Primera toma
Segunda toma
En el mes de marzo de 1930, en París, fallece el general Miguel Primo de Rivera, el hombre que inició la dictadura de 1923. Para entonces, España es ya una dictablanda, como se la da en llamar, al mando del general Dámaso Berenguer, un hombre forjado en el teatro africano que no tiene demasiado claro qué hacer con el poder, y es por eso que lo ejerce tratando de no pasarse, por así decirlo. La española es una dictadura en la que todo el mundo, de iure o de facto, es libre. Libre de expresarse, libre de fundamentar sus ideas políticas, libre de expandir sus estrategias.
Entre estas estrategias, entre los hombres más de izquierdas de España se consolida una ilusión: la conjunción. Entonces no se llamaba confluencia, como ahora; pero venía a ser lo mismo. La conjunción republicano-socialista fue un pacto forjado en ayuntamientos y, sobre todo, en el Parlamento, destinado a unir las fuerzas de formaciones políticas que, aisladamente, tenían pocas aspiraciones. La conjunción fue la que consiguió dar entrada por primera vez en las Cortes al PSOE y a su líder Pablo Iglesias; algo que, en ocasiones, ha dado para transmitir la imagen de que los socialistas lideraron aquella estrategia, cosa que está muy lejos de ser verdad. La decisión del PSOE de escuchar los cantos de sirena de los revolucionarios rusos (“¡más madera, que todo el monte es orgasmo!”) y montar la huelga general revolucionaria de 1917, acabó por separar a quienes ya estaban empezando a separarse. Ahora, sin embargo, la cosa cambiaba. Llegados los calores del verano de 1930, todo el mundo parecía tener claro que la dictadura estaba en sus últimas boqueadas; pero eso no quiere decir (aunque el presentismo derivado de conocer el último capítulo de la temporada lleve a pensar que sí) que estuviese claro qué iba a venir.
Lo que sí está claro es que los viejos firmantes de la conjunción eran proclives a la misma. Lo que pasa es que lo eran de formas diferentes. Los republicanos, eso que se ha dado en llamar las fuerzas republicanas burguesas, querían reeditar el pacto alcanzado en su día. Pero los socialistas estaban en otra onda. Los socialistas habían iniciado en 1917 una excursión de la que medio no sabían, medio no querían, volver. Ellos querían una confluencia total de las fuerzas antimonárquicas. La suya era una posición fruto de la desconfianza que aquellos socios se tenían entre ellos, y que se siguieron teniendo en el Frente Popular, en la guerra civil, en el exilio y hasta hoy en día. El PSOE los quería a todos en la cesta para poder coordinarlos, que es una manera elegante de decir que los quería controlar. Tenéis que daros cuenta de que 1930 es una fecha en la que el PSOE desconocía por completo su fuerza política y electoral. Todavía jugaba las cartas de ese grupo que se sabe minoritario y, por eso mismo, busca tener un predicamento más basado en la altura de sus miras y sus planteamientos que de los votos que pueda aportar a la unión temporal de empresas. En eso, aquel PSOE era un poco la actual Izquierda Unida.
En la primavera de 1930, la reconstrucción de la conjunción era cosa de Julián Besteiro. Besteiro cosió durante el año una alianza con los partidos radical y federal, el primero de los cuales será fundamental para la II República, mientras que el segundo será, más bien, una fuerza testimonial, pero muy prestigiosa por la calidad de algunos de sus próceres. Tampoco se le plantearon muchos problemas con los radicales escindidos del radicalismo, los llamados radicales socialistas, y con la Derecha Liberal Republicana de Miguel Maura (a quien algunos de mis contertulios históricos, con bastante mala baba pero no exentos de razón, suelen llamar Miguel Maula). Besteiro, sin embargo, estaba en que, en España, ésta ya no era la única nómina de fuerzas republicanas.
En principal vivero de novedades es el autonomismo regional. Muy especialmente el catalán. Cataluña, en los siete años anteriores, ha tenido toda una evolución. Atesoraba ya décadas de lucha por sus derechos particulares, a través de la coordinación de las fuerzas parlamentarias catalanas, en ocasiones extrañadas del Parlamento español por iniciativa propia; o la mancomunidad de municipios. A pesar de todo eso, el catalanismo ha estado, durante mucho tiempo, dirigido y presidido por la Lliga Regionalista, un partido de base altoburguesa al que le costaba mucho cuestionar la colaboración con la monarquía, convencido como estaba de que un rey de España podría, algún día, otorgarle a Cataluña lo que se merece. Los catalanes, por otra parte, saludaron con alharaca, y como un solo hombre, el golpe de Estado de 1923: algo que ya en la II República, durante el juicio político a Alfonso XIII, les será recordado, en medio de un gran escándalo, por el conde de Romanones. Pero en aquellos siete años, el general se las había arreglado para demostrarle a los catalanes que su primera alegría había sido, más bien precipitación. Primo les sacudió el baldón del pistolerismo; pero, por lo demás, se mostró agresivo contra los derechos particulares de los catalanes.
Todo esto enriqueció el panorama político catalán, con la aparición de fuerzas de corte republicano. Entre ellas, destacaban la Acció Catalana de Lluis Nicolau D'Olwer, la Acción Republicana de Cataluña (escisión del anterior) y, sobre todo, el partido liderado por el coronel aún exiliado Françesc Maciá: Estat Catalá.
Besteiro quería a los partidos no monárquicos o monarcoides catalanes en la conjunción porque sentía que era necesario integrar el tema catalán; pero, también, por un elemento estratégico que consideraba totalmente necesario: el PSOE quería tener a la CNT cerca. Los grupos catalanes de izquierdas tenían una enorme proclividad a entenderse con la CNT. En realidad, CNT y republicanos querían cosas distintas: unos, la revolución total; otros, la independencia de Cataluña más o menos ligada a una federación o confederación española. Pero estos dos objetivos eran fáciles de confundir porque, al fin y al cabo, ambos necesitaban de la jarana en la calle para imponerse.
La consecuencia importante de todo esto era que los catalanes tenían una capacidad que no tenían otros republicanos en otras regiones de España, que era introducir dentro del mecanismo de la conjunción a los anarquistas. El PSOE los quería dentro para poder controlarlos y, eventualmente, fagocitarlos. Sabía que si los tenía fuera las cosas serían mucho más difíciles, como de hecho fueron.
Para contactar con los catalanes, los republicano-socialistas echaron mano de un catalán radical socialista, Marcelino Domingo; un político básicamente mediocre que, sin embargo, sería desproporcionadamente premiado por la República. A principios de agosto, el mensajero fue José Salmerón, el hijo del gran Salmerón, un hombre que, si hemos de creer a Pérez Madrigal, casi hasta el último segundo de la caída de la monarquía seguía pensando que la República llegaría después de mucho tiempo.
Esto es importante: fue con los grupos catalanes con los que se llegó al acuerdo de hacer una reunión en San Sebastián. Digámoslo claramente desde este punto, porque es importante: la reunión de San Sebastián no se convocó para “pre diseñar” la futura República, en cuya avenida inmediata creían muy pocos; se convocó para apañar lo de los catalanes y conseguir, así, su implicación en el movimiento; que era una implicación que, by the way CNT, ofrecía enormes posibilidades revolucionarias y muchísima carne de cañón.
Evidentemente, para dar a estas negociaciones una vitola global, los republicanos decidieron convocar también a los autonomistas gallegos, que acababan de coordinarse en marzo de aquel año en el llamado pacto de Lestrove. No así a los vascos, considerados en ese momento unos meapilas conservadores.
Lo sorprendente de todos esos movimientos es que, en el marco de la dictablanda, fueron públicos y notorios y, sin embargo, no parecen haber preocupado al gobierno. El general Emilio Mola, que era director general de Seguridad y que, en sus memorias, anota meticulosamente hasta las veces en las que Ángel Pestaña se rascaba el culo, no parecía tener, aquellas semanas de verano, la menor idea de la reunión. Ni siquiera parece haber prestado atención a una visita oficial realizada por Besteiro al Ateneo de Madrid para entrevistarse con Manuel Azaña. Berenguer, en sus memorias, tampoco dice nada, y eso que las escribió ya sabiendo la importancia que se le daba históricamente a esa reunión. Berenguer, en todo caso, estaba a otras cosas. Había conseguido esquivar la amenaza de que se hubiera formado un gobierno de corte más liberal bajo el mando de Santiago Alba (que presidirá las Cortes republicanas) y tenía ahora el reto de usar la segunda mitad del año para normalizar el país, levantando la censura y otras medidas extraordinarias, y convocando elecciones. Pero para eso necesitaba coser la unión de las derechas dinásticas.
En este entorno, la actuación de Berenguer, a la luz de lo ocurrido finalmente, es, claramente, la actitud de alguien que equivoca el enemigo. En esas semanas, el general no está en atacar a las izquierdas ni en poner palos en las ruedas de su conjunción; sino en conseguir la muerte política de Santiago Alba. Alba, las cosas como son, ha estado a punto de tumbarlo. Su proyecto de ser primer ministro recibió el apoyo de Cambó y de Maura, lo que casi lo catapultó. Cambó era, especialmente, su gran mecenas. El viejo zorro catalán, que estaba muy enfermo y que de hecho estaba reposando en una playa del Adriático, creía que la única salida para la dictadura, es decir la única vía de hacer pervivir a la monarquía, era instaurar un gobierno de izquierdas dinásticas bajo la presidencia de Alba. Un gobierno que no convocaría elecciones para, así, cauterizar la herida proveniente de la hostilidad de las izquierdas hacia la figura de Alba, que dificultaba que consiguiese suficientes apoyos. Berenguer, sin embargo, era de la idea de que las elecciones no se podían aplazar; aunque le inquietaba el hecho de que las municipales predatasen a las nacionales, cosas en la que se demostró clarividente. El gran problema para Cambó, en todo caso, era el propio Alba, que estaba en el extranjero y no se decidía a regresar.
En estas circunstancias, Berenguer se queja amargamente en sus memorias de que se hubiera producido “el abandono de la tribuna en manos de los más exaltados”; es decir, el silencio sistemático de los prohombres de derechas, que abandonaron el debate político por prudencia ante una situación que no sabían valorar. No se olvide, además, el detalle de que, en esos meses, la peseta estaba en caída libre, con su consiguiente resultado de inflación y pobreza. Nadie quería aparecer como cómplice de aquello.
Miguel Maura escribió que en el verano de 1930 todo el mundo, incluido el gobierno, asumía el desmoronamiento de la monarquía. Pero ésta es la típica frase que escribes muchos años después cuando, como he dicho antes, ya has visto el capítulo que cierra la temporada y, por lo tanto, sabes que el hijo de Gisela María le va a confesar a su novia Rutismunda Eduvigis que, en realidad, es su hermano. Y dice algo que yo creo que es medio (sólo medio) verdad: “Quienes actuábamos en la vida política con la mirada puesta en el porvenir de España y palpábamos las reacciones, no siempre pacíficas y caritativas, que la visión del próximo porvenir suscitaba en ciertas masas populares, vivíamos bajo la obsesión de llegar cuanto antes a las fuerzas políticas y sindicales dentro de un programa previamente madurado y, además, designar a los hombres que debían de asumir, llegando que fuese el momento, la función de gobernar.” Lo que hay de verdad en esta frase, ya lo he dicho, era la obsesión por integrar a las izquierdas obreristas en el proyecto republicano. Lo que ya no es tan verdad es que eso Maura y otros lo hiciesen por el bien de España; buscaban su supervivencia política, más bien.
Esta sensación de que junto a la barca en la que siempre habían viajado se había situado otra barca que parecía más sólida hizo que dos elementos monárquicos importantes: Miguel Maura y, sobre todo, Niceto Alcalá-Zamora, se cambiasen de bando. Ellos son los inventores de la idea, comprada por mucha historiografía, de que San Sebastián se convocó para hablar sobre cómo articular la nueva república cuando llegase. Lo cual no descarta que ésa fuese la intención de ellos, que necesitaban hacerse perdonar su monarquismo de antes de ayer. Pero difícilmente vinculaba a otros.
La reunión de San Sebastián comenzó a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1930, y su ambiente inmediato fue un editorial del ABC del día anterior, que estaba en boca de todos, en el que el periódico de derechas le reclamaba al gobierno plena libertad electoral, situándose por lo tanto frente a las tácticas maniobreras de personajes como Cambó.
Una cosa importante que debemos de tener en cuenta, y lo escribo porque a veces, según a quién leas, parece que no fue así, es que al término de la reunión de San Sebastián no se redactó ningún documento de conclusiones, mucho menos de compromisos de unos y de otros. Y nadie firmó nada. Maura, de hecho, lo llama “pacto entre caballeros”; aunque más bien parece que fue, en muchos puntos, eso que hoy se llama acordar no estar de acuerdo.
Indalecio Prieto redactó una nota sobre la reunión inmediatamente después de celebrada, en una mesa del bar España de la ciudad donostiarra (porque, sí: entonces, en San Sebastián, había un bar que se llamaba España; no confundir, en todo caso, con el bar España de los tiempos del franquismo que, en el tiempo que relatamos, se llamaba Intza). Allí estaba esperando un pequeño ejército de periodistas que la recibió. Os copio su literal:
En el domicilio social de la Unión Republicana [en la calle Garibay] y bajo la presidencia de don Fernando Sasiaín, se reunieron esta tarde: don Alejandro Lerroux y don Manuel Azaña, por la Alianza Republicana; don Marcelino Domingo, don Álvaro de Albornoz y don Ángel Galarza, por el Partido Republicano Radical-Socialista; don Niceto Alcalá-Zamora y don Miguel Maura, por la Derecha Liberal Republicana; don Manuel Carrasco Formiguera, por la Acción Catalana; don Matías Mallol Bosch, por la Acción Republicana de Cataluña; don Jaime Aiguadé, por el “Estat Catalá”; y don Santiago Casares Quiroga, por la Federación Republicana Gallega; entidades que, juntamente con el Partido Federal Español -el cual, en espera de acuerdos de su próximo congreso, no puede enviar ninguna delegación- integran la totalidad de los elementos republicanos del país.
A esta reunión asistieron también, invitados con carácter personal, don Felipe Sánchez Román, don Eduardo Ortega y Gasset y don Indalecio Prieto, no habiendo podido concurrir don Gregorio Marañón, ausente en Francia, y de quien se leyó una entusiástica carta de adhesión, en respuesta a la indicación que con el mismo carácter se le hizo.
Examinada la actual situación política, todos los representantes concurrentes llegaron a la exposición de sus peculiares puntos de vista, a una perfecta coincidencia, la cual quedó inequívocamente confirmada en la unanimidad con que se tomaron las diversas resoluciones adoptadas.
La misma absoluta unanimidad hubo al apreciar la conveniencia de gestionar rápidamente y con ahínco la adhesión de las demás organizaciones políticas y obreras que en el acto previo de hoy no estuvieron representadas para la finalidad concreta de sumar su poderoso auxilio a la acción que, sin desmayos, presenten emprender conjuntamente las fuerzas adversarias al actual régimen político.
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