Una vez en mi vida he estado cerca de Manuel Fraga. Fue en la cafetería del Parador Nacional de Pontevedra, en agosto de 1982. Yo estaba allí, en aquel momento, ganando una apuesta que consistía en beberme de sendos tragos tres Tumbadiós, cóctel coruñés de marcada memoria para mí y cuyos dos ingredientes principales son el aguardiente y el coñá. Manuel Fraga, que en aquel momento era el agujero negro de la derecha que se estaba tragando a los tránsfugas que en fila de a siete salían de la UCD, con Miguel Herrero de guión de la partida, tenía una rueda de prensa. Él y sus ocho o nueve lacayos pasaron por la cafetería como si en su interior se acabase de declarar una alarma biológica. Porque todavía escucho el tump tump de sus pisadas contra el suelo es porque siempre he entendido que le llamasen Zapatones. En medio del local, no obstante, una mujer rubia, excesivamente maquillada para su escasa edad, abortó el desfile. «Don Manuel, la prensa que ha pedido» le dijo, mientras que entregaba como ocho periódicos y otras tantas revistas; no sé por qué, tuve la sensación de que en dos o tres minutos ya se las habría leído. Fraga repasó lo que se le había dado y se paró en una revista de color. «Señorita», dijo, con una voz que hasta a mí me disolvió el esfínter: «le dije la revista Tempo. ¡Tempo, Tempo! ¡No Tiempo, Tempo!».
Aquella asistente había tenido la mala suerte de que en aquel año del 82, además de la revista Tiempo, del grupo Zeta, que sigue existiendo hoy, hubiese otra, gallega, con el mismo nombre, sólo que en gallego: Tempo. Eran revistas distintas, pero eso sólo Manuel Fraga parecía saberlo. Pero, claro, todo lo que Manuel Fraga sabía le parecía justo reclamárselo al resto del mundo.
Manuel Fraga Iribarne es uno de esos escasos personajes que tienen la característica de haber vivido el tiempo en el que ellos mismos eran Historia. Esto es así porque Fraga ha jugado, a lo largo de su vida, tres papeles distintos, todos ellos de primera fila política, lo cual hace que, mientras todavía estaba representando el tercero, el primero ya formaba parte de los libros de lo recordado.
El primer papel de Fraga es el que tiene que ver con el segundo franquismo. Simplificando mucho, podemos decir que el franquismo se divide en dos grandes periodos: el franquismo propiamente dicho y lo que se suele llamar tardofranquismo y yo estoy llamando aquí segundo franquismo. Ambas dos etapas se pueden subdividir en sub-etapas, pero esto no es cuestión de este post, entre otras cosas porque un buen artículo sobre las etapas del franquismo, quizá, debiera venir precedido de una discusión abierta entre todos los que nos interesamos por la Historia de aquel período, para antes ponernos de acuerdo sobre tres o cuatro conceptos. Sea esto cierto, sin embargo, la división del franquismo en dos momentos es bastante clara y, creo, indiscutible.
El primer momento franquista es la posguerra. Encontramos un franquismo construido por quienes han tomado las armas en la guerra civil y combatido por los mismos, es decir, los combatientes. Es un franquismo de fuertes raíces sociológicas que vive del consenso existente en la sociedad española contra la guerra y quienes son tenidos por sus provocadores (las izquierdas de la República); un sentimiento tan fuerte que explica que un régimen que debe bajarse del mulo fascista, aún así sufre el aislamiento internacional, y donde se pasan tantas hambres y privaciones como para que, ya en los cincuenta, el régimen termine por regalar un litro de aceite por Navidad como quien regala medio kilo de caviar; una situación así, digo, sea estoicamente aguantada por los españoles.
El segundo momento franquista es el que inventa el general Franco cuando el argumento posbélico se acaba, el miedo a la guerra se diluye, y los españoles empiezan a pensar que no les vendría mal tener prensa libre y tetas en los cines, como dicen que pasa en Biarritz. En ese momento el ferrolano, al que como ya hemos explicado en una reciente serie de artículos le sudaba el guaino monarquía que república, carne que pescado, Maricón que Tontico, Trancas que Barrancas si él seguía en el machito, se da cuenta de que tiene que reinventar su régimen para perpetuarlo (léase perpetuarse) y crea un fistro diodenal seudoconstitucional que quiere parecer europeo, sin serlo, y que mantiene a Europa como gran promesa de futuro, zanahoria colocada frente a las narices de ese burro molinero que para entonces es la sociedad española.
Manuel Fraga Iribarne es, junto con José Solís Ruíz, una de las dos pilastras de ese segundo franquismo. El gallego, austero, serio y exigente, se ha curtido en la sala de máquinas ideológica del régimen, Instituto de Estudios Políticos y tal, y para entonces ha escalado las cumbres intermedias del partido único y se encuentra ya en el campamento base, dispuesto a subir, cuando se le ordene, a las cúspides del mando. A su lado, como digo, el siempre simpático Solís, La Sonrisa del Régimen, el hombre destinado a dar al franquismo un rostro amable y campechano, buen rollo, bocadillo de pollo; como dando la impresión de que los que fostian a obreros en las movidas laborales son otros.
La parcela que le toca al joven Fraga, que en 1963 tiene 40 tacos (y el franquismo, en esto, era como la antigua Grecia; hasta los 40, el hombre no era considerado intelectualmente maduro. La mujer, aproximadamente a los 183), es la información. Lo del turismo es un añadido táctico que, sin embargo, acabará reportando enormes dividendos a España y al franquismo pues, al calor de la suavidad del clima y del bajo precio relativo de los tatarabuelos del calimocho, España, durante esos años sesenta, se sorprenderá de encontrarse con hordas de europeos y europeas en shorts. Hace algunos años, pocos, tuve una profesora de inglés, muy guapa, rubia y con ojos azules, que me confesó que no entendía por qué los españoles maduros sonreían de una forma extraña cada vez que les decía que era sueca. Yo diría que no entendió mi contestación.
Fraga, sin embargo, es, sobre todo, ministro de Información. Sustituye, en 1962, a Arias-Salgado, cuya cabeza ha sido pedida por los tecnócratas, que le han dicho a Franco que con un tipo así, que todavía se cree que España puede funcionar bajo la censura militar, no se puede construir ese Estado como-democrático que ahora quiere el general, inspirado por su ministro en la Tierra, o más bien en el mar, pues era almirante. Laureano López-Rodó cuenta en sus memorias que la redacción de la Ley de Procedimiento Administrativo, que debía instituir cosas tan simples como la posibilidad de poder reclamarle a la Administración un acto erróneo, chocó con la oposición frontal de Arias-Salgado a que su departamento fuese colocado bajo aquél paraguas de seguridad jurídica.
A Fraga lo nombran en el 62 porque es brillante, porque es inteligente, y porque no está dispuesto a salirse ni un milímetro del guión. Excelente proveedor de deseos ajenos, el gallego cumple diseñando una ley, la famosa Ley de Prensa del 66, que le da al régimen esa vitola de liberalismo que va buscando cuando, en realidad, no es oro todo lo que reluce. Elimina, eso sí, la censura previa, esto es el pie forzado por el cual todo lo que se publica debe pasar por el censor. Elimina también la prohibición de criticar mogollón de cosas, aunque el gobierno, por supuesto el jefe del Estado, y los principios básicos del régimen, siguen siendo sacrosantos. Y somete, de hecho, a la publicación a un régimen de escasa seguridad jurídica: en España se puede publicar lo que se quiera pero, eso sí, el gobierno retiene la potestad de secuestrar e incluso prohibir la dicha publicación. O sea, en el fondo peor, porque antes por lo menos el editor no invertía pasta en papel y distribución: le paraban la cuádriga antes de eso.
La teórica libertad de prensa y la teórica libertad sindical, o entente Fraga-Solís, es, como decía, el principal baluarte de ese segundo franquismo que algunos, o muchos, llaman tardofranquismo. Ambos dos políticos saben que han hecho una importante aportación a la Causa (para entonces, es ya casposo llamarla Cruzada) y esperan que las mieles del poder desciendan prontas sobre sus testas en consecuencia. Cosa que no ocurre. Al pobre Solís, las intensas comidas de oreja de los ministros tecnócratas económicos en El Pardo cada vez le recortan más ese reducto ajado del viejo poder falangista que es la Organización Sindical. Franco acude cada primero de mayo, puntual, al Bernabéu para ver la demostración sindical; pero, en el maletero de su coche, la tecnocracia conspira para cortarle las alas a ese gorrión, que un día fue paloma creyendo ser gavilán (toma ya le franquisme á la mode de Paul Abraira), llamado nacionalsindicalismo. Son ya los años en los que en Madrid se populariza el chiste, geográficamente preciso, según el cual el Movimiento (léase la Falange) es una cosa en la que se entra por José Antonio (hoy Gran Vía) y se sale por Desengaño.
Por lo que se refiere a Fraga, tarde se da cuenta el gallego de que ha escogido mal caballo. A principios de los sesenta, cuando llega a su mayoría de edad política, la estructura de FET y de las JONS parece el lugar idóneo para hacer carrera franquista; pero se ha equivocado, porque es esa nebulosa indefinible que llamamos tecnocracia (algunos, con menor precisión aún, lo llaman ministros del Opus Dei; que sería como llamarlos Ministros con Dos Piernas) la que se está llevando el gato al agua. El gato ya casi tiene parkinson, está cansado y, además, los tecnócratas le garantizan lo que él quiere, que es seguir en el poder. El espectáculo dado por López-Rodó en el 63, cuando consigue que Valery Giscard d'Estaign acabe firmando un super-préstamo para España en medio del escandalazo de la ejecución de Julián Grimau, que Fraga torea con la prensa internacional como puede, le demuestra que son estos chicos tan serios los que le pueden dar lo que necesita; o sea, pasta para que los españoles tengan un seiscientos y una tele y, a cambio, le dejen a él seguir mandando.
El entente Solís-Fraga monta el escándalo Matesa para cargarse a los tecnócratas y que Franco les llame a El Pardo, como quien llama a un hijo al que ha puteado erróneamente, les pida perdón con lágrimas en los ojos (es una metáfora; no creo que Franco le pidiese jamás a nadie perdón con lágrimas en los ojos) y les diga aquello de: he estado ciego, pero de nuevo veo La Luz. Su gran error, en ese momento, es hacer eso que se llama una estimación ceteris paribus, es decir, partir de la misma base teórica de la que parten hoy en día tantos opinadores del franquismo que saben de él lo mismo que saben de la teoría de las Supercuerdas: que todo, en el franquismo, permanecía inalterable.
Lejos de ello, el franquismo, como todo lo que está vivo, evolucionó mientras lo estuvo y, consecuentemente, había piezas del ajedrez que la entente matesina creía inmóviles en los mismos escaques y que, sin embargo, estaban en el otro lado del tablero. Hablamos del propio Franco, y de la Iglesia; quizá, vete tu a saber, hasta del Príncipe (aunque supongo que, por sempiterna discreción borbónica, nunca nos lo aclarará). Matesa sale de puta angustia para quienes la lanzan.
En ese momento, Manuel Fraga podría haberse echado al monte. Convertirse en un demócrata opositor, levantar la bandera antifranquista. No obstante, siendo como es una persona que no puede vivir mucho tiempo sin respirar poder, sabe que no será capaz de vivir la vida de Gil-Robles, o de Ridruejo, o de Laín, o de tantos conspicuos colaboradores activos del franquismo que se pasaron a los Jedai. La vida de Jedi, o eres verde, feo y extremadamente paciente como Yoda, o es jodida que lo flipas. Ademas, puede que Fraga pensase de sí mismo que le pasaría como a Darth Vader: muerto el Emperador, él moriría con él. Y Fraga, la ambición sobre la ambición, está dispuesto a sobrevivir a Franco.
Así las cosas, el villalbino se coloca au dessus de la melée, se curra la embajada española en el país democrático que mejor puede comprender al régimen (léase, sin ir más lejos, la defensa cerrada que del franquismo hizo, en sus peores momentos de aislameinto internacional, Winston Churchill en la Cámara de los Comunes), y allí escenifica una conversión a las formas democráticas sobre cuya sinceridad sólo puede, o mejor podía, opinar él mismo. Quiere ser El Deseado, y en buena parte lo consigue. Su jugada es extremadamente inteligente, porque el final del franquismo es una monstruosa rueda dentada que tritura todo lo que encuentra: Solís, los tecnócratas, Arias, los aperturistas, Cantarero, la Falange que ahora se llama autentica; todo. Pero Fraga no resulta triturado, porque está a unas cuantas miles de la merdé.
Cuando el franquismo inicia su última tentativa de salvación, o el franquismo sin Franco, que eso es el espíritu del 12 de febrero, las asociaciones políticas y todo el momio diseñado por el ticket Arias Navarro-Carro, Fraga ya tiene claro, probablemente porque le ha sido plainfully explained en algún que otro salón o despacho londinense, que ese caballo es un mulo y perderá la partida. Por la dicha razón, Fraga asesta una puñalada trapera al posfranquismo franquista al decidir no unirse a la Unión del Pueblo Español de Solís, entidad destinada a aprovechar la ley de Asociaciones para convertirse en nuevo partido único disfrazado de pitufo. Incluso le hacen venir de Londres y le meten en un barquito a discutir con Solís, en plan Franco y Juan de Borbón dirimiendo los destinos de España como si les perteneciesen; discusión de la que nada en claro sale y en la que, es de suponer, el lucense despliega todas y cada una de sus habilidades galaicas de decir una cosa, luego la contraria y, en tercer lugar, otra contraria a las dos anteriores.
En lugar de una asociación amparada por la ley, funda Fraga Fegisa, una sociedad anónima de estudios y reflexión (sic), lo cual es una señal clara de que las asociaciones políticas le importan un bledo. Los entonces denominados fegisarios serán la Generación X de la UCD, en su mayoría.
Muerto Franco, Viva el Rey, Fraga piensa que será llamado para pilotar la transición a la democracia que, él no se recata de decirlo a diestro y siniestro, tiene una hoja de ruta muy clara, y Londres es es lugar más idóneo para aprenderla. De nuevo, yerra. El puto ceteris paribus. Fraga sigue pensando que Arias y Carro son los mamporreros de la transición juancarliana; o sea, no ha reparado demasiado en Torcuato Fernández Miranda, el verdadero muñidor de la partida, que no quiere hablar de vacas sagradas al frente del proceso y, por eso, en votación histórica, y no deja de ser todo un símbolo, consigue que un Primo de Rivera le haga la ola y decante una votación crucial para colocar en la plataforma de lanzamiento al piloto de la transición en la persona de un falangista tan ambicioso como desconocido llamado Adolfo Suárez González. Toma ya sorpasso.
Cualquiera, en esa situación, se habría retirado. Muchos lo hicieron, de hecho. Pero no Fraga. El gallego decide reconvertirse, y reconvirtiendo realiza la segunda misión histórica para España: hacer de Carrillo inverso.
A Manuel Fraga y a Santiago Carrillo les debe la Historia de España el servicio de haber integrado en el endeble proyecto de la Transición a las cohortes de españoles que todavía querían darse de hostias. Así de claro. Eran minoritarias, sí. Eso nadie lo duda. Pero Suárez no habría podido con ellos, y mucho menos Isidoro. Había ganas de pelea en la España del 76, pero se fueron al carajo por la labor de un estrecho grupo de personas al que pertenecen Fraga y Carrillo, y donde había que apuntar también a Suárez, a Gutiérrez Mellado y, por supuesto, al marido de la griega, que supo, justísimo es reconocerlo, manejar el metrónomo con mano diesta.
La Alianza Popular de Fraga se convirtió muy pronto en el voto útil de los que querían votar a Fuerza Nueva, o no votar. Y se convirtió, también, en la ilusión de todos los días de los españoles conservadores que querían que una de las cláusulas de la Transición fuese no repetir la movida de la II República de abrir un juicio político al régimen anterior. A cambio, pagaron con la amnistía.
Con AP, Fraga sobrevivió a su peor momento político. Así, en los ochenta, ya más calmado y consolidado, llegó con fuerzas y ganas al tercer acto de su existencia política, que era la creación del fragato gallego. Dos cosas dejaron pijarriba al socialismo rampante en los ochenta: que un enano con cara de Kuato (Total Recall) les quitase su Cataluña (y por recuperarla han sido capaces de convertirse en lo que no eran, es decir rebeldes de la partida del propio Kuato); y que Zapatones les dejase en Galicia con la cabeza caliente y los pies fríos.
Al final de su vida, pues, Fraga reinó. Lo que siempre había querido, y aquéllo para lo que siempre trabajó. Por el camino, escribió capítulos de la Historia de España que a cada uno le corresponde juzgar. Cada cual tiene derecho a pensar que va al encuentro de Dios, o del Diablo.
Eso sí, se trate de Dios, o del Diablo, yo, que ellos, apretaría las nalgas (EDITO: puesto que me llaman la atención, en privado, de que la expresión «apretar las nalgas» puede entenderse en un sentido que yo quizá no quería darle, y es verdad que no quiero, léase: «apretaría los dientes») y me andaría con cuidado a partir de ahora.
"discusión abierta entre todos los que nos interesamos por la Historia de aquel período, para antes ponernos de acuerdo sobre tres o cuatro conceptos."
ResponderBorrarEstooo... pues como los tres o cuatro conceptos no incluyan qué toro mató a Manolete, si Massiel ganó o no Eurovisión y aguno más, será dificil ponerse de acuerdo.
;)