Atenta la compañía con:
A la muerte de Leicester, la consecuencia esperada por todos era el automático ascenso a la derecha del poder de su ahijado Robert Devereux, conde de Essex. Un personaje complejo y que haría las delicias de un buen sicólgo de la Historia, Devereux era un narcisista de libro que se tenía en muy alta estima, se tenía a sí mismo por hombre de acción, pero que al tiempo tenía una marcada tendencia hacia el drama impostado y la autocompasión. Más o menos lo que yo, en mi idiolecto, suelo denominar un rocapollas. Sufrió muy frecuentemente crisis de confianza que lo postraron en su cama, probablemente debidas al estrés. Por lo demás, el gotha protestante del gobierno de la reina recelaba de él porque, pese a haber sido educado en la estricta moral anglicana, Essex era eso que denominamos un tiraduros.
Esto es,
de hecho, literal. Una semana antes de la Navidad de 1588, Essex
había retado a Ralegh a un duelo. El Consejo Privado reaccionó
tapando el asunto, especialmente preocupado de que la reina se
hubiera enterado. A Essex, sin embargo, aquella anécdota, y la forma
en la que actuaron tanto Burghley como Hatton, le demostró que él
estaba muy por delante de Ralegh en sus preferencias. Los hombres de
la reina encontraban al aventurero demasiado pasional y sanguíneo,
conscientes de lo proclive que era la reina a dejarse llevar por
gentes así. El aventurero, sin embargo, no dio muestras de asumir su
pérdida de preeminencia en la lucha por el favor de la reina.
Ralegh,
siempre atento a las señales en aquella Corte donde cada detalle
contaba, tenía, en efecto, elementos para considerar que Devereux no
merecía el trato que había tenido su padrino. Por ejemplo, la reina no le había otorgado un apodo,
cosa que era normal en las personas en las que depositaba su
confianza. Eso sí, había procurado convertirlo en un noble
suficientemente rico. Ya a principios de 1588 le había otorgado York
House, y otra mansión en el Strand. Esta última casa era normalmente la
residencia del lord Canciller, pero Hatton no la necesitaba, pues ya
tenía un casoplón en Ely Place, Holborn. En enero de 1589, además,
le transfirió a Devereux los derechos que había disfrutado su
padrino sobre las transacciones de vino dulce.
Sin
embargo, como solía ocurrir con los hombres de poder en aquella
Inglaterra, la personalidad de Devereux, que ya hemos dicho que no
era precisamente ahorrativa, lo había colmado de deudas en una
proporción muy superior a los ingresos fijos que ahora tenía. De
hecho, las concesiones de la reina han de ser vistas, más que como
un premio, como salvavidas que ella le tiraba a ese amigo con el que
pasaba noches enteras jugando a las cartas.
Si
Leicester había llegado a la bancarrota a base de luchar contra
Felipe II, Devereux hizo el camino recíproco; decidió luchar contra
Felipe II porque tenía deudas. Su situación financiera era
tan comprometida, y la presión de los acreedores tan hostil, que
Essex decidió que la única salida que le quedaba era hacer dinero
luchando contra el bando católico.
En el
estudio que hizo de sus opciones como comandante antiespañol,
Devereux se cruzó pronto con las ambiciones de Drake. El marinero
había estado, desde la derrota de la Armada, patrocinando la idea de
un contraataque rápido que le pagase a los españoles con la moneda
que ellos habían querido imponerle a Inglaterra. Esto quiere decir
que Drake quería ir más allá de lo que había ido nunca: no
defendía ataques navales, sino desembarcos de tropas inglesas en la
península. Burghley, más atento a la situación del Exchequer,
rebajaba notablemente estos planes hasta convertirlos en una mera
expedición naval de persecución de los barcos españoles de la
Armada que todavía estarían intentando regresar a España con el
timón entre las piernas, no lejos de las costas de Irlanda. Isabel,
por su parte, prefería usar a Drake en misiones más lucrativas,
esto es interceptando barcos mercantes españoles en el Atlántico.
El botín posible podría llegar hasta más o menos los 4.500
millones de euros de hoy en día y, a cambio, se ahorraban los
riesgos de costosas operaciones militares que, la verdad, Londres no
estaba en ese momento en condiciones de pagar, teniendo en cuenta que
ni siquiera había pagado a los veteranos de la Armada.
Drake
reaccionó a este estado de opinión buscando el apoyo de sir John
Norris, veterano de las luchas en las Provincias Unidas. Al almirante
inglés los planes de la reina no le gustaban mucho, pues él sabía
que los mercantes españoles no solían navegar solos desde las
Azores hasta Sevilla, sino fuertemente escoltados por barcos de
guerra. La operación era más difícil de lo que Isabel imaginaba.
Por eso, rebajó sus expectativas y decidió defender la idea de
atacar los puertos de San Sebastián y Santander, donde pensaba que habría muchos
barcos de la Armada lamiéndose las quillas. Pero no olvidaba sus
grandes ideas, porque, tal y como defendían Drake y Norris, si lo de
los dos puertos españoles salía bien, entonces se podría abordar
una invasión en toda regla de Portugal, tras la cual Felipe sería
depuesto de la corona lusa. Si todo eso salía bien, entonces se
podría abordar el ataque a los mercantes a la altura de las Azores.
Para
sustituir a Felipe II en el trono portugués, los ingleses
encontraron un candidato en Don Antonio, prior de Crato, nieto
(ilegítimo) del rey Manuel I. Antonio había huido de Portugal tras
la proclamación de Felipe con las joyas de la corona lusa, había
pasado por París pero había terminado por solicitar asilo en
Inglaterra, concretamente en Stepney.
Isabel,
personalmente, no debía de tener demasiada buena opinión de aquel
portugués brasas que siempre estaba dando el coñazo con el tema de
la corona de Portugal; y, además, su natural híperprudente la
llevaba a rechazar la idea de una invasión de Portugal. Pero
Walsingham y Burghley, sorprendentemente, eran de otra opinión.
Burghley
decidió apoyar la operación portuguesa fascinado por los grandes
beneficios que le reportaría a Inglaterra controlar Portugal: unos
beneficios incontables derivados de un comercio con las Indias
Occidentales que, además, una flota como la británica podría
asegurar mejor que nadie. No sólo el golpe enriquecería a
Inglaterra, sino que también empobrecería al rey católico en el
momento en el que más necesitaba allegar recursos para recuperarse
del golpe de la Armada.
A
finales de año, Burghley había conseguido convencer a la reina de
sus postulados. Finalmente, Isabel consintió la expedición o, más
en concreto, una versión del plan de Drake que se centraba
básicamente en crearle problemas al rey español y tomar el control
de alguna isla de las Azores que pudiera servir de base para
hostilizar el comercio atlántico; sólo habiéndose cumplido estos
dos objetivos podrían Drake y Norris invadir Portugal.
Isabel,
sin embargo, no sabía que don Antonio el porculero también jugaba
sus cartas y, antes incluso de dar ella las órdenes, le había
prometido a Drake y a Norris innúmeras concesiones comerciales
personales tanto en América como en Asia si lo reponían en
el trono portugués.
La
expedición portuguesa fue un proyecto de lo que hoy se denomina
colaboración público-privada. La corona aportó 20.000 libras y
seis barcos; el resto se financió con aportaciones privadas, que
fueron meticulosamente contabilizadas para luego repartir
proporcionalmente los beneficios obtenidos si los hubiere.
Essex,
inmediatamente, se mostró entusiasmado con la expedición y solicitó
participar en ella. Ello a pesar que Isabel dejó claro que no iba a
dejar que ninguno de los nobles de su Corte arriesgasen el gañote en
aquel viaje. Pero eso no le sirvió nada más que para decidir que se
embarcaría sin el consentimiento real.
Drake y
Norris salieron de Plymouth el viernes, 4 de abril de 1589 con una
flota de 120 barcos que llevaban unos 19.000 efectivos, además de
don Antonio y algunos de sus partidarios. Essex también estaba en
los barcos, a pesar de que la reina se lo había prohibido
expresamente. Salió a uña de caballo el día 3 por la tarde de
Londres, había hecho la distancia en 36 horas cambiando de caballo
inmediatamente y, finalmente, logró llegar a tiempo para embarcar en
el Swiftsure, un buque de la reina cuyo capitán, sir Roger
Williams, de todas formas era amigo de Essex y estaba resuelto a
esperarlo.
La reina
no aceptó esa traición. Inmediatamente que la supo, envió a su
pariente sir Francis Knollys en persecución de Devereaux, para
hacerlo regresar a la Corte; pero Knollys llegó demasiado tarde a
Plymouth. Cuando regresó el noble emisario con la noticia de su
fracaso, Isabel le escribió una carta a Essex en tonos muy parecidos a la
que le había escrito a Leicester como consecuencia de su aceptación
del cargo de Gobernador General de las Provincias Unidas. Poco
después escribió otra dirigida a Drake y a Norris, en la que les
ordenaba que al capitán del Swiftsure le fuese aplicada la
ley marcial, puesto que en su opinión prácticamente era reo de
motín. Essex debía ser devuelto a Inglaterra en el primer modo de
transporte suficientemente seguro.
Drake y
Norris pusieron proa hacia La Coruña. No es que tuvieran ganas de
tomarse unas tapas, sino que estaban convencidos de que en el puerto
encontrarían un par de centenares de barcos españoles lamiéndole
las heridas del fracaso de la Armada. Sin embargo, sus confidencias
estaban muy lejos de ser ciertas: en el puerto coruñés apenas había
cinco embarcaciones. Probablemente lo más lógico en esa circunstancia para los ingleses era volver grupas hacia el
golfo de Vizcaya, pues la lógica dictaba que si los barcos no
estaban en Coruña debían estar allí; pero, lejos de ello,
decidieron desplegar las velas hacia Lisboa, con la intención de
unirse allí a Essex, que había tomado esa dirección desde el
principio. La intención de los dos marineros era saquear los barcos
del puerto y después colocar a Don Antonio en el trono portugués;
esto es, pensaban empezar precisamente por donde Isabel les había
ordenado que terminasen. Son muchos los historiadores que se han
preguntado, y yo creo que tienen razón en hacerlo, si Drake y Norris
se habrían mostrado tan despreciativos con esas órdenes si se las
hubiera dictado un hombre en lugar de una mujer.
Considerando
los ingleses que el castillo de Peniche, a unos cien kilómetros de
la capital, era un lugar seguro para desembarcar, procedieron a
hacerlo, a tomar la fortaleza y proclamar allí a don Antonio. Las
tropas de Norris iniciaron una marcha a pie hacia el sur por la
costa, mientras que Drake siguió la misma ruta pero en barco, para
poder ayudar con fuego artillero.
La
marcha se les hizo interminable. Tardaron una semana en llegar a
Lisboa y, además, al llegar allí se encontraron con unas defensas
muy difíciles de debelar. Para colmo, don Antonio había puesto una
condición a Norris: para pavimentar su camino hacia la Corona lusa,
era necesario que los ingleses no practicasen pillaje alguno sobre
intereses portugueses; sólo los españoles. Norris, enfrentado a
unas escasas perspectivas de botín y a una invasión prácticamente
imposible, respondió con un ultimátum al portugués: si no
conseguía levantar en una semana suficientes tropas locales a su
favor, los ingleses se marcharían.
Drake,
mientras tanto, se encontraba con una realidad parecida:
contrariamente a lo que había creído (siempre fue un sobrado), las
defensas en los estuarios del Tajo eran sólidas y estaban tan bien
concebidas como emplazadas. Los ingleses, en su optimismo un tanto
pollas, propio de personas que consideran que son las únicas que
dominan el arte de la guerra y de la defensa, consideraban que
estaría chupado trasladar la pesada artillería más allá de los
fuertes y baterías de costa; pero se encontraron con que el objetivo
era imposible. Así las cosas, Drake se contentó con rememorar sus
días de corsario y atacar los barcos que estaban surtos en la boca
del Tajo. No le costó mucho capturar seis barcos mercantes.
Alemanes.
Los que
estaban en tierra, mientras tanto, tuvieron que enfrentarse a una
emboscada de los españoles en su campo, que fue repelida bajo el
mando de Essex. Sin embargo, aunque ya hemos dicho que el plan era
que apareciesen emocionados portugueses por cientos dispuestos a
luchar por don Antonio, lo cierto es que nada de eso ocurrió. Hacía
mucho calor, las orillas del Tajo entonces eran un lugar bastante
poco salobre, y los ingleses, en consecuencia, comenzaron a irse por
la pata abajo. La disentería tomó el campamento inglés y, en esas
condiciones, no quedaba otra que meterse el rabo entre los muslos, y
ordenar retirada. El 8 de junio, toda la flota, salvo veinte
embarcaciones, tomó rumbo hacia Plymouth.
Essex,
antes de irse, cabalgó hacia las puertas de Lisboa, clavó una lanza
en sus puertas y retó al gobernador a un duelo. Evidentemente, no
fue escuchado.
Drake
quería, todavía, realizar un ataque en las Azores de vuelta. Sin
embargo, en su nave capitana se abrió una vía de agua y una galerna
dispersó sus barcos. Así que regresó a Plymouth.
La expedición se
saldó con un fracaso total y 6.000 víctimas que se podrían haber
evitado.
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