Todo el mundo sabe que la segunda
guerra mundial en Europa se acabó cuando el cancilller Adolf Hitler
se suicidó en su búnker berlinés. Todo el mundo sabe eso, pero eso
no quiere decir, ni de lejos, que lo que sabe sea cierto. Aunque
mutatis mutandis se puede
decir que cuando Hitler se suicidó la guerra estaba acabada (más
precisamente: se suicidó porque la
guerra estaba acabada), en realidad el proceso que llevó al
armisticio fue tortuoso y difícil; tan difícil que provocó serias diferencias entre los aliados. Es un proceso bastante interesante sobre el que
merece la pena echar un ojo. Yo, cuando menos, voy a intentar, en
estas notas, echar el mío.
Las
posesiones de aliados y alemanes, sobre todo en el frente occidental,
no son homogéneas. Los frentes parecen algo dibujado por un estratega nervioso en medio de un ataque de pánico. Por ejemplo, gran parte de los actuales Países
Bajos siguen siendo de control alemán. Pero los mandos alemanes
tienen muy claro lo que hay, puesto que rápidamente han pactado una
tregua con los aliados para que éstos puedan bombardear a la
población civil con alimentos que el Reich ya no puede
proporcionarles. Son la Operación Manna y la Operación Chowhound,
durante las cuales británicos y estadounidenses, respectivamente,
riegan Holanda con 10.000 toneladas de papeo y priba.
En Italia, el VIII ejército británico libera Venecia y la I División Acorazada estadounidense, Milán. Los alemanes, dueños reales de la península dada la poca confianza que tienen en el gobierno italiano, aceptan el fait accompli de que el país está ya fuera de su control, y aceptan pactar una rendición en Caserta, pacto que entrará en efecto el 2 de mayo de 1945. Caserta es muy importante para el final de la guerra, pues supone que 22 divisiones alemanas, situadas en la península pero también en Austria, bajen las armas y se rindan.
En Italia, el VIII ejército británico libera Venecia y la I División Acorazada estadounidense, Milán. Los alemanes, dueños reales de la península dada la poca confianza que tienen en el gobierno italiano, aceptan el fait accompli de que el país está ya fuera de su control, y aceptan pactar una rendición en Caserta, pacto que entrará en efecto el 2 de mayo de 1945. Caserta es muy importante para el final de la guerra, pues supone que 22 divisiones alemanas, situadas en la península pero también en Austria, bajen las armas y se rindan.
El 30 de abril, las
fuerzas soviéticas han penetrado hasta el Reichstag. Aunque a los
rusos les costará dos días dominar plenamente el edificio, están
ya a tipo de piedra de la cancillería. A las seis de la mañana, el
mayor general Wilhelm Mohnke es convocado para atender al canciller
Adolf Hitler en el búnker de la Cancillería. Mohnke es, en ese
momento, el jefe de las tropas cuya responsabilidad es defender las
instalaciones gubernamentales del ataque ya muy cercano de los
soviéticos. Ahora, sin embargo, le ordenan que entre en el
dormitorio de su Führer.
El diálogo
transcurre más o menos de la siguiente forma:
- Mohnke, ¿cuánto tiempo podemos resistir?
- 24 horas como mucho, mi Führer. No más. Los rusos han llegado a la Wilhelmstrasse y están avanzando por el túnel del U-Bahn, por debajo de la Friedrichstrasse. Dominan la mayor parte del Tiergarten y están llegando a la Postdamer Platz.
En ese momento
Hitler, que mostraba una calma que sorprendió al militar, comenzó a
hablar de política. De la decadencia inexorable de las democracias
occidentales, que serían incapaces, decía, de contrarrestar el
empuje del poder oriental comunista. Tras una hora de conversación,
Hitler le ordenó al general que se marchara.
En realidad, el
dato importante que para entonces tenía Hitler en la cabeza era que
el traslado del XII Ejército, a las órdenes del general Walter
Wenck, no podría, como se había pensado, abandonar el frente del
Elba, donde se batía con los británicos, para allegarse a
Berlín, estabilizando la situación en la capital. En esas
circunstancias, la caída de la capital, y de la Cancillería, era
cosa hecha.
A bastantes
kilómetros de allí, en la ciudad francesa de Reims, el SHAEF
(Supreme Headquarters of the Supreme Expeditionary Force), es decir
el mando del frente aliado occidental, contemplaba la rápida caída
de Berlín con escaso entusiasmo. Se ha especulado mucho sobre la escasa inteligencia de la inteligencia occidental en aquellas últimas
semanas de la guerra; es difícil saber bien quién la cagó, pero lo que no parece difícil de defender es que alguien la cagó. Eisenhower, contra el criterio de Churchill, había
prestado oídos a los enteradillos de su inteligencia militar que
habían apostado por la ausencia de Hitler de Berlín.
Sustancialmente, aquellos mendas se habían creído una serie de
chorradas que los propios nazis se habían ocupado de difundir acerca
de un potente refugio en el interior de las montañas bávaras, la
mítica Guarida del Lobo. Un lugar donde mistabobos del presente y
del futuro se harán progresivas pajas imaginando corredores
subrrocosos con misiles de última generación, y esas cosas. El mando estadounidense creyó que avanzando hacia Baviera podría
capturar a Hitler (de hecho, fueron ellos los que tomaron su
famosérrima residencia de Berchtesgaden), y fue por eso por lo que le dejó a
los soviéticos la pieza de Berlín (algo que Churchill calificó
como el peor error de la guerra), y por lo que luego tuvieron que
cambiar de dirección a pelo puta para poder llegar, cuando menos, a
Turgau.
A pesar de sus
prisas, obviamente no pudieron impedir que Berlín fuese pieza
soviética. Es por ello que las noticias que aquella mañana escuchó
Hitler del general Mohnke no les hicieran demasiada gracia.
Todo empezó, en
realidad, el 22 de abril. Siguiendo costumbre que fue sostenida
durante toda la guerra (a Hitler no le gustaba madrugar), la reunión
de Estado Mayor para repasar la situación de los combates se celebra
ese día a las tres y media de la tarde. La primera noticia que se
conoce en esa reunión es que los soviéticos ya están campando por
los distritos del norte de la ciudad. Por dos veces, un Adolf Hitler
que ya no trata de esconder el movimiento constante de su mano
derecha abandona la reunión para retirarse a sus aposentos privados.
Cuando regresa de la segunda vez, llegan las noticias de que Félix
Steiner, un general de la SS a quien se había encomendado un
contraataque que pudiera estabilizar un poco la situación, ni
siquiera ha podido realizarlo.
Ése es el momento,
que muchos conocemos bien por la película El Hundimiento y
por los muchos videos de coña que se han hecho con esa escena y que
se pueden ver en Youtube; es el momento, digo, en el que Hitler
ordena que salga todo el mundo de la sala, con la excepción del
mariscal de campo Wilhelm Keitel, jefe supremo de las FFAA alemanas;
el general Alfred Jodl, jefe de Estado Mayor; el general Hans Krebs (jefe de Estado Mayor del Ejército); el teniente general Wilhelm Burgdorf (adjunto a
Hitler); Martín Bormann, en ese momento secretario general del
NSDAP; y Gerhard Herrgeswell, estenógrafo, a quien por cierto poca gente cita. Una vez ante esa
audiencia, Hitler estalla en su postrer acceso de ira, e himpla que todo el mundo le ha
traicionado y que blablabla.
Es tras ese
estallido, y no antes, cuando Hitler acepta por primera vez la idea
de que la lucha no puede continuar hasta el final. Según
Herrgeswell, automáticamente se centra en la idea de que va a morir
en Berlín. La repite, según el estenógrafo, unas veinte veces, de
forma compulsiva. Como veremos más adelante en estas notas, algunos días después, cuando tenga informaciones sobre la muerte de Benito Mussolini, confirmará estas impresiones y convicciones de una forma más personal.
Las personas que
estaban en la sala interpretaron la reacción de su Führer no como el gesto de
gallardía de un militar derrotado, sino como un serio ataque
sicofísico. Fue la única explicación que encontró Herrgeswell,
por ejemplo, para que un hombre que llevaba semanas terminando todas
aquellas reuniones con la frase “lucharemos hasta el final del III
Reich”, de repente asumiese la derrota y la muerte. El teniente
general Burgdorf, cuando salió de la reunión, le dijo a uno de sus
oficiales, Bernd Freytag von Loringhoven, que Hitler había tenido un
ataque. Y tengo por mí que algo de eso tuvo que haber. Para Hitler
tuvo que ser un shock de gran calibre saber que Steiner había
desistido de realizar el ataque. Las SS eran un cuerpo instilado de
nazismo, en realidad creado por el nazismo, que nunca se había
detenido ante nada. Ni se había detenido ante la horrísona crueldad
organizada de los campos de concentración, que ellos gestionaban; ni
ante las brutalidades cometidas sobre todo en el frente oriental,
donde asesinaron a bebés casi recién nacidos a hostias; ni ante
nada. Tal y como yo lo veo, en la mente de Hitler, ordenarle a
Steiner que avanzase los 15 kilómetros que separaban Eberswalde de
su posición era darle una orden que no podía dejar de obedecer,
aunque le costase hasta la última de las vidas de sus unidades.
Steiner, sin embargo, renunció frente al obstáculo, y ni siquiera
intentó saltarlo. Comprender que ya ni la SS le obedecía, y que ni
siquiera tenía ya mandos como Himmler sobre los que actuar para ser
obedecido, fue lo que, tal y como yo lo veo, le generó a Hitler esa
sensación de soledad en la cual el suicidio era un mal menor.
Hay que decir, en
todo caso, que no está claro que Hitler no llevase razón. A
principios de aquel abril de 1945, Steiner había iniciado
conversaciones secretas con otros mandos de la SS, Richard
Hildebrandt y Otto Ohlendorf. Su intención era crear un nuevo
gobierno alemán que firmase una paz sólo con los aliados
occidentales, esto es, los que ellos consideraban que les iban a deparar mejor
trato. Steiner había calculado que Himmler abrazaría la idea y que
sería él quien se encargaría de quitar a Hitler de en medio de
alguna manera. El general de la SS pretendía ofrecerle a los
americanos un avance sencillo hasta el Elba, sin oposición, a cambio
de que allí accediesen a consolidar el frente y permitir a los
alemanes luchar contra los soviéticos. Estas intenciones de Steiner
están en el origen del gesto de Himmler de abandonar la cancillería
el 20 de abril y, desde las zonas más tranquilas del norte del país,
iniciar conversaciones con británicos y estadounidenses.
Estos hechos hacen
pensar que Steiner, tal vez, no realizó el contraataque porque no
podía, pero también porque no quería.
Sea como sea, si
cuando menos yo tengo que elegir entre creer que Hitler se suicidó
para no ser atrapado por los soviéticos o creer que lo hizo porque
pensaba que quienes dependían de él ya no le merecían, opto
claramente por la segunda.
Keitel y Bormann
trataron de convencer a Hitler de que cambiase de idea y se
trasladase a Baviera; la evidencia de que alguien puso los medios
para ello es la misión suicida realizada por Hanna Reitsch. Pero Hitler no quería seguir. Decía que eran sus interlocutores los
que tendrían que ir al sur de Alemania y allí formar un gobierno
que negociase. En ese momento confiaba en Göring para la misión.
Nunca tendremos muy
claro lo que Hitler tenía en la cabeza cuando propugnaba esas cosas;
pero lo que sí es un hecho es que, en las jornadas previas a su
suicidio, se habían producido algunos hechos que podían hacer
pensar a los alemanes que la posición de los aliados no era del todo
monolítica. Göbels había venido insistiendo de tiempo atrás, y en
esto demostraba mucha perspicacia, que Polonia sería un problema de
primer nivel para los aliados en cuanto se pusieran a negociar (claro
que él no podía esperar que uno de los negociantes fuese Bambi
Roosevelt). Pero no era el único caso. El 11 de marzo, los aliados
comenzaron en Suiza una negociación con el jefe de las SS Karl Wolf
para acordar la rendición de Italia por los alemanes; una
negociación de la que nunca sabremos a ciencia cierta qué sabía
Hitler. En todo caso, los estadounidenses informaron a los soviéticos
de los contactos, pero, a pesar de que lo solicitaron, no les dejaron
enviar un observador. El detalle convenció a Stalin de que era
posible que los aliados occidentales pactasen su propio final de la
guerra, y consecuentemente comenzó una serie de maniobras para
atraer a grupos nacionalistas polacos a la idea de que se uniesen a
un gobierno de Polonia dirigido por los comunistas.
El plan de algunos
alemanes que ya, para entonces, días antes de la muerte de Hitler,
estaban pensando en algún tipo de acuerdo de paz, se vio seriamente
frustrado por una decisión política tomada por el más
político de todos los militares implicados en la lucha: Eisenhower.
Ike, hay que suponer que muy influido por su Departamento de Estado
en Washington, que entonces estaba en fase Stalin mola, dio la orden
a las tropas occidentales de parar en el Elba. De dejar claro, pues,
el ámbito de actuación de cada uno. Hubo, sí, excepciones. A
Montgomery y su XXI Grupo de Ejército le dejó pasar el río hacia
el norte para atacar los grandes puertos bálticos. Así pues, el
ámbito de los occidentales quedó así: en el norte, Dinamarca y los
puertos bálticos; en el centro, el Elba; en el sur, Baviera y
Austria occidental. Pero cabe recordar que esta decisión se basó en
informaciones falsas de inteligencia que apostaban porque Hitler
estaba escondido en Baviera. Tenían un montón de documentación que
así lo demostraba pero, al parecer, nunca se percataron de lo
extraño de que fuera tanta. La mayoría había sido fabricada en el
ministerio de Göbels.
Esta decisión, que
dejaba Berlín en manos de los soviéticos, tenía sin embargo otras
razones. El general Omar Bradley, que era el colaborador más
estrecho de Eisenhower, había calculado que tomar Berlín costaría
unas 100.000 bajas, y consideraba ese precio demasiado alto. Estados
Unidos, pues, le dejó Berlín a Stalin, literalmente, para que el
soviético siguiera erosionando su propio ejército a base de darse
de cabezazos contra un enemigo que, vencido y todo, seguía siendo
temible. Stalin se dio cuenta de la jugada y, por eso, ordenó a sus
generales, Georgui Zhukov e Iván Konev, la toma inmediata de Berlín.
El asalto se programó para el 16 de abril. Ambos, avanzando por el
norte y por el sur, rodearon la capital en apenas siete días.
Contrariamente a lo
que había pensado Bradley, en realidad los alemanes estaban en una
situación muy precaria. El general Helmuth Weidling, comandante del
LVI Panzer Corp, fue nombrado comandante de la ciudad exactamente el
día en que tenía que haber sido fusilado por orden de Hitler, por
retirarse frente al avance enemigo. El 23 de abril, cuando fue
nombrado, Weidling tenía 45.000 soldados regulares, los efectivos de
la policía de la ciudad, los de las Juventudes Hitlerianas y cerca
de 40.000 miembros de la Volkssturm. Con esos mimbres tenía
que defenderse de unas tropas que octuplicaban esos recursos, mucho
mejor abastecidas. Difícilmente tenían esos soldados la capacidad
de generarle 100.000 bajas a nadie. Hay que tener en cuenta, además,
que esa misma unidad Panzer era la responsable del hecho militar más
deleznable de la segunda guerra mundial, como fue la infección
deliberada de 50.000 civiles de tifus, que fueron dejados en una
especie de campos de concentración en la región de Parichi para que
el Ejército Rojo se los encontrase en su avance y tuviera que
detenerse y, si es posible, se infectase. Los rusos les tenían
ganas.
El 28 de abril, un
batallón de cadetes navales consiguió entrar en Berlín. Era un
envío del almirante Dönitz que pretendía elevar la moral de los
sitiados. Pero daba ya igual. Fue ese día cuando Weidling se dio
cuenta de que la primera línea de defensa alemana estaba formada por
adolescentes de las Juventudes Hitlerianas. Ordenó que se
desmantelase, pero esa orden, en realidad, nunca se llevó a cabo.
Aquel día, Hitler
supo que Göring, que estaba en Obersalzberg en Baviera, estaba
intentando tomar el mando de la cancillería para quitarlo de en
medio. Ordenó su arresto. También supo que Himmler estaba
negociando por su cuenta con los estadounidenses y británicos; hizo
detener a su enlace en Berlín, Hermann Fegelein, y lo hizo fusilar.
El 29 por la
mañana, Hitler se casó con Eva Braun y estuvo arreglando sus
testamentos. En esa jornada, expulsó a Göring y a Himmler del
NSDAP. Casi sin acólitos ya, pero impresionado por el detalle de
Dönitz del día anterior, decidió designarlo su sucesor.
Traudl Junge, la
secretaria de Hitler, escribió a máquina las tres copias del
testamento de Hitler. Al parecer, las constantes interrupciones de
Hitler, Bormann y Göbels provocaron que terminase más tarde de lo
que hubiera podido. De esas tres copias, una fue enviada a Dönitz;
la otra al mariscal de campo Ferdinand Schörner en Checoslovaquia.
Schörner era uno de esos jefes militares que profesaba una absoluta
lealtad a la ideología nazi (o sea: un militar como la gente
pobremente informada cree que eran todos los militares
alemanes), y por esta razón Hitler había decidido nombrarlo jefe
supremo de las Fuerzas Armadas.
A partir de ese
momento, según Junge, el momento de la muerte de Hitler dependió
únicamente de la confirmación de que alguno de esos dos documentos
había llegado a su destino. Eva Braun expresó su deseo de morir con
su marido, y éste no se negó. A partir del momento en que terminó
la reunión, todo lo que le preocupaba al Canciller era que hubiese
suficiente gasolina para quemar su cuerpo. Los dos esposos se
retiraron a sus aposentos a las tres de la tarde, y se suicidaron.
Quince minutos después, los dos cuerpos fueron quemados en el
agujero de un obús, en el jardín de la Cancillería.
Había llegado el
momento de limpiar la mierda; en la medida de lo posible.
Hola, sobre la parte de "Las personas que estaban en la sala interpretaron la reacción de su Führer no como el gesto de gallardía de un militar derrotado", los propios aliados ya sabían que Hitler tenía un trastorno de personalidad y sacaron partido de él. Que tomara el mando de las operaciones en Rusia, que los aliados persiguieran una derrota total sin armisticio ni "puñalada en la espalda", en todo momento el propio Hitler les venía a mano a sus propósitos.
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