Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.
Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson.
Luego ha llegado el momento de contaros la guerra de 1812 y su frágil solución. Luego nos hemos dado un paseo por los tiempos de Monroe.
Como
ya he escrito antes en estas notas, la Historia de los Estados Unidos
no se entiende sin el estudio, siquiera somero, de esa parte de su
evolución que se coció en las decisiones del Tribunal Supremo; en
el periodo en que ahora estamos, claramente dominadas por la
personalidad de John Marshall. Hombre de vieja política, forjado en
el nacimiento de la nación, Marshall tenía muy claro que los
Estados Unidos necesitaban una labor de pulido jurídico que mejorase
el poder del propio Supremo y del gobierno federal, en detrimento de
las tendencias centrífugas de los Estados.
Y
lo atacó por el flanco contractual. En 1819 se produjo la sentencia
Dartmouth College vs Woodward, que se puede resumir en el siguiente
conflicto: siendo el Dartmouth una institución educativa que gozaba
de una concesión de la corona británica de 1769, ¿podía el Estado
en el que ahora se ubicaba (New Hampshire) modificar las condiciones
de dicha concesión unilateralmente? La interpretación del Supremo
fue que una concesión es un contrato entre dos partes y, por lo
tanto, tal y como machaconamente establece la legislación mercantil
en cualquier país con un mínimo de seguridad jurídica, no puede
ser modificado por una sola. Por lo tanto, el acto de New Hampshire
había sido inconstitucional.
Ese
mismo año de 1819, el Supremo falló también el caso Sturges vs
Crowninshield, en la que se declaraba inconstitucional una ley de
bancarrota del Estado de Nueva York que liberaba a un deudor de pagar
su deuda.
Un
tercer ejemplo es McCulloch vs Maryland. El Estado de Maryland había
decretado que la oficina de Baltimore del Second Bank debería pagar
un determinado impuesto desde el momento de su existencia. El Supremo
emitió una sentencia que incluye una frase que debería colgarse
enmarcada en los despachos de todos los políticos: the
power to tax involves que power to destroy.
Si los Estados tuvieran, dice la sentencia, el poder de anular los
actos del Congreso (en este caso, crear un banco que no paga
determinados impuestos) mediante la imposición de medidas a sus
agencias territoriales, “podrían derrotar y destruir el poder de
crear” de la Administración federal. McCulloch versus Maryland
sigue siendo, a día de hoy, uno de los fallos fundamentales que han
de estudiar los constitucionalistas estadounidenses.
Hay
que tener en cuenta, además, la sentencia Gibbons vs Ogden, en la
cual se prohíbe a los Estados legislar en materia de comercio cuando
dicha legislación invada competencias del Congreso.
Estos
ejemplos son sólo los más sobresalientes de más de una decena de
decisiones que, durante esos años, declararon inconstitucionales
actos jurídicos de los Estados.
La
infancia de los Estados Unidos, o lo que se suele denominar “el
tiempo de los primeros padres”, puede considerarse terminada en
1825, cuando James Monroe abandona la Casa Blanca. Se acaba lo que
los libros de Historia estadounidenses denominan Jeffersonian
Democracy,
para pasar a la Jacksonian
Democracy.
Entre
1816 y 1821, seis Estados habían entrado en la Unión, rigiéndose
por constituciones que no exigían ninguna característica especial
para poder votar. Esta tendencia afectó también a Estados ya
existentes como Connecticut, Nueva York o Pensilvania, que también
desregularon el voto. Esta democratización de la democracia trajo
consigo una creciente implicación del common
man
en la política. Si en las elecciones de 1824 votaron poco más de
350.000 ciudadanos, cuatro años después se contaron más de 1,1
millones de papeletas. Una de las razones para este interés es que a
partir de 1824 se restauró, por así decirlo, la dinámica electoral
de enfrentamiento entre dos partidos diferenciados. Pero, sobre todo,
fue el método de designación de candidatos el que favoreció el
cambio.
Hasta
el momento, los candidatos para las elecciones eran designados por
una asamblea o caucus
formada por miembros del Congreso; las candidaturas, pues, se
cooptaban más que se elegían. Para muchos estadounidenses, esta
forma de hacer las cosas reproducía los esquemas patricios,
aristocráticos, del pasado, y se ligaba muy especialmente con la
monarquía británica. En 1824, el sistema colapsó en el seno del
Partido Republicano, en el que un montón de asambleas locales que se
formaron comenzaron a defender sus propios candidatos, con tanto
ardor que terminaron presentando optantes independientes, por fuera
del partido.
El
moderno sistema de elección, basado en una convención nacional a la
que acuden, según expresión muy americana, delegates
fresh from the people elegidos
en caucus libres, se debe, paradójicamente, a un partido político
que ya no existe. En 1830, efectivamente, el partido Anti-Masons
celebró la primera de estas convenciones. Un año después, la
convención de republicanos nominaba a John Quincy Adams. Por su
parte, los demócratas tuvieron la suya por primera vez en 1832.
Como
último, y lógico, paso en la democratización de la democracia, los
Estados comenzaron a aprobar que el presidente fuese elegido por la
gente y no por los parlamentos estatales. En 1828, ya sólo Delaware
y Carolina del Sur se regían por el viejo sistema.
Las
elecciones de 1824 supusieron la eclosión de nuevos políticos. Por
ejemplo, William L. Macy, de Nueva York, que supongo que no os sonará
pero que es padre de una frase muy famosa: to the victors belong the spoils;
sentencia política en la que reposa eso del spoil
system,
que tal vez os suene un poco más. Macy, de hecho, prácticamente
inaugura en Estados Unidos la casta de políticos modernos, que se
dan cuenta de que ser capaz de aglutinar, también se puede decir
manipular, los votos de muchas personas, y ponerlos al servicio de
unos o de otros, es una ocupación mucho más lucrativa que la de
político ejerciente. Marcy, junto con otros dos políticos de su
hornada, Amos Kendall de Kentucky o William B. Lewis de Tennessee,
formaron parte del núcleo duro, o Kitchen
Cabinet como
lo conocen los estadounidenses, de Andrew Jackson. Aunque en aquel
año de 1824 no pudieron llevar a Old
Hickory a
la Casa Blanca.
Jackson
peleó en 1824 contra William H. Crawford de Georgia, candidato
elegido por los caucus, pero que sufrió un ataque al corazón en
plena campaña. Los otros dos contendientes eran John Quincy Adams,
de Massachusetts, y Henry Clay de Kentucky.
Adams
y Clay estaban tan lejanos el uno del otro que parecían de partidos
diferentes. Sin embargo, ambos coincidían en defender lo que Clay
había acuñado con la expresión American
System,
esto es un entorno económico bastante inteligente basado en un Este
industrial y un Oeste agrícola que se complementarían el uno al
otro, cebando la riqueza conjunta. El Este necesitaba aranceles
protectores, y el Oeste obra pública, sobre todo hidráulica y de
transportes. El Banco Nacional proveería del crédito necesario para
lubricar todo eso.
Jackson,
por su parte, se presentaba con su prestigio militar (el héroe de
Nueva Orleans), así como representante del hombre de la calle;
aunque es verdad que, como suele ocurrir casi siempre con estos
candidatos populistas, su programa no estaba nada claro.
Cuando
se abrieron las urnas, se encontraron dentro 153.000 votos a favor de
Jackson, por 108.000 para Adams, 47.000 a favor de Clay y 46.000 para
Crawford. Por lo tanto, ningún candidato se había asegurado una
mayoría de votos electorales. En consecuencia, la elección pasó a
ser responsabilidad del Congreso, donde Clay desplegó su influencia
a favor de Adams, que ganó. Como puede verse, en todas partes cuecen
habas, y en la patria de la democracia moderna también es posible
que los despachos hagan que quien gane finalmente no sea quien ha
sido más votado. El gesto de Adams de nombrar a Clay secretario de
Estado (puesto que entonces se reputaba como de precandidato para las
elecciones siguientes) hizo enardecer las protestas de los
republicanos, quienes sostuvieron que había habido un pacto contra
la voluntad popular (y lo hubo). En 1828 sacarían esta bicha a
pasear, con bastante éxito.
John
Quincy Adams era una persona de sólidas convicciones democráticas.
Nunca se sintió bien siendo presidente contra el voto, como él
decía, de quizás dos tercios de los votantes. Y pronto tuvo la
ocasión de entender hasta qué punto era verdad. Un programa de
desarrollo interno que diseñó fue fulminado en las cámaras.
Asimismo, decidió participar en una reunión con las repúblicas
latinoamericanas con la intención de obtener apoyos para la compra
de Cuba, pero cometió el error de designar delegados sin consultar
al Senado, con lo que éste le montó la mundial. Ningún
representante estadounidense estuvo en aquella reunión.
Asimismo,
también abrió Adams negociaciones con el jefe del Foreign Office
británico, George Canning, para abrir el comercio de la India a los
mercantes estadounidenses. La cosa fue tan mal que Londres acabó
incluso endureciendo las condiciones de su comercio colonial.
La
verdad es que el mandato JQA al frente de los Estados Unidos recuerda
mucho al que el lector tenga, según su ideología, de un primer
ejecutivo especialmente torpe y bailón. En España, según te dé el
aire, supongo que pensarás en Aznar o en Zapatero; pues eso. Tan mal
lo hizo Adams que incluso algunos prohombres de su campo se hicieron
jacksonianos. Es el caso de uno de los grandes elementos de la
política americana del siglo, el neoyorkino Martin van Buren, o el
surcarolino John Calhoun, vicepresidente con Adams, y que acabaría
aceptando formar ticket
con Jackson en 1828.
Así
pues, las elecciones de 1828 fueron una pelea entre Adams, de nuevo
nominado por los Republicanos Nacionales, y Jackson. La campaña de
1828 es importante porque en ella empezó, en buena medida, el
aspecto carnavalesco y espectacular que tienen siempre las campañas
estadounidenses, y que tanto fascinan a personas que, en España, se
tiran luego cuatro años poniendo a parir la cultura social
estadounidense (mientras compran en los Black Friday, mandan a sus
hijos a hacer el conas por la calle en Halloween, y tal). El símbolo
de los jacksonianos fue el ramo de nogal (o sea, hickory. El Viejo
Nogal era el nick de su candidato), que blandieron por millones.
También usaron las ramas de nogal, con sus hojas, para simbolizar
esa idea, que también da para mucho en las elecciones y que modernos
teóricos de la ciencia política dicen haber descubierto, de que
“hay que barrer” con lo que hay.
Por
su parte, el bando de Adams (al parecer, en contra de su opinión)
inauguró la técnica del golpe bajo personal, basando su campaña en
una presunta acusación de adulterio en contra de Jackson, provocada
por un tecnicismo en el divorcio de su mujer respecto de su anterior
marido... casi cuarenta años antes. A la señora de Jackson aquello
le amargó la vida de tal manera que la palmó poco tiempo después
de las elecciones (algo que nunca ha parado a los fabricantes de este
tipo de movidas). Jackson nunca les perdonó. Y, la verdad, no tenía
por qué.
Finalmente,
Jackson se llevó 647.000 votos, por 508.000 de Adams. En el colegio
electoral ganó el primero por 178 a 83. Sólo Nueva Inglaterra,
Delaware y Nueva Jersey se le resistieron.
Una nota chorra: ¿No sería mejor decir Partido Antimasónes (o Antimasónico, como viene en la wikipedia) que Partido Anti-Masons? Parece que se opusiesen a una familia de apellido Mason.
ResponderBorrarPues te diré: lo pensé. Pero entonces me pregunté si debería ser Anti Masones o Anti Masónico, y llegó un punto en que tenía que cenar.
BorrarEse es un buen motivo, desde luego.
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