En el Madrid del siglo XIX, además de algún que otro espectáculo notable como el teatro, la zarzuela o los toros, lo que se podía hacer, y se hacía, era visitar. Los españoles, y muy particularmente los madrileños, de aquella época, tenían una agenda establecida de días y horarios durante los cuales abrían los salones de sus casas para la visita de sus parciales, amigos y socios. En Madrid, las personas visitaban a las familias Fulano o Mengano, y visitar, esto es, ser admitido en según qué tertulias, almuerzos o cenas, era signo de estatus. De hecho, a finales del siglo XIX, lo más de lo más del reconocimiento social era comer en casa de Emilio Castelar. El político republicano no estaba casado y vivía en una casa amplia, creo que en la calle Serrano, con un extenso comedor en el que había una mesa imperial con capacidad exacta para doce cubiertos. Por lo demás, Castelar, hombre muy querido en toda España, tenía corresponsales por todo el país que no paraban de enviarle las mejores viandas, así pues su casa estaba siempre repleta de chorizos, cecinas, arroz, lentejas, la mejor fruta. Comer en casa de Castelar era comer bien y, además, poder contar que uno había sido visto en la mesa del prohombre. Así pues, las mañanas, sobre todo de diario, se consumían en un tira y afloja constante, una competición entre pivotes debajo de la canasta, donde se buscaba conseguir, a codazos o como fuera, uno de los once puestos de oro.
Casi todo lo bueno y lo malo que ocurrió en el país durante aquel tiempo se fraguó en aquellos conciliábulos en los que, si se celebraban en la tarde como era habitual, el chocolate a la taza era el rey, el chisme la materia prima, y los negocios y apaños, matrimonios incluidos, el resultado.