno en la cama; colación que no pocas veces ya incluía algún vasito de coñá de la mejor calidad; porque Churchill, la verdad, era un alcohólico, cuando menos avant la lettre. Algunos pensaban que era impostura, aunque la mayoría suele coincidir en que todo era sincero, pues a Churchill le gustaba disfrutar de la vida incluso en las condiciones más problemáticas y, de hecho, no dudaba en poner su hedonismo por delante de casi todo. Cuando le llegó la noticia de que un pollas había sido detenido en Escocia tras tirarse en paracaídas y que decía era Rudolf Hess, Churchill estaba a punto de entrar en una sesión de cine privada, concretamente Go West. Y entró.
No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
Winston Churchill llegó a Yalta vestido de coronel del ejército británico, protegido con algunas prendas especiales para el frío que le habían regalado los canadienses, que de temperaturas bajas saben un poco. Eso sí, durante las jornadas de Yalta muchos de sus asesores británicos, y alguno de los americanos, tendría la ocasión de verlo vestido de una forma bastante más informal: con su legendario pijama de flores rojas y verdes, puesto que en Crimea el primer ministro mantuvo su costumbre de recibir asesores durante la ceremonia de deglución de un pantagruélico desayuno en la cama; colación que no pocas veces ya incluía algún vasito de coñá de la mejor calidad; porque Churchill, la verdad, era un alcohólico, cuando menos avant la lettre. Algunos pensaban que era impostura, aunque la mayoría suele coincidir en que todo era sincero, pues a Churchill le gustaba disfrutar de la vida incluso en las condiciones más problemáticas y, de hecho, no dudaba en poner su hedonismo por delante de casi todo. Cuando le llegó la noticia de que un pollas había sido detenido en Escocia tras tirarse en paracaídas y que decía era Rudolf Hess, Churchill estaba a punto de entrar en una sesión de cine privada, concretamente Go West. Y entró.
El entorno más
estrecho de Churchill (su jefe de seguridad, el inspector William H.
Thomson; su sufrida secretaria, Phyllis Moir; su ayuda de campo, el
comandante C. R. Thompson; y, por supuesto, su mayordomo) podrían
contar los cientos de veces que tuvieron que escuchar las marchas
militares que Churchill gustaba le pusieran en el fonógrafo;
especialmente, en esto se permitía una pequeña rebeldía
chovinista, las francesas. Y, por supuesto, ya lo hemos citado,
estaba su afición por el cine. Su película preferida era Lady
Hamilton, interpretada por Vivien Leigh y en la que Lawrence
Olivier hacía el papel del general Horatio Nelson.
Igual que FDR,
Winston Churchill había sido un estudiante bastante mediocre. Como
consecuencia, era uno de esos políticos que hoy ponemos tanto a
caldo, con incapacidad de comunicarse directamente en ámbitos
internacionales; solía decir que hablaba francés pero, en realidad,
apenas podía aspirar a entenderlo si se lo hablaba un indio navajo.
Una interesante
capacidad de Churchill, que le era útil de cara a Yalta y también
frente a la Historia, es que tenía un don a la hora de
resumir hechos complejos en frases lapidarias, de ésas que luego se
recuerdan. En el curso de la segunda guerra mundial habría de hacer
varias afirmaciones que representaron mejor que nada la evolución bélica. La
primera de ellas, su famoso blood, toil, sweat and tears que
radió a los británicos, y que permanece ahí como contrapeso a los
políticos (mayoría) que pretenden vivir contándole a sus votantes
sólo buenas noticias. Pero también hay que recordar que, cuando
cambió el signo de la batalla de Stalingrado, dijo aquello de que
“han girado los goznes de la Historia”. Por último, cuando los
estadounidenses decidieron creerse la milonga de que Hitler podía
estar escondido en Baviera y dejaron expedita para los soviéticos la
carrera a Berlín, Churchill le diría a FDR que había cometido un
error histórico. Y no se equivocó.
Incluso tenía un
punto antidiplomático que se hace fresco en estos tiempos de
corrección política. En cierta ocasión, por la época de Yalta, le
mandó un telegrama a Damaskinos Papandreou, el gobernante griego, en el que le
decía, literalmente, que “los británicos empezamos a estar hasta
las narices de vuestras idioteces”.
Pero regresemos a
Yalta. La principal característica que se puede decir de Churchill,
y por ende de la delegación británica, es que el primer ministro
había sido, de largo, el primer gran político occidental que se
había dado cuenta del peligro que acabaría suponiendo el bloque
comunista. Ya durante la guerra, Churchill decía que “el
bolchevismo no es una ideología, sino una enfermedad”. Por
supuesto, nunca confió en Stalin, y siempre se sintió irritado por
la tendencia de Roosevelt a confiar en él. El Churchill que llegó a
Yalta, y esto es algo que décadas posteriores de Guerra Fría han
ayudado a olvidar, temía seriamente que Washington y Moscú
encontrasen una vía para realizar una entente bilateral que, para
Reino Unido y el resto de Europa, se convertiría en un trágala.
El punto débil
personal y político del primer ministro británico era el Imperio
victoriano. Un Imperio que Churchill quería mantener, ése era su
sueño, y que había sido amenazado por Hitler, y por Japón; y ahora
que llegaba la paz lo sería, pensaba él, por la URSS y por China.
Churchill, además, sabía que el gran aval del imperialismo
británico había sido siempre su neta superioridad naval sobre todos
sus enemigos reales o potenciales. Pero eso había cambiado. En 1945,
de hecho desde tiempo atrás ya, el título de gendarme de las aguas
mundiales había sido transferido a los Estados Unidos.
Por todas estas
razones, la ilusión de Churchill en Yalta era constituir un fuerte
bloque anglosajón, basado primariamente en la identidad del lenguaje
y, en una segunda capa, en otro tipo de identidades. Sin embargo,
existían obstáculos que el británico conocía. Roosevelt, la
verdad, nunca había confiado en él. En 1942, en un cablegrama que
compartieron con noticias entonces bastante poco optimistas, FDR vino
a decirle que, a pesar de estar viviendo tiempos muy oscuros, por lo
menos le quedaba el consuelo de haber sido contemporáneo de un gran
hombre como el inglés. Pero, probablemente, todo eso era palabrería
diplomática (o truquitos para que Churchill no se viniese abajo).
Más cierto es que Roosevelt y Churchill siempre se entendieron
malamente. Más aún, Hopkins tampoco lo tragaba demasiado; y, sobre
todo, el primer ministro británico y el famoso general Marshall,
simple y llanamente, de detestaban mutuamente. Los estadounidenses
tenían dificultades para entender la importancia que para Londres
tenía el imperio colonial, y tenían la sensación de que los
británicos estaban dispuestos a sacrificar cualquier cosa por
mantenerlo. En buena parte, esto es Yalta: británicos creyendo que
Roosevelt hará lo que sea por mantener el buen rollito y el Orden
Mundial Los Manolos (amigos para siempre means you'll always be my
friend...); y estadounidenses considerando que Churchill se
bajaría los pantalones las veces que fueran con tal de conservar la
puta India.
En realidad, aunque
con la pátina del tiempo las cosas se olvidan (a lo que hay que
añadir la tendencia natural del hombre a no conocer su Historia, que
ya denunciaba Santayana), en el momento en el que comenzó Yalta los
temas entre Londres y Washington, sin llegar a estar fríos porque
estaban tratando de ganar una guerra, estaban lo suficientemente
tibios como para que el pre-encuentro de Malta estuviese, de hecho, a
punto de no producirse. Para Washington, Reino Unido era una nación
vieja, con postulados viejos. El buenismo rooseveltiano, esa
filosofía que a menudo tienen los jóvenes que todavía no se han
casado y que te dicen que ellos no cometerán los cienes y cienes de
errores que cometieron sus padres (y luego suelen ser peores padres
todavía que los humildes cabestros que los criaron); este buenismo,
digo, llevaba al entourage de Roosevelt, ya hemos dicho que
básicamente formado por millonarios diletantes que hablaban de los
derechos de proletarios con los que jamás se habían cruzado ni en
el baño de los cines, a considerar que la culpa de lo mal que había
ido todo era, cuando menos en parte, de esas ideas viejas y ajadas
sostenidas por nostálgicos de la batalla de Agincourt.
Los analistas de
Stettinius, sin embargo, nunca se dieron cuenta, o por lo menos a mí
me lo parece, de algo que cualquier persona, ejem, aficionada a los
toros sabe bien: al morlaco manso siempre hay que ofrecerle una
salida. Los toros que no quieren ser toreados se lidian junto a las
tablas, donde se sienten más seguros; si se los lleva uno al centro
de la plaza, lo más probable es que te acaben haciendo alguna. En su
soberbia, alimentada por un Roosevelt poco proclive a las cesiones
(con los británicos), el Departamento de Estado estadounidense ni se
preocupó de fabricar una oferta de negociación lo suficientemente
comprensiva con las preocupaciones británicas que moviese a Londres
a ser flexible. Lejos de ello, ya en Malta a Churchill le quedó
claro que estaba solo en la defensa de sus posesiones coloniales; lo
cual lo movió a ser más cerril todavía de lo que ya era.
Fue esta sensación
de relativa soledad la que movió a los británicos a establecer una
demanda muy rígida de seguridad para las propias Islas Británicas.
Churchill se movió ya durante la guerra para asegurarse una zona de
ocupación en el norte de Alemania mediante el avance a pelo puta del
general Montgomery. Como segundo elemento importante, Londres decidió
frabricarse, literalmente, un aliado en Yalta: Francia. Se convirtió
en el abogado de las reivindicaciones francesas, algo que sería
crucial para el desarrollo de la conferencia. Cuando Roosevelt, en
Quebec, le propuso que la zona noroeste de Alemania fuese ocupada por
los estadounidenses y la sur por los británicos, Churchill lo mandó
educadamente a la mierda. El primer ministro británico llegó a Yalta controlando
Hamburgo, y lo primero que dejó claro es que no lo soltaría rien
du tout.
Como segundo gran
objetivo estaba la seguridad de la ruta de las Indias. Esta seguridad
pasaba por impedir que Stalin pusiera siquiera el extremo de la uña
de un pie en el Mediterráneo. Este objetivo había condicionado
enormemente la guerra; los estadounidenses no eran partidarios de
poner mucho esfuerzo en el frente sur de Europa, pero fue Churchill
quien les obligó a planteárselo; los británicos, de hecho, no
habían tenido ningún problema de meter soldados en Grecia para
combatir la guerra de Markos Vafeiadis.
Como ya he dicho
antes en estas notas, de hecho Churchill estaba dispuesto a
sacrificar muchas cosas a cambio del Mediterráneo, y eso Stalin lo
sabía. Londres no ponía objeción al hecho de que la URSS
construyese su zona de influencia europea a cambio de que permitiese
a los británicos controlar Italia, Yugoslavia y Grecia. No obstante,
en ese esquema había un problema, que se llamaba Polonia. Reino
Unido había entrado en guerra por Polonia, había albergado en su
seno a los polacos exiliados, y resultaba muy difícil que ahora la
dejase caer, así como así, en el cesto soviético. Sin embargo, la
situación de la guerra estaba colocando rápidamente Polonia en
manos de las tropas soviéticas (recuérdese que Stalin había
administrado los tiempos del inicio de Yalta contando precisamente
con esto); de manera que la postura de los británicos era, para
entonces, más pragmática que ideológica: tratar de que el país
ganase hacia el oeste suficiente territorio a expensas de Alemania
(la línea del Oder) como para compensar las pérdidas que seguro
tendría del lado ruso.
El tercer gran
elemento de preocupación de la diplomacia británica era el Extremo
Oriente. Es, probablemente, este punto en el que las percepciones
de Churchill y Roosevelt divergían más. El presidente
estadounidense, en un sentimiento lógico teniendo en cuenta los
miles de vidas que le había costado la lucha contra Japón,
infravaloraba los problemas que surgirían de una China reforzada
que, además, no tuviese frente así un contrapoder nipón. El primer
ministro británico era consciente de que, en estos temas, Roosevelt
y Stalin estaban relativamente cercanos a la hora de alcanzar algún
acuerdo; y estaba dispuesto a oponerse frontalmente.
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