Publico hoy en el blog, de forma paralela al de Tiburcio, el primer capítulo de dos que ha escrito el proboscídeo sobre un tema verdaderamente interesante y bastante poco conocido, que es la relación del franquismo con el Imperio japonés. Uno de estos días, según las previsiones, me voy a pasar por el zoo para visitar a Tiburcio, que al parecer ha logrado esquivar a una recua de elefantas que lo venían procurando desde hace meses. Así pues, es posible que pronto se nos ocurran más polladas para ambos blogs.
Tiburcio y yo tenemos el acuerdo de que todo lo que yo escribo que habla de Asia se publica en su blog, y todo lo que él escribe que toca la Historia de España (broadly considered) tiene cabida aquí.
Bueno, os dejo con él.
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Franco y el imperio japonés. By Tiburcio Samsa
En un
país que confunde a los chinos con los japoneses y que todo lo que sabe de
Thailandia es que hay masajes guarros, escribir sobre Asia constituye todo un
desafío. Ese desafío se convierte en salto mortal si encima uno escribe sobre
temas arcanos. El investigador Florentino Rodao ha afrontado ese reto
escribiendo “Franco y el Imperio japonés” o la historia de cómo un intrépido
caudillo que no había pasado de Tetuán afrontó las relaciones con el Imperio
del Sol Naciente durante la II Guerra Mundial.
Desde
comienzos del siglo XVII, cuando quedó en evidencia que Filipinas no se
convertiría en el trampolín desde el que España saltaría a Asia, sino que sería
nuestra última colonia americana, España perdió todo interés por Asia. Tras el
desastre del 98, España terminó por asumir que Hernán Cortés quedaba muy lejos
y que a lo más que podía aspirar era a un mini-imperio de andar por casa y que
no quedase muy lejos: el Rif, el Sahara y Guinea Ecuatorial. Fuera de eso quedó
una vinculación más sentimental que práctica con el mundo hispano, en el que se
englobó también a Filipinas.
La
ignorancia española de Asia en las tres primeras décadas del siglo fue
clamorosa. España sólo tenía un consulado, el de Manila, y dos embajadas en la
región, la de Tokio y la de Pekín, y aún se estaba preguntando si no debería
cerrar una de las dos. El Embajador de España en Pekín se permitió informar a
sus superiores de que los chinos eran “450
millones de macacos cortados por el mismo patrón, o mejor dicho, el mismo
muñeco de celuloide repetido 450 millones de veces” y no pasó nada.
Japón
se escapaba un poco de este desinterés. En 1868 tanto España como Japón habían
sufrido sendas revoluciones. Ahí terminaban los parecidos. Cuarenta años
después, España seguía siendo un país de tercera, mientras que Japón había
derrotado al imperio ruso, se había labrado un imperio colonial y comenzaba a
hablarles a las grandes potencias de tú a tú. La imagen de un país que había
aunado tradición y modernidad resultaba muy seductora para las élites
conservadoras españolas. El samurái valeroso y abnegado y la geisha refinada y
delicada se convirtieron en las dos imágenes predilectas de Japón. O sea que le
hicimos a Japón lo que Merimée nos había hecho a nosotros cien años antes,
reduciéndonos o a toreros echados para adelante o a mujeres sensuales y
flamenconas.
Tras el
final de la guerra civil, fueron los sectores más ideologizados del régimen los
que tomaron las riendas de la política exterior. Dos ideas les guiaban: 1) Un
rabioso anticomunismo y el rechazo a la democracia parlamentaria; 2) El deseo
de subirse al tren del Nuevo Orden que surgiría de la esperada victoria de la
Alemania nazi y la Italia fascista. En ese contexto se esperaba de Japón que
plantase cara al imperialismo anglosajón en Asia y el Pacífico y que se uniese
a la cruzada anticomunista. Esos objetivos comunes permitieron esconder
diferencias más profundas, empezando por el disgusto de ver cómo una raza
amarilla acababa con el dominio del hombre blanco en Asia o apreciar que Japón
tenía sus propios objetivos, que no coincidían necesariamente con los de sus
aliados. Es probable que si la II Guerra Mundial hubiese terminado con la
victoria del Eje, esas diferencias habrían acabado estallando y habrían
conducido a un conflicto.
Las
perspectivas de tener a Japón como aliado en la guerra hicieron que se
difundiese una imagen idealizada del país y se subrayasen las semejanzas,
semejanzas más imaginadas que reales. Sobre esto, Rodao saca a colación una
cita del siempre excesivo Ernesto Giménez Caballero, que no tiene desperdicio:
“Pero la admiración y afecto de España
por Japón no es de hoy, sin embargo, procede desde el momento en que nos dimos
cuenta de ser el Japón la otra España; la de allá. O sea, una nación colocada
frente a un poderoso Continente Occidental (Estados Unidos) y un continente
inmenso de color (el Asia china e hindú). Como España es la nación del lado de
acá, colocada entre Francia e Inglaterra (Occidente) y el África (Oriente).
España y Japón, las dos fronteras del mundo. Son dos puertas. La misma unidad
de destino en lo Universal.”
El
problema surgió cuando esa misma unidad de destino en lo Universal optó por no
declararle la guerra a la URSS tras el ataque alemán. Muchos se sintieron
decepcionados por la supuesta defección de Japón. La realidad es que Hitler se
había buscado esa defección. Cuando en agosto de 1939 firmó el Pacto de No
Agresión con la URSS Hitler sorprendió a propios y extraños. Sorprender a los
extraños está bien; ¡que se jodan! Pero sorprender a los propios… A Japón el
Pacto le pilló con el paso cambiado. Unos meses antes había tenido una pequeña
guerra fronteriza con la URSS de la que había salido trasquilado y se sentía
rodeado de enemigos sin saber por dónde le caerían las collejas. Así que se puso
a enmendar sus relaciones con su vecino del norte. En abril de 1941 su Ministro
de Asuntos Exteriores, Matsuoka, visitó Berlin. Los alemanes le dieron pistas
de que se disponían a atacar a la URSS, pero Matsuoka que era un poco obtuso en
el juego de las adivinanzas no se coscó y de regreso a Japón firmó un Pacto de
No Agresión con la URSS. Incluso si se hubiera coscado, está por ver si hubiera
cambiado de política. Para entonces los planificadores japoneses ya habían
optado por expandirse hacia el sur y tocarles los cataplines a norteamericanos,
británicos, franceses y holandeses, con lo que no estaban para muchas aventuras
en su frontera norte.
Esa
decepción con Japón coincidió con un momento en el régimen franquista en el que
los falangistas más ideologizados empezaron a batirse en retirada. El momento
de tratar de adueñarse del Estado había pasado, aunque todavía no se hubiesen
dado cuenta. Una de las áreas donde perdieron poder fue en la de la censura y
la propaganda. Eso implicó que ya no pudiesen vender igual de bien la imagen
idílica de un Japón de samuráis en comunión de intereses con España. La no
entrada en la guerra contra la URSS y la constatación de que dos años de darse
besitos en la boca no habían producido ningún resultado tangible llevaron a que
los sectores conservadores comenzaran a ver a Japón con ojos menos favorables.
A ese cambio de imagen se añadía una consideración de política interior: cuanto
más se pusiese en evidencia que las relaciones con Japón eran un globo lleno de
aire, en peor situación se dejaba al Ministro de Asuntos Exteriores, el
cuñadísimo Ramón Serrano Súñer.
Si
había alguien que se creía lo de la unidad de destino en lo Universal aparte de
Giménez Caballero, ése era Serrano Súñer. Serrano Súñer aspiraba a ser el
Mussolini español; se veía convirtiendo a España en otra Italia, en la cual la
Falange jugaría el papel del Partido Fascista. Para mediados de 1941 Serrano
Súñer estaba perdiendo la partida frente a su cuñado al que la única ideología que
le importaba era la de mantenerse en la silla. En esa tesitura, Serrano Súñer
decidió que su única posibilidad de montarse en el machito pasaba por la
victoria del Eje. El Eje era la principal baza que le quedaba, ahora que los
falangistas acomodaticios se estaban convirtiendo en franquistas y los
ideologizados iban quedándose en la cuneta.
Serrano
Súñer se pasó tantos pueblos en su pro-niponismo que el propio Embajador
norteamericano en Madrid mandó una nota de protesta al Ministerio de Asuntos
Exteriores español tachándolo de “portavoz”
del Ministerio de Exteriores japonés. El Embajador japonés en Madrid informó a
Tokio que la disposición española hacia Japón era mejor todavía que la alemana
o la italiana.
De los
muchos campos en los que Serrano Súñer trató de colaborar con Japón, el más
llamativo, por no decir el más chusco, es el del espionaje. Japón había
dependido de Alemania e Italia para plantar sus antenas en Europa, pero eso no
le bastaba. España, por su condición de neutral, resultaba un lugar muy
apropiado para recabar información. Otra ventaja es que los españoles, como
súbditos de un país neutral, sí que podían viajar a los países enemigos de
Japón. Y aquí entró en juego el personaje más desopilante de los que aparecen
en el libro de Florentino Rodao, Ángel Alcázar de Velasco, el espía torero.
Alcázar
de Velasco era torero, falangista radical y mujeriego, no sé bien en qué orden.
Para imaginárselo, no hay más que representarse al personaje del torero Juncal
que creó hace muchos años Paco Rabal. Hedillista y condenado a muerte por los
sucesos de Salamanca, vio su sentencia conmutada por haber contribuido a
frustrar una evasión de presos republicanos del penal en el que se encontraba.
Reclutado por la inteligencia alemana, inició su peculiar carrera como espía.
Alcázar
de Velasco estuvo destinado a comienzos de 1941 en la Embajada de España en
Londres donde montó o trató de montar una red de espionaje, unos de cuyos
clientes habrían sido los japoneses. Descubierto por los ingleses, que le
dieron la patada, de regreso a la Península empezó a pasarles información a los
japoneses y a ayudarles, con un afán digno de Gila, a montar una red de
espionaje en EEUU.
Alcázar
de Velasco era un gran fabulador, que es la manera educada de llamar a los
mentirosos que tienen desparpajo y son simpáticos. El lector siente que Rodao,
que entrevistó a Alcázar de Velasco para el libro, no sabe con qué quedarse de
todas las historias que le contó éste. Parece que Alcázar de Velasco fue un
espía muy prolífico., por no decir inventivo. Según Rodao, “buena parte de los datos entregados a los
japoneses era pura invención.” No obstante, los norteamericanos llegaron a
sentirse interesados por Alcázar de Velasco: muchas de sus informaciones
verídicas estaban simplemente sacadas de la prensa aliada, pero había algunos
datos que no procedían de la prensa sino de otras fuentes no identificadas. Los
japoneses otorgaron durante mucho tiempo bastante veracidad a Alcázar de
Velasco. Un dato curioso: una de las informaciones inventadas de Alcázar de
Velasco era que en EEUU “un 70% de la
población estaba contra la guerra, las fábricas habían decidido hacer material
bélico defectuoso para protestar por la situación política”. El periodista
y experto en relaciones internacionales japonés Koyosawa Kiyoshi cuenta en su
diario de los años de la guerra que asistió a una conferencia que dio en mayo
de 1943 un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores que afirmó que: “El hecho de que continuamente estén ocurriendo
accidentes de aviones en América es el resultado de la inferioridad mental de
los trabajadores y mediante esos productos defectuosos intencionadamente
revelan su oposición a la guerra.” Pues sí, parece que alguna de sus invenciones coló bien.
Aunque la invención más sui géneris de todas llegó a
comienzos de 1943, cuando Serrano Súñer ya no era ministro. Alcázar de Velasco
les informó que Serrano Súñer había hecho un viaje secreto a Roma, donde había
mantenido una entrevista con los Ministros de AAEE de Alemania e Italia y con
un enviado norteamericano con vistas a un acuerdo de paz. La entrevista había
sido fructífera, aunque el principio de acuerdo alcanzado no había progresado
ante la negativa alemana a concertar una paz con EEUU sin contar con Japón. La
información puso de los nervios al Embajador japonés en Madrid, que buscó y
obtuvo la corroboración de la información de labios del propio Serrano Súñer.
Sondeos en Roma y Berlin acabarían revelando que todo era una invención. ¿Por
qué se inventaron esa historia?, se pregunta Rodao y la respuesta plausible que
encuentra es bastante maquiavélica: incitar a Japón a que atacara a la URSS
ante el temor de que sus aliados le dejaran en la estacada. Un falangista
radical podía ver en ese ataque japonés la única posibilidad de que Alemania
ganase la guerra a esas alturas del partido. Si ese falangista radical era
Serrano Súñer, podía pensar que con ese ataque sus acciones personales
volverían a cotizar al alza, ante la perspectiva renovada de que finalmente el
Nuevo Orden se hiciera realidad.
En este enlace si quereis os podéis descargar los informes hechos publicos por el MI5 sobre Velasco:
ResponderBorrarhttp://www.nationalarchives.gov.uk/news/german-intelligence-agents-august-2011.htm
Saludos