lunes, octubre 02, 2017

Trento (31)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.




El obispo de Orléans, en aquel entonces, escribía desde Trento a un colega de la profesión: “Italia entera está resuelta a mantener las cosas en el estado en que se encuentran actualmente y no permitir una reducción del poder papal ni de la anchura de un cabello”. La legión italiana había desembarcado en la villa, por otra parte, justo a tiempo; pues fue en estos tiempos cuando el partido español consiguió colocar sobre la mesa del debate un tema espinoso.

Este tema no era otro que el fondo de la cuestión que había mantenido el concilio atascado durante diez meses: los españoles querían que los cánones sobre el sacramento de la ordenación afirmasen explícitamente la calidad divina de la dignidad episcopal.

El tema de la dignidad episcopal estaba muy lejos de ser una technicality teológica o una pura discusión formal. En realidad, era un asunto que se situaba en el mismo centro de la discusión jerárquica y disciplinaria que, de alguna manera, venía sosteniendo la Iglesia romana desde hacía mil años.

La interpretación papal, en este sentido, venía a entender que todos los poderes que ejercían los obispos, poderes económicos, administrativos, económicos y también religiosos, eran una emanación del Papa, puesto que éste era el vicario de Cristo en la Tierra. Pero en la Iglesia siempre había habido miembros y teólogos que habían pensado, al hilo de los legendarios primeros tiempos, que la Iglesia era una asamblea; que era esa asamblea en su conjunto la que recibía el soplo divino; y que, en consecuencia, el Papa no era sino un primus inter pares. La discusión, por lo tanto, era profundísima.

La consideración divina del estatus obispal tenía, además, una consecuencia muy importante para la vida diaria. Si la dignidad era de origen divino, entonces el obispo tenía derecho inmediato a todo lo que fuese necesario para el gobierno de su diócesis y de sus feligreses; lo cual vendría a suponer que la Santa Sede dejaría de tener el derecho a dotar esas mismas sedes episcopales. Escondía, pues, esa discusión teológica sobre si fue primero el huevo (los obispos) o la gallina (el Papa) una especie de discusión profunda entre unionismo y federalismo católico.

Para colmo, aquéllos que sacaron el tema a pasear en las sesiones del concilio, que básicamente eran los mismos que consideraban de origen divino la obligación de residir en la misma diócesis, le recordaron a los legados que habían dejado ese tema en paso, pero con la promesa de volver a sacarlo en cuanto se pudiese. ¿Por qué no ahora? Por si no fuese poco todo esto para entender lo difícil que se le había puesto la vida a los legados, también en esos tiempos el rey español Felipe II había iniciado contactos con el emperador y con lo reyes de Francia y Portugal para hacer pandi y así presionar para eliminar de la metodología de Trento la famosa fórmula proponentibus legatis. Dicho de otra forma: se estaba formando una coalición continental europea con el objeto de obligar a Trento a admitir asuntos de discusión de todos.

Ni qué decir que los legados entraron en pánico. Eso se les notó, sobre todo, en las formas desplegadas en las reuniones, durante las cuales comenzaron a negarle la palabra a los oradores más díscolos. Asimismo, le escribieron cartas al Papa, que no se olvide era depositario de la decisión sobre el tema de la residencia de los obispos, instándolo a tomar una decisión que agradase mínimamente a todos aquellos cabrones. Finalmente, Pío habló mediante la propuesta de una solución que no entraba en definir el carácter divino de la obligación de residencia, pero proponía acciones contra los sacerdotes especialmente escandalosos en sus acciones. Éstos eran, de hecho, los términos de la decretal que Gonzaga presentó al concilio el 6 de noviembre. El texto detallaba las causas en las que la no residencia estaba permitida, y amenazaba con la pérdida de ingresos o incluso la inhabilitación a quienes quebrasen la residencia de forma escandalosa.

Aquello, sin embargo, apenas apaciguó las cosas. La discusión sobre el derecho divino del episcopado estaba ahí, y no mostraba signos de achicarse. Se inició el mismo tráfico de reproches y amenazas veladas que se había producido durante el debate sobre la residencia. El Papa, de hecho, envió dos obispos de sus Estados Pontificios a Trento especialmente para controlar al obispo de Lorena, que se encontraba pronto a llegar a Trento, se decía, con ganas de pelea.

En todo caso, el mismo 3 de noviembre el obispo Guerrero había comenzado las hostilidades al exigir que el canon sobre la ordenación estableciese que los obispos eran vicarios de Cristo por derecho divino, bajo el mando del primero de ellos, el Papa. Se le unieron explícitamente los titulares de las diócesis de Sorrento, de Braga, de Génova, de Nicosia, de Mesina y de Palermo. El obispo de Laciano opinó, sin embargo, que el derecho provenía del Papa, puesto que al ser éste el Vicario de Cristo, lo que él concedía era como si lo concediese Dios.

A partir de ahí, ya el tema fue irrefrenable. Gonzaga, por supuesto, propuso dejarlo estar, apartarlo para mejores días, pero nadie le hizo caso. Otras propuestas equidistantes, como una presentada por el obispo de Chioggia, tampoco fueron consideradas. El discurso más efectista fue el del arzobispo de Segovia, Martín Pérez de Ayala; quien, por otra parte, se limitó a recordar lo obvio, esto es: que en la primera iglesia había obispos, y no había Papa. Por su parte otro personaje interesantísimo de aquel concilio, el titular de Orense Francisco Blanco, opinó que cuando Jesús le había confiado a Pedro las llaves de su Iglesia, lo había hecho no sólo en la persona de Pedro, sino de todos que serían pastores de esa misma Iglesia. Al calor de todos estos discursos fue tomando cuerpo la idea de que el obispo es, en realidad, como un Papa en su diócesis, con plenos poderes sobre ella.

Esta idea era la verdadera idea revolucionaria que Roma no quería ver siquiera formulada en Trento. Por dos razones muy importantes.

La primera, política. Si el obispo es el rey divino supremo de su diócesis, también es entonces libre de aliarla con quien le parezca que sigue mejor los designios de Dios. Esta idea abre la puerta de la realidad que ha sido el gran problema durante toda la Historia de la Iglesia: la Iglesia nacional, la institución divina que se define más por española, francesa o polaca, que por católica. La Iglesia que viene a concluir, por así decirlo, que un rey respeta y defiende mucho mejor los intereses divinos que el Papa. Al fin y al cabo, ¿no fue un no convertido como Constantino quien primero le dio grandeza a la institución?

La segunda razón, crematística: la pela. Si el obispo es soberano, entonces también lo es para acopiar los recursos de su diócesis (sus diezmos, las herencias que le dejen, las donaciones, tal) para decidir luego qué parte darle a Roma... sí, sí: la creencia en el derecho divino de la institución episcopal no hace sino larvar, como ya he dicho, un federalismo eclesial estricto, cuando no confederalismo, en el seno del cual Roma perdería buena parte de su poder económico (que es mucho, como pudimos comprobar durante el pontificado del primer santo estafador de la Historia, Karol Wojtyla).

Así pues, digamos que estas notas aburren y que cuentan algo que no nos interesa. Pero no digamos que cuenta algo insulso, porque lo cierto es que buena parte de las estructuras política y económica de Europa se estaban ventilando en aquellas discusiones.

El partido papal delegó en uno de sus primeros teólogos, el español y jesuita Pedro Laínez, el discurso en defensa de sus tesis. Fue instruido para ser dulce y conciliador con sus contrarios; pero lo cierto es que, probablemente llevado por su sobradismo teológico puesto que era un gran experto, trufó sus palabras de expresiones tan poco respetuosas con los obispos que consiguió lo contrario de lo que buscaban quienes lo animaron. Los obispos inicialmente proclives al entendimiento se volvieron contra las tesis papales y clamaron en defensa de las instituciones primitivas de la Iglesia. Fueron tantas las peticiones de palabra, y tan largos los discursos, que la siguiente sesión tuvo que aplazarse.

En medio de toda esta melée, el 13 de noviembre de 1562, llegó a Trento el cardenal de Lorena, acompañado por una corte de 18 obispos y tres abades, todos franceses. En realidad Carlos de Lorena-Guisa era cardenal arzobispo de Reims, pero la Historia lo conoce como de Lorena por razón del apellido de su importante famiglia. Lorena era un Richelieu adelantado; un sacerdote que también se había implicado en la alta política de su país y de Europa y que, por el camino, carecía por completo de convicciones morales. A él lo único que le importaba eran la pasta y el poder; todo lo demás se la sudaba. Uno de esos hombres de Iglesia que, por no creer, no creía ni en el Pato Lucas. De los que hay muy poquitos, ¿verdad?

Cuando Lorena llegó a Trento, en Francia Catalina de Medicis mostraba posturas favorables a la Reforma, que cada vez tenía más adeptos en el país. Esto hacía pensar que su llegada sería una mala noticia para los legados y para el partido Papal. Carlos de Lorena había sido en 1560 uno de los principales fautores de un concilio nacional francés, y era conocido que había presionado al rey para no atender la bula de convocatoria de la tercera sesión trentina. Tras el coloquio de Poissy, había encabezado una delegación de prelados que había solicitado de la reina que asimismo le pidiese al Papa la concesión del cáliz a los laicos. En un movimiento extraño, en julio de 1562, precisamente cuando el Papa había dejado de exhortar a los prelados franceses para que acudiesen a Trento, él había decidido ir. Todo el mundo se hacía lenguas con la idea que de ambicionaba arrancarle a la Corte parisina un primado independiente de la Iglesia galicana en su persona.

Charlie, sin embargo, se puso enfermo al poco de llegar a Trento, por lo que tuvo que retrasar su presencia ante la asamblea hasta el 23 de noviembre. Y comenzó yendo al centro de la cuestión: Francia, dijo, mostraba un estado desastroso desde el punto de vista religioso, y este estado no se podría revertir sino con una reforma profunda de la Iglesia y de sus costumbres. Arnaud du Ferrier, el segundo embajador de Francia en el concilio, secundó sus palabras con su propio discurso.

De hecho, tanto Carlos como Arnaldo tenían instrucciones muy claras de Carlos IX sobre lo que tenían que demandar, y no era poco: purificación de la liturgia, para desbastarla de supersticiones y actos inútiles; mejora de la disciplina jerárquica de la Iglesia; empleo general de las lenguas vernáculas en la administración de los sacramentos; catequización de los niños en francés; canto de los salmos en francés; y, por último, si posible, matrimonio de los sacerdotes.

La cosa fue tan lejos que los legados papales decidieron organizar un auténtico servicio de espionaje de la persona del cardenal de Lorena; espionaje que fue organizado por el obispo de Vintimilla, Carlo Visconti, una de las terminales de Charles The Butcher Borromeo en Trento. La mayoría de los sirvientes del francés fueron comprados.

Como con la llegada de los franceses las discusiones ganaron en espesura y longitud, la siguiente sesión del concilio fue aplazada sine die. Los legados que podríamos decir moderados o negociadores, Gonzaga y Seripando, tenían reuniones frecuentes con los obispos españoles para ofrecerles algunas cosas en materia de institución divina del episcopado y así ganar su voto positivo para la propuesta de decretal; sin embargo, la oposición cerril de buena parte del episcopado italiano de raíz papista lo hacía todo imposible. En ese ambiente otro obispo español, Melchor de Vozmediano, titular de la sede de Cádiz, la montó en un discurso pronunciado el 1 de diciembre de aquel 1562. Vozmediano defendía la idea, lógicamente, de que los obispos no son creaciones del Papa, y para sustentar su idea citó el ejemplo de los electores del arzobispo de Salzburgo, todos ellos elegidos por los capítulos de sus diócesis, instituidas por el metropolitano y no por el Papa.

Melchor había ido un poco lejos, pues había citado uno de esos ejemplos que, en aquellos tiempos de avance de la Reforma, estaban con un pie en papá y otro en mamá. Por eso, Simonetta se apresuró a interrumpirle para preguntarle directamente si con eso consideraba el titular de Cádiz que el obispo de Salzburgo cumplía plenamente las órdenes del Papa. Fue la señal para que la tropa obispal italiana de obediencia romana se alzase en gritos y otro tipo de expresiones laringofágicas, de las cuales la más habitual fue: “¡No le escuchéis, a la puerta, a la puerta!” O sea, que había que echar de allí al obispo.

El problema es que la cosa subió de tono. Los italianos pasaron de criticar al obispo de Cádiz a hacer objeto de sus insultos a toda la Iglesia española. De repente sonó un: “¡Todos los españoles son unos heréticos malditos!” Guerrero se levantó como movido por un resorte y gritó: “¡Los malditos sois vosotros!”

La cosa la salvó Vozmediano, quien continuó tranquilamente su discurso, en el que se preocupó de afirmar que no tenía duda sobre la plena prevalencia del Papa. Pero el daño estaba hecho. Los cuatro o cinco obispos españoles que habían ganado los legados a favor de una solución pactada del tema de la institución divina les mandaron un whatsapp informándoles de que ya no contasen con ellos.


Por esos caminos dirigía el concilio la sabia mano de la Paloma Muda, de soltera Espíritu Santo.

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