Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.
Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson.
Luego ha llegado el momento de contaros la guerra de 1812 y su frágil solución. Luego nos hemos dado un paseo por los tiempos de Monroe, hasta que hemos entrado en la Jacksonian Democracy.
La toma de posesión de Andrew Jackson en Washington es, probablemente, el primer acto de esta calidad en la Historia de los Estados Unidos que concitó la presencia de una gran masa de partidarios venidos de muchos rincones del país. Por primera vez, un candidato ganador despertaba una verdadera pasión partidaria, anunciando una tendencia que con las décadas no haría sino acrecentarse.
Como
es costumbre, la llegada de Jackson vino a suponer el encumbramiento
de sus más cercanos. Para ocupar la muy influyente Secretaría de
Estado, considerada entonces una especie de vicepresidencia
disfrazada, Jackson eligió a Martin van Buren.
La
victoria de Jackson fue tan categórica que sus opositores pronto
comenzaron a albergar la idea de que se desempeñaría en la Casa
Blanca con modales dictatoriales. El partido whig, formado en torno a
la idea de la oposición a Jackson, lo bautizó pronto como King
Andrew I. Jackson les decepcionó, aunque a medias. Si bien no se
apartó ni un milímetro de las formalidades democráticas, siempre
tan importantes para que una democracia sea real, también es cierto
es que es uno de los presidentes de los Estados Unidos que con más
radicalidad interpretó el carácter presidencialista del sistema
constitucional americano, por lo tanto reclamando constantemente el
papel de protagonista del presidente, bajo el argumento de que es
elegido por todos los estadounidenses y es, por lo tanto, quien mejor
representa su voluntad.
Esta
manera de pensar se concreta, por ejemplo, en la forma diríase que
radical con que aplicó el denominado sistema de expolio. De los
10.000 funcionarios que se encontró nombrados por la Administración
de Adams, despidió a casi el 10%. Sinceramente, hay que decir que
Jackson concebía el sistema de expolio no sólo como una herramienta
de poder político, sino también como un instrumento necesario para
evitar el nacimiento y desarrollo de una clase tecnocrática en la
Administración; ésa que tan bien retratada quedaba en la
inolvidable serie británica Yes,
minister.
Siguiendo un tracto mental que al ciudadano común estadounidense le
hacía (y le hace) mucho tilín, Jackson solía decir que las funciones y retos
de la Administración Pública son plain
and simple,
y que, por lo tanto, lo que debe de haber dentro de dicha
Administración son personas tan simples y directas como los
objetivos que persiguen.
El
cambio de usos en la Casa Blanca se dejó sentir, más que en ningún
otro lugar, en el Congreso. Hasta Jackson, lo que tenemos son
presidentes que se conciben a sí mismos, básicamente, como
administradores de una labor legislativa hecha por el Congreso. A
partir de Jackson, sin embargo, comenzamos a tener un presidente que
se concibe a sí mismo, constitucionalmente, como una parte del
proceso de diseño legislativo (y, sobre todo, del proceso de no
aprobación, esto es veto, de las leyes), y reclama su lugar en ello.
En sus dos mandatos, Jackson vetó más legislaciones él solo que
todos los presidentes que lo habían precedido juntos. Para hacer tal
cosa y salir indemne frente a la opinión pública, el presidente
tiró de un argumento tan antiguo como la propia democracia, como es
la concepción de la casa legislativa y de otras instituciones del
Estado como reductos aristocráticos, ante los que contraponía su
propio despacho, concebido como el verdadero gobierno del pueblo.
Uno
de los conflictos legislativos más sonados de su época fue el veto
presidencial de la denominada Maysville Bill (1830), que requería al
gobierno federal a adquirir acciones de una sociedad privada creada
para realizar inversiones en Kentucky, el estado de Clay. Jackson,
sin embargo, vetó la ley, argumentando que estaba en contra de que
el Estado participase en proyectos de este tipo (si sale hoy de la
tumba, se vuelve a meter).
Asimismo,
la Administración de Jackson se enfrentó a menudo de forma frontal
con el Supremo, que recordemos seguía dominado por John Marshall. En
1832, la Corte falló en el caso Worcester vs Georgia. La sentencia
le denegaba a Georgia cualquier derecho de reclamar territorio de los
indios cherokee dentro de sus límites y, añadía, el gobierno
estatal debía proteger a los indios contra los embargos del Estado
de Georgia. Pero Jackson, que no se olvide era un viejo luchador
contra los indios, quería a todas las tribus en la otra orilla del
Mississippi, y trabajó en la dirección exactamente contraria.
El
país, en todo caso, tenía, lógicamente, su propia dinámica. Los
Estados Unidos, lo hemos intentado describir en varios puntos de
estas notas, se formaron a partir de un delicado equilibrio entre
partes muy diferentes. En el Congreso, estas diferencias entre
esclavistas y no esclavistas, entre Este y Oeste, entre Norte y Sur,
afloraban a cada momento, incluso a pesar de asentarse un mínimo
consenso constitucional sobre pactos como el de Missouri. En el
invierno de 1830, de nuevo estas divisiones se hicieron patentes en
el denominado debate Webster-Hayne.
Desde
la segunda década del siglo, los territorios del Oeste venían
defendiendo una idea que era fundamental para ellos: el acceso barato
a la tierra y la comprensión, si no apoyo, a la actividad de los
colonos que ocupaban primero tierras gubernamentales para luego
reclamar su propiedad. El colono que había trabajado la tierra,
mejorándola de alguna manera, siempre reclamaba el derecho a
comprarla a buen precio cuando salía al mercado. El gobierno,
también lo hemos visto, accedió en varias ocasiones a esta petición
rebajando las tarifas; pero siempre había personas que ni siquiera
podían pagar con estos descuentos. Estos colonos, que podríamos
denominar aparceros por su carencia de recursos, se aglutinaron como
grupo de presión alrededor del senador por Missouri Thomas Hart
Benton. Benton llevaba ya tiempo trabajando en el tema; ya en 1824
había propuesto que las parcelas de terreno que no encontrasen
comprador fuesen introducidas en una senda de descuentos que pudiesen
acabar en 50 centavos el acre (el precio descontado pedido por el
gobierno era de 1,25 dólares por acre). En un último escalón, si
no aparecían compradores la tierra debería, según esta propuesta,
ser regalada. Esta propuesta fue bautizada como graduation.
El
Este tenía sentimientos bastante negativos hacia los planes de
Benton. En primer lugar, no le gustaban porque suponían una
alternativa cierta para muchas personas que residían en sus Estados
y a las que ellos les estaban ofreciendo curro a salarios un tanto
bajos; ahora, existiendo la alternativa, deberían pagarles más para
que se quedasen. Por otro lado, también sabían que un plan de estas
características animaría las arcas estatales con más ingresos de
los esperados, haciendo posible amortizar más deuda; y no es que a
los empresarios del Este les importasen mucho las finanzas estatales,
lo que pasa es que sabían que si se producía esa sobreamortización,
Washington podría argumentar que ya no necesitaba aplicar los
aranceles proteccionistas que tan bien les iban.
Puesto
que se creían frente a un gran problema, la forma en la que los
representantes yankees
pretendieron resolver el dilema fue extremadamente radical: cerrar, literalmente, el Oeste.
En diciembre de 1820, el senador de Connecticut Samuel A. Foot puso
el ídem en la Cámara Alta para proponer una ley por la que las
ventas de tierra pública en el Oeste quedaban paralizadas temporalmente,
con el añadido de que las ventas futuras se realizarían ya sólo
sobre las tierras que ya estuvieran en el mercado.
Ni
qué decir que Benton reaccionó como el puma de Baracoa, denunciando
aquella propuesta como lo que era: una conspiración del lobby
industrial
del Este. Los Estados del Sur, que empezaban a sufrir la creciente
diferencia de riqueza respecto del Norte, apoyaron al senador de
Missouri (a todo lo largo y ancho del espectro ideológico se puede
uno encontrar políticos y estrategas varios cuya filosofía se basa
en resolver una diferencia de riqueza empobreciendo al que va
ganando). Eso sí, los Estados sureños propusieron, además, que los
nuevos territorios del Oeste no estuviesen protegidos por el arancel.
El defensor de la propuesta del Sur fue el senador Robert Y. Hayne,
de Carolina del Sur. En 1828, su posición se vio claramente apoyada
por un ensayo antiproteccionista publicado con seudónimo por el
vicepresidente John Calhoun (una rara
avis
de la política estadounidense, pues es, junto con George Clinton, el
único político estadounidense que ha sido vicepresidente de dos
presidentes distintos). Calhoun argumentaba que el arancel de 1828
había reducido al Sur a la condición de siervo del Norte
industrial, al forzarle a pagar precios elevadísimos por las
mercancías compradas en Europa. Concluía estableciendo su teoría
fundamental, que se conoce como nullification:
la tiranía de una mayoría (que impone unas condiciones
excesivamente gravosas a la minoría) debe de complementarse con el
derecho constitucional de los Estados para anular (nullify)
un acto inconstitucional del Congreso.
Otro
político, Daniel Webster, decidió responder a este folleto, o más
concretamente a la introducción al mismo que había escrito Hayne,
en enero de 1830. La soberanía, argumentaba, estaba claramente
situada por la Constitución en los hombros del Estado federal y,
consecuentemente, ningún Estado tenía el poder de dirimir la
constitucionalidad de acto jurídico alguno. Si los Estados tuviesen
esa libertad, entonces la Unión ya no sería unión, y la libertad
se vería amenazada. Su ensayo terminaba con palabras muy conocidas
por los estudiantes de Derecho estadounidenses: Liberty
and Union, now and forever, one and inseparable.
Lo
que reside en el fondo de esta polémica es, una vez más, el eterno
debate producido durante el largo parto de los Estados Unidos como
sistema estable; parto que incluso exigió esa cesárea llamada
guerra civil y que generó cicatrices que no terminaron de sanar, en
mi opinión, hasta la década de los sesenta del siglo pasado. En el
momento que relatamos, el entorno era enormemente variado y complejo.
Existían Estados del Norte y del Sur, que se habían ido
diferenciando con los años tanto económica como socialmente, cuya
existencia era debida a una rebelión contra la metrópoli británica.
Pero luego existían Estados, parcialmente situados al Sur y formando
todo lo que se conocía como el Oeste, que habían surgido, ya, de
una decisión del libre gobierno constitucional de los Estados Unidos
de América. Eran existencias muy diferentes, pasados muy diferentes,
que se distanciaban en la práctica. De todas las naciones europeas,
España es la que está en mejores condiciones históricas de
comprender hasta qué punto la lucha por la independencia marca el
pasado y el futuro de una colectividad: si hemos sido, durante
siglos, el principal baluarte de la Iglesia católica en Europa, es
por el hecho de que tuvimos que pelear por nuestras piedras, a pelo
puta, con los musulmanes. Por supuesto, nuestras ex colonias
americanas entienden este hecho todavía mejor que nosotros, puesto que tuvieron que echarnos.
Si
los nuevos Estados del Oeste y el Sur podían aceptar con cierta
naturalidad el principio de ser administrados por un Estado federal
que tendría, por así decirlo, la última palabra, los Estados
originales de la Unión ya eran otra historia. En su seno, en 1830,
había muchas personas que, sobre tener recuerdos vívidos de los
años de la independencia, albergaban sentimientos que sobrepujaban
el poder de esos Estados sobre el federal. Era la suya una concepción
federal pura, diríamos, los españoles, pimargalliana: el Estado se
concebía como el resultado de la libre unión de entes soberanos
que, por lo tanto, retenían parte de esa soberanía. La incapacidad
de resolver esa incongruencia fue lo que acabó con la I República
española; con las mismas, amenazaba, también, por acabar con los
Estados Unidos; y eso lo sabía bien incluso su presidente, el cual,
en una famosa comida de cumpleaños en la Casa Blanca (abril de 1830)
levantó su copa para brindar y, mirando frente a frente a su
vicepresidente Calhoun, dijo: Our
Federal Union; it must be preserved.
Lo
que tal vez no esperaba Jackson es que su vice se levantase como un
resorte y, tomando su copa, colocase en frente el otro elemento de la
difícil balanza federal: The
Union, next to our Liberty, the most dear.
El presidente, pues, decía: la Unión está por encima de todo; y su
vicepresidente le contestaba: eso será mientras la Unión respete la
libertad.
Los
ingresos del arancel proteccionista fueron aquel año de 1830 tantos
y tan lucrativos que a finales del ejercicio la elevada deuda
generada por las guerras y la independencia se encontraba,
finalmente, amortizada en su casi totalidad. En esas circunstancias,
ocurrió lo que el Este industrial temía de Old Hickory. Jackson
tenía una visión muy liberal de los aranceles proteccionistas: los
veía como medidas confiscatorias, ya que se alimentaban de
desarrollos interiores que no se producirían. El 6 de diciembre de
1831, urgió al Congreso a revisar a la baja el arancel de 1828. Su
propuesta trataba claramente de gustar a los Estados del Sur sin
cabrear en exceso a los del Norte. El Congreso aprobó el 14 de julio
de 1832 una ley arancelaria que más o menos respondía a las
intenciones del presidente. A Calhoun, sin embargo, le pareció poca
cosa; el vicepresidente abandonó Washington para irse al Sur, a dar
por saco.
Esta
vez, la nullification
dejó de ser una teoría propia de discusiones doctrinales. En
Carolina del Sur fue elegido un Congreso abiertamente partidario de
esta teoría, que votó la designación de delegados para una
convención estatal. El 19 de noviembre de 1832, dicha convención
votó, por 136 votos contra 26 una decisión que anulaba tanto los
aranceles de 1828 como de 1832. Asimismo, se prohibía la recaudación
de los aranceles en los puertos del Estado desde el 1 de febrero de
1833; y, poniéndose la venda antes que la herida, advertía que de
usarse fuerzas armadas para ejecutar dicha recaudación, se movería
hacia la secesión.
Jackson,
que como recordaremos más adelante acababa de ganar las elecciones de
1832 con la punta del pie, respondió el 10 de diciembre con lo que
se conoce como la Nullification
Proclamation, donde no
se cortaba un pelo: Considero
que el poder de anular una ley de los Estados Unidos, asumido por un
Estado, es incompatible con la existencia de la Unión, contradice la
letra de la Constitución, queda desautorizado por su espíritu, es
inconsistente con cualquier principio en la que ésta se funda, y
destruye el alto objetivo para el que fue creada.
El
Senado estudió en febrero una Force Bill que otorgaba poderes al
presidente para usar al ejército y la marina en Carolina del Sur, si
dicho Estado se resistía a la labor de los funcionarios recaudadores
federales. En medio de la tramitación de la ley, Henry Clay ofreció
una propuesta de consenso en forma de una ley que establecía el
progresivo desarme de los aranceles de 1832. Mientras tanto, dentro
de Carolina del Sur comenzaron a surgir y crecer diversos grupos
opuestos a la secesión, y otros estados del Sur rehusaron apoyar su
acto de rebeldía.
El
2 de marzo, la Force Bill pasó a ser Force Act; ese mismo día,
Jackson firmaba la ley propuesta por Clay, con un desarme arancelario
que preveía que, en 1842, ninguna tarifa superaría el 20%, además
de extender la lista de mercancías importables duty
free. Incluso Calhoun,
que para entonces había dimitido como vicepresidente para poder ser
representante de Carolina del Sur, votó esa ley afirmativamente.
Carolina del Sur, finalmente, aprobó anular su propia ley de
anulación; pero salvó la cara aprobando otra anulando la Force Act,
que ya ni puta falta que hacía ejercer.
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