Mateo, el evangelio 2 sobre 3
Lucas, christians go multinational
Juan, el evangelio de las preguntas incómodas
En este cuarto y último artículo de la breve saga dedicada a los evangelios cristianos, llegamos a un terreno que no tiene mucho, en ocasiones nada, que ver con todo lo que hemos hollado anteriormente: el denominado evangelio de Juan. Entramos en otra liga; la que es, más propiamente, nuestra liga.
El comienzo del evangelio de Juan es inquietante. En un tono
que no se veía en las escrituras desde el Génesis, se nos informa de una
esencia primaria y eterna, el Logos (casi siempre traducido en las Biblias
españolas por el Verbo). Debo confesar que nunca he entendido muy bien cuál es
la naturaleza de ese Logos que es con el Señor pero no es el Señor; es una
otredad que, cuando menos, a mí siempre me ha intrigado. Pero, sea como sea, el
Logos es tan eterno como Dios, ha estado siempre con él, y, en un determinado
momento, se hizo carne cuando María alumbró a su hijo Jesús.
Se trata de un montaje cristológico y teológico bastante
complicado que, cuando menos en mi opinión, surge para encontrar una respuesta
elegante para una pregunta incómoda.
Cuando yo era un niño en mi colegio de Jesuitas, durante las
clases de religión con seis, siete u ocho años, aprendí pronto (a hostias,
literalmente) que había dos preguntas que no había que hacerle al padre
profesor. Lo primero que nunca había que preguntarle era que aclarase aquello
de Sodoma y Gomorra, que a los niños nos costaba entender. Como en la clase se
leía todo, también se leía ese pasaje en el que los sodomitas se allegan a la
casa de Lot, donde saben que ha hospedado a los ángeles, y le dicen: “déjalos
salir, que queremos conocerlos”. Lot les dice que nanay y que si hace falta que
se pulan a sus hijas. Como digo, a los niños nos costaba entender la
resistencia de Lot pues, obviamente, el verbo “conocer” no tenía más
significado que saludarse y compartir unas cañatas y unas gambatas. Pero, como digo,
pronto aprendimos que mejor no preguntar, porque la cuestión solía ser zanjada
con un buen sopapo.
La segunda cuestión que tampoco podíamos preguntar, y que
nos intrigaba a muchos, se podría formular así: ¿por qué Dios envió a Jesús a
la Tierra en el Año Cero? ¿Es que los contemporáneos de Asurbanipal, de Narmer
o de Aristófanes, no tenían capacidad de entender su mensaje? ¿No lo merecían,
quizá? Si sois aficionados a la serie The
young Sheldon, hay un episodio en el que Sheldon Cooper le plantea a su
pastor baptista este mismo problema; lo que pasa es que él, en lugar de
situarlo en el tiempo, lo sitúa en el espacio, y pregunta si un Dios que ha
escogido la forma humana para difundir su mensaje puede evangelizar a los
aliens extraterrestres; y si para ello tendrá que enviar a un Jesús alien, o le
bastará con haber enviado al Jesús humano. Y vale que el pastor es incapaz de
contestarle porque es un gañán; pero, también, su incapacidad nace de que la
cuestión es mucho, muchísimo más compleja de lo que parece.
De niño, fagocitas esta cuestión con la pregunta, más
simple, de si todas esas personas de antes de Cristo, si fueron buenas
personas, podrían estar en el Cielo, o no; Sheldon Cooper preguntaría si un
Predator que decidiese dejar de cazar a otras criaturas del Universo y
decidiese desarrollar una vida de piedad y meditación iría o no al Cielo a su
muerte. De niños creíamos estar planteando una cuestión baladí; pero lo cierto
es que estábamos poniendo a nuestro profesor frente a uno de los grandes
problemas teológicos a los que se tuvo que enfrentar el cristianismo tras su
nacimiento y primer desarrollo; y que solucionó, o trató de solucionar, en lo
que normalmente conocemos como comunidades joánicas (de Juan).
El joanismo “resuelve” el problema (ejem...) con este
concepto del Logos. Porque Jesús es el Logos hecho carne, y eso quiere decir
que, aunque Jesús vivió, para los hombres, entre el año 0 y el año 33, por así
decirlo, en realidad ha vivido siempre,
porque aquello que él es: el Logos, ha existido desde siempre. En el evangelio
de Juan, por lo tanto, se deja, de alguna manera, la puerta abierta para poder
creer que aquél que quiere creer, puede creer, en cualquier situación y en cualquier época, porque si
Jesús-carne es un señor con fecha de caducidad, Jesús-mensaje o Jesús-concepto
es algo que no sólo no tiene fecha de caducidad, sino que ni siquiera tiene
fecha de fabricación: ha estado ahí siempre. El evangelio de Juan, pues, es el
momento en el que el cristianismo se alía, por así decirlo, con el concepto de
infinito, y de eternidad.
El joanismo tiene otra consecuencia, que es la que, al menos
yo lo creo, justifica que no sea el único evangelio de la cristiandad: a partir
de la redacción de esta obra, lo importante de Jesús dejan de ser su vida y sus
hechos; lo importante pasa a ser su
mensaje. Las comunidades joánicas ya no siguen a un hombre: siguen a un
concepto, a un Verbo. Con ello, el cristianismo adquiere una enorme carga
gnóstica (lo importante es el conocimiento) que ya nunca ha abandonado, pues
sólo era cuestión de tiempo que hubiese unos tipos que se diesen cuenta que en
eso de decir “tú no lo puedes entender, pero yo sí” hay todo un modelo de negocio. A esa actividad,
básicamente consistente en facturar por explicarle a la gente lo que
presuntamente no puede entender por sí sola, la solemos llamar Vaticano.
Llegar a formular esto como lo vemos formulado hoy en
cualquier Biblia que nos compremos fue un proceso complicado. Hoy en día, los
estudiosos están de acuerdo en que el evangelio de Juan es, en realidad, el
producto de la adición y cosido de varias fuentes distintas y es, en sí, un
texto que pasó por varias etapas (se
suele hablar de tres) de recauchutado, tuneado y ampliación; proceso en el que
normalmente se distinguen dos ediciones distintas, una, la última, más amplia
que la anterior, realizadas en momentos temporales diferentes.
Esencialmente, el evangelio de Juan comenzó siendo una serie
de tradiciones compiladas pero no “cosidas”; pasado el tiempo, vino el proceso,
muy parecido al que hemos visto en otros evangelios, de creación de un relato
estructurado, es decir, un momento en el que las comunidades joánicas,
claramente, quisieron tener “su” relato de las cosas; en una tercera y última
fase, este cristianismo gnóstico de las comunidades joánicas estaba ya más
maduro y, consiguientemente, amplió el texto ya desarrollado con diversos
comentarios y un epílogo nuevo. Por lo demás, aunque se da por muy probable que
el autor del evangelio de Juan conociese cuando menos el relato de Marcos, lo
que es un hecho es que no siguió la estructura sinóptica y quiso escribir una
obra diferente.
Ireneo, en su obra contra las herejías, nos dice que el
evangelio de Juan fue compuesto por “el discípulo de Jesús que reposó sobre su
pecho” cuando estaba en Éfeso (o sea: escribió el evangelio en Éfeso, no
reposó sobre el pecho de Jesús es Éfeso). Ireneo, por lo tanto, creía que el
evangelio de Juan lo había escrito un seguidor de Jesús que no era apóstol pero
que, sin embargo, era muy querido del Maestro; tanto que, en uno de los
“cameos” que el supuesto autor hace en su propio evangelio (Jn 13:23) aparece
durmiendo en la última cena recostado sobre el pecho de Jesús: una imagen muy
querida, por razones obvias, por los cristianos homosexuales; a los ojos del
presentismo, hay que reconocer que es muy sugerente (“Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado al
lado de Jesús”). Dado que Ireneo se refiere al autor de Juan en otros pasajes
como “el Apóstol”, parece que el buen obispo se equivocó un poco. Porque este
Juan querido de Jesús no era un apóstol sino un seguidor; y el apóstol llamado
Juan es Juan Zebedeo, el bro de Santiago, quien no pudo escribir el evangelio
(y esto Ireneo lo tenía que saber) porque muy probablemente fue martirizado
poco tiempo después de morir Jesús. En el propio epílogo del evangelio (que,
como os he dicho, es la última incorporación al texto) la comunidad joánica
informa de que el texto ha sido elaborado por un “discípulo”. Este discípulo es
presentado como alguien a quien Jesús ha querido a su lado a pesar de las dudas
de Pedro, y de quien se resiste a decir que no morirá; lo cual se suele
interpretar como la señal que da el redactor del epílogo de que, en el momento
de escribirlo, el autor del evangelio, el discípulo amado, ya había muerto.
En algún momento de los inicios del cristianismo, los padres
de la Iglesia acabaron por superar, o eso parece, la confusión entre este Juan
el Amado y Juan Zebedeo el apóstol. De hecho, según Eusebio de Cesarea, el
obispo Papías, a principios del siglo II, distinguía perfectamente a Juan
Zebedeo del que llama Juan el Presbítero, discípulo de Jesús pero sin carné de
apóstol. En todo caso, aunque es posible que este Juan el Presbítero fuese el
autor de buena parte del guion, textos como el epílogo dejan claro que el
resultado final es consecuencia de la colaboración de muchos pares de manos.
El Discípulo Amado es un extraño personaje que, según la
información que (presuntamente) él mismo nos aporta en su evangelio, gozaba de
un amor especial por parte de Jesús y, también, de un protagonismo especial:
está en la última cena, echando una siesta sobre los pechis del Maestro; está
al pie de la cruz viéndolo morir; y está con Pedro cuando éste visita el
sepulcro.
La sensación que lanza el evangelio es que este Discípulo
Amado, sin ser un apóstol, tenía más intimidad con Jesús que los propios
apóstoles; el tono del epílogo es bastante claro al respecto.
Durante todo el siglo II, quienes realmente sostuvieron la
autoría de Juan fueron personajes del ámbito gnóstico; el cristianismo,
digamos, oficial, no sostenía esta idea, llegando a defender que el texto lo
había compuesto precisamente un gnóstico (Cerinto). A finales del siglo, sin
embargo, la tesis de Juan regresó con fuerza. En todo caso, lo que los primeros
padres parecen haber tenido siempre claro es que el evangelio de Juan fue el
último; lo cual es obvio, por otra parte, por su tono espiritual y simbólico.
El redactor del evangelio parece tener por bien clara la
noticia de la destrucción del Templo (Jn 11-48: “Si le dejamos así, todos
creerán en él, y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y
nuestra nación”). Esto, por lo tanto, nos dice que Juan tiene que ser posterior
al desgraciado año 70. De hecho, las trazas son de un tiempo posterior, ya que
el tono con que está escrito Jn 21:18 y ss, un texto en el que Jesús conoce
bien las circunstancias de la futura muerte de Pedro, dan que pensar que dicha
muerte era ya pasado para los redactores del evangelio. Dado que existe
evidencia escrita del evangelio desde el año 125, aproximadamente, la mayoría
de las teorías apuntan a que fue escrito, como digo por etapas, más o menos en
el tornasiglo.
Acerca del dato de que fue escrito en Éfeso, en las
escrituras y testimonios de la época no hay mucho material que corrobore esta
información. Algunos teóricos especulan con que, en realidad, el evangelio de
Juan fuese escrito en Alejandría, en contacto con la obra de Filón. Esta
teoría, sin embargo, tiene el problema del fuerte tono polémico con el judaísmo
que se presenta en el evangelio.
En efecto: una de las grandes novedades de Juan, que hace pensar que es
un evangelio bastante posterior a los tres anteriores, es que no sólo mantiene
la polémica con los judíos; sino que ya los considera otra cosa. El evangelio
de Juan, de hecho, ya no habla de los fariseos o los herodianos, sino que se
refiere a “los judíos”, en general. Esto nos da la pista de que es un evangelio
que se desarrolla sobre un Israel en el que la predominancia de los fariseos
tras la destrucción del Templo ha cuajado completamente; y en el que, además,
los cristianos ya se consideran totalmente diferenciados de las creencias
mosaicas. Ya no son, pues, paulinos; son joánicos, es decir, paulinos gnósticos
o evolucionados. Sin embargo, cuando leemos pasajes como Jn 5: 10-18,
observamos que no sólo se ha producido ya esa diferenciación respecto de los
judíos en general, sino que dicha diferenciación es muy radical. Para que lo
entendamos: imaginemos un primer evangelio catalán. Este primer evangelio
hablaría de murcianos, castellanos y gallegos. Luego hay un segundo evangelio
catalán (el de Juan) que pasaría a hablar de “los españoles”, sin diferenciarlos.
Este detalle nos daría la pista de que entre el primer y segundo evangelio se
ha producido un salto independentista: si el primer texto todavía busca el
encaje de los catalanes dentro de España, el segundo ya estaría dedicado a
difundir la secesión. Éste es el tipo de cambio retórico respecto de los judíos
que se produce en el evangelio de Juan.
Pero este nivel de enfrentamiento sería difícil en el caso
de una comunidad hebrea relativamente abierta como la alejandrina. Por esto, se
ha pensado que, probablemente, el evangelio de Juan, en buena parte, tuvo que
ser redactado allí donde cristianos y judíos estaban, por así decirlo, chocando
seriamente; probablemente, en el reino de Herodes Agripa II. Sin embargo, como
ya os he dicho este primer evangelio fue revisado y ampliado posteriormente; y
esta revisión bien pudo producirse en Éfeso.
Como en casi todos los pasajes evangélicos, hay que tener en
cuenta que Juan pretende estar contándote la vida de Jesús cuando, en realidad,
lo que te está contando es la vida de los discípulos de Jesús contemporáneos
del texto. Así, la determinación de los judíos de expulsar de la sinagoga a
todos aquéllos que consideraren a Jesús el Mesías (Jn 9:22) es un pasaje
claramente presentista, que lo que está reflejando son los problemas contemporáneos entre fariseos y
joanistas. Viene a ser, pues, como si en el evangelio de los catalanes hubiera
un versículo que dijese: “En aquel tiempo, Felipe V ordenó a los jueces que
acusasen a Rafael Casanovas del delito de sedición”. Jesús, por lo demás, no
para de discutir con “los judíos” sobre su condición divina y la gran pregunta
sobre de dónde viene; que no es lo que le preocupaba a él, sino el tema en el
que, como ya os he comentado, estaban embarcados los joanistas. El hecho de que
“los judíos” estén todos resumidos en esta expresión ya es, de por sí, la mejor
prueba de que no son los judíos contemporáneos de un Jesús que, no lo
olvidemos, cuando menos en dos de los tres evangelios anteriores es un judío
más.
El evangelio de Juan es un libro de instrucciones para la
polémica. En la forma fijada por sus predecesores (un presunto relato
biográfico), su función es dotar a los creyentes joánicos de las herramientas
suficientes para poder discutir con sus vecinos judíos sobre las cuestiones que
éstos les plantean. Estas discusiones, aparentemente, se producían todavía en
una situación de inferioridad, no sé si numérica, institucional, o ambas. El
caso es que el miedo a los judíos y sus represalias está presente en el texto
(en Jn 5 y 7, las personas que se han convertido lo ocultan por miedo; en Jn
19:38, es José de Arimatea el que se calla como una perra; por no mencionar a
los discípulos que, tras la resurrección, se encierran acojonados en una casa,
en Jn 20:19). Obviamente, el evangelio es un texto de parte, en el que la parte
se presenta a sí misma como acorralada y agredida por el otro; pero,
lógicamente, no sabemos hasta qué punto esto es verdad. No sabemos, por lo
tanto, hasta qué punto la hostilidad no se producía del lado de los cristianos
quienes, al fin y al cabo, ahora se sentían totalmente separados de la grey
judía y, por lo tanto, se oponían a la reacción rigorista de los fariseos. En
este sentido, el evangelio parece ser, además de un libro de instrucciones, un
texto propagandístico furibundamente antisemita (de hecho, en los siglos
posteriores ha servido varias veces precisamente para eso), en el que a los
judíos se les hace decir cosas tan abradadabrantes como “nosotros no tenemos
más rey que el César” (Jn 19:15), que ya os digo yo que es una fake news como la copa de un pino.
En los últimos añadidos al evangelio, lo que normalmente se
conoce como segunda edición, la cosa ha cambiado. Los joanistas ya no están tan
centrados en los judíos, probablemente porque, al irse a Éfeso, se han quitado
de encima la presión palestina; pero ahora el problema es su falta de éxito en
el mundo en general. Se ha escrito muchas veces, y es bien cierto, que Pedro y
Pablo murieron siendo unos fracasados; cuando dejaron este mundo, el
cristianismo no había conseguido despegar ni de coña. De hecho, el cristianismo
no logró la prevalencia que luego tuvo hasta que algunos de sus miembros más
conspicuos lo descubrieron como business
model y, consiguientemente, se convirtieron en lo que eran en tiempos de Constantino:
la institución social con mayor eficacia económica de todas las existentes. El
cristianismo, en este sentido, no prevaleció en el Imperio Romano porque su
mensaje mesmerizase a no sé quién; prevaleció porque era la Mafia de su época,
los únicos tipos que podían poner un camión de denarios encima de la mesa de un
general que necesitase hacer una leva urgente.
Cuando el evangelio de Juan se remató en Éfeso, sin embargo,
faltaba mucho para eso. Las comunidades joánicas seguían siendo básicamente unas
mindundis, y por eso el epílogo elabora esa versión calimérica de la creencia,
en plan nadie me quiere, todo el mundo me insulta y me rechaza, y eso Jesús ya
anunció que pasaría (una más de las decenas que profecías autocumplidas que hay
en las escrituras).
Estos hechos son los que convierten al evangelio de Juan en
el texto más paradójico de todo el tetramorfo. Esto es así porque Juan ha
terminado por ser el texto más universal, porque es el que más está en la
esencia de la Iglesia católica universal finalmente desarrollada en Occidente;
y, sin embargo, no fue escrito para todos los cristianos, sino sólo para
algunos de ellos. El evangelio de Juan es un texto escrito para una comunidad
de creyentes que había desarrollado la idea de que el mundo y el siglo no era
para ellos, que sostenía una vida probablemente semi eremítica y alejada de lo
que se considerase entonces por normalidad; y que necesitaba un texto que
confirmase todo ese sesgo. Algunos indicios, sin embargo, apuntan a que esta
evolución no se produjo sin generar diferenciaciones y que, en realidad, en “el
momento de Éfeso”, por así decirlo, las comunidades joánicas se han dividido en
diversas sensibilidades, que polemizan entre sí, en los primeros pasos de un
proceso del que conocemos bastantes cosas, y que se concreta en el desarrollo
de sensibilidades heterodoxas que, con el tiempo, se considerarán heréticas.
Terminada la exposición sobre los cuatro evangelios, tal vez
alguno de vosotros se esté planteando la pregunta: si los cuatro textos que hemos
visto en estas notas son tan distintos en sus formulaciones, en el tiempo en
que fueron generados, en sus objetivos estratégicos y en sus audiencias, ¿por
qué la Iglesia los aceptó todos como canónicos, aun sabiendo que ese gesto
suponía considerarlos como el mismo
relato? ¿No se dieron cuenta los primeros padres de que, en realidad, estos
cuatro relatos de la vida de Jesús son diferentes y, en ocasiones,
contradictorios entre sí, y no me refiero sólo a los datos o hechos?
Si te haces estas preguntas, debes saber que te haces
preguntas que son de muy difícil, en realidad imposible, contestación; aunque
es probable que tu párroco o tu director espiritual trate de convencerte de lo
contrario, de que se contestan con dos de pipas (sus dos de pipas; business
model...) Si te ve muy relapso, tratará de convencerte de que tú no has de
hacerte esas preguntas. Y, si aun así sigues preguntando y tienes ocho años, lo
más probable es que te arree una hostia (frase basada en hechos reales).
Mi respuesta es: sí, los padres de la Iglesia fueron
conscientes, desde siempre, de la contradicción intrínseca en la idea de que
Marcos, Mateo, Lucas y Juan todos cuentan la misma historia que Dios ha querido
contar, basándose en que los hechos que se cuentan más o menos (más o menos)
cuadran. Muy pronto, la grey cristiana comenzó a integrar en su seno a algunas
de las personas más cultivadas y capaces de sus respectivas generaciones; y
estas personas fueron con seguridad conscientes de que el evangelio tetramorfo,
en realidad, es un conjunto de filtros, o de lentes, colocados unos detrás de
otros. En primer lugar se encuentra, si es que se encuentra, la vida de un
señor que fue crucificado allá por el año 33 y que, antes, predicó la palabra
de Dios en Palestina. Después de que ese hombre viviese, muriese y, según la
tradición, regresase de la muerte, se produjo un proceso de difusión oral, que
duró varias décadas, en el cual los viejos acólitos de aquel hombre comenzaron
a predicar su palabra (o lo que entendieron de su palabra, ya que los propios
evangelios reconocen a menudo que los apóstoles, a Jesús, lo entendían así,
así). Esta difusión oral generó una serie de tradiciones que, en realidad, no
sabemos bien cuándo comenzaron a ponerse por escrito, y por quién; lo cierto es
que si aportaciones que suponemos que existieron, como el documento Q, no han
sobrevivido al tiempo y tampoco fueron nunca, que sepamos, atribuidas a ningún
apóstol, tenemos que concluir que, si existieron, fueron elaboradas por
personajes secundarios, no testigos de la vida de Jesús.
Así pues, tenemos: una vida vivida en un tiempo sin selfies
ni imprenta ni manera de realizar registros escritos de fácil acceso; una serie
de personas, dispersas y pronto enfrentadas entre sí, que empiezan a elaborar
esos recuerdos orales según sus sesgos; y un proceso, que comienza en Marcos,
en el que se pretende acabar con ese caos mediante la elaboración de una
biografía oficial, por así llamarla, de Jesús. Biografía que tiene cuando menos
cuatro intentos, tres de ellos relacionados entre sí y un cuarto que, en
algunos momentos, parece ya estar contando una historia completamente
diferente. Cuatro textos en los cuales Jesús pasa de ser poco más que un mago
sanador como hubo muchos en su época, clandestino y cauteloso, a ser la
encarnación de un Logos inmanente y eterno, al que, por lo tanto, la suerte de
su cuerpo terrenal, en realidad, se le da una higa, porque es eterno y además
es Dios; y que ambiciona ser escuchado por el mundo mundial entero y completo.
Lo descrito en el párrafo anterior me hace recordar lo que
ya escribí en el primer post de esta serie: eso de que, en realidad, la
polémica de la historicidad de Jesús es una polémica absolutamente estéril.
Porque si Jesús existió, que es algo que muy pocas fuentes adveran, está el
problema de que de los, por así decirlo, 1.000 datos que tenemos de su vida,
podemos avizorar que no menos de 900, en realidad, no son datos de su vida,
sino que son datos de cómo se imaginaba su vida, por razones diversas, 40, 70 o
100 años después de haberla vivido; y, para colmo, ni siquiera sabemos cuáles
son los 100 datos que son reales. Suponemos, pues, que hay cien canicas negras
en la bolsa de mil canicas, pero como tenemos los ojos tapados, ni siquiera
podemos saber cuáles son negras y cuáles no.
Como digo, nuestros primeros padres no podían ser ajenos a
esta realidad. Cuando no la conocían, la sospechaban.
Un ejemplo que lo que digo es el elemento central de las
cuatro biografías: el relato de la Pasión. Desde hace mucho tiempo se ha
señalado las elevadísimas posibilidades que existen de que quien relató la
Pasión, o la escribió, lo hiciese utilizando, para describirla, el material de
los llamados salmos de justo sufriente, es decir, Salmos 22 y 69. Jesús, cuando
le grita al Padre desde la cruz, no hace sino leer el Salmo 22: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado”. El sufriente del Salmo 22 es “oprobio de los
hombres, y despreciado por el pueblo”. Se ve cercado por cuadrillas de malignos
que “horadaron mis manos y mis pies” y “repartieron entre sí mis vestidos”. En
el salmo 69: “me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber
vinagre”.
La explicación sencilla es que Salmos es un texto profético
y que Jesús, en su muerte, no hizo sino cumplir esa profecía. Es un punto de
vista muy joanista, ya que, si el Logos, o sea Jesús, existe desde siempre,
entonces, en realidad, la historia de la Pasión está escrita desde el inicio de
los tiempos. Pero, claro, para creer eso hay que tener fe, yo diría que mucha fe; y, al resto de la Humanidad,
lo único que le queda es pensar que quienes relataron a otros la forma en la
que su Maestro había muerto lo hicieron
tomando esos materiales para darle a la cosa colorido biográfico. Pero esa
conclusión nos lleva, rápidamente, a concluir que no sabemos nada cierto de la
muerte de Jesús: cómo, por qué, cuándo, murió, puesto que los detalles que nos
han llegado de su muerte no son de su muerte, sino que pertenecen a tradiciones
previas que los piadosos relatores conocían, aderezadas con el neto tono
antijudío que pronto adquirió el relato.
Que sepamos, fue Ireneo quien empezó a hablar del evangelio
tetramorfo. Hasta él, cada comunidad, cada ekklesia
en el sentido en que se usó la palabra, tenía el suyo, que era uno. Cuando se empiezan a usar los
cuatro evangelios juntos, como digo en los tiempos de Ireneo que sepamos, es
tan clara la percepción de los padres en el sentido de que aquello es un caos
que uno de ellos: Taciano, se puso la tarea de elaborar una obra: el Diatéssaron, que pretende ser la fusión
de los cuatro evangelios en un solo texto. En el mismo tiempo Marción, como ya
he contado, proponía una estrategia basada en hacer canónico sólo un evangelio:
el de Lucas, cosa que me parece bastante difícil porque, en el momento en que
existió y se difundió un evangelio no sinóptico (Juan) ya era, en mi opinión,
imposible que no hubiese, cuando menos, dos evangelios sobre la mesa. Por otra
parte, el éxito del Diatéssaron creo
queda bien claro en la enorme cantidad de iglesias que hoy hacen uso de él para
la lectura dominical.
Pero regresando a la pregunta fundamental: ¿por qué la
Iglesia mantuvo estos cuatro textos?, creo que la primera respuesta es: porque
no tuvo más remedio. Cada uno de los cuatro evangelios tiene su utilidad; cada
uno aporta un cachito de Jesús, por así decirlo. Marcos lo afirma como hijo de
Dios; lo saca, pues, de la segunda división de los magos y los profetillas que
traían la lluvia y curaban el lumbago, para ascenderlo a la Champions League
mesiánica. Mateo y Lucas, sobre todo Lucas, son fundamentales para entender que
Jesús era Dios desde el primer momento. Su divinidad no es un regalo de madurez
ni tiene nada que ver con el aval del Bautista; Jesús nació Dios mismo, porque
en su concepción ya fue Dios. Finalmente, Juan es necesario para entender que,
en realidad, no es que Jesús sea Dios desde el momento en que el ángel anunció
a María que tal y tal; era Dios desde el principio de los tiempos. La Iglesia
aceptó la estrategia de Ireneo porque la necesitaba. Si puedes predicar a Dios
entero, es de gilipollas predicar sólo un cacho de Dios.
La segunda razón por la que la Iglesia mantuvo los cuatro
evangelios, siempre en mi modesta opinión, es también bastante obvia: los
vínculos con el judaísmo. Desde muy pronto, el cristianismo tiene con el
judaísmo una extraña relación de amor-odio, que tengo yo por mí que, si los
cristianos hubiesen podido, habría terminado en odio definitivo (de hecho, ésa
es la propuesta de Juan). Pero no podían. Antes de que el cristianismo pudiera
ambicionar una total independencia del judaísmo, antes de que pudiera
ambicionar el derecho a referirse a “los judíos” como hace el evangelio de
Juan, las décadas de marcha en paralelo con frecuentes intersecciones habían
provocado que las viejas escrituras judaicas formasen parte del acerbo
cristiano de una forma imposible de ocultar (véase el ejemplo antes explicado
del relato de la Pasión, y su relación con Salmos).
En mi experiencia, la gran mayoría de los sacerdotes
actuales hace un esfuerzo para que el creyente, aunque reciba la Biblia en su
conjunto, se centre, en el caso de que decida leerla, en el denominado Nuevo
Testamento. Me parece que esta actitud es más antigua de lo que parece. El
cristianismo lleva ya muchos siglos tratando de diferenciarse en todo lo que
puede del judaísmo, haciendo cosas como la mierda ésa de emplazar la Semana Santa cada año en una fecha diferente, una decisión provocada por el pie
forzado de que no coincida con la Pascua judía. Sin embargo, en los primeros
tiempos, cuando el canon de los evangelios se definió, no era así. Durante
buena parte de ese proceso, los judíos sobrepujaban a los cristianos en poder y
capacidad. Ni la situación que ya se verificaba en Nicea, ni por supuesto los
siglos posteriores en los que el cristianismo ha construido capillas sixtinas,
deben llevarnos a equívoco. Haber hecho caso de Marción y haber etiquetado a
Marcos y Mateo como cosas del pasado habría sido una catástrofe para la primera
iglesia cristiana. En este sentido, se tomó, creo yo, la mejor decisión que se
podía tomar.
Y queda una tercera razón: el business model. He dicho en el artículo de Marcos que siempre ha
sido mi evangelio preferido. La cosa tiene su lógica. La primera vez que leí
los evangelios tenía siete años. Y con siete años, Mateo se te hace áspero,
Lucas entretenido a ratos, Juan es como si leyeras un poema en japonés; y
Marcos es lo más fácil de entender, sin duda. Para mí, Marcos define un
cristianismo muy intuitivo, basado en el conocimiento esquemático de la vida de
un profeta mesiánico portador de una verdad nueva (como cantábamos en el coro:
“un mandamiento nuevo / nos dio el Señor / Que nos amáramos todos / como Él nos
amó”). En mi opinión, el cristianismo de Marcos, si lo desarrollas, es un
cristianismo que puedes escalar sin necesidad de sherpas.
La Iglesia católica, sin embargo, descubrió pronto que había
mucho que ganar en construir una creencia que necesitase de sherpas para ser
comprendida. El buen cristiano, inicialmente, era alguien que practicaba el bien;
alguien que no insultaba, que no pretendía a la mujer de su vecino, que no
echaba agua en la leche, que no okupaba casas que no fuesen suyas y, al tiempo,
no negaba un techo a quien no lo tenía. Cuando la vida eterna depende de cosas
así, no tienes más que dos jueces: Dios, y tú mismo. Ahora bien: cuando ser
cristiano pasa a ser entender la existencia de un pecado original que se lava
con el bautismo, o que Dios se expresa hacia los hombres mediante una esencia
tripersonal que, en realidad, es una sola, y que hay un Logos que existe desde
siempre y que se hizo carne y habitó entre nosotros y tal tal, entonces ya no
te bastas solo. Hay alguien entre Dios y tú: el profesional de la cosa.
En alguna medida, los cuatro evangelios han sobrevivido
juntos porque eran la mejor manera de mantener el business model. Con un éxito total. Para bien o para mal (porque
hay muchas, muchísimas cosas positivas en ello, y hay que admitirlas), el mundo
occidental lo cincelan estos hombres que se convierten en la institución económicamente
más eficiente del Mundo Antiguo y Post Antiguo y que, gracias a ese poder,
lograrán imponer sus planteamientos a todos los niveles.
Termino. Yo creo que los evangelios y Hechos son unos textos
que cualquier persona mínimamente culta de educación occidental debería leer
cuando menos una vez al año. No son muy largos y, además, si se profundiza en
ellos, pronto aparece el gusanillo de que hay más traducciones de lo que
parece; y las diferencias entre ellas son más jugosas, también, de lo que parece.
Creo que cualquier persona medianamente culta debe leerlos
porque los evangelios, además del libro en el que Dios ha escrito lo que nos
quiere decir a los hombres, que es lo que son para el creyente, son, para el no
creyente, la expresión de un conflicto; del conflicto más importante que, en el
plano ético, se ha planteado la Humanidad hasta el momento presente.
Como ya he escrito en estas notas, para mí los evangelios no
son la vida de Jesús, porque tengo serias dudas de que Jesús viviese nunca; y,
si vivió, sabe Dios por dónde anduvo, qué dijo, y qué le pasó, porque lo que
los evangelios nos cuentan, como fuente biográfica, tiene una fiabilidad más
bien cortita. Los evangelios son el resultado de ese conflicto. Un pueblo
narcisista hasta la náusea como era, y es, el pueblo judío, hubo de enfrentarse
a una cura de humildad de proporciones estratosféricas. La mayoría de quienes
sufrieron aquel trauma reaccionó a él coligiendo que habían sido malos judíos,
así pues, concluyeron que en el futuro hacía falta más hebraísmo, más rigor,
más ley, más no sentarse en una silla en la que se haya sentado una mujer
impura, más circuncisión, más de todo. Pero una minoría de entre ellos comenzó
a plantearse si, en realidad, el problema no estaba en que se había desviado
del camino, sino en que habían tomado el camino equivocado. En ese momento, en
el mundo occidental ya había personas que estaban evolucionando los referentes
filosóficos de su cultura, estaban repensando a Platón, a Aristóteles, y
planteándose que el mundo tenía que ser distinto; que no podía ser que un mundo
en el que no cupiese buena parte de aquéllos que lo poblaban.
¿Y si la solución no está en masacrar enemigos a centenares
en ordalías de sangre como hacía Asurbanipal, o en llevarse a los elamitas por
delante? ¿Y si la solución está en entender que, entre alguien que es galileo
como yo y alguien que es un samaritano bueno y compasivo, debo sentirme más
cercano al segundo que al primero?
Estas preguntas son universales. Y en los evangelios están expresadas
de formas, en ocasiones, extremadamente poéticas. A los sacerdotes les gusta
mucho usar el concepto de “encontrar a Jesús en tu interior”. Es una imagen,
también, muy poética. Estadísticamente hablando, sin embargo, lo más probable
es que, si miras, no lo encuentres. Pero, aun así, lee los evangelios. Porque
son mucho más que Jesús. Son páginas en las que se formulan preguntas que tú ya
te has hecho, sólo que no lo sabes. Y sólo por descubrir eso, ya te merece la
pena la experiencia.
En todo caso, la tradición cristiana no sólo se nutre de los
evangelios. También están las epístolas.
Algún día, quizá.
Puede que diferamos en muchos puntos. Pero te felicito. Ha sido una lectura exquisita, tu nota a los cuatro evangelios
ResponderBorrar¿Para cuando una serie sobre la historia del cristianismo?
ResponderBorrarEs una idea. Pero muiy trabajosa. Habrá que esperar a la jubilación.
BorrarYo me daría por satisfecho con una historia del Concilio Vaticano II
ResponderBorrar¡ Sí, por favor, el Vaticano II !
ResponderBorrarTiene tela, desde luego.
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