En la torpe programación mental que me voy haciendo para estimar los asuntos que podría tratar en estos post estaban, esta semana, el juicio político al que la República sometió al rey Alfonso XIII, y que culminó en una sentencia por alta traición; así como unas notas que voy recopilando para construir la crónica de la triste jornada de septiembre en la que fue derrocado el presidente de Chile, Salvador Allende. No obstante, hoy me ha podido otro de mis impulsos.
Alguna vez os he hablado de algún blog cuya lectura disfruto. Uno de éstos, que nunca he comentado, es Wonkapistas. La sociología fue mi segunda opción de carrera universitaria; no la estudié porque soy muy buen chico, tenía buenas notas y, por lo tanto, no se me pudo negar la primera elección. Pero este dato debe bastar para demostrar que es una disciplina que, en algún momento de mi vida, captó mi interés. Hoy capta mi curiosidad. Allí, en Wonkapistas me refiero, encontraréis quienes aún no conozcáis ese espacio un trabajo muy pulcro de análisis social en el que su autor, me parece a mí, se desquita del hecho de que su vida oficial y laboral tenga que transcurrir por unos derroteros concretos, así pues drena su curiosidad por otras movidas a través de sus anotaciones. Creo que esto es lo que hace grande internet en general y la blogosfera en particular; en buena parte, es una manera de aprovecharse de los conocimientos, con perdón, residuales, de auténticos intelectuales. Una manera inexistente hasta hoy.
Yo las cosas que admiro tiendo a imitarlas. Así pues, hoy quiero hablaros de cosas de las que estoy seguro que Wonka os disertaría mucho mejor. Porque todo tiene historia en esta vida, y la ciencia que está en la sala de máquinas de la sociología, es decir la estadística, no es una excepción.
La estadística nace por dos necesidades claras: el censo y el catastro. El censo cuenta personas y el catastro patrimonios, sobre todo tierras. Podemos decir que, desde el momento que existen organizaciones administrativas razonablemente complejas, existen cosas como la leva militar y la cobranza de impuestos; realidades, ambas, para las que es necesario saber cuántas personas y cuántas riquezas hay en un país. Veintidós siglos antes de nacer Jesucristo, ya hubo un emperador en China, de nombre Yao, que abordó la división de su país en provincias, nueve, empresa que complementó con una medición de las tierras, así como un censo de sus equipamientos y de sus habitantes. Así pues, la estadística, de alguna manera, lleva entre nosotros ya más de 4.000 años.
Los pueblos antiguos no tenían transportes adecuados y, además, carecían de personal suficientemente cualificado para ser encuestador. Por este motivo, en la antigüedad los censos se valían de mecanismos intermedios para los arqueos o inventarios, especialmente la religión. Por ejemplo, en la Atenas de los tiempos aristotélicos, los habitantes tenían la arraigada costumbre de ofrecer una medida de trigo a la diosa Minerva por cada hijo nacido y una de cebada por cada fallecido; motivo por el cual los estadísticos del tiempo, que eran los sacerdotes, no contaban personas, sino donaciones de trigo y de cebada, información con la cual estimaban el movimiento natural de la población.
En la misma línea el rey romano Servio Tulio, el primero que creó una organización que de verdad tuviese datos fiables de su pueblo, estableció que cada barrio de Roma levantase un monumento a su deidad propiciatoria. En el día del patrón, cada vecino estaba obligado a dar como donativo una moneda al sacerdote, y se establecía el tipo de moneda a entregar si se era hombre o mujer o según la edad que se tuviese; luego el sacerdote (además de forrarse) contaba las monedas, y elaboraba el censo del área. Para poder medir el movimiento natural de la población, Servio Tulio estableció que las familias deberían hacer una donación determinada a la diosa Lucina por el nacimiento de un hijo, otro a la diosa Libitina por el fallecimiento, y uno especial a la diosa Juventus por cada varón que llegaba a la edad de vestir la toga viril. Independientemente de ello, el pueblo romano era contado cada cinco años, tras haber sido oportunamente convocado para ello al Campo de Marte; actividad que era dirigida por un magistrado especial, el Censor, que no viene de censurar, sino de censo.
El censo más famoso de la Historia de Roma es el de Augusto, puesto que fue el que obligó a José a llevarse a su mujer embarazada, María, desde Nazaret hasta Belén. El matrimonio se encontraba allí cuando el parto de Jesucristo precisamente para cumplir con el censo augustiano. En los tiempos imperiales, el plazo intercensos se dilató: de cinco pasó a diez años (es el plazo que tenemos nosotros ahora, por ejemplo) y, tras la reforma de Constantino, quince.
Existen otros métodos de contabilización en el mundo antiguo que no dejan de ser curiosos. Por ejemplo, Robert Graves nos refiere en El conde Belisario que, en Constantinopla, era costumbre reunir al ejército que marchaba de campaña en alguna campa, donde cada soldado clavaba una estaca en el suelo. A la vuelta de la batalla o de la guerra, los soldados se reunían en la misma explanada y cada uno arrancaba una estaca. Luego se contaban las que quedaban clavadas para conocer las bajas.
En la Europa medieval fue especialmente famoso, complejo y meritorio el censo y catastro realizado por Guillermo el Conquistador en Inglaterra, más o menos a mediados del siglo XI. Era una operación política, pues don William le había encendido el pelo a los sajones, antiguos inquilinos de la isla, y necesitaba contabilizar (y dar con ello estabilidad jurídica) a los cambios de propiedad a favor de los suyos. Será por eso que los sajones conocieron este censo como Doomsday Book, literalmente Libro del Juicio Final.
Los habitantes originarios de la América que hoy habla español parecen ser los primeros inventores de los gráficos. Hernán Cortés dice haber visto en México registros pintados, donde se expresaban los cambios de población y las riquezas de los habitantes. Y en Perú, según Garcilaso de la Vega, los indígenas tenían un conocimiento exacto de su población, distribución geográfica, edades, condición civil, etc., mediante censos sistemáticos que expresaban mediante un complejo sistema de cordones de colores. Combinando los colores y los nudos de los cordones conseguían expresar gráficamente los guarismos. O sea, como el Excel, pero sin Excel.
En España tampoco esperamos al nacimiento de la estadística en sí para hacer estadísticas. En 1351, las Cortes castellanas, convocadas por Pedro I (ya sabéis, el alanceador de reyes moros refugiados), dispuso la creación del Becerro de las Behetrías (una behetría, según he podido saber, es un terreno propiedad de un campesino libre que tiene, además, la libertad de elegir señor feudal, siempre y cuando lo haga dentro de un determinado linaje). Este censo recogía los señoríos de las merindades de Castilla. Los Reyes Católicos, siempre atentos a las novedades del Estado renacentista, dictaminaron el empadronamiento de los habitantes de Castilla y Aragón, trabajo del que surgió una estimación cercana a los 8 millones de habitantes. No obstante, cuando sesenta años después, en 1541, Carlos V hiciera un censo por razones fiscales, sólo le salieron 4,2 millones de contribuyentes, lo cual hace pensar que Isabel y Fernando sumaron mal (frase ésta que, ahora que la he escrito, veo que tiene más de un significado). En aquellos años, no obstante, no quedó terreno en Hispania por censar. Cataluña, Vascongadas, Navarra y el Reino de Valencia tuvieron sus censos.
Felipe II, por su parte, realizó dos empadronamientos. Uno, en 1587, le dio 6,630 millones de ciudadanos. El otro, en 1594, le dio 6,888 millones, aunque esta cifra probablemente sea más baja que la real, porque dicho empadronamiento se hizo para fijar el servicio de los millones (un impuesto) del que había personas que estaban exentas y, probablemente, no fueron contadas.
Con esa afición tan suya a los proyectos acromegálicos a la par que irrealizables, Felipe II albergó el plan de compilar una descripción minuciosísima de España, pueblo a pueblo. En siete años, de los 13.000 pueblos que había entonces en España, Felipe II había conseguido que le contestasen 636, y hubo de abandonarse.
En 1748, siendo rey Fernando VI, el Marqués de la Ensenada hizo un nuevo censo, del que salieron 7,473 millones de habitantes. Al conde de Aranda, ministro que lo fue de Carlos III, le salieron, veinte años después, 9,307 millones de habitantes. En 1787, Floridablanca repitió el ensayo, y ya calculó 10.409.879 habitantes. Los españoles, a las puertas de la Revolución Francesa, éramos ya two digits.
Ahora la cosa iba en serio. En 1802 se crea la primera Oficina de Estadística existente en España, la cual no pudo hacer gran cosa porque fue invadida, junto con el resto del país, por el pérfido francés, que traía en el zurrón, sin embargo, las ideas que luego nos pasaríamos cien años intentando imponer. José Bonaparte, el triste Pepe Botella tan odiado por el pueblo de Madrid, abordó en 1810 un censo de vecinos.
De 23 de junio de 1813 data la obligación a los ayuntamientos de llevar un registro de nacimientos, matrimonios y defunciones, confirmada por la ley de 3 de febrero de 1823. En 1833, cuando se dividió España en 49 provincias, se calculó la población en 12.286.941 habitantes. En 1836 se hace el primer padrón de extranjeros. De 1844 es la primera estadística criminal.
En 1856 se crea la Comisión Estadística General del Reino, el primer organismo centralizado para la realización de censos y otros trabajos. En 1857 había terminado ya su primer censo (15.464.340 habitantes), que repitió en 1860 (15.673.536).
En 1873 nace el Instituto Geográfico y Estadístico, que será el germen de lo que hoy conocemos como Instituto Nacional de Estadística.
El INE tiene algunas malas costumbres y otras muchas buenas. Entre las buenas está la decisión de escanear su biblioteca de publicaciones estadísticas y ponerla a disposición de los lectores ávidos en su página web. A ello y, más concretamente, a la introducción a la Memoria Estadística de 1912, le debéis buena parte de estas torpes notas.
Si hubieras tirado por alguna rama de filología, te habrías encontrado sin duda con behetría ya que procedente de benefactoria es uno de los ejemplos típicos que se usan en clases sobre la evolución del latín al castellano.
ResponderBorrarHabría que especificar qué Garcilaso de la Vega, ¿no?
Por último, aunque su nombre "modernizado" sea efectivamente Doomsday Book, yo siempre lo he leído como "Domesday Book", y así se denomina en las webs del texto:
http://www.domesdaybook.co.uk/
http://www.nationalarchives.gov.uk/domesday/
JdJ, gracias por la mención. Y por la anotación, tan interesante como siempre. Sólo estoy en desacuerdo en una cosa: mi blog no es ninguna escapatoria de mi vida laboral "normal", sino una extensión, más bien.
ResponderBorrarMe gusta esa idea tuya de la blogosfera como una forma de aprovechamiento de residuos. Conocimiento residual en algunos casos, tiempo residual en otros (p.e. Wonka). Aprovecho para felicitaros de nuevo, q u'ltimamente hay poca retroalimentacio'n en los comentarios, cada vez me gusta ma's este blog.
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