En contra de lo que suele creer el
español, o el observador de España, desde el balcón del presente,
Carlos II fue, probablemente, uno de los dos o tres reyes de España
más queridos por los españoles. Para nosotros, ese hombre medio
contrahecho y decididamente feo es un cero a la izquierda en la
Historia de España, y marca el final humillante de una dinastía que
tal vez reinó en España demasiado tiempo. Pero para los españoles
de su época no era nada de eso.
Los españoles del denominado Siglo de
Oro eran decididamente regalistas; absolutistas, podemos decir. En
las Cortes de 1614, una reunión que tardaría 170 años en volver a
producirse, se produjo la iniciativa por parte de uno de los tres
Estados para afirmar, sin sombra de mácula, el carácter divino de
la monarquía española. Ese Estado, al contrario de lo que pensarán
muchos, no fue la nobleza, ni tampoco el clero: fue el tercer Estado,
el pueblo llano. Yo ya sé que analizar superficialmente las raíces
del absolutismo es muy fácil, todo eso de los reyes dominantes con
la ayuda de la nobleza y de los curas; pero, la verdad, en no pocos
casos, y España era uno de ellos, el absolutismo era todo lo
contrario. Era el pacto entre el pueblo y su rey para que el segundo
protegiese al primero de los otros dos actores de la nación, siempre
proclives a construir poder, y hacer la guerra, por su cuenta.
Es importante entender, para comprender
asimismo la figura de Carlos III, que, en el siglo XVIII, y
recogiendo esta honda tradición que se consolidó en el siglo
anterior, la ambición reformista o, diríamos hoy, el progresismo,
es fundamentalmente defendida y alentada por los absolutistas.
Prácticamente ninguno, por no decir ninguno, de los arbitristas que
durante esos años diseñan esquemas y estrategias para solventar los
males de la nación española, cuestionan el hecho de que el rey debe
ser eje e impulsor de dichas estrategias. Lo contrario equivale a hacer algo que hacen todos los guionistas de cine y televisión e incluso algunos historiadores; encalomarle al pasado modos de pensamiento del presente. Algo que para lo único que sirve es para que el pasado se diluya en una mierda blanda que ya no se parece a nada, mucho menos a la realidad.
El pueblo español, en el siglo XVIII,
lleva ya doscientos años viendo a su gobierno hacer cosas y no
resolver nada; y la única creencia que le ha quedado tras una
experiencia tan proclive al escepticismo, es la figura del rey. Los
reyes, sin embargo, son hombres, lo cual quiere decir que unas veces
son gilipollas y otras, súper gilipollas. Carlos III, sin embargo,
fue, cuando menos en parte, una excepción a esa regla del
absolutismo en la que se ve a un pueblo que se ilusiona con una real
persona que luego resulta no merecer tales admiraciones.
El futuro Carlos III fue el primero de
los siete hijos que Felipe V, el primer rey Borbón, tuvo con su
segunda esposa, Isabel de Farnesio. Así pues, cuando nació Carlos,
la cola del poder era larga de cojones: de su primer esponsal con María Luisa
Gabriela de Saboya, el rey había tenido al infante don Luis,
heredero de la corona; y los infantes don Felipe y don Fernando, prevalentes también en la sucesión. Por
lo tanto, cuando nació Carlos, en Bet 365 las apuestas de que algún
día sería rey de España se pagaban a 5.000 euros el euro.
Carlos, como era costumbre, no nació
sólo. En el momento del parto, en la alcoba de la reina en el
Palacio Real, se encontraban presentes, pues así lo había
determinado el padre, todos los consejeros de Estado y el embajador de
Francia, entre otros. El alumbramiento se produjo el 20 de enero de
1716, entre las tres y las cuatro de la mañana. Pocas horas después,
ya en los brazos de Isabel Ramírez, su nodriza, recibió el bautismo
en la misma habitación donde había nacido. Como era costumbre
entonces en la monarquía española, el niño fue confiado al cuidado
sólo de mujeres hasta los siete años, momento en que serían los
hombres los que tomaran su educación. Fue su aya la marquesa de
Montehermoso, que ya lo había sido de don Luis, una mujer a la que
Carlos profesaría un cariño sin ambages durante toda su vida.
Casi inmediatamente después de tener a
Carlos, la reina se quedó preñada de nuevo y alumbró a un niño,
el infante Francisco, que vivió apenas unos días. Dos años y tres
meses después de haber nacido el futuro rey, la reina tuvo otro
vástago, en este caso una niña, a la que pusieron María Ana.
Cuando Carlos III tenía cuatro años,
su vida cambió de forma relevante, aunque él no se dio cuenta. Fue
en dicha fecha, 1720, cuando España se integró en la llamada
Cuádruple Alianza; en el marco de esta gran unión diplomática,
España renunció ante Austria, Francia e Inglaterra a la posesión
del reino de Sicilia, que en la guerra de Sucesión había hecho suyo
el Imperio; además de adjuntarle Toscana, Parma y Placencia. En el
acta de renuncia se introdujo una provisión por la cual el emperador
aceptaba que el primogénito de la reina de España acabase por
reinar aquellos Estados en el caso de que se agotase la descendencia
real masculina en los mismos. Isabel de Farnesio, pues, había
conseguido movilizar a los diplomáticos españoles para conseguirle
una posible gavela a su hijo Carlos, que ella sabía bien había
nacido casi totalmente apartado del trono de España; si la genética
echaba una mano, finalmente su hijo podría llegar a ser rey, que
era, al fin y al cabo, aquello para lo que había nacido.
El pesimismo de Isa Farne sobre las
pretensiones de su hijo a la Corona de España, sin embargo, era un
tanto precipitado. Aquel mismo año, don Felipe falleció de
tuberculosis y meningitis. En un ejercicio un tanto macabro que
siempre me ha costado entender (pero que mucha gente hacía entonces:
sin ir más lejos, mis abuelos con mi padre), cuando Isabel tuviese un
hijo más en marzo de aquel año, los padres decidieron ponerle el
nombre del finado; así pues, ya tenemos aquí a un segundo Felipe,
que no a un Felipe segundo.
Conforme las previsiones, en 1723 el
joven Carlos fue separado de las mujeres que lo habían criado. Se le
puso cuarto propio en el palacio de El Escorial. No debieron ser años
muy felices para el infante. Era muy joven, sus hermanos mayores eran
muy mayores y, la verdad, el palacio de El Escorial es un sitio
estupendo para visitarlo como turista; pero vivir allí tiene que ser más aburrido que charlar con un huevo duro durante seis años. No es ninguna tontería considerar que fue en esa época
cuando Carlos comenzó a forjar su carácter retraído y meticuloso,
alejado de las alharacas y las diversiones urbanas, que con el tiempo tendrían que soportar todos los españoles.
A los seis años de edad, un año antes de su destete moral, le fue comunicada a Carlos la filiación de la que sus padres
habían decidido sería su mujer: la princesa de Beaujolais, quinta
hija del duque de Orléans, regente de Francia, y hermana de la mujer
de don Luis, el príncipe de Asturias. En otras palabras: colocaron
bien al niño, pero no, desde luego, con una novia de primer nivel;
una prueba más de que los padres nunca pensaron que el rapaz fuese a
ser el dueño de las llaves del Palacio Real. Poco después, la novia
llegó a España; tenía ocho años. Debió de ser un noviazgo de lo
más casto.
Como es bien sabido, un año después
de comenzar Carlos a ser educado por hombres, Felipe V, considerando que lo tenía
ya todo atado y bien atado, renunció a la Corona en favor de su hijo
Luis. Luis I ha dejado muy poco rastro en la Historia de España.
Tenía 17 años cuando le cayó el marrón y era, la verdad, bastante
retraído. La que sí era un pendón era su mujer, Isabel de Orléans,
quien tuvo que ser abroncada por el rey padre por cosas como robar
fruta. El 31 de agosto de 1724, sin embargo, Luis I, tras una viruela
atroz, se murió tras un padecimiento de apenas diez días. El
Consejo de Castilla, renuente a hacer correr el escalafón en favor
de don Fernando, que para entonces ya mostraba bastantes signos de estar tolili, acabó convenciendo al rey emérito para que dejase
de serlo y que por lo tanto regresase a la Corona e hiciese jurar a
Fernando como príncipe de Asturias.
Para Felipe V, regresar a la Corona no
debió de ser ninguna buena noticia. Para entonces, liberado de las
obligaciones del cargo, había empezado a dejarse llevar por sus
tendencias atrabiliarias (por no hablar de locura) y llevaba una
existencia muy extraña, despierto toda la noche y durmiendo casi
todo el día, que lógicamente le sería difícil mantener ahora.
Además, ese mismo año se llevó el gran disgusto de que el Louvre
le hiciera el feo de rechazar a su hija María Ana como mujer de Luis
XV, como se había pactado; ya que a los diplomáticos franceses, que
probablemente consideraban que la fidelidad de España ya estaba
garantizada con un Anjou en la Corona, prefirieron casarlo con la
princesa polaca María Leszczynska. El Palacio Real reaccionó
inmediatamente, enviando de vuelta a París, contrareembolso, a la
Beaujoulais e incluso a su hermana, la viuda de Luis I. Esto último es lo que fue realmente un gesto feo, feo, feo, puesto que aquella mujer no dejaba de ser reina viuda de España.
Aquel gesto venía a suponer, por lo
tanto, que Carlitos, a sus tiernos ocho años, se quedara compuesto y
sin esposa. Había que buscarle una y a ello se aplicó uno de los
personajes más peripatéticos de aquella Corte: el conde de Riperdá
o Ripperda. Juan Guillermo, que llevó una vida de aventurero pero
que logró hacerse con la confianza del rey Felipe. Riperdá imaginó que
Carlos debía casarse con María Teresa, la hija y heredera del
emperador Carlos VI (que, si no me equivoco, es la madre de María Antonieta). Riperdá, sin embargo, era un tunante y un
embaucador y, finalmente, en Viena le vieron el plumero.
El nuevo embajador imperial que llegó a Madrid en 1726, el conde de Königsegg, le dejó bien claro al rey que en la capital imperial su negociador no tenía crédito. Sin embargo, en diciembre de ese mismo año, Königsegg anunció en una audiencia en el Palacio Real que el emperador, siguiendo las previsiones firmadas en la Cuádruple, había investido a Carlos como heredero de Parma y Toscana en el caso de que faltare la línea sucesoria masculina. El movimiento tenía su sentido: reinaba en Parma el duque de tal lugar, Francisco Farnesio, tío de la madre de Carlos. Estaba entonces muy achacoso (murió, de hecho, poco después); y todo lo que quedaba para heredar el reino era su hermano Antonio, soltero y sin descendencia. Por esta razón, la investidura de Carlos era una coronación con espoleta retardada.
El nuevo embajador imperial que llegó a Madrid en 1726, el conde de Königsegg, le dejó bien claro al rey que en la capital imperial su negociador no tenía crédito. Sin embargo, en diciembre de ese mismo año, Königsegg anunció en una audiencia en el Palacio Real que el emperador, siguiendo las previsiones firmadas en la Cuádruple, había investido a Carlos como heredero de Parma y Toscana en el caso de que faltare la línea sucesoria masculina. El movimiento tenía su sentido: reinaba en Parma el duque de tal lugar, Francisco Farnesio, tío de la madre de Carlos. Estaba entonces muy achacoso (murió, de hecho, poco después); y todo lo que quedaba para heredar el reino era su hermano Antonio, soltero y sin descendencia. Por esta razón, la investidura de Carlos era una coronación con espoleta retardada.
El duque Antonio
Farnesio, que efectivamente había sucedido a su hermano, falleció
en 1731. Carlos, apenas un adolescente, había llegado a lo que
entonces tanto él como, sobre todo, su madre, podían considerar el
culmen de su vida: había conseguido ser rey.
El rey Felipe envió
a su hijo Carlos a Nápoles muy bien arropado: le fijó una pensión
anual de 150.000 ducados, además de designar una corte de próceres
de muy alta calidad para que viajasen con él a Italia y lo
asesorasen. Salió Carlos hacia su nuevo destino el 20 de octubre de
1731 y, cuando llegó a Italia, se encontró un ambiente social muy
agradable. Sus súbditos parmesanos, aunque pudiera parecer lo contrario, no estaban nada rayados con él (chiste fácil); no olvidaban que Carlos era un
Farnesio por parte de madre, y eso les agradaba. Luego pasó a
Florencia con la intención fundamental de conocer a Juan Gastón, el
último Medici, que gobernaba la ciudad ya muy viejo e inválido y
que, al no tener descendencia, sería sucedido por el propio Carlos,
según las previsiones.
Todo eran parabienes.
Todo eran parabienes.
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