En el momento de torcer la esquina del siglo, los salarios
en Libia llevaban casi veinte años congelados. Los sucesivos embargos liderados
por Estados Unidos habían terminado por ser efectivos a la hora de provocar un
colapso del régimen libio. Muamar el-Gadafi, ciertamente, adoptaba, en cada
renuncia, una retórica orgullosa: cada paso atrás en el esquema revolucionario
lo vendía como un paso evolutivo, como un cambio que la revolución se podía
permitir porque estaba ya consolidada. Nada de eso, sin embargo, era verdad. La
revolución no había conseguido construir una economía petrolera, y la práctica
totalidad de lo que el país necesitaba para pasar el día a día era importado.
El 11 de septiembre del 2001 colocó al líder libio delante
de una dicotomía radical. El atentado contra los dos edificios del World Trade
Center de Nueva York provocó una reacción por parte de Estados Unidos a la que
ya nos tenía acostumbrados: dividir el mundo en amigos y enemigos. El gran
cambio cualitativo del 11-S es que, por primera vez en mucho tiempo, por
primera vez desde Vietnam o incluso más allá, EEUU, además de señalar
claramente a sus enemigos, se mostraba dispuesto a atacarlos, sin tener en
cuenta ni soberanías nacionales ni leches en vinagre. El líder libio ya había
sido bombardeado en 1983, así pues sabía mejor que nadie que Washington podía
cumplir las amenazas que ahora blandía. Así pues, intentó salvar los muebles
durante algún tiempo pero, conforme los sucesos tras los atentados se fueron
centrando y definiendo, acabó por darse cuenta de que la pervivencia era imposible
si no se arrancaba unas cuantas plumas; o las alas enteras.
En diciembre del 2003, Gadafi, acorraladlo
internacionalmente, despreciado por sus compadres en el odio antiisraelí, y
también, probablemente, presionado por su hijo, Saif al-Islam al-Gadafi, dio el
paso que no quería dar, y renunció oficialmente a las armas de destrucción
masiva. Este camino, como digo, fue probablemente teselado por Saif, personaje
con algunas convicciones democráticas mayores que su padre (claro que eso tampoco
es muy difícil) y, sobre todo, teñido del pragmatismo propio del príncipe que
sabe que si quiere ser rey como su padre, no puede ya portarse como él.
Era el camino lógico. Las sanciones multilaterales habían
sido levantadas en 1999, y desde entonces algunas inversiones occidentales,
sobre todo europeas, habían vuelto al país; pero esos inversores necesitaban
nuevos síntomas para decidirse finalmente por aquel mercado. Además, el levantamiento
multilateral no era suficiente porque Libia no conseguiría sacudirse la mugre
de la pobreza si no se levantaban también las sanciones unilaterales de los
Estados Unidos, y esto, obviamente, no ocurriría si el país no retiraba a Libia
de la lista de países que otorgan apoyo a los grupos terroristas. Este hecho es
el que justifica la rapidísima condena por parte de Gadafi de los atentados del
11-S y su calificación de la invasión de Afganistán como un acto de legítima
defensa.
A Gadafi le llegaron de Washington, altos y claros, los
mensajes de lo que se esperaba de él. Tanto en Estados Unidos como en Reino
Unido, el colectivo de víctimas del atentado de Lockerbie se había convertido
en un lobby muy poderoso; así pues, además de haber finalmente permitido el
juicio en Holanda de los dos libios acusados del atentado, debería implantarse
una solución indemnizatoria suficientemente generosa. Además, el régimen libio
debería renegar de forma neta y clara del terrorismo, y ofrecer todo tipo de
colaboración en las comprobaciones inherentes a su renuncia a las armas de
destrucción masiva. Y lo hizo. Además, comenzó un juego típico de poli bueno y
poli malo, con él mismo realizando dentro de Libia toneladas de exhortos
revolucionarios en plan la llama sigue viva y tal, mientras Said se presentaba
en el Foro de Davos a dárselas de liberal de libro.
Otra cosa que hizo Gadafi fue alejarse progresivamente de
los conflictos existentes en la zona, renunciando con ello a la actividad a la
que nos había tenido acostumbrados durante casi un cuarto de siglo, y que le
había llevado a implicarse en los asuntos de Uganda, de Túnez, de Chad, o de Egipto.
En el caso de este último país, después de haberlas tenido dobladas con Anuar
el-Sadat por considerarlo un nenazas en la cuestión palestina, Gadafi se
apresuró a construir un entorno de colaboración con Hosni Mubarak.
En febrero del 2004, Estados Unidos levantó la prohibición
de viajar a Libia. Inmediatamente después, una delegación de congresistas
visitó el país, y poco tiempo después lo hizo el primer ministro británico,
Tony Blair. Washington comenzó a levantar sus sanciones económicas y Gadafi
pudo viajar a Bruselas en visita oficial a la Unión Europea. En junio de aquel
año, las relaciones diplomáticas entre Libia y Estados Unidos fueron restablecidas.
En septiembre, este último país levantó definitivamente sus sanciones
comerciales.
Estos esfuerzos fueron paralelos con una estrategia para
convertir el cachondeo de economía que se había formado desde el Libro Verde y
los presupuestos de la revolución en un algo coherente. La moneda libia fue
unificada en su relación de cambio (hasta entonces existían varios, oficial,
comercial, mercado negro), disciplinándola de acuerdo con los índices del Fondo
Monetario Internacional, lo cual supuso una devaluación de hecho del entorno
del 50%, a la que siguió una apertura casi total de las importaciones. El
Consejo de la Revolución, quién te ha visto y quién te ve, sombra de lo que
eres, aprobó leyes que permitían la privatización de las empresas estatales,
incluido el petróleo. 360 sociedades fueron puestas en el mercado después de
marzo del 2004, fecha de la reunión anual del Congreso Popular. En agosto de
aquel mismo año, se anunció, por primera vez en mucho tiempo, la salida a
licitación de nuevas explotaciones petrolíferas. En el 2005 se hicieron
públicos los resultados: de 15 nuevas licencias concedidas, 11 eran para
empresas estadounidenses.
Fue ese año cuando Saif al-Islam se presentó en Davos para
explicar un ambiciosísimo plan de reforma económica que incluía, sobre todo, la
resurrección del sector privado. Sin embargo, y esto es al que hay que entender
si se quiere comprender por qué un país que se avino a cambiar como Libia no
logró sino que las naciones que le exigían ese cambio acabasen ayudando a los
rebeldes; sin embargo, digo, esas reformas se hicieron a la manera de los
dictadores.
Recuérdese el espíritu del 12 de febrero del general Franco.
El dictador español también estaba presionado: por la edad, por los reformistas
de su propio régimen, por las presiones internacionales… Y decidió un cambio,
una evolución. Pero cuando quien evoluciona es quien hace necesaria la
evolución, el cambio no puede ser completo. Franco intentó una reforma política
lampedusiana que en el fondo no cambiaba nada, y Gadafi, tal vez sin darse
cuenta, hizo lo mismo.
El problema del régimen revolucionario libio es que carecía
de seguridad jurídica. Las previsiones del Libro Verde, implantadas además con
un sistema político elitista, tribal y corrupto, tenían como consecuencia que
en la sociedad y en la economía libias no había nada que se pudiese dar por
cierto, pues todo dependía, mutatis mutandis, del albedrío de los jerarcas. Lo
que Saif se calló en Davos es que ni él ni el resto de los miembros de la elite
gobernadora tenían pensado cambiar eso. Y si eso no cambia, nada cambia. Uno
puede aprobar un decreto diciendo que permitirá la operativa de empresarios
privados; pero si esos empresarios privados se encuentran de que para conseguir
una licencia, para poder hacer unas obras de ampliación, o para poder importar
las mercancías que necesitan vender, todo depende de que a un señor detrás de una
mesa, enfundado en una bandera revolucionaria, le salga de los cojones
permitírselo; en ese caso, digo, el tal decreto es papel mojado, y no sirve
absolutamente para nada.
A esto hay que unir que, como suele pasar también en estos
proceso de «revolución de la revolución, todo desde dentro», las posiciones
dentro del movimiento son variadas. Saif al-Islam había colocado un peón
fundamental, Shukri Mohamed Ghanem, en el puesto también fundamental de
ministro de asuntos petrolíferos y al frente del gobierno. Ghanem fue el alma
de las nuevas concesiones y de la reapertura del sector. Pero en el año 2005,
Ghanem y Gadafi Jr. se encontraron de frente, en la reunión anual del Congreso
Popular celebrada en Sirte, con Ahmed Ibrahim, secretario del Congreso y algo
así como el principal guardián de los principios revolucionarios.
Ibrahim y otro miembro del Congreso, Abd al-Qadr al-Bagdadí,
presentaron una oposición frontal al proyecto del círculo de Saif de intentar
desarrollar una Constitución para el país (punto primero y fundamental para
conseguir un a modo de seguridad jurídica). Los revolucionarios de toda la vida
contestaron que ya era suficiente con el Libro Verde y la palabra de Gadafi.
En el 2006, el gobierno Ghanem cayó (cayó por movidillas
entre la elite; porque el hijo de Gadafi, sí, quería una Constitución, pero de
dejar hablar y decidir al personal no decía nada) para ser sustituido por Alí
Bagdadí al-Mahmudi, un miembro de la elite muchísimo menos comprometido con las
reformas.
¿Y qué hacía Gadafi padre mientras tanto? El coronel solía
evitar elegantemente el tema de la economía, como si le escociese (otro detalle
en el que nos recuerda, de nuevo, a Franco) y procuraba mantener en su retórica
elementos del viejo revolucionario que había sido. En fecha tan tardía como el
2006, por ejemplo, se marcó un discurso encendido contra la presencia
extranjera en el país, afirmando que en el pasado lo habían esquilmado. Dos
años después, en el 2008, cesó al gobierno porque, decía, no estaba trabajando
para el ciudadano de a pie, y resucitó la vieja idea del Libro Verde
consistente en repartir directamente los ingresos del petróleo entre los
ciudadanos. En dicho año, de hecho, algunos empresarios privados fueron
detenidos bajo la acusación de haber violentado los principios socialistas del
Libro Verde.
Pero esto es lo que pasaba dentro. Fuera, las cosas le iban
mucho mejor.
En septiembre del 2008, una de las secretarias de Estado más
hawky que ha tenido Estados Unidos en
muchos años, la pianista Condoleeza Rice, visitó Tripoli. Esas cosas no pasan a
humo de pajas. Libia, poco después, fue designada miembro del Consejo de
Seguridad de la ONU. Gadafi, por último, fue cálidamente recibido por Silvio
Berlusconi en Italia. Gadafi, de repente, molaba, y, además, ayudaba a molar
reconociendo errores. En el 2009, en la sede de Naciones Unidas, así lo hizo,
señalando que había hecho lo que había hecho porque era muy joven y eran otros
tiempos.
Don Muamar, sin embargo, hacía todo eso por pura estrategia
y, además, con los años se había vuelto todavía más voluble y caprichoso que de
joven. Al día siguiente, cuando le tocó hablar en la ONU, se marcó un discurso
a la antigua usanza, reclamando un puesto en el Consejo de Seguridad para
África, desplegando toda su vieja retórica antioccidental y terminando con el gesto
dramático de romper displicentemente el preámbulo de la Carta de las Naciones
Unidas. Aunque esta charlotada no pilló al departamento estadounidense de
Estado por sorpresa (no era más que una continuación del tipo de retórica
pollas que venía practicando Gadafi de tiempo atrás), sí es verdad que comenzó a
trabajar entre los sectores más radicalmente conservadores del país la idea,
coincidente con la creciente oposición interna, de que no habría solución en
Libia si pasaba por Gadafi. La Casa Blanca, sin embargo, se guardaba mucho de
seguir esos pasos, ante el apoyo decidido que estaba prestando Libia contra el
terrorismo talibán.
Gadafi, sin embargo, no parecía dispuesto a poner nada de su
parte para que este juego de gestos públicos simbólicos le diese cuartelillo a
Washington. Cometió el enorme error de presionar a Gran Bretaña para la entrega
de al-Meghari, el terrorista de Lockerbie, gravemente enfermo ya de cáncer. Lo
que podía haber sido una operación humanitaria, la familia Gadafi lo convirtió
en una cagada de grandes proporciones. Una vez que se acordó por Londres la
liberación del terrorista, el propio Saif al-Islam fue a Escocia para llevárselo
a Libia, y una vez en Trípoli le organizaron una recepción por todo lo alto.
Gadafi, además, alimentaba un culto a la personalidad cada
vez más descarado y divorciado de la realidad. Todo esto estaba inclinando el
plano y provocando que, lentamente, Libia comenzase a deslizarse hacia ese
sitio al que se deslizan casi todos los países donde no corre el aire.
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