Recuerda que ya te hemos contado cómo se montó la movida.
Una
vez muerto el segundo oficial del Potemkin,
la cosa ya no podía parar. El siguiente en caer fue el guardiamarina
Liventrov, quien, a pesar de intentar hacerse con el arma de un
miembro del pelotón de fusilamiento, fue abatido antes de
conseguirlo. Inmediatamente después cayó el teniente de navío,
oficial de cañones, Neupokoev. Lo tiraron al mar cuando todavía
estaba vivo.
Había
en aquel momento 18 oficiales a bordo, además de Golikov. La
totalidad de los marineros, pues en ese momento ya no quedaban
escépticos, fue a por ellos. La mayoría de los oficiales salieron
de sus camarotes, incluso medio desnudos, para tirarse al mar. En el
agua servían de diana para los marineros que se habían colocado en
las posiciones más elevadas del puente de cubierta, desde donde les
disparaban. Hubo algunos, como el comisario de primera clase Makarov
o los ingenieros Natzarov y Zausvevitch, que consiguieron salir
ilesos de aquel tiro al plato humano. Los marineros incluso se
aplicaron con denuedo con oficiales contra los que no tenían nada:
así, el teniente de navío Grigoriev, que desapareció en el agua en
medio de una nube de balas, que estaba en el Potemkin
destinado
como castigo, y que no había tenido tiempo de tener un mal
comportamiento con los marineros.
Un
solo oficial trató de resistirse al motín. Fue el oficial de
torpedo, teniente de navío, Wilhelm Tonn. Apareció en cubierta en
el momento más intenso del motín, con su revólver en la mano. Le
dispararon, pero no le dieron, hasta que Matushenko ordenó una
especie de alto el fuego y se acercó a él. No obstante, era un
espejismo. El líder de la revuelta siguió al oficial hasta el
interior de la torreta 305, pretendiendo parlamentar, pero una vez
allí disparó sobre el escolta del oficial y sobre el propio Tonn;
aunque esto último no está muy claro, bien puede ser que el marino
respondiese a una intención del oficial de dispararle.
El
tiempo de la matanza terminó cuando los marineros llegaron a la
sospecha de que dentro del barco se estaba preparando una explosión
de minas para hacerlo zozobrar. De hecho, encontraron a uno de los
pocos oficiales que quedaban vivos, Alexeyev, al parecer accionando
los explosivos (aunque esto puede también ser una invención). El
oficial, que verdaderamente era el menos odiado de todos los mandos,
podría haberles dicho a los marineros que, en efecto, Golikov le
había ordenado hundir el barco, pero que él no quería hacerlo
porque estaba con el motín. Matushenko decidió dejar el tema de la
fidelidad de Alexeyev para más adelante, y le intimó para que le
dijera dónde estaba el comandante. El oficial le dijo que la última
vez que lo había visto estaba en su gabinete. La historia, sin
embargo, no tenía pase, porque los marineros podían ser tontos,
pero no gilipollas: evidentemente, las estancias del comandante eran
las primeras que habían visitado cuando lo habían buscado, y allí
no estaba. No tardaron en descubrir que, al principio del motín,
tanto Golikov como Alexeyev se habían refugiado en un camarote
desocupado, y habían pasado más tarde a las estancias del
comandante de la nave.
Golikov
apareció finalmente en la cubierta, apenas vestido con una camisa y
su ropa interior; claramente, su intención era tirarse al agua y
huir. Dicha aparición, sin embargo, movió a los marineros más al
cachondeo que a la venganza. En realidad, con la muerte de
Giliarovsky, los marineros consideraban que habían acabado con el
verdadero tirano del Potemkin, esto es el tipo que más los
puteaba y los despreciaba. Probablemente percibiendo ese sutil cambio
de actitud, Golikov pidió clemencia a Matushenko, a lo que éste
respondió, en una actitud muy soviética, que eso dependía de la
asamblea de marineros. Sin embargo, un marinero llamado Sirov, quien
al parecer había sido recientemente castigado en uso del código
disciplinario de la Marina, surgió para recordar que apenas unos
minutos antes Golikov había amenazado con colgar a todos los
marineros de la verga, y sugiriendo que tal vez merecía dicho
castigo él mismo. Sirov y un grupo de amigos se hicieron con el
comandante, ante la indiferencia del resto de la tripulación. Pero
no lo colgaron; simplemente, lo mataron de un tiro.
Mientras
ocurría todo esto en el Potemkin, ¿qué ocurría en el N267,
el torpedero que escoltaba al acorazado? Los oficiales de este barco
tardaron en darse cuenta de lo que estaba pasando. Pasaron sus buenos
minutos antes de que el barón Klodt von Jugensburg se diese cuenta
de que había algunas personas que nadaban hacia su barco. Aun
conociendo las noticias por boca de los oficiales supervivientes, el
comandante del torpedero decidió no actuar; fue la suya una decisión
muy racional, pues su torpedero poco tenía que hacer frente a la
potencia de fuego del Potemkin, que podía ejercerse además a
mayor distancia, por lo que cualquier acción contra los amotinados
se parecería bastante a un suicidio. Así pues, en cuanto consideró
que tenía en cubierta a todos los posibles supervivientes de la
masacre, ordenó levar anclas y poner la nave a toda máquina.
Describió
un semicírculo, buscando pasar por la popa del Potemkin, camino
de Sebastopol. Siendo como era un barco de segunda importancia, en
aquel momento el N267 no tenía instalado ningún equipamiento
de telegrafía sin hilos, por lo que su única opción era llegarse
físicamente a dicho puerto, para poder informar a Krieg de lo que
había pasado. A toda máquina, con buena mar y con mucha suerte, eso
eran ocho horas.
Pasaron
por el culo del Potemkin aparentemente sin novedad, pero
cuando estaban a casi un kilómetro de distancia del barco escucharon
el primer cañonazo. Matushenko, en el Potemkin, había tomado
el mando efectivo de la nave, y había ordenado disparar un cañonazo
para acojonar al torpedero. En efecto, aquel primer proyectil impactó
en la mar bastante por delante de donde se encontraba el torpedero;
pero el segundo ya apuntó a su proa, generando varios desperfectos.
El N267, sin embargo, seguía a toda máquina, mar adentro. En
una sola cosa el torpedero sobrepujaba al acorazado: era más rápido.
Los marineros, que sabían esto, no hicieron gesto alguno de
perseguirlo, sino que lo fiaron todo a la potencia de las cañoneras.
Cuando tuvieron cargada una de 76 milímetros, dispararon un primer
obús que se quedó corto, y luego un segundo que impactó en la
chimenea del torpedero. Klodt ya no quiso esperar más: el N267
viró para regresar al lado del Potemkin.
El
barón Klodt calculó que los marineros del acorazado no tenían, en
realidad, nada en contra de él ni de sus dos oficiales. Acertó a
medias. Cuando fueron subidos a la cubierta del Potemkin, ya
detenidos, se encontraron con que la marinería, en su mayoría, se
los quería apiolar. No eran tontos: sabían por qué y, sobre todo,
para qué habían intentado huir. Sin embargo, no hay que olvidar que
aquel suceso era como una especie de primera hormiga aislada de la
marabunta que venía detrás, y que llamamos Revolución Rusa. En
1905 como en 1917, la temeridad del grupo se hizo seguir de la
convicción de que hacía falta una dirección efectiva (una
vanguardia revolucionaria, en terminología leninista). Cuando
Matushenko decretó que el tiempo de la sangre había pasado, nadie
osó contradecirlo. Los oficiales fueron detenidos, y el N267
quedó ampulosamente
integrado en la Flota Rusa Libre.
Era
más o menos las tres de la tarde cuando el motín del Potemkin
pudo darse por terminado. Había llegado el momento de considerar las
opciones, que eran complicadas. El acorazado estaba adscrito a la
flota imperial del Mar Negro, pero lo más importante es que tampoco
podía pensar en llegarse a algún otro punto. La hostilidad turca,
adecuadamente quintaesenciada en las baterías artilleras que tenía
instaladas en el estrecho del Bósforo, dejaba bien claro que el
barco amotinado no podía soñar sino con tocar puertos rusos;
estaba, por así decirlo, preso en un gran estanque. Grande, sí;
pero estanque. Pero eso no le importaba demasiado a Matushenko.
Cuando menos en ese momento, el marinero revolucionario consideraba
que su labor, su obligación incluso, no era huir, sino extender la
revolución. Y tenía un objetivo: Odessa. Tenía sus razones para
pensar en esta ciudad.
A
algo más de mil kilómetros al suroeste de Moscú, en una bahía del
Mar Negro, se sitúa la ciudad de Odessa, que en el momento que
relatamos tendría aproximadamente medio millón de habitantes, lo
que la convertía en la cuarta ciudad del Imperio ruso. Su puerto era
un gran punto de comercio de los muchos productos salidos de la
Besarabia, de Ucrania y del valle del Dnieper. Era una de las
ciudades más embellecidas del Imperio, a tal punto de parecer en
muchos puntos una ciudad francesa de mucho nivel. Con la guerra
ruso-japonesa, la ciudad había salido ganando, cuando menos en un
principio, puesto que el Transiberiano se había llevado a buena
parte de su juventud, generando una situación de pleno empleo. En
una situación muy parecida a la que tuvo España durante la primera
guerra mundial, la verdad es que Odessa parecía, en 1905, el último
rincón de Rusia donde podía prender una revolución comunista.
Siendo
esto cierto, no lo es menos que los vientos revolucionarios, como es
bien sabido, recorrían las calles del Imperio desde hacía como
cinco décadas. El retraso secular de una nación que apenas había
ilegalizado la servidumbre hacía dos tardes, en la que las
desigualdades eran patentes y que, además, le había, por así
decirlo, fallado a sus ciudadanos con esas dos grandes demostraciones
de incompetencia que conocemos como guerra de Crimea y guerra con los
turcos. Nicolás II había sucedido en 1894 a su temible padre,
Alejandro III, uno de esos reyes que de vez en cuando se dan en
toda dinastía y que
restan más que suman. De temperamento fuertemente mesocrático,
Alejandro había llevado acciones expansionistas que le habían
llevado a anexarse territorios asiáticos y a colocar bajo su tutela
otros en el Cáucaso, en Finlandia y en los países bálticos; muchos
de estos territorios estaban en una situación más proclive a la
movilización social de lo que estaban acostumbrados los zares.
A
pesar del ambiente en ocasiones casi irrespirable que se había
producido en el siglo XIX ruso, magnicidios incluidos, Nicolás II
hizo gala de una notable miopía política y social. Rodeado de una
camarilla de hombres que podríamos denominar como del Antiguo
Régimen, tales como Viacheslav Plehve o Konstantin Pobedonotsev, el
zar estaba convencido de la minoridad de la masa de su pueblo, que
por lo tanto debía ser gobernado por una estricta minoría (teoría
ésta que, curiosidades de la vida, le costaría a los Romanov su
existencia a manos de unos tipos que aplicaron una teoría llamada
bolchevismo, que con sus apelaciones a la vanguardia dirigente viene
a ser más o menos lo mismo).
De
todo el mundo es conocido que el año 1905, en el que se sitúan
nuestros hechos, fue, o así lo consideraron los revolucionarios del
17, una especie de ensayo de lo que vendría. A principios de año,
diversas manifestaciones obreristas surgieron en Vladivostok, en
Varsovia, en Crimea y en San Petesburgo. En enero, se produjo la
famosa marcha del padre Gapon sobre el Palacio de Invierno, duramente
reprimida por el ejército. Conforme avanzó el año, en Extremo
Oriente la guerra generó unas pérdidas brutales, que seguían a la
gran catástrofe del día de Inocentes de 1904, cuando los rusos
perdieron Port Arthur a manos de los japos.
A
pesar de todo lo que contamos, cuando se produjo la masacre del
Palacio de Invierno se registró en buena parte de Rusia una marejada
de protestas; pero no en Odessa. No obstante, ya en febrero de 1905
la situación comenzó a cambiar con cierta rapidez. Tal y como contó
un estudiante de la Universidad local, Constantin Feldmann (en un testimonio que es fundamental para ésta y otras muchas esquinas de
esta tragedia), la relativa prosperidad provocada por la lejana
guerra había comenzado a toser, se cerraban fábricas, y el
descontento crecía. El 21 de abril se declaró la primera huelga
seria en el puerto, en la que participaron tanto organizaciones
socialdemócratas (ojo: tal era el calificativo que entonces se daban
los bolcheviques) como bundistas (esto es: organizaciones afiliadas
a la Unión de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, una
organización hebrea de tendencias socialistas). Lograron parar la
Compañía Rusa de Navegación a Vapor, una de las principales de la
ciudad; y pronto arrastraron a otro de los gigantes del puerto, la
Compañía del Danubio. La Marina, que fue enviada para hacer de
esquirol, apenas pudo asumir los transportes más urgentes. Poco a
poco, otros oficios fueron apuntándose a la movida, hasta llegar a
los impresores, que desde luego no eran trabajadores portuarios que
se diga. El 12 de junio, tras el arresto de los dirigentes de los
obreros del yute, éstos se manifiestan y recurren por primera vez a
la violencia.
Bandas
de obreros se situaron en las afueras de la ciudad. Paraban los
trenes que llegaban del norte y los saqueaban a fondo. Luego se
concentraron frente a la comisaría de policía, reclamando la
libertad de los sindicalistas del yute, cantando la Vashavianka,
una canción
revolucionaria al estilo de la Internacional
que a los ácratas de verdad (no a los que levantan el puño en las
asambleas de la CUP o de Podemos, que si os ven vuestros tatarabuelos
de la bandera negra os dan una colleja que os sacan los dientes) os sonará.
El
25 de junio, esto es el mismo día en que hemos comenzado el relato
del Potemkin,
se unen a la huelga los trabajadores del metal y del acero, así como
los ferrocarriles. Se decidió realizar la huelga general el 27. El
gobernador militar de la ciudad, general Kokhanov, disponía de
bastantes tropas: un regimiento de cosacos, unidades policiales, y
refuerzos militares en Tiraspol, Belets, Vender y Ekaterinoslav.
Tanto
unos como otros, pues, tenían medios suficientes para liarla parda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario