Seamos claros desde el principio. La vida en el planeta
Tierra, para las mujeres, nunca ha sido fácil. La mujer, en términos generales,
desde el momento en que, dentro de la división del trabajo en la familia, vio
cómo el papel de salir a cazar y/o a guerrear (por lo tanto, a obtener el
sustento) le era adjudicado al hombre, ha sido considerada como una especie de
menor de edad, con derechos consecuentemente menores que aquéllos de los que
disfrutaba el hombre. A empeorar estas cosas colaboró la circunstancia somática
femenina del ciclo menstrual, que nunca he estado bien visto por los mitos
construidos por el hombre. Siendo la religión musulmana una creencia
relativamente tardía, todavía nos encontramos en ella a Mahoma consolando a su
mujer porque no puede entrar en la Meca; está en esos días. Y de las complejas elaboraciones de las costumbres
judaicas, forzadas por la impureza esencial de la mujer durante su periodo, se
podría hablar, y no parar.
Este tema de la mujer puteada es visto por mucha gente como
una especie de curso histórico en el cual la mujer, cuando menos en Europa, ha
ido, lentamente, de menos a más. Según esta teoría, la Edad Media debería ser
un periodo más jodido para las mujeres que los siglos posteriores, durante los
cuales el bálsamo del humanismo habría curado algunas de las veleidas
hipermachistas del hombre medieval. A hombros de esta idea, se han construido
mitos diversos, de entre los cuales el cinturón de castidad y el denominado
derecho de pernada son dos casos muy visibles.
La Edad Media, en efecto, tiene fama de etapa oscura,
brutal, feudal, lo que coadyuda para estas elaboraciones mentales. Y, sin
embargo, las cosas no son exactamente como se pretende. Sin ser la Edad Media
un tiempo del hombre de costumbres modélicas, tampoco es tan cierto lo que se
dice. En primer lugar, no tiene mucho sentido defender que la Edad Media fue un
tiempo de capullos retrasados y, tres minutos después, alabar el alumbrado
público de la ciudad de Córdoba y otras tantas cosas implantadas por los
musulmanes durante su dominación española; siendo lo cierto que dicha dominación
se produjo durante los tiempos medievales. Por lo que se refiere a la propiedad
y el poder feudal, ya diversos medievalistas, como Sánchez Albornoz, han
destacado que cuando menos en España las necesidades de la reconquista, que
obligaban a los reyes a implantar pueblas o colonizaciones en condiciones
comprometidas, hicieron que esos monarcas otorgasen a dichos pobladores
privilegios de variada laya que, de hecho, hicieron que aquellos hombres
medievales fuesen, de lejos, mucho más libres e independientes que, un suponer,
los siervos del ducado de Lerma o de Medina-Sidonia en sus mejores tiempos,
algunos siglos después.
Los hombres medievales, que habían heredado los baños
públicos de sus antecesores, bien romanos, bien bizantinos, se lavaban bastante
más que sus nietos y bisnietos (pero menos que los musulmanes, lo cual les dio
a éstos una ventaja inesperada en las Cruzadas, pues eran menor pasto de las
epidemias). La costumbre de bañarse se la cargó la Iglesia, como muchas otras
cosas, por razón de que los baños públicos de las ciudades seguían siendo, como
en su origen, unisex, y eso esa algo que no se podía permitir.
El machismo de la iglesia católica es algo que está fuera de
toda duda. A día de hoy, todavía se resiste a conceder a hombres y mujeres la
misma calidad en la grey de Dios, que ya le vale. Pero, con todo, en los
tiempos medievales era bastante peor. Campeón de campeones de la supremacía
masculina fue Tomás, aquel filósofo y santo de Aquino que estaba tan gordo que
trabajaba en una mesa con rebaje para encajar ahí la panza.
La doctrina cristiana es, como ya he tenido ocasión de
recordar en no pocos posts de este blog, las bases de la religión hebrea
reinventadas por ese gran reformador que fue Pablo de Tarso, aderezadas con
adiciones de aquí y de allá, que buscaban hacer la nueva doctrina comprensible
a las gentes; se buscaba, en efecto, que el cristianismo «le sonase» a los
paganos como algo cercano a lo que ya creían antes de ser cristianos; por eso
celebramos la Navidad en las mismas fechas que el solsticio de invierno que
celebraban romanos o mitraístas; o la Semana Santa en el mismo momento de las
fiestas del nacimiento de la primavera o la muerte y resurrección de Adonis,
fiesta ésta extendidísima en lo que hoy conocemos como Próximo Oriente en los
tiempos en los que los obispos se daban codazos con otras religiones para
hacerse sitio.
La doctrina cristiana hereda, fundamentalmente a través de
Agustín de Hipona, toda la carga sexo-segregacionista y culpabilizadora de la
mujer que ya hay en la religión hebrea. Como digo, exagerado sería decir que
esto es algo que los cristianos adoptan por creer en ello; no hay que olvidar
el factor de que esto es en lo que ya creían los gentiles antes de existir el
cristianismo. Los primeros cristianos, por así decirlo, ya vinieron machistas
de serie. De hecho, el primer cristianismo era, de lejos, setenta mil veces más
comprensivo de y con la mujer que las otras religiones al uso, y fue esta capacidad
de atracción la que lo hizo rápidamente popular. Mujeres y esclavos explican
buena parte del éxito del cristianismo preconstantiniano.
El cristianismo coloca el pecado, tanto original como
artesanal (hecho con las manos propias, vaya), en el centro de su moral. Ser cristiano es luchar contra el pecado;
y la mujer, que como todo el mundo sabe es ese ser que hace que muchos hombres
caigan en el pecado, se convierte en culpable. Por esta razón, Tomás de Aquino
la llamará «deficiencia de la naturaleza» que «es de menor valor y dignidad que
el hombre». Con el intermedio de la Iglesia, la vieja división de labores
dentro de la familia se ha, digamos, radicalizado, y así Tomás escribe: «el
hombre ha sido ordenado para la obra más noble, la inteligencia; mientras que
la mujer fue ordenada con vista a la procreación». De hecho, nos anota, para
cualquier otra cosa, cualquiera, que no sea tener hijos, «el hombre bien puede
ser mejor asistido por otro hombre que por una mujer».
Nadie, en consecuencia, se ha sentado hoy delante del ordenador para contar una historia que no vaya de segregación y desprecio. Pero lo que no
está tan claro es que el punto más alto de dicho desprecio haya que situarlo en
la Edad Media.
El derecho de pernada, por ejemplo. Esta institución
jurídica, que en su tiempo se conoció como ius
primae noctis, el derecho de la primera noche, tiene dos orígenes posibles,
que yo sepa. Uno sería la voluntad, no por parte del noble, sino de sus vasallos,
de incluir en su línea de sangre la sangre del señor, que se suponía de mejor
calidad (azul, vaya). La otra explicación, que a mí me parece más coherente,
recuerda la cantidad de veces que los antropólogos se han encontrado en
culturas del mundo mitos relacionados con la última sangre virginal. Una vez
más, como vemos, la mujer sangra, y esa sangre genera un mito.
Siendo la desfloración una operación no pocas veces dolorosa
y casi siempre hemodinámica, esto es seguida de hemorragia, hemorragia que
además salía de ese ser casi demoníaco llamado mujer, son muchos los pueblos
del mundo que generaron mitos y creencias relativos a la liberación, en dicho
acto, de espíritus malignos, que serían liberados a través del juju desflorado.
Ante tales creencias se produce el miedo y los novios, literalmente, se cagan
por los pantys de pensar que se tienen que tirar a su novia. Este problema se
resuelve encargándole este primer polvo al hombre-brujo o a alguien poderoso:
por ejemplo, el señor conde.
Ambos ejemplos nos deben llevar a reflexionar sobre el hecho
de que, en los dos, no es el follador, sino los follados los que, por así
decirlo, se empeñan en que las cosas pasen así. Algo que nos puede llevar a
sospechar que el derecho de pernada no era visto a través del mismo prisma
moral con que lo vemos hoy, desde el balcón del siglo XXI.
A pesar de este origen, muy antiguo, el derecho de pernada
se confunde pronto, en los tiempos medievales, con un derecho económico: el
censo, o tasa, que los siervos habían de pagar a sus señores al casarse,
momento en el que pasaban no pocas veces a usar en mayor medida de las tierras
propiedad del cobrador. Así pues, las más de las veces, y muy en contra de lo
que dibuja la imaginería ignorante, los señores se cobraban la pernada como les
interesaba, esto es en pasta gansa.
¿Cómo que «les interesaba»?, se preguntará
alguien. Pero, leñe, un polvo siempre apetece, ¿no? Pues no. La inmensa mayoría
de las mujeres medievales que pululaban por los castillos y zonas adyacentes se
pasaban trabajando como cabronas 18 horas al día desde los seis años; convivían
con vacas, burros, cerdos y gallinas en la misma casa, por llamarla de alguna
manera; ordeñaban, araban, tiraban de la yunta si necesario; eso si no caían
enfermas de una viruela que les dejaba la cara como la del general Noriega.
Perdían muy pronto la dentición y, en términos generales, sobre todo después de
la desaparición de los baños, apestaban. Hay polvos y polvos, y algunos no
apetecen demasiado. Entre cobrar cien euros o tirarte a la novia de Chucky, ¿tú
que elegirías?
De hecho, tengo por mí que fueron los señores, aliados con
la propia Iglesia, en mucha mayor medida que el pueblo llano, quienes
desarrollaron rápidamente una especie de ceremonia simbólica por la cual el
señor ejercitaba el derecho de pernada dando una zancada por encima del cuerpo
de la novia tumbada.
También se pone muy en duda hoy el día el uso, ni masivo ni
siquiera razonablemente esporádico, de los cinturones de castidad, que bien
pueden ser elementos nacidos de la imaginería medieval posterior.
Otro elemento que permite decir que, tal vez, ser mujer en
la Edad Media, comparada con el llamado Renacimiento, no eran tan mal chollo,
era para aquéllas que tuviesen la costumbre de ser raritas o heterodoxas, o
estar locas. A estas mujeres distintas o esquizofrénicas el mundo antiguo las
conoció como brujas. Y hay mucha gente que piensa que el hombre medieval las
ahorcaba o quemaba. Pero es una equivocación de fechas.
La Iglesia, eso no se niega,
comienza pronto una cruzada contra la brujería. Pero no contra las brujas, sino
contra las creencias supersticiosas en general. Sin embargo, hasta el siglo
XIII las guías para párrocos, conocidas como Penitenciales, apenas prescriben
penitencias de rezo y pago de dinero para los casos de brujería. Para ver arder
a las brujas hay que esperar a los años en los que Buonarotti anda pintando la
Capilla Sixtina. El Malleus Maleficarum,
un best seller alemán donde se prescribe el fuego para las brujas, fue escrito
en 1486. La represión de la brujería en España, especialmente intensa entre los
vascones, comienza en el siglo XVI. De hecho, hay historiadores que, no sin
cierta sorna, nos recuerdan que en el Renacimiento, a pesar de que se nos vende
como la victoria de lo racional, se produce un cambio como poco curioso.
Durante la Edad, el hereje es el que cree en demonios y espíritus malignos.
Pero, a partir del siglo XV y XVI, el hereje pasa a ser aquél que no cree en los demonios y niega su
existencia. Este cambio persiste hasta hoy en día, en el que la Iglesia
católica, como otras creencias cristianas, sigue teniendo sacerdotes
exorcistas, en lugar de dar el paso que en mi opinión debería dar, que es salir
al balcón de San Pedro para contarle a la cristiandad que, simple y llanamente,
el demonio no existe.
El que piense que este cambio, pasar de criticar al que cree en demonios a perseguir al que no cree en ellos, es
un cambio a mejor, un cambio evolutivo hacia delante, debería hacérselo mirar.
Con todo, quizás el elemento más puntero de estas ideas
sobre el machismo de la Edad Media es la afirmación, que se puede leer en
cienes y cienes de sitios y que mucha gente repite a menudo, de que la Iglesia
llegó a plantearse que la mujer no tenía alma y, por lo tanto, era equiparable
a cualquier otro animal irracional; una zarigüeya, por ejemplo.. Y es en este punto donde hay, sinceramente,
que parar la cuádriga.
Se nos dice que esta discusión
sobre el alma femenina se produjo en el concilio de Macôn, en la actual Francia, creo. Como
digo, muchos de lo que han escrito esto lo dan por totalmente cierto. Pero, en
realidad, sólo están difundiendo una falsa leyenda urbano-histórica. En primer
lugar, la primera referencia a esta discusión en Macôn no se produce hasta un texto
holandés del siglo XVI, bastantes décadas después del pretendido concilio. Unas
cuantas, porque el llamado concilio de Macôn se habría celebrado en el 585, o
sea, unos 1.000 años antes, durante los cuales no hubo referencia alguna al
mentado debate. Para que nos entendamos, es como si pretendiésemos que un
historiador que afirmase este año del 2012 sobre cosas ocurridas en el año 1100,
hasta hoy desconocidas, pretendiese convencernos de que no se ha tomado un
tripi antes de escribir.
Pero es que además, pequeño detalle,
en Macôn no concilio alguno. Todo lo que hubo en dicha ciudad, y en dicho año,
fue un sínodo provincial; en otras palabras, una tertulia de obispos de la zona
para discutir sus cosillas. Una reunión en la que, por definición, no se
producían discusiones teológicas. El tal sínodo dejó actas; pero en ellas la
cuestión del alma femenina no aparece.
Lo único trazable en la Historia
medieval que se parece (pero, como veremos, sólo se parece) al famoso debate,
está en las crónicas de Gregorio de Tours. Greg nos cuenta, en este sentido,
que durante la reunión de Macôn, uno de los presentes preguntó por qué el
término homo (los sinodales, obviamente,
hablaban en latín) se aplicaba a las mujeres.
El pollas que planteó esta
pregunta no era, necesariamente, más machista que los demás. Era, simplemente,
un ignorante. Obispo, deán o arcediano de alguna de las diócesis francas
reunidas en el sínodo, adivinamos que debería ser un cabestro con sayón que de
latín sabía poco; lo suficientemente poco como para no saber que el latín, para
el ser humano con gónadas, (EDITO: el primer comentario de este hilo, de Wonka, me recuerda que soy muy mal escrito:; pero el segundo, de Yolanda, me recuerda que las mujeres también tienen gónadas. Así pues, con profundo dolor de mi corazón, y quien no se lo quiera creer queno se lo crea, debo poner aquí que, por gónadas, se debe entender cojones) no reserva el término homo, sino el término vir
(varón). Homo, que viene de humus, tierra, y por lo tanto, en su
origen quiere decir «nacido de la tierra», designa al hombre en general, al ser
perteneciente al género humano.
Ésta fue la pregunta que hizo el
pollas de Macôn; y un segundo pollas, en Holanda, mil años más tarde, agarró el
rábano por las hojas, concluyó que la intención de la pregunta era negarle la
condición de humanus a la mujer, y se
inventó que en la reunión se había discutido sobre si hay alguna diferencia
entre Beyoncé Knowles y una zarigüeya coja. Cuando, en realidad, se trató, tan
sólo, de una duda filológica, y bastante sencillita, por lo demás.
Así pues, volvamos a la pregunta
del post. Pero, ¿alguna vez pensó la Iglesia que la mujer es una zarigüeya? Y
la respuesta es: no.
Y, como epílogo, para recordar lo
oscuros y machistas que fueron los tiempos medievales comparados con los que
les siguieron, recordemos esta previsión testamentaria del Sachsenspiegel
alemán de 1270: «Siendo lo cierto que los libros sólo los leen las mujeres,
deben corresponderles a ellas en herencia».
Lo del derecho de pernada, ¿no es más que un mito? El otro día, precisamente, leí un texto que así lo afirmaba. Creo que era el siguiente, u otro parecido:
ResponderBorrarhttp://www.straightdope.com/columns/read/1139/did-medieval-lords-have-right-of-the-first-night-with-the-local-brides
Por cierto, que sepas que el Windows Live Protección Infantil me ha bloqueado tu blog. A ver si nos esmeramos con el lenguaje :-)
Interesante artículo.
ResponderBorrarUna simple observación: el hombre no es el único ser humano que tiene gónadas. Las mujeres también las tenemos ;-)
Una pequeña puntillosidad: creo que el verbo "coadyudar" no existe. Lo correcto sería "coadyuvar".
ResponderBorrarTe recomiendo, si no lo has hecho ya, leer las obras del antropólogo Marvin Harris. Son muy esclarecedoras al respecto de lo comentado en el artículo.
ResponderBorrarOye, esta del de aquino es muy buena; me puedes dar la cita de la suma teologica? Para darle en los morros a un colega, que siempre me está dando la murga con la "superior antrpología católica".
ResponderBorrarBuen post, salvo el "coadyudar" que hace sangrar los ojos. Un inefable marcador de pedantería.
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarBueno, Nevermind, siempre nos quedará el coadyudar que no hace sangrar tus ojos.
ResponderBorrarLo digo, más que nada, porque te has olvidado de la coma; con lo que das a entender la existencia de dos coadyudar distintos: uno que te hace sangrar los ojos, y otro que no...
Por lo demás, inefable es aquello que es de una calidad tal elevada que resulta imposible explicarlo. Gracias por el piropo, pues... ;-)
El derecho de pernada en Asturias, aún lo aplicaban los curas en el siglo diecinueve...en otras palabras el cura se sepillaba a la novia antes que el esposo. Fuente fidedigna ya que lo contaba mi abuelo que no quiso casarse allá...lo hizo al llegar a Argentina.
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