Todos los momentos culturales de la
civilización moderna tienen elementos que son indiscutibles. Algunos
son universalmente indiscutibles: así, El Quijote
o las obras de Shakespeare. Otros son indiscutibles durante un
determinado momento de la vida social, normalmente a causa de estar
ligados a algún otro tipo de idea o ideología de moda.
En el
tiempo en el que yo tuve veintipico años había muchas obras de
referencia de éstas. Casi todas tenían que ver con el marxismo,
pues yo fui joven en una Universidad Complutense en la que no se
entraba en según qué fiestas sin ser de la Joven Guardia Roja o de
alguna otra movida parecida; y si no se decía
que se había leído El Capital,
y a Sartre, y a Marcuse, y a Habermas, y tal. A los jóvenes de hoy
podrá sorprenderles saber que se podía llegar a abrir la lata de
una churri escéptica (y aquellas churris eran muy
escépticas) hablándole de una
cosa que era la infraestructura y la superestructura; pero yo doy fe
de que funcionaba que te cagas.
Entre
estas cosas que era obligatorio haber experimentado figuraba
una obra maestra del cine mundial (así se la ha conocido siempre)
denominada El acorazado Potemkin,
obra de Serguei Eisenstein. La podéis ver aquí. En los tiempos de mi juventud, cuando un cine-fórum universitario se
quedaba sin ideas, o sin películas de Ingmar Bergman, siempre tenía
el recurso de proyectarla. Todo el mundo la conseguía con cierta
facilidad, hecho éste al que sospecho la embajada de la URSS en
Madrid no sería ajena. Y siempre que se exhibía la sala se llenaba
porque el Acorazado era una de esas películas que había
que ver. Todo el mundo orgasmaba
con la escena del cochechito de bebé bajando por las escaleras (en
puridad, la única escena de la que hablaban los cienes y cienes de
estudiantes que, o no la habían visto, o se habían dormido durante
las proyecciones, o estaban a otra cosa mientras la luz estaba
apagada); y con eso nos llegaba a todos.
En realidad, ya os
digo, todo aquello era una pamema. Hoy en día casi nadie es capaz de
decir, sin mirar en la Wikipedia, quién fue Afanasy Matushenko, o el
capitán de navío Yevgeni Golikov; o tantos otros protagonistas de
aquella tragedia sin los cuáles ésta no se entiende. Hoy en día
casi nadie los conoce; pero entonces era exactamente igual. La gente
se sabía lo del puto cochecito por las putas escaleras, y punto.
Yo, sin embargo,
pretendo hablaros en estas notas de la acción del Potemkin, porque
fue un hecho histórico muy importante que, de hecho, estuvo cerca
(aunque mucho menos cerca de lo que Eisenstein y los programadores
culturales soviéticos pretendían) de adelantar la revolución rusa
en una década. Es una historia interesante, parcialmente contada en
la película, y que conforma uno de los hechos más interesantes del
siglo XX.
Lamentablemente, ni
este blog va a hacer historia de la cultura, ni la morena que está
dos filas más adelante te va a hacer puto caso porque digas que te
has leído estos post. Los tiempos han cambiado, macho. Tu padre está
desfasado.
Habréis
de dar un salto del carallo en el tiempo para situaros en la mañana
del 25 de junio de 1905. Ese salto os traerá la imagen de un hombre
bajo y corpulento en impoluto uniforme oscuro, que hace resaltar más si cabe las
abundantes canas de su cabellera y barba puntiaguda. Es el capitán
de navío Yevgeni N. Golikov, comandante del acorazado Potemkin,
y está encantado de haberse conocido. Son muchos los rumores que ha
escuchado en los casinos de oficiales que frecuenta cada vez que toca
tierra sobre brotes revolucionarios en algunos barcos rusos, animados
por el papel de puta pena que la armada rusa está haciendo en la
guerra con Japón. Pero eso no ha ocurrido en el suyo. En el suyo, él
lo puede decir con orgullo, la disciplina se mantiene enhiesta como
el palo de una bandera. No es él el único que lo dice. También lo
dice el vicealmirante Alexander Krieger, comandante provisional de la
flota del Mar Negro, a la que pertenece el barco, en ausencia del
titular del mando, el almirante Grigory Pavlovitch Chuknin.
Golikov
ha recibido de Krieger, en la mañana de aquel 25 de junio, la orden
de dirigirse al estrecho de Tendra, para así poder probar sus piezas
de 12 y de 6 antes de comenzar unas maniobras que están previstas.
El buque acaba de ser repintado, fundamentalmente de negro. A
mediodía, sin embargo, ha abandonado su base poniendo rumbo hacia
Tendra. En un gesto muy de aquella época, la mujer de Golikov se
embarca en un transporte naval, el Viekha,
que hará el mismo trayecto, para así poder acompañarle las noches
que pase en tierra.
La
travesía se realizó sin novedad, y el día 26 el acorazado llegaba
a Tendra. A mediodía, Golikov da orden de que se le hagan señales
al torpedero que les escolta, el N 267,
que navega al mando del barón Klodt von Jugensburg, para que se pase
por Odessa a hacer la compra. A la tarde, el torpedero se allega a su
buque nodriza cargado de alimentos diversos. Entre las muchas cosas
que se descargan en el puente del Potemkin
se encuentran grandes piezas de carne que han de servir para realizar
un plato muy común en la gastronomía rusa y sobre todo en los
barcos de la época, el bortsch.
El objetivo es subir al barco suficiente comida como para permitir
que éste no tenga que abastecerse de nuevo hasta que comiencen las
maniobras con el resto de la flota, esto es el 4 de julio.
La verdad, esto, en
sí, ya es una decisión bastante cuestionable. En las condiciones en
que se podían conservar los alimentos hace 110 años, apostar por
comprar carne para dos semanas y para más de 600 comensales era un poco arriesgado. Pero en
realidad es peor, porque son diversos los testimonios que nos hablan
de que ya el día 26 la carne subió al barco, digamos, un tanto
podridilla. A la mañana siguiente, los marineros de guardia en el
puente ya se apercibieron de que la cubierta olía a cucaracha
momificada, a repugnancia galáctica. Las sospechas se confirmaron
cuando algunos marinos encontraron en las piezas de carne diversos
gusanos orondos y prósperos.
[Como pequeña digresión, cabe decir aquí que probablemente cualquiera de mis lectores que haya hecho un servicio militar comme il faut puede dar testimonio de que los militares siempre han tenido cierta tendencia a considerar que la tropa de leva puede comer cualquier cosa.]
Según los relatos
más fiables, el primer marinero que se acerca a la carne y observa
aquel espectáculo tan ecológico acaba llamando a otros que llaman a
otros y, al llegar la primera tarde, cuando toca el cambio de turno,
hay por lo menos un centenar rodeando las viandas y jurando en
arameo.
¿Se
equivocaba Golikov al juzgar la paz social de su marinería? Más que
probablemente. Los futuros revolucionarios del Potemkin
estaban allí mismo en aquel mediodía del 27 de junio; y no pocos de
ellos albergaban ya entonces ideas revolucionarias. ¿Quiere esto
decir que hubo agitación política con el temita de la carne? Más
que probablemente, aunque no hay que olvidar que estas cosas siempre
tienen una base: si la Armada rusa no se dedicase a comprar carne
podrida para sus marineros, difícilmente podría haber agitación.
Pero a ello, además, es más que probable que se uniera la labor de
agitadores, digamos, profesionales o de profunda vocación.
El
mismo día 27, Golikov fue informado de la inquietud de su marinería.
Curiosamente, el comandante del acorazado en modo alguno respondía
al retrato del mando aristocrático, envarado y despreciativo con la
marinería que tanto se daba entonces en los barcos rusos; muy al
contrario, era un hombre bonachón y dado al diálogo y, de hecho, lo
primero que hace es encargar al médico del Potemkin que haga de perito sobre la situación de la carne. El doctor, que se
llamaba Smirnov, la inspeccionó y concluyó que estaba perfecta.
Probablemente, hizo un análisis muy superficial, con desgana, y
acabó certificando que con un baño de vinagre la carne estaría
perfecta para ser cocinada (para ser más exactos: juzgó que los gusanos eran huevos de mosca, y que el vinagre los mataría).
Tras
conocer la opinión de Smirnov, Golikov dio por cerrado el incidente
de la carne presuntamente podrida. Algo a lo que no merecía prestar
mayor atención en un momento como aquél, en el que todo marino ruso
que se preciase estaba mucho más preocupado por la derrota total de
sus barcos en el Extremo Oriente. Informado de lo soliviantado que
estaba el personal con el tema de la carne, resolvió controlar el
asunto encargando a un marinero que se situase al lado de las viandas
con un lápiz y un papel, en el que debería anotar el nombre de todo
aquél que se acercase a la carne. Con eso consideró el tema tan
controlado que resolvió abandonar el barco, igual que la mayoría de
los oficiales. El barco propiamente dicho quedó al mando del capitán
de fragata Hipólito Giliarovsky, segundo comandante. Gesto que, aun
sin quererlo, fue como echar gasolina a la hoguera. Giliarovsky,
hombre de orígenes aristocráticos y que era, probablemente, el oficial
más odiado de todo el barco por la rudeza y rigidez con que se
desempeñaba con la marinería. Giliarovsky, además, consideraba que
la distribución de tareas entre los oficiales dejaba de su lado,
aunque no estaba escrito en ningún lugar, la responsabilidad por el
comportamiento de la marinería. Así, les sometía a frecuentes
inspecciones sorpresa y otro tipo de putadas de oficial que
cualquiera que haya hecho la mili en algún destino donde los mandos
se dedicasen a putear a su propio ejército conoce muy bien. Sin
embargo, también es verdad que esa actividad permanente de control
de los marineros le había granjeado un conocimiento de los mismos
del que su comandante carecía. Es por eso que Giliarovsky sabía
que, en las últimas jornadas, los elementos más radicalizados de la
tropa del Potemkin
habían tenido diversos éxitos arrastrando al campo revolucionario a
otros de sus compañeros más neutrales; y que el asunto de la carne
les había servido para ponerle una guinda al pastel, por así
decirlo.
Es por
esta razón que, mientras otros oficiales se marchaban del barco a
disfrutar de su situación privilegiada (muy privilegiada)
en su condición de tales, Giliarovsky resolvió hacerse con una
escolta de confianza, y actuar. Aprovechando que era el comandante al
mando, decreta una inspección. El resultado de la acción es una
clara percepción de que la marinería está mucho más encabronada
de lo que incluso él habría sospechado. Los marineros juran y
protestan sin recato, hasta el punto de que su oficial se da cuenta
de que en cualquier momento puede estallar un motín. Llega la hora
de comer. Los cocineros preparan su bortsch
pútrido pero, en un gesto inusitado, seiscientos marineros, la
totalidad de la tripulación, se niega a comer. Plantado en el
comedor, reclama a los marineros los porqués de su actitud; y éstos
(la verdad es que se lo dejó a huevo) se limitan a invitarle a
probar cualquier plato. Giliarovsky se da la vuelta y decide
consultar con su comandante. Para entonces es el único oficial del
barco que es verdaderamente consciente de la complejidad de la
situación. Consulta con Smirnov, quien se reafirma en su primer
diagnóstico.
Giliarovsky
encontró a Goliakov todavía en el Potemkin,
almorzando. Su segundo le intima a realizar alguna acción urgente y
el jefe del acorazado, si bien le da la razón, no se lo toma con
tanta urgencia. Era, la verdad, hombre por lo general prudente,
incluso en exceso. Decide, eso sí, convocar al doctor Smirnov y a su
adjunto, el doctor Golenko. Como por otra parte no era difícil de
imaginar, Smirnov, convocado por tercera vez para dar un mismo
diagnóstico, es ya incapaz de modificarlo, así pues se encastilla
en sus afirmaciones. En ese momento, Goliakov convoca a la marinería
en el puente. Es, más o menos, la una de la tarde. En ese momento,
Goliakov abandona su cabina como comandante del Potemkin
por última vez. Va acompañado
de un oficial mediano de los mejor considerados por la marinería, el
teniente Alexeyev; y por el propio Giliarovsky.
Toda
la tripulación presente en el barco (670 hombres) se encuentra ya
formada en la cubierta, con sus uniformes de verano. Mientras se
pasea entre ellos, en silencio, Goliakov diseña su estrategia. El
sabe bien que no está ante una tropa de marineros. Los barcos de la
Armada rusa, en aquel momento, no están lo que se dice petados de
hombres de mar, sino más bien de personas, normalmente iletradas y
con poco futuro, que por diversas razones han terminado sirviendo en
la mar. Decide, pues, que los tratará con simpleza y disciplina,
como según su percepción se los debe tratar.
Así
las cosas, toma la palabra para informar, a voz en grito, que las
acciones que se están llevando a cabo en el acorazado están
totalmente prohibidas en un navío de la Marina Imperial, y que por
lo tanto todos son acreedores de severos castigos por ello. Luego les
recuerda que el doctor Smirnov ha afirmado la calidad de la carne, y
termina dando la orden de que quienes estén dispuestos a comer el
bortsch den dos pasos
al frente.
Silencio.
Nadie avanza. Luego, poco a poco, algunos marineros más veteranos se
deciden a avanzar; pero son muy pocos.
Lo que
sigue es de esperar. Goliakov, enrabietado, comunica que el resto de
la marinería, puesto que no quiere comer la carne de la discordia,
no comerá nada. Que someterá la carne a análisis, cuyos
resultados, junto con los sucesos ocurridos, comunicará al
comandante en jefe de la Flota. Y ordena romper filas.
Giliarovsky,
sin embargo, no está contento. En su opinión, la reacción de su
comandante no ha sido lo suficientemente ejecutiva como para ser
efectiva. Él está convencido que los anuncios del jefe del barco no
servirán para frenar la ola que ve venir. Así pues, cuando Goliakov
se mete dentro del barco, toma su posición y ordena llamar a la
guardia... y extender una lona.
La
orden relativa a la lona es un mensaje claro para los marineros. No
puede referirse a otra cosa que a una vieja costumbre de la Marina
Imperial, codificada en su día pero entonces de largo tiempo en
desuso, según la cual un segundo podría ordenar un pelotón de
ejecución, usando una lona para preservar cierta incomunicación
entre los fusilamientos y el resto de la marinería. Giliarovsky, por
lo tanto, ha resuelto, o eso parece, llevarse por delante a los que sabe son los
líderes del creciente movimiento insurreccional.
Es
obvio que las versiones, digamos, partidarias de los amotinados del
Potemkin, suelen echar
mano de este gesto de Giliarovsky para justificar sus acciones. En
realidad, esta presión es opinable. El segundo oficial del barco
vivía en su tiempo, y consecuentemente sabían bien que una acción
de este tipo convocaba unos derechos como segundo oficial que estaba
lejos de disfrutar efectivamente en aquellos tiempos. De haber
fusilado a un solo marinero, no es nada improbable que hubiese echado
a perder su propia carrera. Por lo tanto, es probable que lo hiciese
por acojonar, pensando que, en realidad, no iba a fusilar a nadie;
tal vez, iba a flagelar a unos cuantos. Pero es obvio que fue un
gesto de lo más pollas, pues, fuese lo que fuese, parecía lo que
parecía.
Giliarovsky
sabía bien a por quién tenía que ir: Afanasy Matushenko, Fiodor
Mikishkin y Josef Dymtchenko. Todo el mundo sabía que este trío de
ases manejaba el cotarro revolucionario en el barco, con Matushenko
oficiando de jefe de la revolución. Era a estos tres hombres a los
que, fundamentalmente, iba buscando el pelotón de doce hombres,
acompañado de su oficial y del propio Giliarovsky, cuando se
presentó en la zona de marinería.
Con
el pelotón a sus órdenes, el segundo oficial repite la orden de
Goliakov, intimando a todo aquél que esté dispuesto a tomar el
rancho prescrito para que dé un paso al frente. El resultado fue el
mismo: sólo unos pocos marineros, los más mayores. Ante ese
resultado (según los testimonios, no más de cincuenta marineros
habían dado el paso al frente), Giliarovsky declara que entiende que
está frente a un motín, y da la orden al pelotón para que arreste
a los líderes del movimiento. El oficial del pelotón, moviéndose
con dificultad entre las apretadas filas de marineros que no le dejan
pasar, acaba escogiendo a algunos marineros, probablemente de forma casi, si no
totalmente, arbitraria. Finalmente, se junta una docena de ellos, que
el segundo oficial ordena sean aislados mediante la lona.
Como
ya hemos escrito, en este punto del relato nos encontramos ante
hechos puramente subjetivos. Unos dirán que Giliarovsky estaba
plenamente dispuesto a ordenar fuego. Otros dirán que no. Yo, como
ya he dicho, estoy más en esta segunda posibilidad. Es obvio que no
soy un experto en la justicia naval rusa de principios del siglo XX,
pero considerando que estaba echando mano de una posibilidad
disciplinaria que, si bien estaba recogida en los códigos, llevaba
muchas décadas en desuso, para mí es obvio que el oficial sabía
que no podía fusilar
a los marineros, máxime si habían, como parecen coincidir los
testimonios, sido seleccionados un poco a la pata la llana. Es como
si un militar español, a día de hoy, se agarrase a un tecnicismo de
los códigos militares para implantar un castigo frecuente entre las
tropas africanas en los tiempos en que el general Franco era coronel.
El gesto, además, de repetir por dos veces la demanda a los marineros
para que aquietasen su postura (una, cuando se presentó con el
pelotón; la segunda, con la lona ya desplegada), parece sugerir que
Giliarovsky se estaba jugando un farol. Pero también es cierto, como
ya he dicho, que era un farol muy peligroso, sobre todo teniendo en
cuenta cómo estaba el patio, o mejor hemos de decir el puente.
Matushenko,
como otros líderes, ni siquiera estaba entre los seleccionados para
la acción punitiva. De hecho, tuvo tiempo y oportunidad (lo que lo
dice todo de la estupidez de Giliarovsky) para enervar al personal.
Además, muy pronto todos o casi todos pudieron ver que el segundo
comandante, que se había izado en un cabestrante para poder ser
visto, sostenía una viva discusión con un guardiamarina llamado
Liventrov, más que probablemente el encargado de transmitir al jefe
del pelotón la orden de fuego.
La
sensación de que Giliarovsky se había visto pillado en su propio
farol galvanizó a Matushenko, quien hizo lo que cualquier
revolucionario en esa situación: acudir a los miembros del pelotón
de fusilamiento. Al fin y al cabo, eran marineros como él. De un
lado a otro de la lona, pues, les intimó a no disparar contra sus
camaradas. El silencio de las armas, obviamente, galvanizó a los
revolucionarios, que pasaron de reclamarles que no fusilasen a sus
compañeros a pedirles que les entregasen las armas para que se
pudieran hacer con el control del barco.
En
puridad, ése fue el primer momento en el que se escucharon llamadas
al motín. Eso sí, para entonces la indecisión del comandante
Goliakov, la despreciativa superioridad del médico Smirnov, y la
torpeza del segundo comandante Giliarovsky habían colocado las cosas
en un punto tan jodido que prácticamente ni uno solo de los
marineros se planteó mantenerse ajeno al movimiento.
Cualesquiera
que fuesen las intenciones iniciales de Giliarovsky, dio orden al
pelotón de disparar. Pero ya era tarde. Los hombres del mismo,
claramente, estaban ya dominados por las arengas y el griterío de la
marinería al otro lado de la lona. Por no citar que podían ser
tontos, pero no gilipollas: para entonces, los marineros ya estaban
echando mano de los depósitos de armas y municiones, y el oficial
que les gritaba estaba desarmado.
En
esa situación, Giliarovsky hizo lo que ha de hacer cualquier
oficial: se bajó del cabrestante, tomó el arma del primer oficial
que estaba cerca de él, y amenazó a los miembros del pelotón de
dispararlos si no cumplían la orden.
Pero
no fue él quien disparó.
Fue
el marinero Gregory Vakulinchuk, el primero que se había llegado
hasta los depósitos de armas y había tomado una. Disparó, eso así,
al aire, para enseñarle a Giliarovsky que la cosa iba en serio. El
oficial Hipólito, que le vio ejecutar la acción, se fue a por él,
pegando él mismo dos rabiosos tiros al aire. Vakulinchuk trata de
repelerlo, pero es menos experto que el oficial, y pronto terminará
en el suelo, malherido. Entonces, Giliarovsky ve a Mathushenko en el
puente, y le ordena que deje sus armas. Matushenko le responde que
tendrá que matarlo para conseguir eso. Giliarovsky apunta, pero el
marinero es más rápido, y le dispara una bala mortal.
En
el momento en que el capitán de fragata Hipólito Giliarovksy nota,
si es que lo nota, el frío tacto del suelo del puente en su rostro,
antes de dejar de ver, oír y sentir al completo, el motín de
Potemkin ha alcanzado
eso que llamamos un punto de no retorno.
Ya lo dijo Asterix - cuanto peor es la comida más fuerte es el ejercito.
ResponderBorrar- No pensé que el ejercito romano fuese tan fuerte - añadió después de probar el rancho.
Mi padre de contó que comían carne cuya res había sido sacrificada el año que había nacido y que el chuletón disminuía a la mitad cuando se freía, pues había sido inflado con agua introducida en coloides.
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