Cualquiera de vosotros que lea los post pero también los comentarios del blog habrá visto que el que ahora se convierte en penúltimo, dedicado al nacionalismo catalán, ha aportado un debate posterior entre los lectores que tiene su enjundia. Primero que todo, me gustaría, por cierto, felicitaros a los debatientes. La verdad es que ayer por la tarde, mientras redactaba una larga carta a Unión Fenosa que creo, si no se me baja la mala leche, que acabaré colocando aquí para público conocimiento, pensaba: voy a tener que acabar editando algún que otro comentario porque están a punto de aparecer las apelaciones ad hominem. Esto es bastante común en internet. Se empieza por polemizar con argumentos pero tarde o temprano se pasa a eso tan manido de lo que pasa que tú eres un españolazo de mierda y tú un catalancillo sin huevos, y ya se montó.
No he editado ni una coma de los comentarios. No me ha hecho falta. Esto os, nos, honra.
De todas formas, leyendo el asunto, he pensado que lo lógico sería darle un poco de carrete al tema, ya que al parecer los paseantes de esta esquina de la red demuestran la capacidad de discutir sin montar guerras civiles, y echar mi cuarto a espadas a este asunto.
Hay un libro escrito por un alemán llamado Franz Borkenau. Se titula, en inglés, The Spanish cockpit y creo que en España se ha publicado traducido con el título El reñidero español. Borkenau estuvo en la España republicana al inicio de la guerra, si no recuerdo mal bajó desde Barcelona hasta Málaga, y cuenta sus experiencias. Al principio del libro (y hablo de memoria porque mi ejemplar es uno de los escasíiiiiiiiisimos casos en los que caí en el error, tremendo error, de prestarlo), Borkenau está en Cataluña, donde, insisto si no me falla la memoria, ha estado ya antes de la guerra e incluso de la República. Y cuenta que le extraña mucho la notable reducción del antiespañolismo que aprecia allí. Él, que se mueve o se jacta de moverse en círculos de gente humilde, decide preguntar a los catalanes por qué ese cambio.
La respuesta que transmite es muy sencilla. Básicamente le dicen: cuando estaba Primo de Rivera (padre) no nos dejaban hablar en catalán. Ahora nos dejan. Si nos dejan, ¿por qué tendríamos que estar cabreados con los españoles?
Cuando leí estos párrafos de Borkenau, algo dentro de mi personalidad Dos (ya he contado muchas veces que soy un esquizoide con dos personalidades: la Personalidad Uno sólo piensa en la XBox, y la Personalidad Dos se pasa el día leyendo libros de Historia y escribiendo novelas y cuentos) se removió. Porque, la verdad, yo, como gallego no nacionalista que me considero, es decir como miembro de esa amplia masa de «resto de españoles» que observa el fenómeno nacionalista como desde fuera, siempre había pensado que la cuestión de la lengua, entre los catalanes, era un instrumento. Un medio. Pero me pregunté si, sinceramente, no nos estaremos equivocando. Si, en realidad, el medio no será el fin.
No hay que olvidar, y es de Historia de lo que hablamos, que cada nacionalismo tiene sus raíces. El nacionalismo vasco se entierra en una serie de tradiciones premedievales y medievales que dibujan una interpretación mítica del pueblo vasco. Esto lo han tenido muchos pueblos a lo largo de la Historia, y el ejemplo quizá más ampliamente conocido es el de los romanos, que se querían ver todos ellos saliendo de la pata de Eneas; pero el vasco es el último pueblo occidental que las mantiene. El nacionalismo alemán, por citar otro ejemplo, parte de una pulsión imperialista cercenada. Alemania, aún llamándose de otra manera (Sacro Imperio, Prusia...), es una gran potencia europea que siempre tuvo aspiraciones de expansión hacia el Este, buscando contrarrestar a Francia primero y a Inglaterra después, pero considera o consideraba que esas aspiraciones habían sido siempre limitadas o directamente decapitadas por distintas conspiraciones. Dos grandes ejes de los discursos hitlerianos son la constante invocación de los grandes personajes de esa poderosa Alemania pretérita (muy especialmente Federico el Grande) y la vinculación entre el eterno concepto conspirativo y el antisemitismo.
Ambos casos, el nacionalismo vasco y el nacionalismo alemán, utilizan la lengua. De formas diferentes, porque sus niveles de extensión son distintos, pero la utilizan. De los vascos poco habrá que contar, supongo, que no sepan los lectores de este blog. Hitler y el ultranacionalismo alemán, por su parte, siempre gustó de la idea de la deslatinización del alemán, una forma de distanciar el idioma y hacerlo propio. Si uno se pasea por la Cuesta de Moyano podrá encontrar, con relativa facilidad, manuales de alemán de los años veinte o treinta del siglo pasado, y verá que casi todos, si no todos, están escritos en caracteres góticos, que eran los que gustaban a la visión nacionalista alemana del idioma.
El nacionalismo catalán difiere, a mi modesto modo de ver, de estos modelos, porque aquí, más que utilizar la lengua, se parte de ella. Claro que para admitir esta propuesta hay que admitir otra más, que no es en modo alguno del gusto del nacionalismo catalán, y es la idea de que dicho nacionalismo nacer, nacer, lo que se dice nacer, nace en el siglo XIX. Como es bien sabido, el nacionalismo catalán coloca su propio nacimiento bastante antes. Establece que la identidad catalana ha existido de siglos (cosa que es cierta e indubitable; pero una cosa es identidad y otra nacionalismo) y que la idea de la necesaria desafección de Cataluña respecto de España o, cuando menos, afección mediante un pacto entre iguales (pacto que se puede romper; tesis ésta que es la misma en el caso vasco y, de hecho, ilumina el llamado Plan Ibarretxe) data, cuando menos, de las guerras contra Felipe V.
A mí me parece que hay serias dudas de que todos los catalanes que se alzaron contra Felipe V, ni siquiera la mayoría, lo hicieran por un afán nacionalista. La guerra de sucesión española es, primero que todo, una guerra dinástica, y su perfil como guerra entre naciones se basa, fundamentalmente, en las promesas realizadas por el archiduque Carlos para ganarse a los aragoneses para su causa, basadas en la conservación de sus privilegios. No obstante, el juicio de intenciones de que el archiduque, de haber ganado, habría mantenido sus promesas, es una ucronía y, además, la interpretación de que los catalanes le apoyaron sólo o fundamentalmente por conservar sus instituciones autonómicas es, a mi modo de ver, un poco excesiva. Mi opinión es que los catalanes apoyaron a Carlos porque el otro bando era francés y ellos ya habían probado la medicina de París el siglo anterior cuando Perpiñán fuera moneda de cambio de la paz a ambos lados de los Pirineos. Como escribí en el anterior post, no hay más que leer a Cambó para darse cuenta de que este sentimiento catalán de timeo francos et dona ferentes ha sido muy fuerte a lo largo de la Historia. El corolario de esta situación es que la gran celebración del nacionalismo catalán consista en honrar a un señor cuyas convicciones y estrategias nacionalistas catalanas están lejos de estar claras.
Pero esto, a mi modo de ver, da igual, porque el sustento del nacionalismo catalán es mucho más tangible que los mitos o las interpretaciones históricas más o menos forzadas. A mi modo de ver, los catalanes le llaman renacimiento a lo que es en realidad un nacimiento o, si se prefiere, una refundación. A finales del siglo XIX, ambos nacionalismos españoles, el vasco y el catalán, se refundan, pero sobre bases completamente distintas. Sabino Arana refunda el nacionalismo vasco desde una filosofía jelkide que hermana todo lo nuevo con lo viejo, incluso muy viejo, como corresponde a su carácter y cosmovisión personal. El nacionalismo catalán, lejos de explotar sus mitos, que en todo caso no son olvidados y ahí está la Diada para demostrarlo, se funda sobre el elemento cultural. En los años críticos del último tercio del siglo XIX, dos argamasas surgen para compactar la muralla del nacionalismo catalán: una es la lengua y la cultura catalanas; la otra, el dolorisísimo debate económico en torno al binomio librecambismo/proteccionismo, en cuya base está el mayor tumor que hoy tiene el conflicto entre Cataluña y el resto de España, consistente en un doble sentimiento: por un lado, los catalanes se sienten aislados e incomprendidos; por otro, los no catalanes ven en éstos a una panda de egoístas o, por autocitarme, al puñetero vecino cabrón revientajuntas que, teniendo la comunidad unos problemas de la hostia, sólo quiere hablar de su gotera.
Centro neurálgico del nacionalismo catalán son los juegos poéticos florales. Si a Hitler le llegan a decir, a principios de los años 20, que en lugar de organizar un putsh lo que tenía que hacer era organizar concursos de poesía alemana, supongo que directamente le habría pegado dos tiros al pobre loco que le hubiera propuesto la idea. En el franquismo, el gran enfrentamiento del nacionalismo catalán con Franco, enfrentamiento como resultado del cual, por cierto, Jordi Pujol fue torturado, es el empeño de los catalanes por cantar en el Liceo una poesía de Maragall.
Por eso creo que, más allá de las instrumentalizaciones que siempre existen (y, de hecho, se multiplican), errarán quienes consideren que el catalán es sólo un ariete utilizado por el nacionalismo para pinchar; una herramienta, un arma, un medio.
En realidad, creo que no haber entendido esto antes es lo que ha dado, en parte, alas al catalanismo en el pasado más reciente. Históricamente hablando, en Cataluña ha habido toneladas de catalanes no nacionalistas. En tiempos de la República, el grupo más organizado y numeroso de Cataluña eran los obreros anarquistas, de intenciones nacionalistas bastante epidérmicas, cuando no inexistentes. De hecho, el obrerismo catalán, en buena medida, veía el nacionalismo catalán como cosa de burguesitos chupasangre. Pero esto ha cambiado radicalmente desde la Transición (en realidad, desde antes), cuando el nacionalismo catalán burgués cayó en la cuenta que de las dos patas de su ideología, la económica y la cultural, la primera escocía demasiado, así pues lo que debería utilizar sería la segunda.
Una cosa que me sorprende mucho del discurso catalanocrítico que es bastante común fuera de Cataluña es la machaconería con que recuerda la ausencia de raíces catalanas profundas en los principales nacionalistas. Se recuerda que si no sé qué pariente de Carod era de aquí, que si Montilla nació en Mongolia, que si la Chacón tiene un apellido propio de las Lowlands escocesas, y tal. Llama la atención, ya digo, que este argumento se esgrima en Madrid, plaza donde cada vez que encontramos un madrileño de octava generación lo metemos en formol y lo enviamos al Museo Municipal, para que quede públicamente expuesto como el negro de Bañolas. A mí me parece que eso de exigir pureza de sangre es cosa de inquisidores y de nazis. Más allá, es que, en realidad, es lógico que los adoptados por una nación se sientan orgullosos de ello. La identidad vinculada a una tierra en la que siempre han vivido los tuyos es algo de alguna forma impuesto; la identidad vinculada a la tierra hacia la que emigraste y en la que te hiciste es algo totalmente tuyo. Es la diferencia entre ser Adolfo Suárez o la duquesa de Alba; Suárez es duque por las cosas que él mismo hizo, mientras que la duquesa lo es por cosas que hicieron sus antepasados. A mi modo de ver, cuanto más rancio es un título noble, menos valor tiene.
Pero esta crítica soslaya, a mi modo de ver, la enorme importancia que juega el idioma en todo esto. Todo idioma es oro molido para un nacionalista, porque sirve para diferenciar: aquí los que lo hablan, aquí los que no. Pero el catalán, además, es la base de la identidad en que se basa el sentimiento nacionalista. ¿Cuántos catalanes son nacionalistas? No lo sé. Lo que sí creo saber es que la inmensa mayoría de ellos catalanófilos, y entiéndase que aquí estoy hablando del idioma.
El problema es otro, sin embargo. El problema que hoy no es histórico pero que lo será dentro de unas décadas, es la enorme, insondable torpeza con que, a mi modo de ver, el nacionalismo catalán ha administrado esta herencia desde la misma madrugada del 20 de noviembre de 1975 en que murió Franco.
El defecto clarísimo de los nacionalismos residentes en España es su falta de visión histórica. Como ya he escrito, en 1930 fueron a San Sebastián a condicionar todo el debate sobre el futuro de España. En 1930 había en España muchos más jornaleros y pecheros necesitados de una reforma agraria que catalanes deseosos de su autonomía o independencia; sin embargo, hubo que hablar más de lo segundo que de lo primero. En 1930, el mundo estaba inmerso en la peor crisis económica de su Historia moderna; pero lo importante, por lo visto, es que hubiese estatutos. Mucho más importante que el árbol de la abundancia era el árbol de Guernica.
En 1975, volvió a pasar lo mismo. Con esa insondable capacidad de persistir en el error que sólo tienen los nacionalistas, en un país cuyas prioridades eran la construcción de un marco de convivencia que no había existido hasta entonces (muchos piensan que había existido en la II República; no es mi caso), los nacionalistas se plantaron, pusieron pies en pared y, como siempre, gritaron: ¡De eso, nada! ¡Primero hay que hablar de mi gotera! Tan sólo la hondura de la crisis económica matizó esto un poco vía Pactos de la Moncloa.
En 1975, como ya he dicho, hacía muchos años que Cambó había muerto y había sido sustituido por Companys como modelo. Un nacionalista de hondas implicaciones en la gobernación de España había sido sustituido por un nacionalista exclusivista, dispuesto incluso a debilitarse a sí mismo con tal de mantener inmaculada su capacidad autónoma de decisión, como de hecho ocurrió en la guerra civil. Así las cosas, el gran asunto de la Constitución del 78 fue el Estado de las autonomías, que incluía ese fistro diodenal de la construcción del mismo en dos velocidades a cuenta de un concepto tan etéreo como el de nacionalidades históricas (anda que no se hunde en la noche de los tiempos la identidad asturcántabra, la castellana no digamos, o la andaluza, o la canaria) y que fue fuente de conflictos sin fin, hoy básicamente olvidados a base de generalizar una política de café para todos.
El hecho autonómico ha condicionado, para bien o para mal, toda la construcción de la Transición, generando algunas distorsiones. La principal es, precisamente, la que hemos visto precisamente con el famoso editorial conjunto de la prensa catalana. Corominas, en la cita suya que recogí en mi post anterior, habla del estatuto de autonomía de Cataluña utilizando como expresión sinómima el concepto de Constitución catalana. Como también decía en el post, la primera discusión seria del problema nacionalista, que se produce en San Sebastián en 1930, fue deliberadamente etérea por ambas partes: por la parte central, porque no se quería poner en peligro el objetivo mayor de consolidar una coalición antialfonsina; y por la parte nacionalista, porque la ambigüedad es, desgraciadamente, el terreno natural de todo nacionalista.
En los últimos 80 años, pues, ha quedado claro que la vía de solución del problema nacionalista en España es la creación de poderes autonómos regidos por legislaciones específicas. Pero a día de hoy sigue sin estar muy claro qué rango tienen dichas leyes. El rango jurídico está claro: son leyes sometidas a la condición suspensiva de su coherencia con la Constitución. Pero el rango, llamémosle, social o de opinión pública o popular, no está claro. Porque todos, en la Transición, hemos jugado a esa ambigüedad, como digo unos por oportunidad estratégica y otros por conveniencia. Hemos dejado que muchos ciudadanos de las diferentes autonomías creyesen que su obediencia se debía al Estatuto y no a la Constitución; o, más en concreto, como ahora está pasando en Cataluña, que en el caso de conflicto, ambas normas están al mismo nivel y la fidelidad del ciudadano catalán debe estar bien clara. El editorial de la prensa catalana no es tanto un alegato con el argumento «tenemos razón y así lo debes reconocer en tu sentencia» como un simple y puro «quítate de enmedio, chaval».
Esta construcción de autonomías cuya calidad jurídico-social real no estaba ni está clara es la que propugnó la invención por parte de catalanes, vascos y, en menor medida, gallegos, con la connivencia posterior de todo dios, de una figura inusitada, que es verdad que existe ya en la vieja literatura nacionalista, aunque para mi gusto con otros matices: la figura de la lengua propia.
Teóricamente, sólo existen dos tipos de lenguas: las que son oficiales y las que no. En un país la gente habla lo que se le sale de los huevos, pero tiene que haber una o varias lenguas definidas como aquéllas en las que te cabe esperar que la Administración te comunique que te ha puesto una multa. El Estado de las autonomías, sin embargo, crea una tercera categoría: la lengua propia.
Esto supone decir: en mi ámbito, las lenguas oficiales son ésta y ésta; pero mía, mía, lo que se dice mía, es sólo la primera. Y aquí es donde reside el gran error.
Esta afirmación es una burrada histórica de primerísimo calibre. Catalanes y vascos han proferido millones de gritos de guerra importantes para su devenir; han seducido a centenares de amantes famosas, han elaborado miles de manifiestos relevantes, han creado centenares de refranes, de coplillas y de sátiras, en castellano. Afirmar que el catalán es la lengua propia de Cataluña equivale a afirmar que el castellano es la lengua impropia de Cataluña, es decir no es la lengua en la que los catalanes se expresan con normalidad; y eso es, simple y sencillamente, históricamente falso.
Con esta jugadita de la Transición, que como digo ha comprado todo dios porque ese fistro de la lengua propia no es en modo alguno monopolio de los estatutos catalán, vasco y gallego, lo que se ha hecho ha sido subvertir el modo en que la Historia interactúa con la realidad. El modo normal es: primero la Historia se despliega, las cosas pasan y los hechos se consolidan, para que luego las normas reconozcan dicha consolidación. Sin embargo, en el asunto de la lengua propia, lo que se ha hecho ha sido normar la consolidación y después hacerla Historia. Dicho de otra forma, tras declarar que el catalán es la lengua propia de Cataluña, se hace necesario conseguir que verdaderamente lo sea.
Por mucho que mis amigos gallegos y vascos no lo vean, yo veo una diferencia teórica clara entre las políticas lingüísticas de estos territorios y la de Cataluña. La política de lengua en Galicia y el País Vasco actúa sobre sociedades que no hablan mayoritariamente la lengua que se pretende hacer propia (lo cual es de traca, no es por nada: valiente lengua propia es ésa que es minoritaria). Pero no es el caso de Cataluña. Esta diferencia es, en cambio, teórica. La ambición de consolidar el catalán, no como lengua hablada u oficial, sino como lengua propia de Cataluña, hace que, en realidad, las políticas lingüísticas de vascos y catalanes (y de gallegos cuando los nacionalistas les gobiernan) se parezcan mucho, demasiado. El nacionalismo catalán le da a su lengua un trato de lengua capitidisminuida y asediada que está lejos de tener, que incluso es dudoso que tuviera en tiempos del franquismo, una vez pasados esos primeros tiempos en los que Franco era fascista y los falangistas se paseaban por Barcelona instando a la gente a hablar la lengua del Imperio.
A mi modo de ver, es esta tensión la que los catalanes no ven y, al tiempo, los no catalanes ven con exceso o exagerada. El catalán te dice: yo vivo en Cataluña y aquí no hay conflicto con la lengua. Y dice bien. El no catalán dice: en Cataluña hay una imposición del catalán que va más allá de lo democrático. Y, paradójicamente, también dice la verdad.
Ambos tienen razón, a mi modo de ver. Uno la tiene al destacar que en Cataluña es posible convivir hablando una lengua, la otra o las dos. El otro la tiene al destacar que, si Cataluña es su clase política, es hoy un territorio que está embarcado en la misión histórica de conseguir que el castellano no pueda considerarse lengua propia de dicho territorio.
En mi opinión, que tiene de jurídica lo que tú, lector, tienes de diseñador afgano de letrinas, cuando el Constitucional juzga los artículos del nuevo Estatuto referidos a la lengua, a la educación y esas cosas, está juzgando, en el fondo, este concepto de lengua propia y sus consecuencias. La Constitución de un país tan políglota como Suiza, con tres lenguas oficiales, creo, apenas le dedica al asunto de la lengua un par de artículos. No necesita los fárragos de nuestros estatutos porque los suizos no consideran ni que el francés, ni que el italiano, ni que el alemán sean su lengua propia. Por eso, no tienen más política lingüística que garantizar al ciudadano suizo que podrá dirigirse a la Administración en cualquiera de esos tres idiomas. Punto pelota.
Pero, claro, en este asunto el Constitucional llega tarde. Se está cargando sobre sus espaldas la responsabilidad de enderezar una planta cuyo tallo lleva viendo crecer desviado nuestra clase política desde el año 1976, sin que hayan hecho nada por evitarlo; es más, todos ellos han votado, con fervor, en Cataluña y en otras muchas comunidades autónomas, esos articulitos de la lengua propia, y no han levantado la voz.
El argumento de la lengua propia es, como he dicho, antihistórico. Es algo que no se compadece con la Historia de Cataluña, ni con la del País Vasco (el fraile de San Millán que escribió el primer castellano era, probablemente, un español bilingüe castellano-vascuence), ni desde luego con la de Galicia, la Comunidad Valenciana, las Baleares, etc. Ni siquiera se compadece con la Historia de España, pues no dejamos de ser un país que ha dominado el mundo gracias a la fuerza disuasoria de un ejército donde se hablaba alemán, y napolitano, y siciliano, y ruteno, y francés, e inglés, y... Hace setenta años tuvimos incluso una guerra civil cuyo bando ganador contó con la inestimable ayuda de tropas que hablaban árabe.
Y es una lástima que sea precisamente el nacionalismo catalán el que haya creado este problema porque, éste es al menos mi pensamiento, si hay un nacionalismo en España que estaba en condiciones de abordar con mesura, con equilibrio, con exención de conflicto, el problema de la lengua, ése es aquél que tiene precisamente la lengua en su núcleo duro fundacional. Otrosí digo, el nacionalismo catalán.
Totalmente de acuerdo con el último párrafo.
ResponderBorrarSupongo que tenemos la clase política que nos merecemos pero, como creo que les pasa a muchos (demasiados), no creo tener la clase política que quiero y que iría en la línea de este último párrafo.
Si ha habido un nacionalismo integrador es el catalán con aquello de: Catalán es el que vive y trabaja en Cataluña.
Tu problema con Unión Fenosa seguro que es debido a que ahora forma parte de la empresa catalana Gas Natural... y con estos catalanes, ya se sabe. X-D
ResponderBorrarEs broma, por supuesto. No tengo intención de trolear, si alguien se siente ofendido, se borra el comentario y ya está.
Estoy de acuerdo con intervenciones anteriores que coinciden en decir que el problema de la lengua no es algo que se viva en la calle, que es una cuestión artificial creada por los políticos.
ResponderBorrarEl problema es que esa situación creada por políticos acaba afectando a la vida de ciudadanos concretos. Tales han sido los casos de la rotulación obligatoria en catalán de los comercios, o los problemas de algunos padres para escolarizar a sus hijos en una clase que use como lengua vehicular el castellano.
Negar esto es faltar a la verdad. Otra cosa es que esos asuntos no sean generalizados.
Personalmente cuando he estado en Cataluña nunca he tenido ningún problema con nadie por motivos de lengua, y menos aún cuando charlando con alguien se ha enterado que yo era de Bilbao, y me ha soltado la frasecita, pensando que yo era de su cuerda, "que catalanes y vascos estamos en lo mismo". Eso sí hablando en español.
Desde mi forma de ver el asunto, el principal problema es el de la patrimonialización de lo "catalán" o "vasco", de "Cataluña" o "Euskadi" (lo siento Juan, pero Galicia nunca ha sido problema). Me explico:
Si yo pongo a parir al dueño de las ovejas (Aita Arzalluz) del gran "Batzoki" que es "Euskadi", empezarán a decir que estoy atacando al Pais Vasco, no que estoy tirándole de las orejas al guardaovejas.
PS: En Suiza cuatro idiomas oficiales, supongo que olvidaste el romanche aunque lo hablan poquitos.
Muy acertado todo el análisis. Y sí, el catalán (idioma) es el objetivo, no el instrumento, para muchos en Catalunya. Para otros, NS/NC. Es algo que marca, y produce esas peculiaridades como la que mencionas, que mientras en ciertas partes de la península algunos confabulaban para poner bombas, en esta parte algunos cofabulaban para recitar poemas de Maragall (abuelo) en el PALAU (No el Liceu).
ResponderBorrarCoincido en que crear el finstro de "lengua propia" implica a su vez lo contrario, alumbrar el nacimento de "lengua impropia", y que razones históricas a parte (y haberlas, haylas, y muchas), es definir como "impropia" la lengua materna de al menos la mitad de los catalanes (y quizás muchos más vascos o gallegos). Aunque algo había (y hay) que hacer. Actualmente es razonáblemente sencillo poder hacer una vida 100 % en castellano en Catalunya, pero hacerlo en catalán al 100 % (para quien en su legítimo derecho individual lo prefiera) es imposible.
No me refiero a la mera vida privada particular, por supuesto, donde conviven vivencias orales en castellano, catalán, árabe, urdú, chino, etc etc. Pero cuando "sales" a la vida pública (ir a la AEAT a solicitar una información, por ejemplo), hacerlo en castellano te garantiza (simpatia o no a parte) el 100 % de resultados. En catalán te puedes quedar con la palabra en la boca (y el funcionario dándote la espalda, o el policía multándote por lo que sea). Obviamente son pocos casos, excepciones. Pero aun hoy día, bastante frecuentes.
De acuerdo con Asier en lo que comenta de la "patrimonialización" del catalán y del vasco, pero también al revés.
ResponderBorrarAl menos aquí también se han "patrimonializado" España o el español (o castellano). Parece que hay que estar conmigo o contra mí y, por suerte, casi nunca es así.
Pues por lo que parece mucho afán nacionalista catalan no habría en el sitio de Barcelona cuando áquel 11 de septiembre,en el último Consell de Cent,Rafael de Casanova juraba "derramar gloriosament sa sanch y vida per son rey, per son honor, per la patria y per la llibertat de tota Espanya".Vamos que no lo veo en las listas de Esquerra.
ResponderBorrarCuando se habla de vivir 100% en un idioma, en general, lo que se pide es reducir las libertades de quien no está de acuerdo con ese 100%. Si el ejemplo lo trasladamos a la religión, sería como si alguien dijese que quiere vivir 100% en católico. Nadie impediría a esta persona acudir a la iglesia o cumplir los mandamientos (libertad individual), pero, siguiendo el ejemplo de las lenguas, pediría que se modificasen determinadas leyes, que no se publicasen determinados libros o que el resto de sus conciudadanos cumpliese los mismos preceptos que él o ella, lo que, indudablemente, representa una intromisión ilegítima en la libertad de las personas.
ResponderBorrarLos del 100% en un idioma, reclaman, en realidad, el monolingüísmo. Además, no es cierto que se pueda vivir al 100% en ese idioma que odian. Como Juan, soy gallego, aunque no de la diáspora. No voy a opinar de lo que sucede en otras comunidades autónomas, pero sí lo haré de lo que ocurre en la que vivo. En Galicia, TODOS los nombres oficiales se han galleguizado, incluso nombres propios como el de Bartolomé Rajoy, en cuyo honor se nombra el palacio de la plaza del Obradoiro. Toda la documentación oficial está en gallego, idioma en el que la administración autonómica se dirige al ciudadano siempre. La lengua en que se imparte el grueso de la educación universitaria es el gallego, con la mayoría de los libros de texto en ese idioma. El anterior gobierno autonómico tenía en el horno una ley para multar a los comerciantes que no rotulasen en gallego.
Trabajo de cara al público en un organismo oficial. El idioma en que me relaciono con el usuario lo elige en usuario. Anteayer estuve en un organismo oficial y no tuvieron esa deferencia conmigo.
La realidad muestra que los que se consideran oprimidos, ni están oprimidos ni son demócratas. El totalitarismo que atribuyen al resto rezuma en ellos por los cuatro costados.
Saludos y, Juan, una vez más, muchísmas gracias por compartir tu tiempo y tus conocimientos.
Vaya, fe de erratas. Donde escribo:
ResponderBorrarLa lengua en que se imparte el grueso de la educación universitaria es el gallego, con la mayoría de los libros de texto en ese idioma.
En realidad quería escribir:
La lengua en que se imparte el grueso de la educación PREuniversitaria es el gallego, con la mayoría de los libros de texto en ese idioma.
Perdón por el error.
No entiendo el último párrafo. Me parece contradictorio.
ResponderBorrarSi el idioma está "en el núcleo duro fundacional" del nacionalismo catalán, ¿cómo iba a abordar el tema "con mesura, con equilibrio, con exención de conflicto"?
¿Soy yo el único que ve una contradicción?
Otra cosa: estoy deseando leer esa carta a Unión Fenosa. Me puede la curiosidad.
En lo que a la política lingüística se refiere, la junta de Castilla y León puede dar lecciones. En las zonas en las que los niños son mayoritariamente gallegohablantes, las clases se dan en gallego. Sencillo y práctico.
ResponderBorrarGracias por este blog, es un descubrimiento
Sólo un apunte: la tipografía gótica se lleva usando en lengua alemana desde la invención de la imprenta. Y fue precisamente Hitler quien proscribió su uso en enero de 1941, so pretexto de ser judaizante.
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