A pesar de los muchos errores, fundamentalmente estéticos,
cometidos por el gadafismo en su nueva etapa de buen rollito internacional, al
final de la primera década del siglo XXI el régimen parecía haber conseguido
sus objetivos principales. Los informes favorables del Fondo Monetario
Internacional habían conseguido que el rubro investing in Libya reapareciese en los seminarios bursátiles, y el
país registraba una entrada bastante frecuente de nuevos inversores en su
interior. Por lo demás, cuando menos en la superficie, el elemento
revolucionario del régimen parecía no estar en cuestión. En esto, se podría
decir, Libia se parecía un poco a China: un país que mantiene sus esencias
revolucionarias mientras, al mismo tiempo, alimenta un capitalismo fácil, y sin
tensiones sociales. Olvidándonos del pequeño detalle de que afirmar que China
no tiene tensiones sociales es un tanto optimista en exceso, en el caso de
Libia no es, desde luego, tan cierto.
La revolución libia cometió muchos errores, pero cometió
uno, o uno y medio, de base, que está en el fondo de la producción de la guerra
civil que acabó con el régimen de Gadafi. Ese error principal fue convertirse
en una estructura de beneficio para unos pocos, y nunca en un proyecto social
que otorgase a los libios una identidad como tales y un elemento que los
definiese socialmente. En esto, Libia no hace sino apilarse en la enorme torre
de ejemplos que el siglo XX ofrece en este sentido entre los países que han
intentado construir el socialismo. Resulta paradójico pero, al fin y a la
postre, lo que el marxismo buscaba, que era crear una clase proletaria
consciente de serlo y dispuesta a imponer, de una forma u otra, sus postulados,
lo ha conseguido precisamente en los países donde no ha conseguido gobernar,
pues en casi todos los países del Europa occidental existen amplias capas
estatalistas, defensoras de lo público, que sienten además que esas
convicciones les definen individual y colectivamente. Sin embargo, en los
países en los que las revoluciones se abordaron esta identificación es más
difícil de encontrar y, en el caso de Libia, ofrece lagunas aun mayores, porque
es un hecho que si la monarquía no logró transmitirle a los libios un orgullo
nacional, la revolución tampoco lo hizo.
El medio error del error y medio fue minusvalorar el
elemento musulmán. Es ésta otra característica de los progresismos gobernantes
que, desde el «España ha dejado de ser católica» de Manuel Azaña hasta la
hostilidad, a ratos elegante, a ratos nada de eso, del régimen soviético hacia
los patriarcas ortodoxos, tiende a operar como si el sentimiento religioso
organizado de las gentes (las iglesias, pues) fuesen en la realidad rozamientos
sociales tan despreciables como lo son dentro de sus cabezas. El líder libio
gustaba de exhibirse como islámico, especialmente en los jardines de los países
no islámicos; pero, en la práctica, su revolución desde abajo, su país
gobernados por comités, exigía, en esencia, que esos comités no tuviesen otro
jefe, otro comandante, otro Alá, que él mismo. Las revoluciones, aunque hagan
primarias abiertas por internet o polladas al gusto, son así, desde Girolamo
Savonarola hasta acá.
El 15 de febrero del 2011, las cosas se movieron. Horas
antes, Fathi Tarbil había sido arrestado. Tarbil era un abogado especializado
en derechos humanos que se había destacado ya por haber defendido en un juicio
a los familiares de una serie de prisioneros que habían resultado muertos en
1996 en la prisión de Abu Salim; podríamos decir, en tono español, que era, por
lo tanto, una especie de Juan Mari Bandrés a la libia. El arresto provocó una
revuelta social que se extendió con mucha rapidez en la mitad este del país.
Aquellos primeros rebeldes, sin embargo, no tenían literalmente ninguna
oportunidad ante los enormes recursos, militares, paramilitares y policiales,
que el régimen era capaz de movilizar. Aunque los rebeldes consiguieron
extender ligeramente los enfrentamientos a lo largo de la costa, casi llegando a
la Tripolitania, las tropas leales avanzaban con solidez hacia Bengasi. El 16
de marzo, estaban cercando la capital cirenaica.
Sin embargo, Gadafi tenía un problema. El problema. Las grandes cancillerías occidentales habían seguido
ese movimiento, y habían llegado a varias conclusiones. La primera de ellas,
que aquella no era la típica revolución campesina medieval que, una vez
sofocada, pasaría a los libros de Historia sin más pena, y sobre todo sin más
gloria. Sus análisis detectaban raíces profundas en la oposición al régimen, lo
que les hacía pensar que continuarían. La segunda cosa que tenían claro esas
cancillerías, obviamente, es que Gadafi nunca había sido de fiar. Como ya hemos
descrito, el líder libio siempre había dado una de cal y otra de arena en los últimos
tiempos, y, lo que es peor, aparecía claramente como alguien incapaz de liderar
un cambio verdadero (tendría que ser esquizofrénico para eso). En tercer lugar,
con seguridad pesó en la reflexión de las grandes potencias occidentales la
idea de que no tratar de controlar lo que estaba pasando, no tratar de disponer
de resortes para conocerlo y monitorizarlo, equivalía a resignarse a que una
hipotética victoria final contra Gadafi fuese conseguida por los entornos
islámicos radicales, con lo que Occidente se habría hecho en Libia un pan con
unas tortas.
Así pues, ante la represión de la rebelión, la maquinaria se
puso en marcha. Tanto Naciones Unidas como la Unión Europea implantaron
sanciones directamente dirigidas a Gadafi y sus relativos, además de imponer, de
nuevo, embargos de armas.
En Cirenaica se nombró un Consejo Nacional de Transición que
rápidamente se declaró el único representativo. Fue inmediatamente reconocido
por Francia, a la que siguió Gran Bretaña y luego Qatar. En junio de aquel mismo año, en una reunión
del denominado Libya Contact Group, Estados Unidos se unió a la manifestación.
En puridad, el presidente Barack Obama no tenía demasiadas
ganas de dar aquel paso. No iba con su concepción de la política internacional,
que es muy poco intervencionista en principio. Sin embargo, tuvo que dar el
paso, sobre todo, cuando se encontró con que la Liga Árabe se ponía en contra
de Gadafi, lo cual animaba el fantasma de que, de no meter pezuña, los Estados
Unidos se acabasen encontrando con que los países musulmanes monitorizasen una
Libia post-Gadafi. Además, la comprometida situación de los rebeldes concitó
rápidamente las habituales corrientes de simpatía que, en las opiniones
públicas internacionales, se gana quien adopta el papel de David contra Goliat.
Así pues, Estados Unidos asumió el control y gestión de la zona de exclusión
aérea sobre Libia creada al amparo de la resolución 1973 de Naciones Unidas.
Este movimiento, sin embargo, no fue nada claro. Es evidente,
entre otras cosas porque lo dijo por activa y por pasiva, que Obama nunca
contemplaba entre las posibilidades de actuación el desembarco y actuación de
fuerzas terrestres en Libia. Pero eso no estaba tan claro, y no lo estaba desde
el principio. Esto es: aquí hay gente (entre otros, el gobierno español) que
trata de convencer de que hubo una evolución. De que, por así decirlo, todo
esto comenzó sin la intención de acabar con Gadafi, pero que luego fue que sí
porque se portó como un cabrón. Sin embargo, como digo, esto no está tan claro.
La resolución 1973, que es el primer mojón de esta carretera, ya dice que una adecuada protección de
los civiles está entre sus objetivos, y consecuentemente insinúa que la OTAN podría intervenir si ello fuese necesario para
garantizar el punto anterior. Además, diga o más bien haya dicho en el
Parlamento español lo que quiera la señora Jiménez, resulta dificilísimo de
asumir que en un entramado occidental que la cagó como la cagó dejando a Sadam
Husein en su palacio tras la primera guerra del Golfo, gesto que acabó
provocando la segunda, fuese a hacer lo mismo con Gadafi.
Si se repasan las hemerotecas, se verá que no más tarde de
mayo o junio del 2011 ya hay líderes políticos occidentales que coqueteaban,
descaradamente, con la idea de llevarse por delante a Gadafi y a su régimen.
Con el tiempo, además, el bando rebelde se hizo tan dependiente de la ayuda de
la OTAN que, en la práctica, ésta se convirtió en el gran árbitro de la guerra
civil libia.
En julio, Naciones Unidas activó a su enviado especial, Abul
Ilah Katib, para intentar buscar una solución diplomática que evitase la
solución militar que, todavía, mucha gente rechazaba; la que lo hacía con mayor
vehemencia, Sudáfrica. Al mismo tiempo, el Grupo de Contacto sobre Libia
comenzó a discutir los escenarios posgadafistas. El principal problema de este
análisis es que la opción más lógica era también intensamente problemática.
Esa opción pasaba por ayudar a los rebeldes, hacerlos más
poderosos que las fuerzas contra las que luchaban y, consecuentemente, permitir
o conseguir su avance hacia el oeste, con lo que acabarían tomando la
Tripolitania y, con ello, estarían en condiciones de unificar el país. Pero,
¿lo estarían? La creación de la monarquía en 1951, una monarquía de orígenes
cirenaicos, demostraba bien a las claras que los tripolitanos se negaban a esa
solución, que les suponía enormes resentimientos; razón por la cual se habían
decidido por el gadafismo, que apoyaban en mucha mayor medida que en Cirenaica.
Si este escenario no era soportable, aparecía el otro más
lógico, que era la partición de Libia. Pero este escenario presentaba el
problema de que crearía dos países vecinos, uno de los cuales (Cirenaica) era,
de lejos, mucho más débil que el otro, por lo que las tentaciones de éste
último de putear o invadir serían muchas. Hay que mirarse aquí, por ejemplo, en
la dinámica entre India y Pakistán y, sobre todo, entre Pakistán y lo que hoy
conocemos como Bangla Desh. Consiguientemente, dicho escenario sólo funcionaría
si las potencias occidentales se comprometían a protegerlo, monitorizarlo, y
defenderlo con tropas establecidas en la zona durante un muy largo periodo de
tiempo. Y esto era algo que nadie quería.
El tercer escenario sería dejar a Gadafi al frente del país,
pero aplicarle una campaña de descrédito que poco a poco lo fuese minando. De
hecho, ésta es la posibilidad en la que más creía el propio Gadafi, y
probablemente sus opositores.
Finalmente, apareció un cuarto escenario que, hasta
entonces, había sido considerado como imposible por todas las partes: la
solución diplomática basada en un compromiso, por así decirlo, entre Trípoli y
Bengasi.
Pero, claro, eso suponía negociar el futuro de Muamar
el-Gadafi.
Inicialmente, el Consejo de Transición estableció como conditio sine qua non que Gadafi
desapareciese del país. Consiguientemente, el bando revolucionario estableció
la línea roja de que se quedase. La cosa se complicó más cuando la Corte Penal
Internacional anunció la acusación tanto de Gadafi como de su hijo por crímenes
contra la Humanidad. Tras dicha decisión, el exilio de Gadafi se hacía más
problemático aun.
En agosto del 2011, pareció que el acuerdo estaba más
cerca, sobre todo gracias al hecho de que los embargos ejercidos sobre Libia
estaban debilitando al bando gadafista y tendiendo a igualar algo más las
fuerzas. La OTAN, sin embargo, dudaba, y mucho, de ser capaz de conseguir la
supremacía rebelde. Además, el bando rebelde no era lo que se dice un consenso
cerrado, como bien demostró el asesinato del comandante de sus fuerzas, Abdel
Fateh Younes. El bando rebelde se dividía, de hecho, entre los que luchaban y
los que negociaban; y también entre los que tenían un perfil más religioso y
los que eran de tendencias laicas.
Todas estas dudas se acabaron el 15 de agosto cuando los
rebeldes, gracias al apoyo logístico de la OTAN, consiguieron atacar Trípoli.
La lucha duró muy poco y muy pronto los rebeldes se hicieron con la capital y
avanzaron hacia Bab al-Aziziya, un lugar muy simbólico del gadafismo. Esto sólo
significaba una cosa: cualquier aplique que se hiciese, se haría desde la
premisa de que el régimen de Gadafi iba a colapsar. A partir de ahí, sólo quedó
un mes, durante el cual se produjeron las batallas de Bani Walid y, sobre todo,
Sirte. Las dos las perdió Gadafi, porque tenía que perderlas. El 20 de octubre,
tras la toma de Sirte, Gadafi murió en las circunstancias que todos pudimos
ver.
Y, después de esto, ¿qué queda? Pues queda un escenario
realmente complicado.
Las autoridades del Consejo de Transición tienen delante de
sí una labor muy compleja. Necesitan crear instituciones creíbles para una
sociedad que, en puridad, nunca las ha tenido, así pues su nivel de demanda es
relativo. Esas instituciones, además, tienen que ser capaces de superar la
dicotomía entre Trípoli y Bengasi, lo cual no es nada fácil porque el primer
sumando de la operación es, un poco como la Alemania de después de la segunda
guerra mundial, una sociedad en la que los niveles de apoyo al dictador caído
no son irrelevantes. Esto significa poner en marcha una política de reconciliación
nacional, y el mundo no anda sobrado de Mandelas; está por ver que en Libia
haya uno solo de ellos, y que, si lo hay, le dejen hacer.
Y, sobre todo, los ganadores de la guerra civil tienen el
problema de ponerse de acuerdo entre ellos, porque fueron (ya no se puede decir
que lo sean) una confusa coalición con elementos muy dispersos e incluso
antitéticos.
Todo esto, además, lo tienen que hacer mientras los ingresos
del petróleo siguen fluyendo con generosidad; lo cual, cierto es, no es sino
una monstruosa llamada a la traición, al engaño y a la corrupción.
A mí, personalmente, no me extrañaría nada que, al de un
rato como dicen los vascos, o bien un movimiento en plan hermandad musulmana; o
bien un coronel de boinas verdes, nos despierten cualquier miércoles con la
noticia de un golpe de Estado adornado con la retórica de los Nuevos Tiempos.
Que serían, la verdad, los de siempre.
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