jueves, enero 12, 2012

Franco y el imperio japonés (y 2)


Fue el hecho de que el cuñadísimo le hubiera intentado echar un órdago a Franco, lo que determinó su salida del Gobierno el 1 de septiembre de 1942. Aun así, en una situación en la que la victoria del Eje tardaba en llegar, a los japoneses les habían dado un varapalo severo en Midway y España era cada vez más dependiente de  los suministros norteamericanos, Franco debió de ver con satisfacción la llegada al Ministerio de Asuntos Exteriores del Conde de Jordana, un conservador sin grandes ambiciones y al que no le ponía tan cachondo lo de la unidad de destino en lo Universal.

A partir del acceso de Jordana al Ministerio de AAEE, la política exterior española se volvió más genuinamente neutralista, dejando atrás el invento de la “no beligerancia”. Se buscó el acercamiento a otros países neutrales como Portugal, Suiza o la Santa Sede y se empezaron a hacer guiñitos a los Aliados, tanto más insistentes, cuantas más batallas iba perdiendo el Eje. Había en la manera de proceder de Jordana algo del genio maniobrero del difunto Francisco Fernández Ordóñez, que logro transitar de la UCD centro-derechista al izquierdista PSOE a base de pequeños pasitos casi imperceptibles. Algo parecido hizo Jordana, quien comentó al Duque de Alba la necesidad de una “política cautelosa que fuera introduciendo cambios, sin anunciarlos previamente a ninguno de los beligerantes, pero cuyo resultado fuera la neutralidad final.”

Los cambios en la relación con Japón fueron produciéndose casi imperceptiblemente. Al principio las redes del espionaje en favor de Japón siguieron funcionando, pero ya no eran fomentadas por el propio Ministro, sino que Jordana se limitaba a mirar para otro lado y no quererse enterar. A diferencia de Serrano Súñer, Jordana no temió crear contenciosos allá donde había problemas genuinos en las relaciones bilaterales, en lugar de barrerlos debajo de la alfombra. Por ejemplo, no dudó en protestar en octubre de 1942, cuando los japoneses le retiraron al español el carácter de lengua oficial en Filipinas.

Rodao dice que con Jordana la política con respecto a Japón sirvió de banco de pruebas para el acercamiento a los aliados. La Alemania nazi y la Italia fascista contaban con muchas simpatías en el régimen y se encontraban amenazadoramente cerca. En las relaciones con ellas los experimentos había que hacerlos con gaseosa. En cambio, Japón estaba muy lejos y, caído Serrano Súñer, no contaba con verdaderos simpatizantes en el país. A esta cambio de percepción se unió la constatación en desde finales de 1942 de que Japón estaba recibiendo muchas más tortas que las que recibía y que no entraría en guerra con la URSS. Y por si fuera poco, de pronto los gobernantes españoles se acordaron de que eran blancos, cristianos y occidentales como los enemigos de esos japoneses que no dejaban de ser unos tíos un poco raritos.

La legación de Japón en Madrid se daba cuenta de que pintaban bastos e hizo un intento a mediados de 1943 porque las relaciones se elevasen al nivel de embajadas. Tokio dio el visto bueno, pero Madrid no quiso saber nada del asunto. El informe que apoyaba que se rechazase la solicitud japonesa, utilizaba como argumentos los siguientes: 1) El escaso contenido de las relaciones políticas y lo nulo de las comerciales; 2) La representación de los intereses japoneses ante terceros países entorpecía la orientación española hacia la neutralidad; 3) Los españoles en Filipinas no habían recibido un trato conforme a una relaciones supuestamente amistosas; 4) El no reconocimiento de su pleno status al Cónsul español en Manila. El informe no se anda con pelos en la lengua: las relaciones con Japón cuentan tan poco que podemos dejarlas caer con facilidad en aras de un mejor entendimiento con los Aliados. El informe también reconoce la insatisfacción española por la falta de respeto japonés hacia sus intereses en Filipinas.

El declive del Eje complicaba la situación internacional de España. Fue entonces cuando a Franco se le ocurrió la brillante idea, que expuso al Embajador británico, de que en realidad se estaban disputando tres guerras: una entre los Aliados y el Eje, otra entre Alemania y la URSS y una tercera en el Pacífico. En la primera España era neutral e incluso veía con simpatía a los Aliados; en la segunda, España estaba expectante, ante el temor de que la victoria de la URSS supusiese la comunistización de Europa; en el Pacífico, España deseaba la victoria de los Aliados. Muy hábil y muy jesuítico, pero no coló.

Rodao destaca justificadamente el Incidente Laurel que ocurrió en el otoño de 1943. Viendo la derrota cada vez más cercana, los japoneses intentaron ganarse las simpatías de los pueblos asiáticos que habían conquistado. En lugar del gobierno directo por los japoneses, establecieron gobiernos títeres al estilo del que existía en Manchukuo desde los años 30. La estrategia era bastante burda, pero los japoneses confiaban en que los nuevos gobiernos pudieran conseguir credibilidad si los países neutrales los reconocían. En Filipinas el gobierno títere tuvo a su frente a José Paciano Laurel. España simpatizaba con la idea de unas Filipinas independientes, pero no le gustaba que esa independencia hubiese llegado de la mano de los japoneses y existía el temor de que su reconocimiento pudiera incomodar a EEUU.

El Conde de Jordana envió un telegrama en el que se la cogió con papel de fumar. Acusó recibo del telegrama que le había enviado Laurel, exaltaba los lazos entre ambos países y echaba balones fuera. Pero los telegramas diplomáticos los carga el diablo y cuanto más sensibles, más posible es que se cuele una errata de bulto. La errata en este caso fue que iba dirigido a “S.E. el Sr. D. José P. Laurel. Presidente República Filipinas” y que el remitente era el “Conde de Jordana, Ministro de Asuntos Exteriores de España.” Eso bastó para que los medios del Eje lo presentasen como un reconocimiento español de la independencia de Filipinas.

El tema fue aireado por los medios norteamericanos que se lo tomaron fatal e iniciaron una campaña antiespañola. El Departamento de Estado era consciente de cuál era la verdadera posición española y de que en el asunto había habido más de torpeza que de animosidad. No obstante, entendió que podía servir de palanca para poner nervioso al régimen franquista y lo utilizó para obtener concesiones. Las dos que más les interesaban y que acabaron consiguiendo fueron el embargo de las ventas de wolframio a Alemania y la restricción a las actividades de los agentes del Eje en Tánger.

Para mediados de 1944 ya estaba claro que los Aliados ganarían la guerra. Desgraciadamente, justo cuando era más necesario, el Conde de Jordana murió el 3 de agosto de 1944 en un estúpido accidente de caza. Su sucesor fue José Félix de Lequerica, al que le faltaba la sutileza de Jordana. Rodao afirma que a Lequerica se le nombró Ministro de AAEE por una carambola: había sido el Embajador de España ante la Francia de Vichy y había que sacarle de allí de alguna manera un poco digna, antes de que llegasen las tropas aliadas y le sacasen a gorrazos.

Cuando Lequerica asumió los mandos del Ministerio, el objetivo que se quería conseguir estaba claro: el acercamiento a los Aliados, aunque a esas alturas del partido Franco aún pensaba que la guerra podría terminar con una paz honrosa para los alemanes que dejase en pie al régimen nazi. El manejo de la relación con Japón como manera de aproximación a los Aliados también estaba claro. Pero a Lequerica le faltó el gradualismo y la finura de Jordana en el manejo de los tiempos en el deterioro buscado de las relaciones con Japón. Se comportó más como un toro en cacharrería. Y con su falta de finura, perdió de vista algo que Jordana había intentado defender: los intereses de España y de la comunidad española en Filipinas. Para Lequerica,- y seguramente no era el único-, lo esencial, casi lo único ahora, era la supervivencia del régimen franquista en la postguerra.

Rodao saca a colación una interesante circular para los medios de comunicación que Lequerica emitió el 16 de agosto de 1944 con el título “Orden y orientaciones sobre la situación de la guerra y la conducta española, con especial referencia a la lucha en el Pacífico. Contra la política japonesa de signo anticristiano y antioccidental.” La circular empezaba señalando que la visión española de la vida es la “concepción cristiana y occidental”. La vinculación con los países hispanoamericanos, la alianza de éstos con EEUU y la amistad sostenida de España con dicho país (resulta interesante hablar de amistad sostenida con EEUU, cuando el 7 de diciembre de 1941 Lequerica mató el pavo que había estado cebando para el día que ganase el Eje, para celebrar el ataque japonés a Pearl Harbour) hacen que la preferencia de los medios españoles “no vaya nunca a favor de una potencia asiática y en detrimento de una potencia occidental.” La nota también pone la posición española al diapasón de la portuguesa. Portugal también era una dictadura, pero una que había mantenido una neutralidad favorable a los Aliados durante toda la guerra. El régimen de Franco estaba intentando ver si colaba que los españoles eran como los portugueses. No coló. Un último punto interesante de la circular es que del Pacto de No Agresión entre Japón y la URSS saca unas conclusiones curiosas: se trata de una connivencia entre dos imperios asiáticos taimados que es “una hábil trampa para todos los pueblos europeos o de procedencia europea. Existe de hecho una amistad ruso-japonesa, a pesar de la filiación de estos países en la lucha entablada.”

Allá donde en 1942 se vilipendiaba a EEUU por haber tratado de borrar la huella hispana en Filipinas y se confiaba en su recuperación bajo la ocupación benévola de los japoneses, en 1945 el propio Franco le hablaba al Embajador norteamericano de “su magnífica opinión sobre la forma en que los Estados Unidos habían tratado a los ciudadanos y bienes españoles en las Filipinas durante el período de la ocupación americana” y añadía en plan pelota: “Otro pueblo joven [EEUU], lleno de intrepidez y técnicas nuevas, llegó aquí para sustituirnos. Bajo su mundo nuestras escuelas permanecieron inalteradas [ mentira y seguramente Franco lo supiera, pero había que mantenerse en el machito] y los grandes basamentos de la civilización filipina que allí quedaron no fueron quebrantados en lo sustancial.”

El terreno se estaba preparando para romper relaciones con Japón e incluso declararle la guerra y la idea se sopesó a finales de 1944. No obstante, Rodao indica que hubo tres factores que hicieron que no ocurriese. España, que no las tenía todas consigo, prefería hacer lo que Portugal hiciese y Portugal optó por no declarar la guerra. En segundo lugar, se temían los efectos de una ruptura de relaciones sobre los intereses españoles en Filipinas. Finalmente estaba la propia personalidad de Franco, que prefería mantenerse a la expectativa. Mientras que esa actitud en 1940 fue positiva, porque impidió que apostase al caballo perdedor, en 1944 le costó muy caro. A finales de 1944 la España franquista hubiera podido rentabilizar una declaración de guerra a Japón. Cuando el tema se abordó más en serio en la primavera de 1945 la ventana de oportunidad se había cerrado y los Aliados casi preferían no contar a su lado con un socio tan oportunista y desagradable.  

La liberación de Manila en febrero de 1945 y la masacre de la comunidad española que la acompañó representaron un shock para la España franquista. Lequerica pensó que había llegado el momento de declarar la guerra a Japón y se puso a hacerles guiñitos cómplices al Reino Unido y a EEUU. Ni uno ni otro vieron la iniciativa española con ninguna simpatía. Se nos había visto demasiado el plumero. Varios expertos estadounidenses que consideraron el tema señalaron que el beneficio militar de la aportación española sería prácticamente nulo, mientras que el engorro político de tener como aliado a un régimen fascista sería considerable. A la desesperada España llegó incluso a sugerir el envío de una División Azul marina. La visión del General Muñoz Grandes en bañador y con manguitos debió de atragantárseles a los Aliados, que nunca se la tomaron en serio.

El 11 de abril de 1945 finalmente el régimen franquista rompió relaciones diplomáticas con Japón, utilizando el pretexto de las matanzas de Manila. Tanto japoneses como Aliados anticiparon que España declararía la guerra inmediatamente después. Pero el globo se deshinchó. España nunca llegaría a declarar la guerra a Japón.

Rodao apunta a varios motivos para esa no declaración de guerra. El primero fue temporal. El mismo día que España rompió relaciones diplomáticas con Japón, murió Roosevelt. Roosevelt y su entorno hubieran podido estar más predispuestos a darle árnica al régimen franquista; con Truman, su sucesor, era otra historia. Por otra parte, el régimen nazi en Europa estaba dando sus últimas boqueadas. Ya apenas le quedaban tres semanas de vida. El intento de cambiar de chaqueta en el último instante se notaba demasiado. Franco había esperado demasiado para declarar la guerra a Japón. El segundo fue de política interna. Muchos dentro del régimen estaban en contra de la declaración de guerra. El argumento esencial es que ya era fútil, se trataría de una medida sin valor moral ni práctico.     

En las postrimerías de la II Guerra Mundial, el régimen franquista intentó hacerse perdonar su pecado original de no ser fascista mediante el recurso a la geopolítica: soy tu aliado frente a los paganos y crueles japoneses. Se le vio el plumero y no funcionó. Siguieron años de aislamiento y de confiar en que la bendita geopolítica viniera al rescate. Esto ocurriría finalmente en 1953, cuando la lucha contra el comunismo, le proporcionó al franquismo la hoja de parra que necesitaba para no dar el cante en la comunidad de naciones.

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