La Historia de la mayoría de las grandes naciones es la historia de una dialéctica entre sus sociedades y sus dinastías gobernantes. No existen muchos ejemplos en el mundo como el de Japón, que sigue siendo una monarquía, además ocupada por la misma dinastía. La mayor parte de los países ha tenido reyes de dinastías diferentes y relaciones con ellos en ocasiones muy conflictivas y violentas. Británicos y franceses, sin ir más lejos, han llevado a sus reyes al cadalso. No es nuestro caso. A los españoles no nos va eso de cortarle la cabeza a un rey en la plaza pública. Lo cual no quiere decir que nuestra relación con ellos haya sido fácil. Hicimos, por ejemplo, una guerra para traer a un rey, Fernando VII, que nos salió rana y antiliberal, motivo por el cual tuvimos más de un problema con él, hasta el punto de que, algunos años después, a Isabel II la echamos de España. Ha habido momentos de la Historia de España en los que ser rey de la nación ha sido tan poco chollo que, incluso, hay un rey que fue recibido con la mayor de las indiferencias, Amadeo de Saboya, quien al llegar a Madrid se encontró una ciudad silenciosa cuyos habitantes estaban a cualquier otra cosa menos a recibirle. Claro que Amadeo había llegado a ser rey después de una subasta entre las dinastías europeas en la que nadie quiso pujar, lo cual es todo un síntoma. Algún día, también, contaremos esto.
Sin embargo, con diferencia, el rey de España con el que los españoles exteriorizaron en mayor parte sus diferencias es Alfonso XIII, abuelo de nuestro actual rey Juan Carlos. Es un caso único en la Historia de España porque es un rey encausado por el pueblo.
Tras el advenimiento de la II República, el 14 de abril de 1931, el nuevo régimen estableció una denominada Comisión de Responsabilidades, destinada a depurar éstas en relación con las agresiones que a la acción constitucional se habían producido en el pasado reciente. En la práctica, esta comisión se convirtió en un encausamiento de la dictadura del general Primo de Rivera, quienes en ella colaboraron y, muy especialmente, el rey Alfonso XIII como impulsor de esta deriva antidemocrática.
El acta de acusación de esta Comisión, nacida de las Cortes constituyentes, es de extremada dureza con el ya ex rey. Asevera de él que mostró «desde sus albores una irrefrenable inclinación hacia el poder absoluto». Varias veces, durante el debate parlamentario de la causa, sería recordada la anécdota que cuenta en sus memorias precisamente quien le defendió en dicha sesión, el conde de Romanones; anécdota según la cual el rey, tras la toma de posesión de su primer gobierno, lo hizo llamar de nuevo cuando ya los ministros se habían retirado a sus casas para tratar no sé qué nombramiento militar. Esta anécdota quedó grabada como ejemplo evidente de lo caprichitos que era don Alfonso.
El acta de acusación imputaba también al rey de ser imperialista y, en aras de esos deseos de dominación, haber impulsado la guerra de Marruecos contra el sentir y los intereses del pueblo español. La guerra de Marruecos, que empezó en 1909, alcanzó su clímax en la matanza de Annual, un hecho tan desastroso que ni siquiera el rey pudo sustraerse de que de ella se hiciera una investigación razonablemente libre e independiente, la del general Picasso. Dicha investigación, dice el acta, hizo evidente que «el verdadero responsable del impremeditado avance de Annual (…) fue el propio rey, el cual, directamente y a espaldas del Consejo de Ministros, dispuso aquella operación militar».
Tras realizarse el informe Picasso, el rey decretó la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones, esperando, según interpretación que hacían los firmantes del acta de acusación, que los resultados le fuesen favorables. Sin embargo no fue así, y el nuevo gobierno dictaminó que el informe Picasso y las responsabilidades consiguientes fuesen vistos en el parlamento. Pero no hubo tal, porque aquellas Cortes no volvieron a reunirse tras irse de vacaciones de verano en 1923. En septiembre, Primo de Rivera dio el golpe de Estado.
En contra de Alfonso XIII citaba aquel acta hechos que consideraba incontrovertibles y otros indicios, como su famoso discurso de Córdoba de 1921, del que algún día hablaremos, en el que, en efecto, insinuó algo así como que si los políticos elegidos no hacían lo que debían, él tendría que actuar.
El acta de acusación encontraba también una veta de culpabilidad del rey en el hecho de que la reacción de la inmensa mayoría de las guarniciones militares, tras el pronunciamiento de Primo en Barcelona, fue ponerse a sus órdenes. De esta manera, argumentaban los diputados republicanos, si no fuere cierto que el rey maquinaba para que dicho golpe se produjese, lo habría podido parar con facilidad, pues quienes tenían que inclinar la balanza, los militares, no hicieron otra cosa que esperar sus órdenes.
Muy interesante es el párrafo del acta en el que se analiza hasta qué punto le es aplicable al rey el artículo 48 de la Constitución de 1876, vigente en ese momento (las Cortes Constituyentes, por propia definición, aún diseñaban la Constitución de la República). En las palabras del acta, la Historia da la vuelta a la esquina y afirma que «su irresponsabilidad [del rey] sólo puede ampararle cuando actúa dentro de la Constitución»; en otras palabras, un rey no puede aducir su condición real cuando no actúa conforme a las normas de la democracia que le ha designado rey. Un principio que hoy nos parece obvio, pero que hace setenta años no estaba tan claro. No se puede aducir la inviolabilidad constitucional de un monarca que destruye la constitución con sus actos, nos dice el acta. Y, siendo un hecho que la dictadura de Primo incumplió los plazos constitucionales para convocar nuevas Cortes, es obvio, para los redactores, que el rey agredió a dicha Constitución, trabajó contra ella, por lo que no le cabía amparo en dicha norma.
El acta, no obstante, tenía sus torpezas. La principal de ella, declarar al rey culpable de un delito de lesa majestad, ya que «si los ataques al monarca, privándole de su libertad e imponiéndole actos contrarios a su voluntad, con violencia o intimidación grave, constituyen delito de lesa majestad contra el rey, es evidente que éste puede ser responsable de igual delito cuando realiza tales desafueros contra la soberanía del pueblo». Por elegante que sea el argumento, lo cierto es que, y quedó claro en el debate parlamentario, eso de que a un rey le declaren culpable de un delito de lesa majestad es una gilipollez. En todo caso, también le hacían culpable del delito de rebelión militar; es decir, lo ponían al frente del golpe de Estado de Primo de Rivera, del que éste habría sido tan sólo un ejecutor.
En el capítulo de penas, se fijaban:
- La pérdida de todos sus títulos y honores (motivo por el cual, los políticos de izquierdas se referían a él como «el ex rey», por cuanto había perdido la calificación de monarca.
- Aunque, dice el acta, sus actos son merecedores de la pena capital, se proponía la de reclusión perpetua en caso de que volviese a pisar España.
- Incautación por el Estado de todos los bienes de su propiedad en España.
Dos diputados de corte conservador, Antonio Royo Vilanova y José Centeno, firmaron un voto particular en el que, sucintamente, y sin negar la traición del rey al pueblo a través de sus movimientos anticonstitucionales, recordaban la generosidad del pueblo español el 14 de abril, cuando el rey abandonó España sin ser hostigado por nadie, y venían a proponer dar seguimiento a esa actitud, más pasota que perseguidora, con una condena por alta traición que conllevase el destierro y la inhabilitación.
Como he dicho antes, en la sesión del Congreso que estudió este acta y la votó, la defensa del rey fue hecha por Álvaro de Figueroa, conde de Romanones. Esto es una opinión personal y por lo tanto debéis así tomarla; pero debo confesar que, en mi opinión, Romanones estuvo más brillante que el acusador, el Fiscal de la República y luego Director General de Seguridad, Ángel Galarza. De hecho, quizás este discurso de Romanones, que fue un poco su canto de cisne, fue el mejor de los que pronunció en su larga vida parlamentaria (y maniobrera).
Comenzó el diputado liberal dinástico atacando el acta por su escasa solidez jurídica. En efecto, la Comisión de Responsabilidades calificaba el delito e imponía la pena basándose en hechos que consideraba palmarios, pero sin acopiar ni un solo testimonio de cargo o de descargo. «Vosotros», le espetó a la Comisión de Responsabilidades y al parlamento en pleno, «vais a faltar, al condenarle, a uno de los principios básicos del derecho penal, y es que nadie puede ser condenado sin ser oído». Asimismo, Romanones utilizó, con habilidad, el éxito cívico del 14 de abril (un cambio de régimen radical en el no corrió ni una gota de sangre) para negar el acta de acusación; puesto que, dijo, si los acusadores afirmaban que el rey había trabajado durante treinta años para conseguir la total obediencia del ejército, resultaba obvio que no lo había conseguido, pues el 14 de abril ni un espadón había levantado su sable para impedir que se tuviese que ir de España.
Negó, asimismo, las acusaciones de afanes imperialistas porque, dijo, hasta llegar la dictadura de Primo de Rivera España era un país constitucional, con un gobierno constitucional, así pues regía al completo la regulación de la Constitución de 1876 en el sentido de que el rey era inviolable y de los actos de gobierno (por ejemplo, la guerra de Marruecos) era responsable el gobierno. Esta argumentación era tan intachable que hasta el mismísimo Indalecio Prieto, parlamentario del PSOE y por lo tanto en las antípodas de Romanones, admitió su validez en la prensa de la época.
La madre del cordero, de todas maneras, era la dictadura. Y aquí, con algo menos de cintura, se defendió Romanones, como cantaban los de Palacagüina, como gato panza arriba.
Según el viejo político liberal, era cierto que los generales le habían profesado obediencia al rey en las primeras horas del golpe; pero no sin recordarle, al mismo tiempo, que comulgaban con las ideas e intenciones de Primo de Rivera. Además, en un golpe de efecto, leyó durante su intervención un telegrama, en ese momento inédito, remitido por el propio Primo al rey. Telegrama en el que el jefe del golpe de Estado le decía al rey que no pensaba dar marcha atrás y terminaba anunciando, lúgubremente, que estaba dispuesto a dar «carácter sangriento» a su asonada si fuese necesario. Claramente, Romanones se quería subir a una ola, la de los muchos españoles que le reconocían a Alfonso XIII la inteligencia de darse el piro de España el 14 de abril para evitar males mayores, tratando de convencer al parlamento de que en 1923 había hecho exactamente lo mismo: aceptar la dictadura para evitar un baño de sangre. Cómo es que no encontró el momento de darle la vuelta al calcetín en siete años, es algo que no explicó, claro.
Su siguiente estrategia fue repartir marrones. Ponerle un ventilador a la mierda, decimos hoy; Antonio Maura decía colocar una turbina en la cloaca. El rey no convocó las nuevas Cortes que la Constitución exigía, reconoció; pero también es cierto que quienes presionaron para que así fuese, el propio Romanones y el político liberal-demócrata Melquíades Álvarez (presente en las Cortes republicanas), se quedaron solos. O sea, el rey no quiso Cortes, pero España tampoco. En este argumento, claro, Romanones olvidaba que una cosa es ser rey y otra ser pueblo y que si uno quiere ser rey tiene que saber ser más valiente, mucho más valiente, que el pueblo.
Su siguiente ataque fue hacia los nacionalistas catalanes, a los que les recordó que cuando Primo dio el golpe de Estado en Barcelona, en dicha ciudad ni dios movió un dedo en contra de él. Los diputados catalanes protestaron airadamente, pero lo cierto es que Romanones, mutatis mutandis, tenía toda la razón.
Y, por último, Romanones hizo suyo el argumento que el principal político de la dictadura, José Calvo Sotelo, entonces exiliado fuera de España, había expresado ya por carta. El pacto tácito entre la República y el rey, firmado a eso de las dos de la tarde del 14 de abril.
La historia es ésta: el día 14, conforme se fue sabiendo de la victoria de los republicanos en los principales ayuntamientos de España, la cosa se fue caldeando. En Eibar se declaró la república y un grupo de activistas lograron colgar una bandera republicana en el madrileño Palacio de Comunicaciones, en la plaza de la Cibeles, ése que ahora se ha quedado Gallardón. A eso de las dos de la tarde Romanones, en su condición de íntimo amigo del rey, decidió parlamentar la situación con Niceto Alcalá-Zamora, que era la cabeza visible de las fuerzas republicanas coligadas en el Pacto de San Sebastián. La entrevista se celebró en el domicilio del doctor Gregorio Marañón y a ella asistieron Romanones, Marañón, el doctor Pittaluga y el también médico Mateo Jiménez Quesada, los tres últimos en plan mamporrero más que nada. En dicha reunión, Romanones, tras admitir que la deriva republicana no había quién la parase, pidió unos días para la marcha del rey, y Alcalá-Zamora insistió en que Alfonso XIII debía abandonar palacio antes de la puesta del sol.
Cosa que hizo. Y, argumentaban los monárquicos, ¿acaso no fue eso un pacto político de alto nivel?
Romanones dijo en el parlamento, recordando que la Comisión de Responsabilidades consideraba al rey merecedor de la pena de muerte (aunque se la cambiaba graciosamente por las que ya he citado): «Si el ex rey hubiera sido entonces [el 14 de abril] condenado a muerte, yo os aseguro que la República no hubiera venido sin sangre». Dicho de otra forma: el interés de España el 14 de abril era evitar la violencia y ambas partes, republicanos y rey, pactaron para que ello fuese así. Pero dicho pacto excluía, tácitamente, la fijación posterior de culpas. El rey, tras el magnánimo gesto que tantas vidas había ahorrado, no podía ser ahora acusado. O sea, Romanones venía a dar a Alfonso XIII un tratamiento parecido al de esos delincuentes que en las pelis americanas de policía pactan la confesión de culpabilidad para reducir condena o evitarla por completo.
Esta tesis fue contestada por el propio Alcalá-Zamora el cual, tras pedir la palabra, dijo, entre otras cosas, que «sin conciertos y sin pactos, el Gobierno no fue ni el obstáculo ni el amparo para la huida del ex rey, ni el escollo ni el jaleador de la ira popular; el pueblo quedó en libertad y el Gobierno no azuzó la ira de la multitud». O sea, defendía la idea de que el rey se fue porque no tuvo más remedio y que los republicanos cumplieron su parte no animando al personal a perseguirlo.
Ángel Galarza, que ya digo que en mi opinión estuvo torpón y hasta inoportuno, empezó por decir la gilipollez de que el acta de la Comisión se limitaba, en lo que se refiere a los hechos anteriores al golpe de Primo, a «estudiar al sujeto del delito»; cualquiera que lea el acta verá que esa afirmación es una tontería. Entre otras torpezas, acusó al rey de estar en connivencia con el general Fernández Silvestre en la catástrofe de Annual, y lo hizo utilizando una frase, «puesto que de ello pueden existir pruebas», de ésas que levantan más dudas que certezas, así pues no valen para nada. Sin embargo, por muy torpe que fuera Galarza, tenía elementos muy sólidos a su favor. Especialmente, y por ahí atacó, el hecho, palmario, de que cuando Primo de Rivera, avanzada la dictadura, se dirigió al rey indicándole que la fase militar de la misma se podía dar por acabada éste, en lugar de optar por la vuelta a la democracia, siquiera formal, optó por la dictadura civil, con un a modo de Cortes orgánicas ademocráticas. Decisión ésta que, se ponga Romanones decúbito supino, decúbito prono o de canto, tomó Alfonso sin tener pistola alguna en la nuca.
Eso sí, Galarza regresó a la gilipollez antijurídica al tratar de justificar la calificación de delitos del acta de la Comisión. Reconoció que los delitos de lesa majestad y de rebelión militar podrían no estar definidos en el Código Penal; pero, argumentó con más inocencia que otra cosa, «los delitos que cometen los reyes no están en los artículos de los códigos». ¡Leñe! En el dicho caso, ¿dónde están? ¿En el Libro Gordo de Petete? Joder con el señor Fiscal de la República...
Algún grupo de diputados más versados en derecho que Galarza et altera (Pedro Rico, Fernando Rey, José Domínguez Barbero, Claudio Sánchez Albornoz, Bernardino Valle, Mariano Ruiz Funes y Melchor Marial) les salvaron el culo presentando una proposición a la Mesa del Congreso en la que colocaban los puntos sobre las íes adecuadas: el rey era acusado de alta traición, delito que sí contemplaba el Código Penal, y declarado fuera de la ley para que, «decaído de todos sus derechos y privado la paz jurídica, la República deberá incautarse de sus bienes, y cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional».
Lo que no estuvo presente en aquel debate, salvo tangencialmente, y esto fue utilizado por los monárquicos para zaherir al gobierno, fueron las acusaciones de corrupción. En realidad, ésta había sido la primera línea de ataque de los republicanos contra el rey Alfonso, sobre todo a través del durísimo discurso que pronunció Indalecio Prieto la tarde del viernes 25 de abril de 1930; un discurso que, por lo que veo, incluso los biógrafos del político vascoasturiano tienden a olvidar.
En aquel año de 1930, un catedrático de Derecho que había sido primorriverista hasta las cachas, Quintiliano Saldaña, había publicado un libro, La orgía áurea de la Dictadura según las referencias que tengo, en el que insinuaba la corrupción real con estas frases (las cursivas son mías), referidas al contrato de concesión del monopolio telefónico español: «Que estén reconocidos a la piedad que detiene mi pluma para no escribir estos nombres. Y con ellos, otros más altos. Y luego otro, todavía más. El cheque de los 600.000 dólares [un pastón de pastones]. Todo, todo se ha de saber, por el megáfono de la Justicia, el día en que se exijan las responsabilidades de la dictadura».
Prieto recogió en su discurso este testigo y fue más allá en las insinuaciones, hasta el punto de que todo el mundo en la atiborrada sala del Ateneo en la calle del Prado; todo el mundo en Madrid; todo el mundo en España entendió que estaba señalando con el dedo al rey y a su entorno. Sin embargo, como he dicho, en el debate parlamentario nada de esto apareció. Y, de hecho, Prieto acabaría, como ministro de Hacienda de la República, teniendo más de un problemilla con alguno de los negocios que había denunciado, como el del monopolio de petróleos.
En todo caso, y como ya habéis leído, la condena de Alfonso XIII suponía la incautación de sus bienes en·España. El primer paso de dicha incautación fue abrir la caja de caudales que existía en el Palacio Real (supongo que ahí seguirá), en la que se encontraron:
- 150.000 pesetas en billetes.
- Acciones por valor de 6.800.000 pesetas, propiedad de Alfonso XIII.
- Acciones por valor de 11.715.000 pesetas, cuya propiedad no estaba clara.
- Una llave de oro y rubíes, llave de Andalucía, regalo a Isabel II.
- Cinco collares del Toisón de Oro.
- Una llave de Cádiz.
- Una llave de oro, regalo a la regente María Cristina.
- Una barra de plata de las minas de Potosí (Perú).
- Un estuche con un pergamino, propiedad de María Cristina.
- Monedas de oro, medallas, planchas de plata y otros objetos valiosos.
Asimismo, al rey se le incautaron los siguientes bienes inmobiliarios:
- Una participación en la casa situada entonces en el número 11 de la calle Eduardo Dato, por valor de 385.687,43 pesetas.
- Un solar en el distrito de Buenavista, si bien había indicios de que había sido ya vendido.
- Una casa en la carretera de Extremadura 44, cuyo usufructo había sido cedido por la regente María Cristina a La Gota de Leche, que no sé muy bien qué era. Valor desconocido.
- También en Madrid: una casa en la calle de Antillón, también con usufructo cedido a un asilo de niños. Así como otra en la calle de la Espadaña, también cedida.
- Los muebles del palacio de Pedralbes (el palacio en sí había sido ya donado al Ayuntamiento de Barcelona).
- El palacio de Miramar, en San Sebastián, tasado en 4.210.914 pesetas.
- Villa María, también en San Sebastián, cedida a la Cruz Roja.
- Lore-Toki, un caserío guipuzcoano dedicado a la cría de caballos de carreras, tasado en 151.528,40 pesetas.
- El caserío donostiarra de Ollo, 91.972,80 pesetas.
- El caserío de Amasorraín, 172.349,20 pesetas.
- La península y palacio de la Magdalena en Santander, tasados en 2.584.048,45 pesetas.
- La isla de Cortegada en Pontevedra, sin tasar.
- El torreón de Balsaín en Segovia, tasado en 10.000 pesetas, incluyendo solar y huertas (5.000 pesetas) y las caballerizas (6.250).
- Una porción en una casa sita en el paseo de Santo Tomás, en Ávila, inmueble cedido a los padres dominicos para un colegio.
He buscado en la base de datos del BOE alguna referencia que me permita saber cuál fue la suerte de esta sentencia. Sospecho que el franquismo debió de revertir la decisión de las Cortes republicanas, que como habéis leído declararon a Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena fuera de la ley, devolviéndole por lo tanto esa paz jurídica que la sentencia republicana le negaba. Lo que no sé es qué ocurrió con las incautaciones, si fueron devueltas a la familia, o los bienes se justipreciaron (habría algunos imposibles de devolver, por su carácter mueble), o qué.
O quizá no, o no del todo. Porque lo cierto es que los ataques furibundos contra Alfonso XIII ni de coña se acabaron con la República. De hecho, el libro más crítico, más que crítico insultante en algunos pasajes, que he leído contra este rey (y es que no sé si llamarlo ex rey, puesto que existe una sentencia que lo decae de todos sus títulos), se titula Sobre la caída de Alfonso XIII (Tomás Echeverría, Sevilla, ECESA, 1966) y, para que os hagáis una idea del perfil de su autor, sólo os copiaré aquí el pie de imprenta: «Se terminó de imprimir este libro en los talleres de la Editorial Católica Española SA, en Sevilla, el día 29 de septiembre de 1966, festividad de San Miguel Arcángel, defensor de la verdad. ¡Que su poder aguerrido proteja a la España, paladín de la Iglesia, contra el peligro del liberalismo, venciéndolo por Cristo Rey y para Cristo y España, a las órdenes de María, Reina, y consiguiendo para la Patria la continuidad del 18 de julio, en que fue rescatada, y que la sangre de tantos mártires reclama!»
Republicano, republicano, lo que se dice republicano, el libro no lo es mucho, ¿no os parece?
¿La Gota de Leche no era éso de repartir leche a los niños en los colegios?
ResponderBorrarMás o menos...
BorrarParece ser que sí: http://www.gotadeleche.org/pf/default.asp
ResponderBorrarHe mirado la entrada de la Isla de la Cortegada en la Wikipedia y dice que la propiedad de la isla pasó a Juan de Borbón en 1958. Así que imagino que Franco le devolvió todo, o al menos parte, lo incautado a la Familia Real.
ResponderBorrarBuena entrada. Solo una pequenyez: si no me equivoco, en aquellas fechas Potosi' ya era parte de Bolivia y no de Peru'. Saludos
ResponderBorrarLa pasta fresca y las acciones (bien mueble) fueron liquidadas por los demócratas-republicanos...Y seguramente, don Pedro Rico (alcalde del Madrid de entonces) y don Indalecio Prieto (ministro durante casi toda la República)se lo gastarían en comilonas y buen vino; pues es reconocido por todos su afición gastronómica...Seguramente se uniría a ellos el doctor Negrín.
ResponderBorrarCiao