miércoles, noviembre 14, 2018

Después de Hitler (1: el Hundimiento)


Todo el mundo sabe que la segunda guerra mundial en Europa se acabó cuando el cancilller Adolf Hitler se suicidó en su búnker berlinés. Todo el mundo sabe eso, pero eso no quiere decir, ni de lejos, que lo que sabe sea cierto. Aunque mutatis mutandis se puede decir que cuando Hitler se suicidó la guerra estaba acabada (más precisamente: se suicidó porque la guerra estaba acabada), en realidad el proceso que llevó al armisticio fue tortuoso y difícil; tan difícil que provocó serias diferencias entre los aliados. Es un proceso bastante interesante sobre el que merece la pena echar un ojo. Yo, cuando menos, voy a intentar, en estas notas, echar el mío.
En el momento que Adolf Hitler se casa con Eva Braun y se suicida, las tropas soviéticas dominan ya todo Berlín excepto un pequeño sector alrededor de la cancillería, del Reichstag y la Puerta de Brandemburgo; y avanzan imparables por Checoslovaquia y Austria; en Viena forman un gobierno provisional controlado por ellos, tratando de repetir la jugada que han hecho en Polonia con el llamado gobierno de Lublin. Por su parte y al mismo tiempo, la vanguardia británica está cruzando el Elba a la altura de Lauenburgo, ya muy cerca de Hamburgo, y también avanza en Meklenburgo. Los franceses están centrados en liberar las últimas porciones de su territorio, cosa que están haciendo en la zona alpina. Las tropas estadounidenses, por su parte, avanzan hacia Baviera y Munich, en cuyo camino realizan la famosérrima liberación de Dachau.

Las posesiones de aliados y alemanes, sobre todo en el frente occidental, no son homogéneas. Los frentes parecen algo dibujado por un estratega nervioso en medio de un ataque de pánico. Por ejemplo, gran parte de los actuales Países Bajos siguen siendo de control alemán. Pero los mandos alemanes tienen muy claro lo que hay, puesto que rápidamente han pactado una tregua con los aliados para que éstos puedan bombardear a la población civil con alimentos que el Reich ya no puede proporcionarles. Son la Operación Manna y la Operación Chowhound, durante las cuales británicos y estadounidenses, respectivamente, riegan Holanda con 10.000 toneladas de papeo y priba. 

En Italia, el VIII ejército británico libera Venecia y la I División Acorazada estadounidense, Milán. Los alemanes, dueños reales de la península dada la poca confianza que tienen en el gobierno italiano, aceptan el fait accompli de que el país está ya fuera de su control, y aceptan pactar una rendición en Caserta, pacto que entrará en efecto el 2 de mayo de 1945. Caserta es muy importante para el final de la guerra, pues supone que 22 divisiones alemanas, situadas en la península pero también en Austria, bajen las armas y se rindan.

El 30 de abril, las fuerzas soviéticas han penetrado hasta el Reichstag. Aunque a los rusos les costará dos días dominar plenamente el edificio, están ya a tipo de piedra de la cancillería. A las seis de la mañana, el mayor general Wilhelm Mohnke es convocado para atender al canciller Adolf Hitler en el búnker de la Cancillería. Mohnke es, en ese momento, el jefe de las tropas cuya responsabilidad es defender las instalaciones gubernamentales del ataque ya muy cercano de los soviéticos. Ahora, sin embargo, le ordenan que entre en el dormitorio de su Führer.

El diálogo transcurre más o menos de la siguiente forma:
  • Mohnke, ¿cuánto tiempo podemos resistir?
  • 24 horas como mucho, mi Führer. No más. Los rusos han llegado a la Wilhelmstrasse y están avanzando por el túnel del U-Bahn, por debajo de la Friedrichstrasse. Dominan la mayor parte del Tiergarten y están llegando a la Postdamer Platz.
En ese momento Hitler, que mostraba una calma que sorprendió al militar, comenzó a hablar de política. De la decadencia inexorable de las democracias occidentales, que serían incapaces, decía, de contrarrestar el empuje del poder oriental comunista. Tras una hora de conversación, Hitler le ordenó al general que se marchara.

En realidad, el dato importante que para entonces tenía Hitler en la cabeza era que el traslado del XII Ejército, a las órdenes del general Walter Wenck, no podría, como se había pensado, abandonar el frente del Elba, donde se batía con los británicos, para allegarse a Berlín, estabilizando la situación en la capital. En esas circunstancias, la caída de la capital, y de la Cancillería, era cosa hecha.

A bastantes kilómetros de allí, en la ciudad francesa de Reims, el SHAEF (Supreme Headquarters of the Supreme Expeditionary Force), es decir el mando del frente aliado occidental, contemplaba la rápida caída de Berlín con escaso entusiasmo. Se ha especulado mucho sobre la escasa inteligencia de la inteligencia occidental en aquellas últimas semanas de la guerra; es difícil saber bien quién la cagó, pero lo que no parece difícil de defender es que alguien la cagó. Eisenhower, contra el criterio de Churchill, había prestado oídos a los enteradillos de su inteligencia militar que habían apostado por la ausencia de Hitler de Berlín. Sustancialmente, aquellos mendas se habían creído una serie de chorradas que los propios nazis se habían ocupado de difundir acerca de un potente refugio en el interior de las montañas bávaras, la mítica Guarida del Lobo. Un lugar donde mistabobos del presente y del futuro se harán progresivas pajas imaginando corredores subrrocosos con misiles de última generación, y esas cosas. El mando estadounidense creyó que avanzando hacia Baviera podría capturar a Hitler (de hecho, fueron ellos los que tomaron su famosérrima residencia de Berchtesgaden), y fue por eso por lo que le dejó a los soviéticos la pieza de Berlín (algo que Churchill calificó como el peor error de la guerra), y por lo que luego tuvieron que cambiar de dirección a pelo puta para poder llegar, cuando menos, a Turgau.

A pesar de sus prisas, obviamente no pudieron impedir que Berlín fuese pieza soviética. Es por ello que las noticias que aquella mañana escuchó Hitler del general Mohnke no les hicieran demasiada gracia.

Todo empezó, en realidad, el 22 de abril. Siguiendo costumbre que fue sostenida durante toda la guerra (a Hitler no le gustaba madrugar), la reunión de Estado Mayor para repasar la situación de los combates se celebra ese día a las tres y media de la tarde. La primera noticia que se conoce en esa reunión es que los soviéticos ya están campando por los distritos del norte de la ciudad. Por dos veces, un Adolf Hitler que ya no trata de esconder el movimiento constante de su mano derecha abandona la reunión para retirarse a sus aposentos privados. Cuando regresa de la segunda vez, llegan las noticias de que Félix Steiner, un general de la SS a quien se había encomendado un contraataque que pudiera estabilizar un poco la situación, ni siquiera ha podido realizarlo.

Ése es el momento, que muchos conocemos bien por la película El Hundimiento y por los muchos videos de coña que se han hecho con esa escena y que se pueden ver en Youtube; es el momento, digo, en el que Hitler ordena que salga todo el mundo de la sala, con la excepción del mariscal de campo Wilhelm Keitel, jefe supremo de las FFAA alemanas; el general Alfred Jodl, jefe de Estado Mayor; el general Hans Krebs (jefe de Estado Mayor del Ejército); el teniente general Wilhelm Burgdorf (adjunto a Hitler); Martín Bormann, en ese momento secretario general del NSDAP; y Gerhard Herrgeswell, estenógrafo, a quien por cierto poca gente cita. Una vez ante esa audiencia, Hitler estalla en su postrer acceso de ira, e himpla que todo el mundo le ha traicionado y que blablabla.

Es tras ese estallido, y no antes, cuando Hitler acepta por primera vez la idea de que la lucha no puede continuar hasta el final. Según Herrgeswell, automáticamente se centra en la idea de que va a morir en Berlín. La repite, según el estenógrafo, unas veinte veces, de forma compulsiva. Como veremos más adelante en estas notas, algunos días después, cuando tenga informaciones sobre la muerte de Benito Mussolini, confirmará estas impresiones y convicciones de una forma más personal.

Las personas que estaban en la sala interpretaron la reacción de su Führer no como el gesto de gallardía de un militar derrotado, sino como un serio ataque sicofísico. Fue la única explicación que encontró Herrgeswell, por ejemplo, para que un hombre que llevaba semanas terminando todas aquellas reuniones con la frase “lucharemos hasta el final del III Reich”, de repente asumiese la derrota y la muerte. El teniente general Burgdorf, cuando salió de la reunión, le dijo a uno de sus oficiales, Bernd Freytag von Loringhoven, que Hitler había tenido un ataque. Y tengo por mí que algo de eso tuvo que haber. Para Hitler tuvo que ser un shock de gran calibre saber que Steiner había desistido de realizar el ataque. Las SS eran un cuerpo instilado de nazismo, en realidad creado por el nazismo, que nunca se había detenido ante nada. Ni se había detenido ante la horrísona crueldad organizada de los campos de concentración, que ellos gestionaban; ni ante las brutalidades cometidas sobre todo en el frente oriental, donde asesinaron a bebés casi recién nacidos a hostias; ni ante nada. Tal y como yo lo veo, en la mente de Hitler, ordenarle a Steiner que avanzase los 15 kilómetros que separaban Eberswalde de su posición era darle una orden que no podía dejar de obedecer, aunque le costase hasta la última de las vidas de sus unidades. Steiner, sin embargo, renunció frente al obstáculo, y ni siquiera intentó saltarlo. Comprender que ya ni la SS le obedecía, y que ni siquiera tenía ya mandos como Himmler sobre los que actuar para ser obedecido, fue lo que, tal y como yo lo veo, le generó a Hitler esa sensación de soledad en la cual el suicidio era un mal menor.

Hay que decir, en todo caso, que no está claro que Hitler no llevase razón. A principios de aquel abril de 1945, Steiner había iniciado conversaciones secretas con otros mandos de la SS, Richard Hildebrandt y Otto Ohlendorf. Su intención era crear un nuevo gobierno alemán que firmase una paz sólo con los aliados occidentales, esto es, los que ellos consideraban que les iban a deparar mejor trato. Steiner había calculado que Himmler abrazaría la idea y que sería él quien se encargaría de quitar a Hitler de en medio de alguna manera. El general de la SS pretendía ofrecerle a los americanos un avance sencillo hasta el Elba, sin oposición, a cambio de que allí accediesen a consolidar el frente y permitir a los alemanes luchar contra los soviéticos. Estas intenciones de Steiner están en el origen del gesto de Himmler de abandonar la cancillería el 20 de abril y, desde las zonas más tranquilas del norte del país, iniciar conversaciones con británicos y estadounidenses.

Estos hechos hacen pensar que Steiner, tal vez, no realizó el contraataque porque no podía, pero también porque no quería.

Sea como sea, si cuando menos yo tengo que elegir entre creer que Hitler se suicidó para no ser atrapado por los soviéticos o creer que lo hizo porque pensaba que quienes dependían de él ya no le merecían, opto claramente por la segunda.

Keitel y Bormann trataron de convencer a Hitler de que cambiase de idea y se trasladase a Baviera; la evidencia de que alguien puso los medios para ello es la misión suicida realizada por Hanna Reitsch. Pero Hitler no quería seguir. Decía que eran sus interlocutores los que tendrían que ir al sur de Alemania y allí formar un gobierno que negociase. En ese momento confiaba en Göring para la misión.

Nunca tendremos muy claro lo que Hitler tenía en la cabeza cuando propugnaba esas cosas; pero lo que sí es un hecho es que, en las jornadas previas a su suicidio, se habían producido algunos hechos que podían hacer pensar a los alemanes que la posición de los aliados no era del todo monolítica. Göbels había venido insistiendo de tiempo atrás, y en esto demostraba mucha perspicacia, que Polonia sería un problema de primer nivel para los aliados en cuanto se pusieran a negociar (claro que él no podía esperar que uno de los negociantes fuese Bambi Roosevelt). Pero no era el único caso. El 11 de marzo, los aliados comenzaron en Suiza una negociación con el jefe de las SS Karl Wolf para acordar la rendición de Italia por los alemanes; una negociación de la que nunca sabremos a ciencia cierta qué sabía Hitler. En todo caso, los estadounidenses informaron a los soviéticos de los contactos, pero, a pesar de que lo solicitaron, no les dejaron enviar un observador. El detalle convenció a Stalin de que era posible que los aliados occidentales pactasen su propio final de la guerra, y consecuentemente comenzó una serie de maniobras para atraer a grupos nacionalistas polacos a la idea de que se uniesen a un gobierno de Polonia dirigido por los comunistas.

El plan de algunos alemanes que ya, para entonces, días antes de la muerte de Hitler, estaban pensando en algún tipo de acuerdo de paz, se vio seriamente frustrado por una decisión política tomada por el más político de todos los militares implicados en la lucha: Eisenhower. Ike, hay que suponer que muy influido por su Departamento de Estado en Washington, que entonces estaba en fase Stalin mola, dio la orden a las tropas occidentales de parar en el Elba. De dejar claro, pues, el ámbito de actuación de cada uno. Hubo, sí, excepciones. A Montgomery y su XXI Grupo de Ejército le dejó pasar el río hacia el norte para atacar los grandes puertos bálticos. Así pues, el ámbito de los occidentales quedó así: en el norte, Dinamarca y los puertos bálticos; en el centro, el Elba; en el sur, Baviera y Austria occidental. Pero cabe recordar que esta decisión se basó en informaciones falsas de inteligencia que apostaban porque Hitler estaba escondido en Baviera. Tenían un montón de documentación que así lo demostraba pero, al parecer, nunca se percataron de lo extraño de que fuera tanta. La mayoría había sido fabricada en el ministerio de Göbels.

Esta decisión, que dejaba Berlín en manos de los soviéticos, tenía sin embargo otras razones. El general Omar Bradley, que era el colaborador más estrecho de Eisenhower, había calculado que tomar Berlín costaría unas 100.000 bajas, y consideraba ese precio demasiado alto. Estados Unidos, pues, le dejó Berlín a Stalin, literalmente, para que el soviético siguiera erosionando su propio ejército a base de darse de cabezazos contra un enemigo que, vencido y todo, seguía siendo temible. Stalin se dio cuenta de la jugada y, por eso, ordenó a sus generales, Georgui Zhukov e Iván Konev, la toma inmediata de Berlín. El asalto se programó para el 16 de abril. Ambos, avanzando por el norte y por el sur, rodearon la capital en apenas siete días.

Contrariamente a lo que había pensado Bradley, en realidad los alemanes estaban en una situación muy precaria. El general Helmuth Weidling, comandante del LVI Panzer Corp, fue nombrado comandante de la ciudad exactamente el día en que tenía que haber sido fusilado por orden de Hitler, por retirarse frente al avance enemigo. El 23 de abril, cuando fue nombrado, Weidling tenía 45.000 soldados regulares, los efectivos de la policía de la ciudad, los de las Juventudes Hitlerianas y cerca de 40.000 miembros de la Volkssturm. Con esos mimbres tenía que defenderse de unas tropas que octuplicaban esos recursos, mucho mejor abastecidas. Difícilmente tenían esos soldados la capacidad de generarle 100.000 bajas a nadie. Hay que tener en cuenta, además, que esa misma unidad Panzer era la responsable del hecho militar más deleznable de la segunda guerra mundial, como fue la infección deliberada de 50.000 civiles de tifus, que fueron dejados en una especie de campos de concentración en la región de Parichi para que el Ejército Rojo se los encontrase en su avance y tuviera que detenerse y, si es posible, se infectase. Los rusos les tenían ganas.

El 28 de abril, un batallón de cadetes navales consiguió entrar en Berlín. Era un envío del almirante Dönitz que pretendía elevar la moral de los sitiados. Pero daba ya igual. Fue ese día cuando Weidling se dio cuenta de que la primera línea de defensa alemana estaba formada por adolescentes de las Juventudes Hitlerianas. Ordenó que se desmantelase, pero esa orden, en realidad, nunca se llevó a cabo.

Aquel día, Hitler supo que Göring, que estaba en Obersalzberg en Baviera, estaba intentando tomar el mando de la cancillería para quitarlo de en medio. Ordenó su arresto. También supo que Himmler estaba negociando por su cuenta con los estadounidenses y británicos; hizo detener a su enlace en Berlín, Hermann Fegelein, y lo hizo fusilar.

El 29 por la mañana, Hitler se casó con Eva Braun y estuvo arreglando sus testamentos. En esa jornada, expulsó a Göring y a Himmler del NSDAP. Casi sin acólitos ya, pero impresionado por el detalle de Dönitz del día anterior, decidió designarlo su sucesor.

Traudl Junge, la secretaria de Hitler, escribió a máquina las tres copias del testamento de Hitler. Al parecer, las constantes interrupciones de Hitler, Bormann y Göbels provocaron que terminase más tarde de lo que hubiera podido. De esas tres copias, una fue enviada a Dönitz; la otra al mariscal de campo Ferdinand Schörner en Checoslovaquia. Schörner era uno de esos jefes militares que profesaba una absoluta lealtad a la ideología nazi (o sea: un militar como la gente pobremente informada cree que eran todos los militares alemanes), y por esta razón Hitler había decidido nombrarlo jefe supremo de las Fuerzas Armadas.

A partir de ese momento, según Junge, el momento de la muerte de Hitler dependió únicamente de la confirmación de que alguno de esos dos documentos había llegado a su destino. Eva Braun expresó su deseo de morir con su marido, y éste no se negó. A partir del momento en que terminó la reunión, todo lo que le preocupaba al Canciller era que hubiese suficiente gasolina para quemar su cuerpo. Los dos esposos se retiraron a sus aposentos a las tres de la tarde, y se suicidaron. Quince minutos después, los dos cuerpos fueron quemados en el agujero de un obús, en el jardín de la Cancillería.

Había llegado el momento de limpiar la mierda; en la medida de lo posible.

1 comentario:

  1. Hola, sobre la parte de "Las personas que estaban en la sala interpretaron la reacción de su Führer no como el gesto de gallardía de un militar derrotado", los propios aliados ya sabían que Hitler tenía un trastorno de personalidad y sacaron partido de él. Que tomara el mando de las operaciones en Rusia, que los aliados persiguieran una derrota total sin armisticio ni "puñalada en la espalda", en todo momento el propio Hitler les venía a mano a sus propósitos.

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