lunes, octubre 28, 2019

El altar

La misa es el centro de la liturgia cristiana, y el altar es el centro de la misa. El altar es un símbolo del poder de Jesucristo quien, según nos dice el Apocalipsis, se encuentra eternamente ejerciendo su sacerdocio desde uno de carácter divino. Altares, por lo tanto, los ha habido siempre en el cristianismo, entre otras cosas porque antes del cristianismo ya existían las aras votivas y sacrifiales, también con un hondo sentimiento teológico, a las que el altar cristiano no da sino continuidad; una continuidad, sin embargo, bastante sofisticada. El altar de nuestras iglesias, en realidad, ha pasado por cuatro fases históricas, que aquí os voy a intentar relatar.


En primer lugar encontramos, lógicamente, el altar primitivo. Si bien yo creo que es correcto decir que altares y aras son parientes cercanos (tan cercanos que, como veremos, unos se construyeron a partir de los otros), no creo que sea cierto decir que unos vienen de otros directamente. El origen más directo de los altares de las iglesias viene del hecho de que el cristianismo antiguo, de hondas raíces hebreas, tomó de la religión judía la costumbre, común entre muchas de las vertientes del judaísmo, de la celebración comunal alrededor de una mesa: la comida, pues, con un sentimiento religioso y de unidad. Ese primer significado se convierte, sobre todo desde Pablo, en un rito sacrifial, en una eucaristía en la que los fieles y sus sacerdotes recuerdan el momento del pacto de hierro de Jesucristo con sus seguidores, todo eso de comeréis mi cuerpo y beberéis mi sangre.

Inicialmente, pues, altar era toda aquella mesa en la que el obispo bendecía el pan del que luego cada uno de los comensales recibiría un cachito; precedente directo de la hostia. Sin embargo, como es claramente perceptible para cualquiera que haya estado una sola vez en una misa, muy pronto el culto agápico (la manduca) fue perdiendo peso en la liturgia, mientras que lo ganaba el culto mistérico relacionado con el milagro de que el pan y el vino se convirtiesen en el cuerpo y sangre del salvador. Ése fue el momento en el que el milagro eucarístico demandó de un lugar especial para desarrollarse, en recuerdo de la mensa dominica como la llama Pablo. Muy probablemente, al inicio esta mesa no fue sino el tribadion o mesa que había prácticamente en casi cualquier casa de nivel romana (algún día tenemos que hablar de esto: cómo los primeros cristianos romanos, que son los que dejaron impronta, comenzaron a reunirse no en sinagogas ni iglesias propiamente dichas, sino en casas de cristianos pijos; y cómo la distribución normal de las casas patricias condicionó la forma y estructura de las iglesias). Fue una evolución rapidísima, de apenas años. Todavía Minucio Félix le hace decir a Octavio, el cristiano: ara et delubra non habemus; (los cristianos) no tenemos altares ni santuarios. Sin embargo, pocos años después, ya es sospechable el uso de altares en las celebraciones, pues, al final del siglo II, las Acta Thomae ya describen el rito eucarístico. En la llamada capilla de los sacramentos del cementerio de Calixto hay una representación de la consagración que se está realizando sobre una simple mesa de tres patas. Lo que se ve sobre la mesa es un paz y un pez, lo cual sugiere que, en aquel momento, se consagraba todo lo que se iba a comer.


Estamos, pues, en una fase de la Historia en la que lo importante es el suceso en sí, no que se hiciese en un lugar determinado. El cristianismo era, por así decirlo, un cristianismo móvil. En la época en la que el cristianismo no tenía otra que ser móvil, esto es, durante las persecuciones romanas, los cristianos solían celebrar en los cementerios (no en las catacumbas; que los cristianos vivían o celebraban bajo tierra es uno de los errores más comunes del indocumentado); y, siendo así, las lápidas les servían de altares improvisados. Se buscaban, especialmente, las tumbas de los mártires de la causa; así lo sugiere el Papa Félix, que lo fue del 269 al 274, cuando decreta: hic constituit supra memorias martyrum missas celebrari; así se estableció la celebración de misas sobre los recuerdos de los mártires. Como veremos, este es un aspecto que quedará claramente estatuido durante mucho tiempo, tiempo durante el cual el deseo de la Iglesia es que no hubiese un altar sin sus reliquias.

En los tres primeros siglos de la era cristiana, por lo tanto, el altar era una mesa pequeña, de madera, de forma redonda o cuadrada, y que apenas tenía que tener la superficie para contener unas pocas cosas. Que eran de madera lo sabemos porque los relatos de algunos de los primeros conflictos entre los cristianos (por ejemplo, la querella donatista en África) provocaron que muchos altares fuesen quemados, y esos relatos nos han llegado. Agustín de Hipona nos cuenta, por ejemplo, como los agresores de Maximiano, obispo de Bagai, arrancaron los travesaños del altar de su iglesia y lo apalearon con ellos (que, la verdad, hay que ser muy cabrón). Atanasio de Alejandría acusa a los arrianos que irrumpieron en su iglesia para imponer a otro obispo de quemar el altar.

Con el tiempo, sin embargo, la madera fue sustituida por la piedra, si bien de forma muy lenta. El concilio de Epaón (canon 26) prohíbe ya la fabricación de altares de madera; pero que muchos fieles y obispos se miccionaron comme il faut en el dicho canon lo demuestra que, todavía en tiempos de los reyes carolingios, éstos tuvieron que volver a legislar la prohibición.

El altar entra, con Constantino en una etapa distinta, de oficialidad y desarrollo. En primer lugar, trata, como  hemos dicho, de abandonar la madera para pasarse a materiales más sólidos y caros, como la piedra o el mármol. En segundo lugar, se queda fijo al suelo, y de ahí ya no se ha movido. En tercer lugar, mantiene el espíritu decretado por el Papa Félix, pues la existencia del altar queda estrechísimamente ligada a la posesión de reliquias de los mártires. A lo mejor leyendo esto entenderéis por qué los siglos por venir fueron siglos de furor por las reliquias: eran fundamentales para fundar iglesias (y altares). En una parte no desdeñable, estos nuevos altares surgidos en el siglo IV, que son parte del desarrollo de la planta basilical, no son sino los viejos altares paganos a los que los cristianos dieron un nuevo uso; cummutatur in ecclesiae delubra, in altaria vertuntur arae (se convirtieron los santuarios en iglesias, las aras en altares), nos dice Pedro Crisógono en el siglo V.

En el siglo III, los cristianos habían desarrollado un importante culto a sus mártires, que fue explotado por la Iglesia, entre otras cosas porque la Iglesia oficial estaba muy afectada por la presión de los donatistas, quienes acusaban a los obispos de haber transado con las viejas persecuciones; había una necesidad propagandística de demostrar que la Iglesia no había estado con la casta, así pues, los muertos con violencia eran fundamentales para la propaganda. A inicios del siglo IV ya se producen las primeras listas oficiales de mártires, como el calendario filocaliano, y los trozos de sus vestidos, de sus huesos, empiezan a aparecer por doquier, en una moda que ya inició la madre del emperador Constantino quien, como sabemos, se allegó a Jerusalén y allí encontró trozos de la cruz en la que había muerto Jesús y hasta el router que había usado el salvador para enviarle a su padre el email en el que le reprocha haberlo abandonado. Por lo demás, hay dos elementos de lógica teológica para asociar el altar a los mártires. La primera, que si el altar representa al Cristo, de esta manera se expresa la comunión de los mártires con él. La segunda tiene que ver con la religiosidad que llamamos pagana de los grecorromanos; personas con hondas convicciones religiosas que, entre otras cosas, les llevaban a vivir en comunión con sus muertos constantemente; los tenían enterrados cerca de ellos, e incluso los alimentaban. Como la Iglesia nunca pretendió discontinuar esas creencias, las reliquias le vinieron muy bien para sustantivar la comunión de los primeros cristianos con otros muertos distintos de sus parientes, esto es, los mártires de la Iglesia.

Vinculado estrechamente, pues, el altar a las reliquias, éste adopta, en el siglo IV, tres formas fundamentales:

  • Una mesa de piedra cuadrada o casi cuadrada, ligeramente excavada y sostenida por una columna central o por cuatro columnas más pequeñas, normalmente sin decorar. Las reliquias solían colocarse al pie de la columna.
  • Un cubo perfecto o casi perfecto pero vacío en su interior, donde se colocaban las reliquias. En la parte anterior del cubo se abría una verja de hierro o de mármol con un agujero lo suficientemente grande para meter la mano y hacerle ofrendas a las reliquias (normalmente, pañuelos pequeñitos, de los que hablaremos más abajo otra vez).
  • De nuevo un cubo, pero macizo, directamente levantado sobre la tumba del mártir. Se dotaba al conjunto de unas escaleras laterales para bajar hasta la cella donde estaba la tumba. Es un modelo que os sonará a todos los que hayáis visitado, por ejemplo, la tumba de Santiago en la catedral compostelana.
Los maniqueos combatieron con durísimas palabras esta vinculación del altar con los restos de una persona, fuese mártir o mediopensionista.

La necesidad de reliquias para fundar iglesias hizo que pronto apareciese la competencia entre diócesis a ver cuál tenía los restos más molones y, lo que es más, las presiones para optimizar los restos de algunos mártires. Hasta el siglo VII por lo menos, sin embargo, Roma resistió estas últimas presiones, que en ocasiones fueron muy fuertes. En el año 519, por ejemplo, el emperador Justiniano solicitó del Papa Hormisdas reliquias de los apóstoles y de San Lorenzo para una iglesia; petición que fue denegada, como también la de la emperatriz Constantina a Alberto Magno cuando quiso quedarse con la cabeza de Pablo de Tarso.

Para poder atender esta demanda es por lo que se desarrollaron los brandea o palliola, esto es, pequeños pañuelos que habían tocado la tumba del mártir o se habían empapado en su sangre o, en su defecto, lamparillas de aceite que habían estado encendidas delante de su tumba. No era lo mismo, pero hacía las veces. Sin embargo, conforme la creación de iglesias inflacionó, ni esto servía, así pues llegó a decretarse (concretamente, en el concilio de Celchyth, Inglaterra, en el 816), que las reliquias podían sustituirse por la propia eucaristía, de forma que se enterraban en el altar hostias consagradas. Esta práctica se prohibió ya en el siglo XIV. 

En esta época, en todo caso, los altares siguen siendo, para nuestro gusto actual, modestos en sus dimensiones; no suelen pasar del metro de largo. El altar carece las más de las veces de las gradas de acceso que acabará teniendo. Y, además, como veremos, está situado algunos metros por delante de lo que estamos acostumbrados a verlo hoy.

En torno a los siglos VI-VII, a la Iglesia romana llegó la influencia bizantina, esto es de la gran Iglesia oriental, para la cual cosas como la orientación del culto tenían mucha más importancia que en occidente. Consecuencia de esta moda se instituyó que, siempre que la orientación de la iglesia lo permitiese, el sacerdote debía celebrar la misa mirando a oriente; lo cual, en la mayor parte de los casos, venía a suponer que tenía que oficiar de espaldas a los fieles. En la mayoría de las iglesias primitivas, la derecha del altar (punto de vista del celebrante) daba al mediodía; era el lado donde se leía el Evangelio y se colocaban los hombres (senatorium); la izquierda, que daba al norte, era para leer la epístola y para que se sentasen las mujeres (matroneo). Esta distribución no se varió aunque el sacerdote se diese la vuelta. Pero, digamos, esta novedad, unida a la liturgia en latín, no colaboró, que se diga, a que el personal se sintiese muy implicado en la liturgia misal; razón por la cual hizo falta publicar todos los cienes de cienes de misales y libros devocionales que hoy se pueden encontrar en las librerías de viejo, y que sólo son una pequeñísima parte de los que existieron.

El altar, lugar santo y puro, no puede albergar más cosas que las que fuesen necesarias para el sacrificio eucarístico. Cuando el emperador Constancio logró imponer la paz entre católicos y donatistas africanos, el gran problema de dicha paz acabó siendo que se iba a acordar delante de un altar y que en el mismo, al parecer, alguien quería colocar un busto del propio emperador.

Delante del altar, en la Roma cristiana, se celebraban la mayoría de los actos sociales y jurídicos de gran importancia: era delante del altar donde se manumitía a los esclavos (algo que encontraréis expresado en una inteligente comedia española, Stico), se ofrecía a los niños para el estado monástico o, en general, se refrendaba un juramento tocando el propio altar, amén de ventas, donaciones públicas... etc.

La Iglesia antigua era muy estricta a la hora de establecer que cada iglesia sólo podía tener un altar. Sin embargo esta norma, que en oriente fue respetada a rajatabla, en occidente comenzó a romperse en tiempos del Papa Símaco (mediados del siglo VI). Cuando el cristianismo se difundió en zonas rurales apareció, poco a poco, y por necesidades propias de unos fieles que tenían una vida complicadilla o tenían que hacer importantes desplazamientos, la costumbre de oficiar varias veces al día, incluso solapándose. Además, la entrada en las iglesias de las misas de difuntos, hasta entonces celebradas en el propio cementerio, introdujo la figura de la misa privada. Los altares comienzan, pues, a multiplicarse, pero todo parece indicar que lo hicieron en exceso. Una capitular carolingia, del año 805, estatuye que [arae] non superflua sint in ecclesia; esto es, legisla contra la construcción de altares sin ton ni son.

En su tercera evolución histórica, la del altar con retablo, éste comienza a tragarse sus propias palabras cuando decretaba que nada que no fuese lo necesario para el sacrificio eucarístico debería formar parte del altar. Hacia principios del siglo IX, muchos altares comienzan a sacar las reliquias de los santos de sus enterramientos o guardas, para colocarlas encima del propio altar. En el siglo siguiente, el culto de los santos crece exponencialmente y, como consecuencia, los restos de ellos y de los mártires salen de sus tumbas para ser colocados en el altar. Una costumbre que, sin embargo, no dejó de contar con opositores. Odón de Cluny, por ejemplo, relataba que los restos de la santa Walpurga dejaron de hacer milagros al ser colocados en el altar y que, posteriormente, la propia Virgen acabó por decirle a los sacerdotes que no debían de estar ahí.

La forma en que las reliquias afloraron del suelo solía ser en urnas que se colocaban en la parte posterior del altar, o en un retablo adosado al mismo; o, en otros curiosos casos, sobre un zócalo encima del propio altar, de forma que el sacerdote pasaba por debajo de las reliquias. Es lo que se llamaba elevare in altum. Alejandro III, cuando canonizó a Tomás de Canterbury, ordenó que su cuerpo fuese in aliqua capsa ponendus prout convenit, elevatis in altum; o sea, que lo pusieran en una urna como conviniese, pero elevado en alto.

El hecho de que las reliquias estuviesen a disposición del público en el altar levantó, enseguida, el peligro de que dicho altar se petase de turistas, creyentes y también rocapollas de paso. De aquí es de donde sale la costumbre de rodear el altar con unas columnas, o una celosía, normalmente con cortinas, que garantice un zona de exclusión sacerdotal, por así decirlo, alrededor de la mesa.

Los retablos nacen como solución para aquellas iglesias que no pueden exhibir reliquias porque no las tienen. A falta de pan, se conforman, pues, con las tortas de relatar escenas de la vida de Jesús o de los santos para general solaz. En un primer tiempo se colocaron, sobre todo, en altares auxilares colocados en los lados de la o las naves, fueron pequeños y móviles, porque lo que se buscaba era poder cambiarlos en diferentes momentos del año. El gótico los hizo ganar en tamaño, peso y durabilidad, y los colocó, finalmente, detrás del altar mayor. Con el Renacimiento y, sobre todo, el Barroco, puesto que los artistas tienen muy poco margen, si tienen alguno, para embellecer el altar en sí mismo, hacen crecer al retablo hasta las dimensiones increíbles que ha llegado a tener. Fue un proceso tan grande que, finalmente, para muchos fieles pasó a ser lo importante el retablo y no el altar; por lo demás, el altar, puesto que la iconografía a su alrededor se hacía cada vez más grande, también hubo de crecer, para convertirse en la ancha mesa rectangular que hoy conocemos.

Pero la consecuencia más clara del nacimiento y desarrollo del retablo fue que el altar cambiase de sitio. Hasta entonces había estado a la vista de todos, en el centro del ábside o en el crucero; pero ahora se movió hacia atrás, hasta el fondo del coro, y adosado al propio ábside. Fue un cambio muy jodido, pues contribuyó a convertir a los fieles en unos simples testigos de una liturgia que, hasta entonces, habían protagonizado. Los baldaquines que hasta entonces habían sido muy comunes dejaron de hacerse en la mayoría de los casos por suponer un estorbo excesivo a las celebraciones.

La última fase del altar es la que los expertos llaman de altar sagrario. De toda la vida, lo dice ya la Admonitio synodalis, la Iglesia ha querido que la píxide (normalmente conocida como copón) con las hostias consagradas estuviera siempre sobre el altar. Sin embargo, hacerlo así no era seguro y, por eso, durante los primeros siglos eran pocas las iglesias que cumplían esta prescripción, guardando las hostias en un arca de madera llamada propitiatorium.

Mateo Giberti, obispo de Verona en el siglo XVI, fue el gran impulsor de los sagrarios en las iglesias. Erigió una nueva iglesia, en el centro de cuyo altar colocó el sagrario. Carlos Borromeo, el santo genocida de la Iglesia de los pobres, los desvalidos y bla, siguió esa costumbre, y sacó el Santísimo Sacramento de las sacristías. De nuevo, la imaginación de los orfebres, las envidias entre obispos y, por qué no, el deseo sincero por parte de muchos creyentes de llevar a cabo las recomendaciones de Trento en el sentido de contestar a la sobriedad protestante con una superabundancia de arte hizo que, sobre todo en tiempos del Barroco, algunos sagrarios llegasen a ser tan grandes y bestiales que amenazaron con comerse al altar como ya habían amenazado los retablos. 

El altar, sin embargo, nunca desapareció, pues no podía desaparecer. Es la sede de la razón principal por la que un creyente va a misa; así pues, siempre estará ahí, curiosamente modesto en sus proporciones y adornos, a pesar de pertenecer a una tradición que lo ha alambicado y repujado absolutamente todo.

Y todo comenzó en un humilde taburete, en la casa de aquel patricio que decidió convertirse a la religión de los gentiles. Todo un viaje.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario