jueves, enero 04, 2024

Francorrupción: La hermanísima (2): El funcionario catastral antifascista

 La capital que quería ser mayor
El funcionario catastral antifascista
Hacienda pica como la membrilla que es
La prima de Zumosol
Los estafadores pierden una batalla, pero no la guerra
Mola el franquismo, ¿eh?

Arcadio se había citado con Manuel Bruguera porque recordaba un poco la historia que éste le había contado, y que ahora parecía cuadrar con sus objetivos. Bruguera, efectivamente, le había contado que, durante la Guerra Civil, había estado temporalmente empleado en el Instituto Geográfico y Catastral. El Catastro republicano era bastante cachondeo, pues no se olvide que una parte importante de las fuerzas republicanas era partidaria de quemar todos los títulos de propiedad de la burguesía y tal. Pero, vaya, que meter allí a un estafador, no ayudaba precisamente. Allí, en el Catastro, Manuel Bruguera aprendió rápidamente algo que sabemos muchos de los que hemos comprado pisos de segunda mano, y nos hemos encontrado con que el IBI nos llega al cobro a nombre de personas extrañas que resultan ser las propietarias del piso, en ocasiones de hace décadas (y, aunque no tenga nada que ver con este relato, os puedo garantizar que cambiar eso, en Madrid, es un follón de mil demonios). Así pues, en España es relativamente común la situación de que Catastro y Registro de la Propiedad no coincidan; lo cual es como la mierda para las moscas en el caso de un estafador.

El Catastro, efectivamente, es un órgano cuya función no es delimitar la propiedad de terrenos y edificios. Su función es asistir a la Hacienda Pública a la hora de cobrar los oportunos impuestos sobre ellos. Y mientras el sistema funcione, mientras Hacienda, o el Ayuntamiento, o quien sea, extienda la exacción de un impuesto, y ese impuesto se pague, todo lo demás da igual. En cuanto al Registro, no utiliza planos sino escrituras y, ciertamente, si no se ponen en conexión Registro y Catastro, cosa que era lo que pasaba a mediados del siglo pasado en España, ambos podían llegar a hacer descripciones diferentes de una misma realidad.

La estafa que había concebido Bruguera, muchos años antes de aquella entrevista, consistía en inventar una parcela ficticia a partir de parcelas reales, es decir, crear una propiedad inventada sobre una serie de propiedades existentes, para luego poder hacer negocios con ese terreno. Incluso a su amante, Mercedes Romeu, le contó la mentira de que su mujer Almudena tenía una parcela que estaba a punto de vender cuando se murió, y que por eso él conservaba un documento de compraventa que tenía el nombre del comprador en blanco. Nada de esto era real ni cierto; ni Bruguera ni su mujer fueron nunca propietarios de nada, ni por supuesto estuvieron dispuestos a venderlo. Pero Bruguera necesitaba, como primera providencia, que el titular inicial de la finca fraudulenta fuese alguien ya muerto, porque así, si todo salía mal, se le podía cargar, nunca mejor dicho, el muerto. No dudó en usar para eso a su mujer.

El anciano Manuel Bruguera conservaba en su casa, entre otros documentos, dos planos de 1868 llamados Hoja Kilométrica 10-E y Hoja Kilométrica 11-E. Cuando estalló la Guerra Civil, Manuel Bruguera hacía mucho tiempo que había dejado de ser apto para la lucha; pasaba de los sesenta años. En el Instituto Geográfico y Catastral, los comisarios políticos decidieron que había un funcionario sospechoso de faccioso, y lo despidieron. Para sustituirlo buscaron alguien afecto a la República; ese alguien fue Bruguera, aunque, en realidad, Bruguera sólo era afecto a su cartera. A decir verdad, Bruguera había estrenado la guerra en la cárcel, acusado y condenado por estafa. Pero como quiera que aquel régimen republicano no era muy fino a la hora de distinguir presos comunes y políticos, cuando decidió abrir las cárceles por la puerta salió toda la morralla y, entre ellos, nuestro amigo.

Manuel Bruguera, quien como buen timador tenía quintaesenciada la habilidad de olfatear el entorno y confundirse con él, pronto comenzó a apuntarse a todo comité antifascista que pudo. Se convirtió en un revolucionario de primera hora, en todo un camarada, un Coletas con pedigree. De años atrás, para darse pote y para lubricar sus engaños, Bruguera había empezado a hacerse pasar por ingeniero agrónomo, profesión que estaba muy lejos de haber adquirido. Por ello, cuando en octubre de 1938 en el Catastro se vieron en la necesidad de sustituir al agrónomo titular (el faccioso), pensaron en ese señor mayor que no se perdía ni una reunión en la Casa del Pueblo para hablar de la alienación de la plusvalía, la infraestructura, la superestructura y lo que hiciera falta.

En ese momento, la jugada de Bruguera era la República. Si la República ganaba la guerra, el 80% de los títulos de propiedad inmobiliarios de Madrid desaparecían. Y eso, para un cortabolsas como él, situado además en el despacho donde la redistribución territorial iba a realizarse, era un puto chollo.

Así las cosas, el trabajo a tiempo completo de Manuel Bruguera en el Madrid republicano pasó a ser escudriñar los planos catastrales de las fincas otrora propiedad de terratenientes que, o bien hubieran huido de la ciudad (y recuérdese que Bruguera estaba convencido de que no iban a volver), o bien hubiesen sido paseados. Consultándolos por orden alfabético, no tuvo que leer mucho hasta llegar a los marqueses de Aranda. E, investigando las propiedades de aquellos aleves aristócratas, parásitos de la sociedad, no como él que tanto aportaba, dio con la información de que su familia poseía un proindiviso al este del Paseo de Ronda. Ordenó que se le hiciesen copias de todos los documentos y planos relacionados con esos terrenos, y se los llevó a casa; en 1956, todavía lo conservaba todo.

Para Manuel Bruguera iba a ser una desgracia que la República perdiese la guerra. Pero la verdad es que no lo fue. La desgracia le llegó antes, cuando la policía lo detuvo por otra estafa y fue cesado del Catastro. Pero para cuando lo detuvieron, sin embargo, Bruguera ya tenía en su poder los planos de aquella zona y un total de 12 cédulas parcelarias de los terrenos de la misma.

Terminada la guerra, el antifascismo de Bruguera le valió una condena de 20 años por auxilio a la rebelión. Pero no fue fusilado; y no deja de ser una coña del destino que la decisión de no fusilarlo, plenamente lógica puesto que Bruguera era un estafador pero no un asesino y, consecuentemente, no tenía delitos de sangre; esa decisión, digo, acabaría beneficiando a la hermana del general Franco. En todo caso, como es bien sabido entrados los años cuarenta, Franco comenzó a vaciar cárceles, entre otras cosas porque toda aquella gente, aunque comiese mierda, costaba una pasta; y Bruguera salió a la calle, donde siguió cometiendo estafa tras estafa.

¿Por qué se había quedado Bruguera con el plano llamado Hoja Kilométrica 10-E? Pues porque estaba mal hecho. En aquel plano aparecía la finca del proindiviso arandino; pero había un lindero que no estaba definido, al parecer porque existía entre los propietarios de la zona de aquel momento algún tipo de diferencia de lindes, de las que son relativamente frecuentes en el proceloso mundo del suelo rústico. Alguien, en 1868, había escrito ahí RECTIFICAR en lápiz rojo, con la clara intención de que se recogiese dicho lindero. Pero ese RECTIFICAR, para Bruguera, podía significar otra cosa; venía a significar la patente para modificar las características del terreno de la marquesa de Aranda para, sobre él, crear la finca ficticia que ficticiamente habría poseído, y vendido, su santa mujer. Toda la estafa, pues, venía a sustentarse sobre la tentativa de convencer de que un plano de mediados del siglo XIX señalaba un defecto que seguía produciéndose cien años después; cuando, en realidad, había sido solventado ya a principios del siglo XX, cuando los mentados conflictos de lindes se habían resuelto.

De hecho, otra cosa que sabía Bruguera merced a ese plano es que en 1868, la falta de definición de ese lindero había impedido la extensión de seis cédulas parcelarias correspondientes a terrenos que tocaban ese lindero. El plano, pues, “servía” para “demostrar” que en la zona había una tierra de nadie. Una tierra que Bruguera podría hacer suya.

Con toda esta información, Bruguera estaba en condiciones de “crear” una finca, un terreno, supuestamente de su mujer. Todo lo que tenía que hacer era evitar las construcciones ya existentes y los cercados; pero ya os he dicho que contaba con toda la información disponible en el Catastro sobre la zona. De esta manera, creó un terreno de 87.500 metros cuadrados (más o menos 300 por 300 si fuera un cuadrado perfecto, pues), con una serie de lindes. Un terreno que estaba situado encima de otros terrenos con poseedores legítimos. Pero eso nunca es un obstáculo para un estafador.

El siguiente paso que imaginaba Bruguera era una cosa que se ha puesto últimamente de moda a cuenta del tema de los terrenos propiedad de la Iglesia católica en España: la inmatriculación. Inmatricular un terreno es reclamar y registrar la propiedad de un terreno que no es de nadie o, para ser más exactos, no figura que sea de nadie. La inmatriculación es el acto que abre la historia de una finca en el Registro de la Propiedad. Paradójicamente, como sabía bien Bruguera, la inmatriculación no exigía demostrar que la finca existía; bastaba con demostrar que no estaba inscrita. La estafa, por lo tanto, consistía en tomar una finca que figurase inscrita como delimitada por las tierras de Juan López y de María Pérez, y definirla como delimitada por las tierras de Rutismundo O'Kean y Juan Anubis DelaSexta. Resulta siempre muy recomendable que Rutismundo y Juan Anubis sean amigos del estafador, por si algún día son citados por un juez (cosa que, por cierto, acabó pasando en este caso).

En situaciones de evolución rápida y masiva de una ciudad como Madrid, si los funcionarios del Registro y los registradores mismos no se andan listos, la realidad conspiraba descaradamente a favor de los estafadores (si estos juegos son hoy posibles, la verdad, lo desconozco). Esto es así porque, cuando una ciudad está expandiéndose muy deprisa, lo que ocurre es en que la urbanización y, sobre todo, la preurbanización de las zonas “candidatas” a ser ciudad, por así decirlo, los cambios de denominación de lindes se producen de forma automática. La mayor parte de los residentes en Madrid suficientemente provectos, por ejemplo, sabemos que la calle Bravo Murillo se llamó, una vez, Camino Viejo de Francia. Así pues, quien tuviere una finca definida como colindante con el Camino Viejo de Francia se podría encontrar con que alguien intentase inmatricular una presunta finca nunca inmatriculada lindante con la calle Bravo Murillo. Esto es, exactamente, lo que pasaba en nuestro caso, puesto que existía en los mapas una referencia: el llamado Camino de la Huerta del Cordero, que había desaparecido, pues había pasado a llamarse, y se llama, calle de Antonio Casero. Asimismo, el Camino Alto de Vicálvaro, nombre oficial, por así decirlo, que muchos residentes de la zona conocían (y algunos conocen todavía) como Cuesta de la Elipa, había pasado a llamarse calle de Vicálvaro. Y qué hablar del Paseo de Ronda, de casada calle del doctor Esquerdo. Cualquier finca descrita a mediados del siglo XX como “situada al este de la calle doctor Esquerdo” estaría en el mismo sitio que las que figuraban en el viejo Catastro como “salientes del Foso del Recinto”. Pero, eso, ¿quién lo sabía?

Como quiera que el Registro no utiliza planos (¿o acaso, cuando comprasteis vuestro piso, tuvisteis que adjuntar su planimetría?) y en inexistencia, entiendo, de los medios actuales, que permiten identificar referencias registrales y catastrales con pulsar una tecla, los Brugueras del mundo tenían, como poco, una oportunidad.

El plan de Bruguera era sencillo. Crearía el documento de venta que, según él, ya existía porque presuntamente lo había preparado su mujer, María Almudena Fernández Abeleira (en realidad, él lo iba a redactar ahora, aprovechando una máquina de escribir muy antigua que tenía en casa), con el nombre del comprador en blanco. En ese espacio, pondría el nombre de su actual amante, Mercedes Romeu, una mujer que, según él esperaba, firmaría sin hacerle preguntas y casi sin darse cuenta de que estaba comprando una finca (y mucho menos se daría cuenta de que no la estaba comprando). Con ese documento, que no se olvide sería el presunto documento privado de una venta producida años antes (cuando la mujer estaba viva), Bruguera se iría a Hacienda y denunciaría que la compradora, su amante, llevaba años sin pagar la contribución urbana (hoy IBI) de dicho terreno (cosa lógica, puesto que no lo poseía y ni siquiera el terreno original era un terreno urbano). Hacienda, como un toro Miura, embestiría. Levantaría la correspondiente acta y multa, y con esa multa Bruguera esperaba encontrar algún notario que se hubiese sacado las oposiciones inmediatamente después de la guerra, de ésos que no tenían que saber leyes sino ser muy falangistas. Con el documento de Hacienda en la mano (¿cómo no va a ser el terreno de esta señora si Hacienda le reclama los impuestos?), más un poder notarial que ya en 1953 la incauta Mercedes había hecho en favor de Bruguera, éste podría dedicarse a vender la “finca”. Todo esto, no se olvide, se montaba para engañar a un usurero que, por la cuenta que le traía, en cuanto se enterase de la movida, no se atrevería a ir a juzgado a denunciar.

Cuando Arcadio le presentó a Bruguera al abogado Cayetano, hubo de todo menos sorpresas. De forma poco casual, resultó que Bruguera y Cayetano eran viejos conocidos; viejos conocidos, obviamente, de la cárcel. Ambos: leguleyo y estafador metido a experto en bienes raíces, se las prometieron muy felices. Cierto era que en el Catastro Rústico (no el urbano, pues aquello todavía no era Madrid propiamente dicho) figuraban las parcelas reales con sus dueños. Pero recordad lo que ya os he explicado: al Catastro no le interesa especialmente tener la información sobre dominios al día. Mientras los recaudadores (Hacienda, los municipios) cobren, el terreno puede estar anotado a nombre de ET el Extraterrestre. Más concretamente, en el primer medio siglo XX el Catastro Rústico no había podido, por así decirlo, seguir el ritmo de los muchos cambios operados en las titularidades de los terrenos por razón de compraventas y, sobre todo, fallecimientos de quienes en 1903 eran los propietarios. Bruguera argumentaba, y no le faltaba razón, que si reclamaban el dominio de la parcela inventada, lo que el juez haría sería convocar en testifical a los dueños de las parcelas de la zona; pero si lo hacía con el Catastro en la mano, sólo convocaría a muertos. Entonces, convocaría a los herederos mediante edictos, de ésos que se publican en los boletines provinciales y que no lee ni dios.


1 comentario:

  1. Excelente( sigo leyendo con una miaja de retraso). Me gusta el planteamiento. Podría dar pie a una de esas novelas con distintos espacios temporales.
    En cuanto al contenido el venerable Bruguera( por edad y sabiduría estafadora) ¿ Tiene alguna relación con la familia propietaria de El Gato Negro, o sea Editorial Bruguera?

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