La primera CNT
Las primeras
disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República
como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más
jerarquía?
El trentismo
El Alto
Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La
alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El
golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible)
reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra
Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las
colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco
se estrecha
El caos de mayo
Comenzamos hoy una serie sobre el anarcosindicalismo español. Una serie corta en el tiempo, pues abarca apenas medio siglo; y una serie corta en extensión, pues sólo tiene una veintena de tomas.
He comenzado este relato en los primeros pasos del anarquismo, y lo he terminado en el momento en que, para mí, el anarquismo se baja del pedestal en el que estaba en la Historia de España: mayo de 1937. Es decir, la fecha en la que la revolución anarquista quedó aplazada sine die, hasta el momento presente. Que yo n digo que no pueda volver; pero, en todo caso, ha tenido que esperar un tantito.
A partir de ese momento, y a pesar del papel fundamental que los líderes anarquistas jugaron en el final de la Guerra Civil Española, el anarquismo dejó de ser lo que era y, sobre todo, lo que pudo haber sido. Estuvo muy cerca de arrimar el ascua a su sardina, aunque son muchos los que piensan (en realidad, pensamos) que la sardina anarquista es como la sardina marxista: una cosa a la que podrás acercarte más o menos, pero que el alcanzar, alcanzar, lo que se dice alcanzar, no alcanzarás nunca. Y es que marxismo y anarquismo pertenecen, en mi opinión, a las elaboraciones del pensamiento religioso moderno. Ése que piensa cosas nuevas, pero las piensa con el mismo esquema que usa el pensamiento religioso, es decir, prometiéndote una situación cojonuda que se producirá en algún momento futuro en el que, básicamente, ya estarás muerto.
El anarquismo español pudo ser lo más de lo más; pero acabó capotando. En mi modesta opinión, el año grande del anarquismo español, ése en el que se jugó ser la polla de Montoya o un simple dato de muchos en la Historia, fue el año 1933. En el punto y hora que en el 33 no sólo no le salieron bien las cosas sino que, de hecho, la acción anarquista fue uno de los factores que viró a la derecha a un país que llevaba ya como dos décadas siendo de izquierdas, de alguna manera, para el anarquismo estaba ya todo el pescado vendido. A partir de ese momento, y aunque no lo parezca porque todavía quedaron cachoburros que se creían Lenin y todo eso para hacer un poco el mierda y, por supuesto, luego llegó el golpe de Estado y la Guerra Civil y otro volantazo; a partir de ese momento, como digo, el plano inclinado del anarcosindicalismo comenzó a ir cuesta abajo.
Todo eso no quita que el planteamiento ideológico y estratégico del anarcosindicalismo sea interesante. Lo es, y mucho. Pero desde ese momento, las fuerzas que le juegan a la contra fueron muy poderosas. Muchos años más tarde del ámbito temporal de estas notas, eso que llamamos Transición, y muy particularmente los Pactos de la Moncloa, colocarían el ámbito social español por los carriles por los que el anarcosindicalismo no quiere ir; y eso le asestó el rejón de muerte. Por el momento. Porque si algo tiene el anarquismo, es su elevada capacidad de renacer. No de reinventarse, cierto es; uno de sus pecados es ser demasiado fiel a sus esencias. Pero, aun así, sabe renacer como pocos. Y, de hecho, yo tengo la teoría de que este siglo XXI que, tal vez, atestiguará en alguno de sus momentos el colapso de eso que llamamos Estado del Bienestar, ofrecerá nuevos campos de extensión para ideologías como la acracia.
Las cosas como son, yo no sé si a España le ha ido muy bien o muy mal en estos últimos cien años; pero tengo por mí que, de haber regido sus destinos la visión anarquista de las cosas, le habría ido como el culo. Pero eso no puede ser óbice para abordar el análisis de cómo lo intentaron los anarquistas, y estuvieron más o menos cerca de conseguirlo.
Esta serie, por otra parte, es complementaria de otra, ya publicada en esta santa casa, sobre el pistolerismo. Apenas se hacen referencias al mismo, pero eso es porque se asume que esa parte ya te la sabes. De alguna manera, sin embargo, estas notas de ahora deberían concebirse en conjunción con esta serie y con los artículos sobre la Mano Negra y Casas Viejas.
Hala, a leer.
------------------------------------------
En
1868, hace ahora más de siglo y medio, llegó a España un italiano
llamado Giuseppe Fanelli. Fanelli era uno de los discípulos
internacionales de un líder obrero: Milhail Alexandrovitch Bakunin,
el primer teórico del anarquismo. Fanelli llegaba a España
convocado por los primeros obreros españoles fascinados por las
teorías de Bakunin, que querían enterarse bien de qué iba aquella
movida. Fanelli se la explicó, aunque bastante por encima. A pesar
de que aquélla no fue una formación muy profunda, apenas un cursito de 150 euros por Zoom, la idea prendió
pronto y llegó a tener varias decenas de acólitos. Estos acólitos,
como digo algo menos de un centenar, se reunieron en Barcelona en
1870, y en su reunión organizaron la Federación Regional Española
de la Asociación Internacional del Trabajo. En aquella reunión ya
se mostró la división básica existente entre quienes querían
tener una posición política, decididamente a favor del
republicanismo; y los que consideraban que la nueva ideología no
estaba para esas cosas. La inmensa mayoría de los participantes,
siguiendo en esto a Bakunin, fue de la opinión de que los dirigentes
obreros no debían tener posición política porque, por definición,
todo político tiene entre sus objetivos joder al obrero (idea ésta que suele ser enormemente incómoda para todo gobernante, y para cuya disolución se inventaron las pensiones).
En
La Haya, septiembre de 1872, los marxistas, cada vez más fuertes
dentro del movimiento obrero, lograron expulsar a Bakunin de la
Internacional. Esto provocó la convocatoria del conocido como
congreso de Saint Imier, donde se creó la Internacional anarquista.
Una de las grandes réplicas de St Imier fue la celebración de una
reunión de anarquistas españoles en Córdoba. La principal
preocupación de aquellos dirigentes obreros era el centralismo que
ya mostraban los marxistas, mientras que ellos consideraban que el centralismo era la mejor forma de
destruir cualquier movimiento obrero. Por eso, fue en Córdoba donde
se diseñó la estructura que durante décadas iba a gobernar el
anarcosindicalismo español, basado en la radical autonomía de las
organizaciones de ramo o actividad o geográficas; sobre todo las
primeras.
El
apoliticismo de los anarquistas españoles habría de experimentar un
primer reto con las rebeliones cantonalistas de 1873. En no pocos
focos de estas rebeliones, los anarquistas fueron llamados a
colocarse codo con codo con los republicanos federales y aun hubo
algunos de ellos que respondieron al llamado; pero, por lo general,
el anarquismo prefirió mantenerse ajeno a los sucesos. La reacción
anticantonalista, sin embargo, afectó de lleno a los movimientos
obreros. La Federación Española de la AIT fue declarada ilegal, y
no regresó a la vida legal hasta 1882.
La
primera experiencia clandestina generó un primer cisma entre los
anarcosindicalistas españoles. Éstos tenían dos importantes focos
de existencia y evolución, que eran la industria catalana y el campo
andaluz. Todos los anarquistas eran obreros, pero no eran el mismo
tipo de obreros. Los catalanes, mal que bien, vivían en un entorno,
el industrial, en el que, de cuando en cuando, se conseguían
acuerdos y victorias. Los andaluces, en el campo, apenas conseguían
mejoras a través de la negociación y, de hecho, para entonces ya se
habían lanzado por el cauce de la violencia a través de
organizaciones como La Mano Negra. Estos dos puntos de vista chocaron
dentro de la organización en cuanto ésta volvió a ser legal. Para
los catalanes, conservar esa legalidad era fundamental, por lo que
abogaban por esquemas reformistas, pactistas, que no pusieran en
peligro las posiciones ya conseguidas. Los andaluces, por su cuenta,
no querían sino el enfrentamiento total, revolucionario, que
reputaban la única salida para sus aspiraciones. La Federación
Regional se habría de desgastar en estas discusiones durante los
seis años siguientes, hasta su disolución.
En
la última década del siglo XIX y los primeros años del XX, como
consecuencia de esta ruptura y desaparición, el sindicalismo
revolucionario fue ganando prestigio entre los obreros. Además de
realizar algunas acciones terroristas e incluso magnicidios, pues
todos los realizados e intentados durante más de medio siglo en
España lo serán por anarquistas, las organizaciones ácratas fueron
perfeccionando la que consideraban su principal arma revolucionaria,
y lo era: la huelga general. La huelga, en este sentido, dejó de
ser, meramente, una herramienta con utilidad a la hora de modificar
una posición patronal, y pasó a ser un método legítimo, desde el
punto de vista anarcosindicalista, de represión social para el logro
de una sociedad diferente, sin clases sociales. Se trató,
básicamente, de una idea de importación francesa, pero que
inmediatamente se hizo atractiva para muchos de los anarquistas
españoles.
En
1907, al calor de estos planteamientos, se crea en Barcelona la
Federación Barcelonesa de Solidaridad Obrera, que muy pronto era una
Federación Catalana. En 1910, estas primeras organizaciones
embrionarias fueron convertidas, durante una reunión en Sevilla, en
la Confederación Nacional del Trabajo.
La
CNT celebró su primer congreso nacional en 1911, en el Teatro Bellas
Artes de Madrid. Sin embargo, los primeros años de la organización
no fueron nada felices. En primer lugar, en ese momento la CNT tenía
una dependencia muy elevada de los resultados de la organización en
Cataluña; y en aquellos años todavía la competencia de los
radicales de Alejandro Lerrox era muy fuerte. Hay que recordar que,
en esos tiempos, Lerroux tenía un perfil mucho más radical que el
que tendría años después; era los tiempos en los que incluso
llamaba a sus partidarios a violar monjas. Por otra parte, como
siempre le ha ocurrido a la CNT, la producción de grandes sucesos
históricos, de éstos que hacen prácticamente imposible no tomar
partido, colocaron a los anarquistas en una difícil posición, dado
su total apoliticismo. En este caso, el suceso fue la primera guerra
mundial, en la que algunos anarquistas querían apoyar a los aliados
contra Alemania, mientras que otros preferían mantenerse al margen.
Todo
esto hacía que las huelgas organizadas por la CNT fuesen de poca
eficiencia y, consecuentemente, fueron rápida y fácilmente
reprimidas por las autoridades. En esas circunstancias llegó el año
1917. El año de la espantada de los parlamentarios catalanes, el año
de las Juntas de Defensa y la expresión clara del poder militar en
España; y, en el mundo obrero, el año de la huelga general
patrocinada por el PSOE. Un año antes, los dos más punteros
dirigentes del anarquismo, Salvador Seguí y Ángel Pestaña, habían
firmado un acuerdo de colaboración con la UGT; esto implicó al
anarcosindicalismo en la huelga general, una huelga revolucionaria
que buscaba subvertir el Estado para implantar, teóricamente, un
régimen marxista; razón por la cual la alianza fue amargamente
criticada por muchos miembros de la CNT.
Seguí,
un dirigente posibilista y reformista, no creía en la viabilidad de
la CNT por sí sola y, por eso, lejos de arredrarse con las críticas
recibidas, comenzó a defender la necesidad de que CNT y UGT se
fusionasen. Para la mayoría de los anarquistas, sin embargo, esa
fusión era lo que en realidad habría sido: una absorción, y por
eso la rechazaban de plano. Estas dos visiones se enfrentaron en el
congreso del Teatro de la Comedia de Madrid, en 1919; congreso que se
saldó con la victoria de los esencialistas. En ese momento, sin
embargo, los anarquistas, probablemente muy influidos por los
argumentos de Seguí en el sentido de que no podían seguir solos,
así como por el enorme prestigio que entonces tenía entre los
obreristas la revolución rusa, decidieron adherirse provisionalmente
a la internacional comunista. Un movimiento que parece extraño visto
desde el balcón del futuro, pero que no lo es tanto. En primer
lugar, hay que tener en cuenta que la revolución rusa, en 1919,
estaba lejos de ser lo que fue después, esto es: un monopolio
bolchevique. En ese momento, todavía había muchos anarquistas
luchando brazo con brazo con los revolucionarios marxistas. Por otro
lado, hay que recordar que comunismo y anarquismo, en realidad,
propugnan lo mismo: una sociedad sin clases, aunque unos se apliquen
a conseguirla demasiado pronto, y los otros siempre la estén
aplazando.
A
finales de la segunda década del siglo XX, en realidad, las
fronteras entre socialismo y anarquismo no estaban del todo claras y,
como consecuencia, en la CNT había grandes admiradores de la
revolución rusa. Un grupo de éstos, de hecho, viajó a Rusia y allí
formalizó la integración de la CNT española en la Tercera
Internacional; algo para lo que no tenían ni mandato ni poderes. En
1922, sin embargo, la CNT, después de la deriva clara tomada por la
revolución rusa como régimen único del comunismo único, decretó,
en su reunión de Zaragoza, su total separación de la Internacional
y su adhesión a la nueva internacional sindicalista de la AIT, que
se crearía a finales de ese mismo año.
A
pesar de esta decisión tan importante, en Zaragoza quedó claro que
la visión posibilista de quienes creían que la CNT tenía que ir a
la fusión con la UGT seguía presente en la organización. Una
ponencia elaborada por Seguí, Pestaña, Juan Peiró y Josep Viadiu,
venía a decir que la CNT no podía permanecer en una pureza
apolítica, pues, mal que le pesase, era una organización de esencia
política. El fondo de la cuestión era la idea de estos
sindicalistas en el sentido de que lo que había que intentar era
acordar con los gobiernos, en lugar de intentar derribarlos.
Es
en este contexto en el que hay que entender la era del pistolerismo,
de la que ya me he ocupado en este blog. El pistolerismo fue, por
supuesto, el estallido sin remisión de las animadversiones entre una
clase obrera y una clase patronal catalanas totalmente renuentes a
cualquier tipo de acuerdo o componenda. Pero fue otra cosa mucho más
importante para el argumentario que estamos desarrollando en estas
notas. Fue el desprestigio de las teorías de Seguí y de Pestaña.
Las cosas que pasaron durante aquellos años de hierro, entre ellas
la reclusión de Seguí, no hicieron sino confirmar, a los ojos de
los anarquistas, que el Estado no estaba en disposición de pactar
nada; que todas las ofertas de su dirigente, el Noi
del Sucre, eran
tonterías y conceptos falsos. En realidad, en buena parte la
reclusión de Seguí fue una jugada inteligente, que lo mantuvo lejos
de las calles durante unos meses muy duros. Sin embargo, finalmente
tuvo que ser liberado, y su liberación lo llevó a la muerte por
asesinato. Una muerte que le dio los argumentos definitivos al
esencialismo anarquista.
La
dictadura militar del general Miguel Primo de Rivera nació con la
intención inequívoca de ilegalizar a la CNT. Algunos de los
principales prohombres de aquel régimen habían estado, de una
manera o de otra, implicados en los años del pistolerismo; y,
aparentemente, habían llegado a la conclusión de que la única
salida era tomar partido por los patronos e ilegalizar el movimiento
anarcosindicalista. Por lo demás, la actuación de la CNT durante
todo el año 1923, generando un auténtico rosario de huelgas que es
una de las claves para entender por qué los catalanes aplaudieron
con las orejas cuando
su capitán general tomó el poder, no hizo sino alimentar el
fenómeno. Además, para cuando el régimen ilegalizó a la CNT, ésta
ya había decidido disolverse. En fecha tan temprana como diciembre
de 1923, en Granollers, los anarquistas, en efecto, habían decidido
pasar a la clandestinidad incluso en el supuesto de que el régimen
decidiese pastelear con ellos.
La
CNT se hundió en el mar porque podía hacerlo. Tenía esa capacidad
o, si lo preferís, estaba diseñada del tal manera que era casi
igual de eficiente por debajo que por encima de la superficie. Un
anarquista, por definición, aborrece las estructuras jerarquizadas y
centralizadas. Fue mirando a los anarquistas que los comunistas
inventaron el término “centralismo democrático”; acuñarlo fue
una manera de afirmar que el anarquismo erraba, y que se podían
crear estructuras de partido centralizadas que fuesen, a pesar de
ello, democráticas. Así las cosas, la CNT es lo más parecido que
se puede encontrar en el mundo político o sindical a esos dibujos
animados que a veces se ven en anuncios de televisión, en los que se
ve la silueta de un pez grande hecho de peces pequeños. La CNT era
muy difícil de matar porque, en la práctica, el sintagma “la CNT”
designaba muchas cosas diferentes.
No
por casualidad el sindicato anarquista es una confederación, y el
socialista una Unión o federación. La célula sindical básica
anarquista era el sindicato de ramo, dividido en secciones por oficio
(por ejemplo: sindicato de hostelería, dividido en secciones de
camareros, cocineros, etc.) Cada sección, formada lógicamente por
trabajadores de diversas empresas (cocineros de diversos
restaurantes, por ejemplo) elegía una junta de sección que los
representaría (además, y éste es un elemento importante, de
gestionar sus fondos, por ejemplo, su caja de resistencia: quien
descentraliza la capacidad económica, descentraliza el poder, pues
el poder reside, en gran medida, en quién tiene la pasta). Todas las
secciones de una determinada localidad formarían una junta local de
sindicato o de ramo. Pero, además, en cada establecimiento donde
había miembros del sindicato había un representante, entonces
conocido como delegado de taller. Este delegado de taller era la
figura más cercana que tenía la CNT a un miembro de comité de
empresa. En tiempos de legalidad, sus funciones fundamentales era
recaudar las cuotas y ser el interlocutor del empresario en la
negociación de cualquier conflicto. En tiempos de clandestinidad,
era el enlace entre el establecimiento donde trabajaba y la sección
o la junta local.
De
esta manera se generaba la unión bottom-up,
o sea, desde abajo: se creaban las secciones. Eran estas secciones
las que se unían en un sindicato. Y era este sindicato el que
decidía unirse en una Federación local de sindicatos. Esto es: los
cocineros creaban su sección, luego elegían libremente integrarse
en el Sindicato de Hostelería de su ciudad, el cual elegía
libremente integrarse en la federación de sindicatos de esa ciudad
(provincia, región...) Pero todas esas piezas eran soberanas. Nadie
podía imponerles el cumplimiento de una decisión que no apoyasen.
En
tiempos de legalidad, todas estas organizaciones acababan por crear
un Comité Nacional. Una cosa curiosa, sin embargo, es que la única
decisión que tomaba esa reunión de sindicatos era el lugar de
residencia de dicho Comité, no los miembros. Una vez decidido el
lugar de residencia, los sindicatos de dicho lugar eran lo que se
asumían la responsabilidad de “dotar” el Comité Nacional con
miembros.
Esta
estructura, extraordinariamente autónoma y que garantizaba que nadie
tuviese todos los votos y que las cajas fuertes estuviesen muy
repartidas, era extraordinariamente eficiente para una organización
constantemente presionada por la actividad de las autoridades. Y, en
tiempos de clandestinidad, lograba ser incluso más ágil, puesto
que, cuando la CNT era ilegal, el Comité Nacional desaparecía,
siendo sustituido por el pleno nacional de regionales, es decir, la
reunión de los dirigentes de los sindicatos de cada región. De esta
manera, cuando un Estado burgués decidía perseguir a los
anarquistas, pasaba, de tener que perseguir a unos miembros de un
órgano más o menos centralizado, el Comité Nacional, residente en
una sola ciudad de España y muchos de los cuales, probablemente,
estaban fichados; a tener que perseguir a una nebulosa de dirigentes
fácilmente intercambiables (a un sindicato regional le costaba menos
reunirse para nombrar nuevos representantes si los existentes caían
detenidos) y dispersos por todo el país. La organización, de hecho,
en una situación comprometida dejaba de necesitar reuniones y
congresos para tomar decisiones.