Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.
Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson.
Luego ha llegado el momento de contaros la guerra de 1812 y su frágil solución. Luego nos hemos dado un paseo por los tiempos de Monroe, hasta que hemos entrado en la Jacksonian Democracy. Una vez allí, hemos analizado dicho mandato, y las complicadas relaciones de Jackson con su vicepresidente, para pasar a contaros la guerra del Second National Bank y el burbujón inmobiliario que provocó.
Luego hemos pasado, lógicamente, al pinchazo de la burbuja, imponente marrón que se tuvo que comer Martin van Buren quien, quizá por eso, debió dejar paso a Harrison, que se lo dejó a Tyler. Este tiempo se caracterizó por problemas con los británicos y el estallido de la cuestión de Texas. Luego llegó la presidencia de Polk y la lenta evolución hacia la guerra con México, y la guerra propiamente dicha, tras la cual rebrotó la esclavitud como gran problema nacional, por ejemplo en la compleja cuestión de California.
A partir más o menos de 1830 las fuerzas partidarias de la esclavitud humana en los Estados del Sur iniciaron su contraataque filosófico y de opinión pública. Su principal arma era la misma que lo ha sido siempre que alguien ha intentado establecer una relación de subordinación en algún otro humano: afirmar la minoridad de ese “otro humano” y situar lo defendido (la esclavitud, la imposición de una creencia, la dictadura del proletariado; esas cosas que se parecen tanto) en el terreno de lo que hay que hacer para equilibrar en lo posible esa minoridad.
Los
esclavistas, en efecto, argumentaban que la esclavitud, lejos de
empobrecer al negro, lo que hacía era enriquecerlo, aportándole
una serie de oportunidades que por sí solo no habría conseguido ni
de coña. Por supuesto, recordaron que la religión (la práctica
totalidad de ellas, de hecho) sanciona la esclavitud, por no
mencionar la lógica de conseguir mano de obra barata y, cómo no, la
Constitución. Asimismo, llamaban en su apoyo a la propia ciencia,
que en aquel entonces no le hacía ningún asco a la idea de que los
negros procedían de una raza inferior.
El
gran propagandista del esclavismo, un autor cuya lectura traerá, a
quien la haga, ciertos regustos sabinianos, es George Fitzhugh. Si os
dais una vuelta por Amazon, veréis que la obra cumbre de este pollo,
un texto delirante que fantasea con el mundo que ocurriría sin
esclavitud, puede comprarse por seis pavos. A los tipos aficionados a
prohibir Mein
Kampf
esto no les molesta, que se sepa.
Una
de las estrategias preferidas de Fitzhugh la copiaron los
negacionistas del Holocausto cien años después: sostener que el
contrario no sólo mentía, sino que practicaba lo que criticaba.
Así, sus libros están petados de argumentaciones que contraponen el
(cierto) estado de puteamiento generalizado en el que vivían los
obreros ingleses y la eterna felicidad provista al negro en los
Estados del Sur (esto es como siempre: si quieres creer que los
etarras son luchadores por la libertad, lo crees, y eres capaz de
escribir libros defendiendo el argumento. Además, lo he repetido mil
veces, cualquier persona culta sabe que en la Biblioteca Nacional se
pueden encontrar no menos de cien obras que, convenientemente
citadas, sostienen cualquier cosa: que Dios existe y es aficionado al
curling, que los orensanos descienden de Agamenón, o que los negros no
dan más de sí). Supongo que habréis reconocido el tracto retórico,
porque de hecho hoy es muy habitual en los hilos de comentarios de la
prensa en internet, en Twitter y otros basureros del mismo estilo:
tomo una cosa que es verdad, la relaciono con cosas que me invento o
en las que creo movido por el simple y puro motor de mi fe, y con
ello construyo una argumentación incontrovertible; finalmente, como
el perejil en los platos de Arguiñano, la aliño con un juicio de
intención: si me discutes, eres un [aquí la expresión de minoridad
intelectual al gusto].
En
serio os digo que si queréis valorar algún día el nivel, Maribel,
del debate público actual en nuestras sociedades desarrolladas, “las
mejores preparadas de la Historia”, no tenéis sino leer los textos
originales del debate esclavista.
A
partir de la quinta década del siglo comienza el extrañamiento del
Sur. Las asambleas estatales de estos territorios comienzan a aprobar
leyes tendentes a conseguir que la juventud sea educada en sus
propios Estados, en lugar de ser enviada al Norte como era
relativamente común. Las legislaturas también intervienen en los
textos educativos; porque es cierto que toda mayoría social, lo primero que hace, es dotarse de una Educación para la Ciudadanía, sobre la cual piensa que es la mejor
de las educaciones sobre la Tierra. La publicación, en 1852, de uno
de los mayores best sellers de la Historia, Uncle Tom's cabin,
como es bien sabido obra de Harriet Beecher Stowe, no hizo sino
exacerbar las cosas; aunque eso ya lo veremos más tarde.
En
el fondo de todo residen dos hechos importantes. En primer lugar, en
el ámbito político, el fracaso de la teoría de la anulación de
Calhoun. El progresivo pero indudable debilitamiento de la teoría
que afirmaba el derecho de una minoría a repeler los actos de la
mayoría si los consideraba contrarios a su esencia empezó a
convencer a mucha gente en el Sur de que, simple y llanamente, no
había sitio para ellos en los Estados Unidos. El segundo elemento
importante fue el inesperado (para los sureños) desarrollo de la
agricultura a gran escala en otras zonas del país. En el Norte no
tenían esclavos para hacer el trabajo duro, pero tenían máquinas.
Obed Hussey y Cyrus Hall patentaron, el primero en 1834 y el segundo
un año después, sendas cosechadoras de acero que eran capaz de
hacer el trabajo de un montón de negros. Eso y el cambio estratégico
del trigo al maíz colocó a la agricultura del Norte en una posición
líder (eso, y la explosión de plantaciones agrícolas y
explotaciones ganaderas que pronto fueron necesarias para alimentar
al Oeste). La crisis mundial de 1857 supuso un grave golpe para estos
explotadores de la tierra, pero eso no hizo sino hacerlos más
ambiciosos. Los grandes agricultores del Norte consideraron que la
salida era permitir la explotación de las tierras públicas. El
Congreso, de hecho, aprobó una ley en este sentido en 1859, pero el
presidente Buchanan, fuertemente presionado desde el Sur, la vetó.
Así las cosas, tal vez sorprenda al lector que en las elecciones de
1860, las que ganó Lincoln, el eslógan de sus votantes no tuvo nada
que ver con la esclavitud. Ese eslógan fue vote yourself a farm.
El
Sur, además, podía frenar medidas políticas; pero nadie puede
frenar la realidad. Si algo hacía cada vez más difícil de creer su
proyecto de ser una minoría esclavista respetada dentro de una
nación moderna, era la explosiva evolución de los transportes en el
país.
El
boom de los ferrocarriles se produjo en la década de los
cincuenta, pero antes de esto los Estados Unidos ya habían hecho un
enorme esfuerzo de conexión intracontinental mediante los canales y,
sobre todo, el cabotaje. En fecha tan tardía como 1852, el cabotaje
transportaba el triple de mercancías que el ferrocarril y los
canales interiores sumados.
En
esta historia hay un héroe que es el clipper. Barco
notoriamente rápido y adaptable a casi cualquier circunstancia, a
mediados de siglo hacía el tráfico Nueva York-San Francisco,
doblando el cabo de Hornos, en noventa días. En 1853, sin embargo,
llegaría la oportunidad para el internet decimonónico, esto es el
ferrocarril, con la autorización por parte del Congreso para la
exploración de un proyecto de línea trascontinental. Aunque, en
realidad, el tráfico trascontinental por tierra no sería una
realidad hasta pasada la guerra civil, algunos servicios entonces ya
estaban matando la estrella del cabotaje. La línea trascontinental, además, está en el fondo del feo asunto de Kansas, que no tardaremos mucho en contar.
En
paralelo, se desarrollaba una realidad que conocen bien los
admiradores de Mark Twain: los steamboats interiores, que
aprovechaban las dimensiones titánicas del Ohio y del Mississippi, y
de los que a mediados de siglo circulaban 750 con regularidad. El
tráfico fluvial, sin embargo, tenía una enorme limitación, y es
que sus autopistas recorrían el país de norte a sur, pero no de
este a oeste, esto es la línea que cada vez más marcaba el
comercio. Muy pronto, las primeras líneas de ferrocarril, y los
canales horizontales abiertos, triplicaron el comercio que eran
capaces de transportar estos barcos.
En
realidad, antes de que se produjese la guerra civil se produjo otra
con el mismo objetivo, esto es dominar el Oeste, sólo que en
términos económicos. Esta guerra la libraron el río Mississippi y
los Grandes Lagos. En la última década antes de que hablasen las
armas los que he llamado canales horizontales, obras mayúsculas que
siguieron a la primera del Erie Canal de Nueva York en 1829, habían
ganado claramente la partida para los Grandes Lagos, por lo que era
desde ellos desde donde se transportaba al Oeste la mayoría de las
mercancías que necesitaba. La partida ya estaba ganada cuando, por
encima, el gobierno canadiense abrió el canal Welland, que une los
lagos Erie y Ontario y conecta con el río de San Lorenzo para llegar
hasta el noroeste, que queda conectado en Quebec. A mediados de siglo
era perfectamente posible ir desde Chicago hasta Liverpool en
Inglaterra en barco. El segundo gran canal que se unió fue el Sault
Sainte Marie, popularmente conocido como el Soo Canal, que unía los
lagos Superior y Hurón. Fue abierto en 1855, justo a tiempo para
captar el naciente comercio de hierro desde el norte de Michigan
hacia Cleveland y Chicago.
No
olvidéis estos hechos. Las guerras nunca son sólo ideológicas.
A
este conjunto de obras ciclópeas, que verdaderamente hizo pensar a
muchos estadounidenses de la época que el transporte por agua sería
el modo principal para moverse por el país, vino a unirse la
construcción, casi a marchas forzadas, de más de 30.000 millas de
vía en muy pocos años. En 1850, todavía, la mayoría de las líneas
de tren estaban situadas en el noreste de los Estados Unidos y apenas
unían las poblaciones de esta zona con el principio de los grandes
canales más allá de los Apalaches.
Todas
éstas eran líneas enormemente rentables: unían grandes ciudades y
pasaban por localidades prósperas que aportaban viajeros y
mercancías. La epopeya de la sexta década del siglo, sin embargo,
jugó el partido en un terreno totalmente diferente, como es el
Oeste. La expansión ferroviaria se produjo sobre todo en Ohio, Indiana,
Illinois, Missouri, Michigan, Iowa y Wisconsin. En 1860, apenas diez
años, estos territorios tenían más kilómetros de vía que el
Medio Oeste y Nueva Inglaterra juntos.
Estas
construcciones, sin embargo, lo eran en zonas básicamente
despobladas, lo cual quiere decir que el capital privado no tenía
incentivos para invertir allí. En 1850, el gobierno federal cedió
siete millones de acres de terreno público como colateral para las
empresas inversoras. Esto es: no les facilitó el terreno para trazar
las vías, sino para que hiciesen negocio con él y, así, pudieran
tener dinero para financiar la construcción. De esta manera, por
ejemplo, se construyó la línea norte-sur que une Chicago con
Mobile, Alabama. Sólo quedaron fuera de este sistema Tennessee y
Kentucky, por ser Estados donde el gobierno federal no poseía
tierras.
En
1860, el Estado había entregado 18 millones de acres en diez Estados
diferentes para impulsar 45 líneas distintas de ferrocarril. En ese
punto, los impulsores de las líneas del Oeste y las del Este
comenzaron a competir por los mejores trayectos, con Chicago como
niña bonita, perejil de todas las salsas. Rápidamente, la ciudad se
convirtió en el principal nodo ferroviario del país. El tren mostró sus grandes características competitivas con
los canales, y allí donde estaba en situación peor solía bajar las
tarifas para conseguir mercado. Al final del proceso, sólo
sobrevivieron dos grandes vías de transporte por agua: la ruta de
los Grandes Lagos y el canal Erie.
En
1840, Samuel F. B. Morse patentó por primera vez el telégrafo
eléctrico. En realidad, se subía sobre hombros de gigantes. Joseph
Henry, hombre hoy injustamente desconocido por muchos y el primer
director de la Institución Smithsoniana, había conseguido ya en
1831 transmitir una señal a través de una línea de una milla.
Aquello fue como el vuelo de los hermanos Wright, sólo que con
electrones (si es que son electrones lo que viaja en una señal
telegráfica, claro). En 1843, Morse convenció al Congreso para
financiar el tendido de la línea telegráfica; en 1860, EEUU tenía
ya 50.000 millas de telégrafo, y un año después inauguró la
primera conexión de costa a costa. Mientras ellos hacían esto,
nosotros andábamos dándonos abrazos en Vergara, y esas polladas.
En
el campo industrial, dos innovaciones de la época fueron
especialmente importantes. La primera de ellas es la vulcanización
del caucho. Hasta entonces, lo que los estadounidenses conocían como
caucho de la India (lo cual revela su sempiterno problema con la
geografía, pues la mayor parte llegaba de Latinoamérica) solía
tener muy buen comportamiento frente a agresiones frías (como la
nieve), pero con el calor ya era otra cosa. Un hombre enfermizo y
arruinado, Charles Goodyear, se pasó años haciendo experimentos
hasta descubrir una combinación de caucho, productos químicos y
calor que resolvía este problema. Lo patentó en 1844.
Dos
años después, en 1846, Elias Howe patentaba una máquina de coser
con la que la industria del calzado cambió para siempre (hay que
recordar que entonces el caucho se usaba para el calzado; todavía no
había automóviles). De todas formas, la máquina de Howe fue poco
usada hasta 1851. En dicho año, apareció Isaac Merritt Singer. Singer,
ciertamente, había hecho mejoras en la máquina de coser. Pero, en
realidad su gran aportación no tuvo nada que ver con ella, sino con
la invención de la venta a plazos. Una agresiva campaña de
publicidad y la mejora de los procedimientos de producción hicieron
el resto.
En
medio de toda esta explosión económica que hizo a los Estados
Unidos como es y a los estadounidenses como son, cada vez más
analistas se preguntaban si sería posible generar un modelo
económico que abarcase realidades tan dispares. En un país
globalizado por la red de transportes, Este y Oeste cada vez estaban
más cerca, pero eso no hacía sino acrecer las tensiones centrífugas
en el Sur.
Todo
comenzaría a ir a peor en 1853; el año que la Casa Blanca recibió
un nuevo inquilino en la persona de Franklin Pierce.
"Las guerras nunca son sólo ideológicas."
ResponderBorrarMe recuerda esta frase a aquella escena de "Lo que el viento se llevó" en la que Rhett Butler pregunta "¿Son ustedes conscientes de que no ha ninguna fábrica de cañones al sur de la línea Mason-Dixon?"
Andando el tiempo, una de las claves de los movimientos de tropas durante la Guerra de Secesión sería (sobre todo en el Oeste) la disponibilidad de ferrocarriles o de buques para el transporte de suministros.
Eborense, strategos
A mí me sorprende que muchas películas americanas tengan una visión tan idílica del pasado y cierto ramalazo ludita*, sin pararse a pensar que las cosechadoras, como dices, compitieron contra la esclavitud y construyeron al país.
ResponderBorrarAsí las cosas, tal vez sorprenda al lector que en las elecciones de 1860, las que ganó Lincoln, el eslógan de sus votantes no tuvo nada que ver con la esclavitud. Ese eslógan fue vote yourself a farm.
Me parece que el lector medio de este blog sabe que alrededor de Lincoln se ha creado un mito.
* Antes de que alguien lo diga, lo sé: los luditas vivieron en un contexto de cambio en las relaciones de trabajo y su tecnofobia fue circunstancial a un empeoramiento para los proletarios.