El 12 de febrero de 1938 fue
sábado. Los periódicos del domingo, en Viena, se publicaron a base
de generalidades, sin ofrecer ningún detalle realmente preciso de la
jornada histórica del día 12. Por su parte, los diarios franceses e
ingleses iban incluso más allá, sugiriendo una imposición de las
tesis austríacas. Todos los funcionarios exteriores austríacos
habían recibido la instrucción de referirse al encuentro casi con
displicencia, otorgándole el trato de encuentro de trámite dentro
del lógico devenir de los acuerdos de julio. A la hora del
crepúsculo dominical, en las oficinas del poder en Viena se estaba a
la expectativa de conocer exactamente el minuto y resultado del
encuentro, pero en una ausencia total de inquietud. Sin embargo,
entre las personas más finamente agudas en su capacidad de análisis,
la zozobra por la excesiva tardanza que se tomaban las noticias en
llegar fue acreciéndose.
Al final de la tarde, poco a poco, fue sabiéndose la verdad.
Se supo que Von Schuschnigg
había vuelto a Viena para encerrarse en su casa durante varias
horas. No quería recibir a nadie, ni siquiera a sus amigos más
cercanos. Guido Schmidt había vuelto con él, decían, pálido y con
gesto grave, y, simple y llanamente, se había micronizado. A media
tarde del domingo, Schusschnigg había cogido el coche oficial para
ir a ver al presidente Miklas. El lunes por la mañana inició una
larga serie de encuentros con todos los políticos importantes del
régimen austríaco, amén de otros, como el ministro italiano en
Viena.
Fue en esa mañana de lunes
cuando se fue sabiendo la verdad. Lo que Kurt von Shusschnigg se
había encontrado en Berchtesgaden no había sido, como esperaba, a
un líder alemán mordiéndose el labio inferior y aceptando, con
renuencia, el fait accompli de la incapacidad por su parte de
cercenar la libertad austríaca. Lejos de ello, se había encontrado
con un Adolf Hitler en estado puro, como el que hemos visto en
películas como El hundimiento o las imágenes conservadas de
sus discursos. El encuentro tuvo, según fuentes austríacas, un
«tono tumultuoso y exento de todo decoro diplomático»; lo cual, en
cristiano, quiere decir que Hitler se puso a gritar como una jineta a
la que un mandril estuviera dando electrochoques y a insultar a su
interlocutor como sólo sabe hacerlo quien ha vivido en los
verdaderos bajos fondos de Viena. En el mismo encuentro, los
austríacos tuvieron conocimiento de los primeros movimientos de
tropas alemanas en la frontera bávara.
Los representantes francés
e inglés en Viena fueron informados a media mañana del lunes por
Guido Schmidt. Una vez más, y el temita da como para sospechar
mucho, el responsable de la política exterior austríaca se
distanciaba del tono desesperado que adoptaba su jefe en ese momento
en sus audiencias. Le dijo a los diplomáticos occidentales que la
situación era comprometida, pero que él no tenía ninguna razón
para pensar que lo peor (la invasión) fuese a ocurrir. En su
opinión, el ultimátum podría atemperarse con algunas concesiones
de política interior y un cambio de gobierno. Es absolutamente
imposible que un experimentado alto funcionario diplomático no
supiese, en ese momento, que estaba mintiendo. Es imposible que no
conociese a Adolf Hitler.
Utilicemos este post, pues,
para contar, un poquito escena a escena, lo que pasó en
Berchtesgaden.
Adolf Hitler recibió en solitario al canciller Von Schuschnigg en su propio gabinete de trabajo. Se le veía agitado y, de hecho, prescindió de las habituales mandangas amables de la performance diplomática cuando le hizo pasar; ni siquiera le ofreció un sillón para sentarse. En la antecámara quedaron Schmidt, su secretario, Von Ribentropp, algunas personas del entourage diario del Führer, y los generales Keitel, Reichenau y Sperrle.
Hitler comienza a hablar enseguida, sin permitir que su interlocutor lo interrumpa o apostille. Su discurso versa de una larguísima nómina de desencuentros, acusaciones y quejas sobre la actitud austríaca desde julio. Formaba parte muy común de la estrategia de Hitler (no tardaría en usarla con el checo Benes, sin ir más lejos) el acojonar a su rival dejándole claro que, personalmente, le importaba un huevo. De haber dependido todo aquel asunto sólo de él, le dijo a Von Shuschnigg, en ese momento no estarían hablando esas dos personas; porque personalmente, continuó Hitler, no albergaba sentimiento de amistad alguna, ni consideración de ningún calibre, hacia las personas que ahora mismo gobernaban Austria. Se declaró, sin ambages, enemigo del sistema de gobierno de Austria, del legitimismo austríaco y de las traiciones que, según él, fraguaba con los enemigos de Alemania. Acusó al gobierno de infligir sufrimientos sin fin a los hombres y mujeres de Austria (sí, lo dijo así; como si fuesen vascos y vascas) que creían en él y habían depositado sus ilusiones en el nacionalsocialismo.
Una vez enviada la
Panzerdivision a laminar el campo de batalla, en estrategia
que también era común en él, Hitler pasó a la fase «en fin,
aunque no te lo mereces, he decidido darte una última oportunidad
para que te comas el Danonino». Eso sí, continuó, es la última
vez que seré magnánimo.
Ante un repentinamente
avejentado Kurt von Schusschnigg, que de repente entendía el por qué
de aquella cita y, sobre todo, el por qué de haberla diseñado sin
más testigos ni intervinientes, el magnánimo Adolf Hitler se
ofreció a «sacrificar sus sentimientos y convicciones», a cambio
de que el acuerdo de julio se aplicase sobre lo que llamó bases
correctas. Sí, estaba dispuesto a suprimir todo apoyo a los
nacionalsocialistas austríacos. Pero a cambio de una serie de
condiciones que el gobierno austríaco debería cumplir, so pena de
procederse a la invasión efectiva del país. Más en concreto, la
expresión fue «realizar una ofensiva contra el sistema [de gobierno
austríaco] y limpiarlo».
Ante dicha frase, el
canciller austríaco hizo un gesto de protesta, que generó el primer
acceso de furia à la Adolf.
Primero, comenzó a gritar como un poseso: «¡Sí, limpiar,
limpiar!». Lo hizo varias veces, antes de continuar: «Y,
usted, usted, usted ya lo verá... ¡también será laminado!». En ese momento, Adolf Hitler estaba ya en esa fase,
común en él, en el que su furia se retroalimentaba. Son muchos los
testimonios de que consumía muchas noches con sus íntimos en largos
monólogos de este estilo, en los que ya sólo se escuchaba a sí
mismo. Le colocó a Schuschnigg un largo discurso
histórico-filosófico sobre la misión de Alemania, que terminó con
un definitivo, brutal: «Yo fundaré un imperio de 80 millones de
personas».
A eso siguió un discurso detrás del discurso, destinado a explicar qué le esperaba a Austria si no aceptaba la que él definió como «mano pacífica» que se le tendía. El ejército alemán sólo esperaba una orden (para hacer creíble este afirmación era para lo que estaba Keitel en la antecámara; de hecho, Hitler acabó haciéndole entrar en la sala para confirmar que no mentía) y la aviación podía bombardear Viena en tan sólo unas horas. «Sólo tengo que pronunciar una palabra», dijo también, «para movilizar a los nacionalsocialistas austríacos, ¡y le aseguro que no serán medios lo que les falte!».
A eso siguió, ante el silencio consternado de Von Schuschnigg, otra asonada de gritos, esta vez porque Hitler parecía haberse convencido a sí mismo de que el austríaco no lo respetaba como debía. En un momento verdaderamente teatral, se situó frente a él, y, usando poses muy de Chaplin en El Gran Dictador, le espetó: «Pero, ¿es que no es usted consciente todavía de encontrarse frente al más grande alemán que haya jamás conocido la Historia»?
Entonces regresó al
tema de la descripción de sus fuerzas militares, haciendo entrar, en
cada caso, al general correspondiente para que le contestase
preguntas que, cuando menos en el parecer de Von Schusschnigg, daban
la impresión de estar previamente preparadas y ensayadas por
preguntador y preguntado.
Después de todo esto,
Hitler invitó al canciller a retirarse a deliberar con su gente.
En la antecámara,
donde se oían los gritos y de vez en cuando se distinguían
palabras, el que peor lo pasó, al parecer, fue Von Ribentropp. Al
fin y al cabo, era el representante de la diplomacia alemana, y
aquello era lo más antidiplomático que se puede imaginar. Estuvo
casi todo el rato rojo de vergüenza, mientras un inocente ayuda de
campo de Hitler trataba de convencer a los austríacos de que
aquellos accesos de ira le ocurrían a Hitler algunas veces, pero no
frecuentemente.
Con la larga lista de
demandas alemanas en la mano, que Hitler se guardó de entregar
personalmente a Von Schuschnigg (se la dio un ayuda de campo), el
canciller se reunió con Schmidt. En ese momento ambos creían,
probablemente, que podrían elaborar una contrapropuesta. Sin
embargo, poco después Hitler mandó llamar al canciller y, cuando
éste entrase en su gabinete de nuevo, le comunicó, fríamente, que
era fundamental adoptar ya una
resolución, sin la cual, en unas pocas horas, él tomaría «otras
decisiones». Como quiera que el austríaco estuviese algo más
calmado y situado, Hitler se embarcó en ponerse la venda antes que
la herida y convencerlo de que no podría conseguir ayuda de otras
potencias. Inglaterra, le dijo, era un gigante con pies de barro (no
erraba demasiado Hitler; en ese momento, lo era). Y, sobre la gran
esperanza blanca austríaca, Mussolini, se explayó: «Ya sé, ya
sé... usted piensa en Mussolini. Yo admiro profundamente su persona
y su obra y tengo con él una solidaridad completa, mundial. Pero si
hablamos de la capacidad militar de los italianos, ésa es otra
cuestión. Yo que usted no me haría ninguna ilusión sobre esto. Si
Mussolini quisiera ayudarles, algo que ciertamente no hará, me
bastará con 100.000 soldados alemanes no sólo para parar a los
italianos en el Brennero, sino para perseguirlos hasta Nápoles».
Voy a contestar a lo que estás pensando ahora mismo, lector. La respuesta a tu pregunta es: sí, Benito Mussolini supo de estas palabras. Le fueron referidas, en el Palazzo Venecia, por el ministro austríaco en Roma, unas dos semanas después de la cita de Berchtesgaden. El Duce escuchó el relato en silencio, mientras paseaba a grandes zancadas por su gabinete. Luego se sentó y, acompañando cada palabra con un golpe de dedo sobre la mesa, dijo: «Yo se lo aseguro, el mejor ejército actual en Europa no es el alemán, ni tampoco el italiano. El mejor ejército de Europa sigue siendo hoy el francés». Inteligente, el muchacho.
Tras aquél
monólogo-diálogo, Von Ribentropp y Schmidt fueron llamados dentro
del gabinete para comenzar las negociaciones propiamente dichas.
Asunto del que trataremos en el próximo post de esta serie.
Ten paciencia, lector.
Te garantizo que acabaremos invadiendo Austria.
No se si me adelanto al siguiente post,pero varias fuentes citan que el Canciller Austriaco sufrio un colapso durante su entrevista con Hitler y debio ser reanimado por el Dr. Morel.
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