miércoles, marzo 01, 2023

El otro Napoleón (2): Elecciones

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 


El conflicto surgió a raíz de un proceso electoral parcial: el de oficiales de la Guardia Nacional. La Guardia Nacional, en efecto, elegía a sus jefes, con excepción de generales y coroneles que, con buen criterio, no debían ser quienes quisieran los soldados, sino gentes que conocieran su oficio. Los socialistas repitieron en estas elecciones el mismo argumento que utilizaban para el conjunto de la sociedad: si los miembros de la GN de origen obrero, muchos de ellos recién admitidos, votaban ahora, elegirían a sus “viejos jefes burgueses”. Como podéis ver, cosas como “los jueces tienen que ser aleccionados en conciencia feminista” son cosas que parecen modernas, pero no lo son.

Los clubes, por lo tanto, presionaron al gobierno para que aplazase las elecciones. El gobierno apenas cedió en celebrarlas una semana más tarde de lo inicialmente planificado; eso sí, para tratar de apaciguar a la opinión socialista, suprimió los denominados bonnets à poil, es decir, las unidades formadas únicamente por burgueses pijos. El 16, estos guardias, vestidos con sus sombreros que vienen a ser como los de la guardia real británica, se manifestaron frente al Hotel de Ville, exigiendo la dimisión de Ledru-Rollin. El 17, los socialistas contramanifestaron, contando con la comprensión e incluso el aliento de Marc Caussidière, el prefecto de policía. Unas 100.000 personas se juntaron frente al Hotel de Ville para exigir el aplazamiento de las elecciones. Lamartine volvió a galvanizar a las masas con su verbo florido; pero, la verdad, las elecciones fueron aplazadas: al 5 de abril la de los guardias; al 23, en plena Pascua, las de la Asamblea Nacional.

Sabiéndose, gracias a este detalle, las fuerzas que verdaderamente mandan en la república, las fuerzas más de izquierdas se quitan la careta. Hay personajes, como Emmanuel Arago, sobrino de un ministro y virrey republicano de Lyon, que parecieron enloquecer como el dictador de Bananas. Arago le hizo la vida imposible a los religiosos de su ciudad, prohibió la salida de dinero de la ciudad, hizo, por lo tanto, cachear a todo aquél que salía de la ciudad... y, cómo no, dobló los impuestos. De hecho, bajo la bandera de la cruz roja se formó en la ciudad un grupo político, Los Voraces, que protagonizó un levantamiento social, bajo la comprensión del mandamás, que instaló una semi-comuna en la ciudad.

En París, Pierre-Joseph Proudhon, Pierre Leroux, Félix Pyat y Louis Charles Delescluze forman el Club de la Revolución, encomendado de diseñar la revolución social. Armand Barbès crea el Club de los Clubs, que pretende ser su organización central y que pronto tendrá delegados en la mayoría de las provincias. En sus reuniones, los clubs propugnan la nacionalización de las industrias, el sector financiero, y la insurrección en el caso de que las elecciones no les sean favorables. Por su parte, Louis Blanc, desde su comisión de reformas sociales, decreta la reducción de la jornada laboral a diez horas en París, once en provincias (lo cual, en ese momento, fue la puta hostia), y crea sistemas para arbitrar los conflictos salariales entre patronos y obreros. La Comisión rápidamente ampara a teóricos pre-marxistas, por así decirlo, como Víctor Considérant o Constantin Pecqueur, que propugnan la nacionalización de las empresas privadas por el Estado, que pagaría en títulos de deuda (o sea, en esos papelitos que cada día valen menos y, en el caso de ser masivamente usados como pago, todavía bajarían más). Son los tiempos que la izquierda moderna suele considerar de socialismo acientífico, en realidad tiempos en los que el anarquismo y el socialismo todavía no se han distinguido y, por eso, las teorías obreristas tienen un hondo componente moral y hablan de que los obreros trabajarán “como hermanos”, percibiendo todos el mismo salario fijado según sus necesidades (sin que nunca explicasen muy bien qué pensaban hacer con las necesidades diferentes). De hecho, si hay un sentimiento quarant-huitard que fue realmente poderoso en su época, y en gran parte lo sigue siendo, es la confianza ciega en la honradez esencial del obrero.

El gobierno tenía que lidiar con estas ideas y con la presión casi de gobierno paralelo que ejercían sobre él. En el seno del ejecutivo, el obrero Albert cada día se muestra más socialista. Lamartine, por su parte, todo lo fía al resultado de las elecciones; los franceses, piensa, sabrán votar lo mejor para el orden. En teoría, el hombre del gobierno con un perfil ideológico más preparado para confluir con los clubes es Ledru-Rollin; pero, ¡ah, las adnimadversiones políticas personales!, Ledru odia a Blanc, y por eso no le quiere dar ni medio centímetro a los clubs revolucionarios.

El 16 de abril es domingo de Ramos, y los obreros miembros de la Guardia Nacional están convocados en el Campo de Marte para elegir a 14 de ellos para que sean su Estado Mayor. Las elecciones buenas, las de la Asamblea, son en ocho días; pero esos mismos obreros que van a votar ese día rodean el Hotel de Ville para exigir un nuevo aplazamiento. El día anterior, el Bulletin de la République, una publicación oficial editada por el ministerio del Interior (o sea, Ledru-Rollin) ha publicado: “si el resultado de las elecciones favorece a los reaccionarios... ¡a las barricadas!” O sea: otro concepto que será de larga supervivencia, por ejemplo, en nuestra II República, casi un siglo después: el concepto patrimonial del régimen, es decir, la percepción de que quienes han traído una revolución tienen el derecho de torcer el brazo del pueblo si resulta que el pueblo no quiere dicha revolución. Lenin, veramente, no cayó del cielo precisamente. Ni Marx.

Esta llamada publicada con la comprensión, si no el aliento, del ministro de la Policía, ha sido escrita por una autora bien conocida: George Sand, la churri fluida de Fréderic Chopin. Para entonces, Lamartine, igual que el Azaña de mediados del 36, antes de la guerra civil, que decía “pues ya estamos para que nos fusilen”, lleva ya tiempo, entonces, fantaseando con sus íntimos sobre “cuando nos llegará el 10 de agosto”, en referencia a dicha fecha de 1792, cuando la revolución francesa se convirtió en una revolución popular guillotinera. De hecho, la misma tarde del día 15 de abril, después de leer la llamada de Sand, Lamartine hizo testamento.

El día 16, pues, Lamartine está como cataléptico, después de haber hecho testamento, convencido como está de que su cabeza no tardará en rodar en alguna plaza de París. Pero Ledru-Rollin tiene la cabeza bastante más fría. Para Ledru, controlar la jornada del 16 tiene más alicientes que para Lamartine. No se trata sólo de llevar la revolución por unos carriles normales; se trata, sobre todo, de prevalecer sobre Louis Blanc, su gran némesis. Cuando los manifestantes llegan al Hotel de Ville, se encuentran allí a la Guardia Nacional perfectamente formada al mando del general Nicolas Anne Theodule Changarnier, que está al mando por pura casualidad (se iba de agregado a la embajada de Berlín y había ido al Hotel de Ville a departir con Lamartine para que le instruyese).

Una delegación de obreros consigue entrar en el edificio, entre vivas de los guardias nacionales de servicio al gobierno, para exigir “el fin de la explotación del hombre por el hombre, y el inicio de la organización del trabajo por asociación”. Pero no les hacen demasiado caso. Lamartine se ha sentido galvanizado por el apoyo de la Guardia Nacional, así pues anuncia: las elecciones serán en Pascua. El 20 de abril, en el Arco del Triunfo, el gobierno, con la excusa de celebrar una jornada de la fraternidad, acumula las doce legiones de la Guardia Nacional de cada vecindario de París, las cuatro de las afueras, la Guardia Móvil y el propio Ejército. Todas esas tropas desfilan durante todo el día, hasta las diez de la noche, delante del gobierno. El mensaje es claro: estos son mis poderes. Tú, tócame los huevos más de lo estrictamente necesario.

El 23, finalmente, son las elecciones que deben acabar con el gobierno provisional.

En estas elecciones, para que os hagáis una idea, pasaron de estar llamados a las urnas 250.000 personas, a 9 millones. Las elecciones se hacen mediante escrutinio de lista por departamentos y a mayoría relativa. Se permitió que los candidatos se presentasen en diversos departamentos a la vez, y se elegirían 900 puestos. Los comisarios nombrados por Ledru fueron los principales propagandistas de la campaña; muchos de ellos, de hecho, se presentaron candidatos. Hubieran querido los republicanos que no hubiese pluralidad de opciones, pero la hubo. Está la lista de los hombres de National, normalmente propietarios, médicos, abogados y otras profesiones liberales, muchos de ellos pasados monárquicos que habían aceptado la república. Luego estaban los obreros y miembros de los clubes, defensores de la profunda reforma social. Y, finalmente, sobre todo en el oeste del país, los legitimistas, defensores de la religión y el orden social. Ésos eran los organizados; pero había, además, centenares de candidatos aquí y allá que iban completamente por libre, con ideas muy diferentes.

Aquel 23 de abril, después de oír misa, los hombres, en cada aldea, en cada pueblo, se reunieron y marcharon a votar. Votó el 84% del censo, un porcentaje hoy estratosférico. De los 900 escaños, 700 fueron para los hombres seguidores del National, es decir, de la república burguesa. Lamartine es la estrella del momento, elegido tanto en París como en diez departamentos más. Los clubistas socialistas obtienen 100 puestos que, para su humillación, son los mismos que obtienen los legitimistas.

Los socialistas, haciendo uso de esa tendencia tan acusada a la democracia que siempre han tenido, contestan a la difusión de los resultados apelando la Asamblea de “reaccionaria” y comenzando a hablar de un golpe de mano que ponga las cosas en su lugar porque, joder, es que la gente no entiende y los que entendemos somos nosotros (de nuevo: el bolchevismo no cayó del cielo, como tampoco es una invención de Marx el concepto de dictadura del proletariado). De hecho, en la misma jornada electoral y de escrutinio ya hubo conflictos y problemas varios, pero sobre todo en Limoges, donde los obreros okuparon el Hotel de Ville; o en Rouen, donde los obreros y parados, especialmente malquistos con la persona elegida, Antoine Marie Jules Sénard, montan las barricadas. Sénard tira de la Guardia Nacional y acaba con las barricadas a balazos y cañonazos. Son los primeros muertos en Francia tras la proclamación de la república.

El 4 de mayo, en una barraca construida a pelo puta junto al Palais Bourbon para que quepan los 900 elegidos, la Asamblea se reúne por primera vez. Se dan vivas a la República 17 veces seguidas. Terminada la sesión, los diputados se asoman a ventanas bajas con barrotes mientras los obreros que están en la calle les ofrecen las manos para que las estrechen. Todo es cascada de colores.

El grupo de centro ganador trata de hacer un guiño a los socialistas al nombrar presidente de la Asamblea a Joseph Philippe Benjamin Bouchez, un viejo sansimoniano, amigo del periodista Flocon, a quien Garnier-Pagès había fichado para dirigir ciertos proyectos, en los que había colaborado con Louis Blanc. Se trata, pues, de un socialista de corte cristiano, alejado de los radicalismos rojos. En todo caso, el cargo de vicepresidente será para Sénard, el peor enemigo de los obreros. Lamartine pronuncia un discurso en el que informa de las gestiones realizadas por su gobierno y se deja, además, arrastrar por su optimismo antropológico zapateril. Según él, habiendo habido elecciones libres, habiéndose expresado el pueblo francés con libertad, la república había pasado a ser la república de todos y ya no había cabida para las disensiones.

La afirmación no le habría de durar ni dos meses.

Para la presidencia del gobierno, todo el mundo parece tener claro que el cargo es para Lamartine. Sin embargo, el viejo político francés se quita de en medio, probablemente cansado de las tensiones del poder, muchas de ellas inesperadas para su concepción de la revolución; e insiste en que Francia regrese a los tiempos del Directorio y nombre una comisión ejecutiva que se encargaría de formar el gobierno. En realidad, es, en gran parte, una jugada estratégica. Lamartine busca formar parte de un cuerpo de gobierno sólido, en el que sobre todo esté Ledru-Rollin, a quien necesita como el comer para poder presentar resistencia a la izquierda republicana. El 10 de mayo, finalmente, la Asamblea elige a Los Cinco: Arago, Garnier-Pagès, Marie, Lamartine y Ledru-Rollin. Como puede verse, pues, la amplia mayoría del republicanismo burgués no quiso dejar ninguna mácula en su poder. Sin embargo, el germen de la división ya está ahí. La mayoría de la Asamblea recela de Ledru, cada vez más cercano a posiciones radicales; amén de acusar la presión de los rojos, con Blanc al frente exigiendo la formación de un ministerio específico sobre el progreso y el trabajo.

Hay un conflicto larvado entre la Asamblea mayoritaria y aquellos distritos que han votado por los más radicales, notablemente diversos de éstos en París, donde el voto rojo ha sido mayoritario. Ambas partes sólo están buscando una disculpa para pelearse.

La encontrarán en Polonia.

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